you can find this page online at www.websiteurlhere.com/page.html
skip to content

WEB DE MÚSICA




Inici > Artícles

 

La última canción con Mozart

» Ramón Andrés

 

«En cualquier caso –decía E.T.A. Hoffmann a Kreisler-, el arte siempre viene de un abismo». Se refería a Mozart. Sin embargo, ¿puede aplicarse ello a la obra del compositor? Mozart vivió un tiempo contradictorio, una época que encubrió como pocas la naturaleza de su propio presente. Las ideas ilustradas, la necesidad de elevar un nuevo código moral, la bienintencionada voluntad de establecer unas reglas de juego más justas, revelaban un problema de fondo que ni el cáustico Laurence Sterne podía intuir. El entusiasmo del último tercio del siglo XVIII encubría una sustancial negación de su realidad: reconocer el mundo como un lugar devaluado. El apasionado barón d´Holbach, amigo de Diderot, tenía la certidumbre de que la filosofía solventaría una buena parte de los problemas que aquejaban a Francia, y todavía Humboldt en los albores del XIX soñaba con una única lengua liberadora capaz de influir sobre el destino humano.

Mozart fue ajeno a estas expectativas, procedía de un lugar donde Europa aún despertaba entre el blanco mobiliario de pequeñas cortes y en el que la población malvivía hacinada y más o menos conforme con su trabajo. Al analizar los Lieder del maestro, Alfred Einstein escribía en 1945 que Mozart demostró no haberse percatado del cambio operado en la poesía alemana de su tiempo. Sería quimérico creer lo contrario, y eso mismo habría que aplicarlo a otros campos, a otras disciplinas. Conviene no olvidar que él fue un directo legatario del pasado, en la medida que entendió su oficio como un artesano y no como uno de aquellos evaporados y envanecidos personajes que deambulan en las Memorie inutili de Carlo Gozzi. Si algo distinguió a Mozart fue, precisamente, su singular aprecio por un mundo escrito con minúsculas. Las ideas universalistas que se le atribuyen no son más que una molesta refracción de lo que su obra sugirió a los estudiosos pioneros durante el siglo XIX, entre ellos Otto Jahn, su primer gran biógrafo. En cierto sentido, el espíritu de Mozart –y, valga la paradoja, también el de Bach- es menos «religioso» que el de Beethoven por cuanto su obra no exhorta a la salvación de la Humanidad, no ofrece soluciones ni espera el advenimiento de una mítica aurora. Tampoco aspira a la verdad. Al respecto, su relación con la francmasonería resultó, pese a lo que suele defenderse, anecdótica, como lo fue para muchos otros, entre ellos sus amigos el cantante y libretista Schikaneder y el clarinetista Stadler, dos músicos que, se quiera o no, formaban parte de aquella «estirpe musical de desheredados», por emplear una expresión de Goethe, de aquella cohorte artística que seguía la moda de los círculos nobles e intelectuales de Viena. A principios del siglo XXI ya no pueden antojarse válidas las reflexiones sobre un Mozart transgresor en lo social y en lo ideológico.

No debe pasar inadvertido que él perteneció a la pequeña burguesía católica de Austria. Eso significa entender la vida como una asunción de sacrificios destinados a satisfacer las cargas del día a día. Desde su infancia emprendió largos viajes en condiciones no siempre favorables, peregrinajes, bien es cierto, guiados por su padre, el calculador y eficaz Leopold. Aquellos duros carruajes y ásperos caminos de los que amargamente se quejaba Michel de Montaigne en el siglo XVI, apenas habían cambiado en los tiempos del compositor. La humedad de las posadas, los umbríos albergues de platos desconchados, la voz espesa de un público que asistía a unos destartalados teatros, las esperas ante las puertas señoriales, eran moneda corriente en la realidad del músico. Él sabía que esta situación, tan precaria y sometida a una continuada errancia, era inherente a la de la mayor parte de sus hermanos de profesión.

Charles Burney cuenta que para conocer a Jan Vanhal -el compositor que, tocando el violoncelo, integró un cuarteto de cuerda junto a Haydn, Mozart y Dittersdorf-, tuvo que llamar a la puerta de un sinfín de domicilios en los que había vivido el escurridizo y atrabiliario artista, y que el reputado Hasse,debido a su apresurada vida, «siempre estaba ocupado o enfermo». Galuppi pasó media existencia subido a un carromato, y a Rutini lo vemos, en un prieto puñado de años, en lugares tan distantes como Florencia, Dresde, Londres y San Petersburgo. Y qué decir de Zipoli, Martín y Soler y del nómada Emanuele d´Astorga. Un caso similar resultó el de Vogler, quien, antes de asumir el puesto de capilla en Darmstadt, había viajado en calidad de organista y clavecinista por Alemania, Portugal, Gran Bretaña, Francia y Suecia, no sin haber emprendido viajes a Grecia y el norte de África. Éstos son tan sólo unos pocos ejemplos del trasiego al que se veían impelidos los músicos, tanto en su calidad de compositores como de intérpretes.

El autor de Don Giovanni todavía formó parte de esta laya de creadores. La tentación de nuestra cultura, acostumbrada a generar enseñas, ha hecho que hoy admitamos a Mozart como emblema de la libertad; pero, ciertamente, aquel artesano que pretendió emanciparse profesionalmente ha sido confundido por la historiografía con un audaz personaje en busca de la independencia personal. Es ésta una visión ilusoria. Debe señalarse que trató por todos los medios de conseguir un puesto en la admirada orquesta de Mannheim, y que todavía en los últimos y aciagos años vieneses contempló, sin fruncir el ceño, la posibilidad de hacerse con un cargo de organista en la catedral de San Esteban. Que Mozart coincida en ciertos aspectos con el «ideario de la sabiduría» enunciado por su contemporáneo Lessing no significa que necesitara de la razón para acceder al espíritu y la creatividad. No, Mozart era sobre todo intuitivo, directo, poco afecto a discursos filosóficos y teológicos. Seguramente estaba más cerca de Von Klinger en su refutación del racionalismo que de la idea de inspiración sostenida por Hamann. Cuando coincidió con Tieck en un teatro berlinés poco antes de una representación de El rapto del serrallo , estaba más preocupado por la correcta disposición de los atriles que por atender al todavía joven autor que iba a dar cuerpo a laspáginas de William Lovell . La presencia de Beaumarchais y de Wieland en su exigua biblioteca pueden considerarse, sin más, un azar de los tiempos. La anécdota que cuenta Borges sobre Hudson, según la cual el autor de La tierra púrpura abandonaba una y otra vez los estudios de metafísica «a causa de la felicidad», bien podría aplicarse al mayor de los músicos del Clasicismo. Y no, desde luego, por la supuesta dicha vivida, sino porque en el lenguaje mozartiano no se contempla la perfección del individuo en un figurado estado superior, en un ser a salvo de las contingencias terrenales. Zweig debía intuirlo al acentuar que Mozart pensó, a la hora de escribir una partitura, no en el conjunto de los hombres sino en cada uno de los seres que pueblan la Tierra. Una de las claves de su obra reside precisamente en este punto; toda ella parece trazarse en contra de una tradición que tuvo su mayor alimento con la llegada del siglo XVIII: concebir la existencia y el mundo como insuficiencia. Nunca estuvieron tan bien surtidas la tristeza y la melancolía como a partir de entonces.

No es casual que Rosset señalara que en la música se advierte, tras la desaparición de Mozart, una quiebra de la alegría; o que Cioran aseverara que con el arte del salzburgués la felicidad había tocado fondo. Nietzsche lo decía de otro modo: «Los buenos tiempos han pasado, entonaron la última canción con Mozart». Quizá esta percepción deba atribuirse a que sus partituras, por así decirlo, no tienen ningún ajuste, ninguna deuda, con la eternidad; en ellas no se promulgan dogmas, no se responsabiliza al hombre por el hecho de serlo. Ni siquiera asoma la ingenuidad romántica que evidenció Beethoven, convencido, y así lo afirmaba, que diez años después de su muerte seguiría interpretándose la «Appassionata»... Todo en Mozart, ya sea en la textura armónica, ya sea en la estructuración melódica, parece ideado –inconscientemente, sin duda- para desacreditar el dolor como forma de conocimiento. ¿Recordamos lo que decía Max Scheler, al referir que era necesario penetrar en el dolor con el fin de liberarnos de nosotros mismos? Nada más lejos en Mozart. Él luchó, sin saberlo, contra una tendencia occidental muy proclive a desacreditar la felicidad y a ensalzar el conflicto. Por eso mismo fue uno de los espíritus que mejor entendieron el concepto de «presente», reacio a los espejismos, un tanto a la manera de sus contemporáneos Goldoni, Chénier o Alfieri, es decir, mentes sin adicción a la idea de futuro.

 

 

© Ramón Andrés, 2006

 

 

Inici > Artícles

 


back to top