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Material de suport de l'assignatura de filosofia per alumnes de primer i segon de batxillerat

 

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KARL MARX


Manuel Sacristán Luzón. “Sobre Marx y Marxismo”. Panfletos y materiales I. Editorial Icaria antrazyt, Barcelona, marzo 1983 (páginas, 277-308)
Artículo “Karl Marx” de la Enciclopedia Universitats (nº 131 y 132, de 11 y 18 de abril de 1974; ed. Salvat, Barcelona)


SOBRE MARX Y MARXISMO

Durante muchos años –quizás más de un siglo- cuando en los ambientes conservadores seguía siendo de buen tono el antijudaísmo, Marx era en la conversación trivial “el judío alemán” que soliviantaba a los obreros, como Freud “el judío alemán” que corroía la fe los hijos en sus padres y Einstein “el judío alemán” empeñado en destruir las confortadoras nociones tradicionales del espacio, el tiempo y el movimiento.

Karl Marx nació, efectivamente, en una familia hebrea, rabínica por ambas ramas, el 5 de mayo de 1918, en la ciudad alemana de Tréveris (Trier), Renania. Los judíos de Renania no vivían segregados del resto de la población ni en condiciones de inferioridad legal: Napoleón había conquistado los territorios del Rin en sus guerras contra los monarcas austríaco y prusiano, y, a su modo, había transmitido a las poblaciones renanas un legado de la Revolución francesa: la igualdad formal de todos –hebreos o cristianos- ante la ley. Por ello algunos judíos de Renania empezaban a ser ya más alemanes que judíos; el padre de Marx, por ejemplo, era un jurista ilustrado que ejercía incluso un cargo de representación de sus colegas abogados ante los tribunales.

Pero poco a poco el rey de Prusia –bajo cuya soberanía quedaron las tierras del Rin septentrional tras la derrota de Napoleón- fue restaurando el antiguo régimen autoritario, vestigio político de la Edad Media, en la totalidad de sus dominios. El poeta alemán Heinrich Heine (1797-1856) –también judío y también renano- expresó la vuelta a la antigua situación discriminada reconociendo que el abandono de la condición de judío, el bautismo cristiano, era el “billete de entrada a la cultura europea”. Casi simultáneamente lo comprendía también así el abogado Heinrich Marx: el año 1824 hizo bautizar a sus hijos –incluido Karl- por la Iglesia Evangélica.

Ni la educación, ni la cultura, ni la inspiración de Karl Marx han sido judías en ningún sentido específico. Si vale la pena tener presente sus orígenes hebraicos es precisamente porque la primera vez que Karl Marx se ha enfrentado con la cuestión judía –cuando ya tenía veinticinco años- ha sido para volver del revés la frase, entonces razonable, de que había que liberar a los hebreos del mundo, sosteniendo, por su parte, que lo necesario era “liberar al mundo del judaísmo”.

Al decir eso el joven Marx no piensa, como es natural, en exterminar a su pueblo, ni en perjudicarlo o discriminarlo de ninguna manera. Pero tampoco se limita a una simple metáfora. Su visión del problema judío se basa en la observación del aislamiento en que se encuentran las comunidades judías. La mayoría de las personas de ánimo liberal pensaban en aquella época –como muchos siguen pensándolo hoy- que lo que necesitan las comunidades minoritarias más o menos discriminadas y cerradas es que se supere su aislamiento, su “extrañación” o “alineación”, como se decía entonces –y hoy se vuelve a decir- usando términos de la filosofía de la época. Las personas bien intencionadas que deseaban ayudar a los discriminados judíos de Prusia daban por supuesto que la alineación de los hebreos respecto de la sociedad alemana era efecto de la opresión que sufrían. El joven Karl Marx admite, ciertamente, que sus compañeros de raza sufren una opresión discriminatoria. Pero piensa que el aislamiento, la insolidaridad en el vivir, la competición y guerra de todos contra todos –la “alineación”, en suma- no es algo sufrido sólo por los judíos, sino un mal característico de todos los grupos y los individuos de la sociedad moderna. Y aun más: el joven filósofo de Tréveris sostiene que los judíos, con su asiduo cultivo de las actividades mercantiles, son no sólo víctimas, sino también actores de la enfermedad de alineación.

Pues lo característico de la sociedad moderna, de la sociedad más alienadora o “desgarrada” –también palabra de mucho uso en la juventud de Karl Marx u utilizada por él mismo durante toda su vida-, es precisamente la mercantilización general de la vida, la conversión de toda realidad en mercancía.

Los problemas del pueblo judío no dan a Marx sino ocasión de desarrollar por vez primera, de un modo bastante completo, su crítica de esta vida y esta sociedad mercantiles, capitalistas, caracterizadas por el grado extremo de la alineación, por la extrañeza de todos para con todos, e incluso de cada cual para con su hacer, para con su trabajo, y hasta para con su propia intimidad. En efecto, Karl Marx piensa que hasta uno de los logros más elogiados de esta sociedad moderna o burguesa, la proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano, es la consagración completa de la vida alienada de sí misma: el “ciudadano “ tiene en la sociedad burguesa derechos y deberes elevados, hasta sublimes a veces; pero al mismo tiempo se reduce –y precisamente bajo el rótulo de “hombre”- al solo derecho de poseer, reduce sus sentidos al “sentido del Tener”, como dirá Marx despectivamente. Esta escisión moderna entre el “ciudadano” universal y el”hombre” reducido a propietario es, dice Marx, la “sofística del estado burgués”, el derecho civil y político de la alineación. La vida de Karl Marx ha sido desde entonces (1843 – 1844) el esfuerzo y la lucha intelectuales y prácticos por una sociedad superadora de la alineación: una sociedad de la armonía entre cada cual y los demás, entre cada individualidad y su proyección social (entre el hombre y el ciudadano), entre cada cual y su trabajo, entre cada cual, los demás y la naturaleza; ésta es la significación más elemental del término 2comunismo” cuando lo usa Karl Marx, desde sus veinticinco años hasta su muerte, a los sesenta y cinco, en 1883.

“Lo que importa es transformarlo”

Karl Marx cursó la enseñanza secundaria de 1830 a 1835. Fue un bachiller estudioso, agudo y excesivamente apasionado, según el juicio de sus profesores, particularmente el de lengua; los ejercicios escolares de Karl Marx mueven a dar la razón a este profesor, que los apreciaba mucho, pero criticaba el desbordamiento de la prosa del alumno, insaciable de metáforas robustas y audaz en las complicaciones de una sintaxis ya de por sí poco llana como es la germánica.

En el curso 1835 – 1836 empezó Marx sus estudios universitarios, oficialmente jurídicos, en la Universidad de Bonn. Aquel curso –de poco estudio, muchos versos, bastantes juergas y un duelo- le sirvió al propio interesado, y aún más a su preocupado padre, para comprobar que su exuberancia vital podía llegar a perjudicarle. Desde el curso siguiente se trasladaría a la Universidad de Berlín, la ciudad en la que cimentó su formación entre 1836 y 1841.

Antes, en el verano de 1836, Marx se prometió secretamente con Jenny von Westphalen (1814 – 1881). Jenny descendía por línea materna de nobleza escocesa antigua; la familia del padre –hombre culto y liberal- era bastante característica del funcionariado prusiano y había sido ennoblecida en la generación anterior. La diferencia social puede explicar el que Jenny y Karl mantuvieran secreto su compromiso durante algún tiempo. También puede haber pesado el hecho de ser Marx en aquel momento un estudiante sin oficio ni beneficio. Siendo ya un hombre maduro, con todas sus hijas casadas, Marx se enfadó porque uno de sus yernos, con la intención de elogiarlo, había aludido a prejuicios de los von Westphalen contra la boda de su hija (espléndido “partido”, por lo demás, al que aspiraron caballeros distinguidos, “arios” y ricos). Pero también se conservan cartas de la madre de Marx en la que ésta se queja de desconsideraciones por parte de los von Westphalen. Tal vez aclare algo las cosas el hecho de que esta familia, como bastantes otras casas hidalgas de la época, se había ido dividiendo en dos ramas: una, crítica del antiguo régimen, liberal, a veces incluso revolucionaria (en la que hay que contar al barón Ludwig von Westphalen y a su hija Jenny), y otra, conservadora primero y, luego de la revolución de 1848, reaccionaria en sentido propio, o sea, partidaria de reaccionar contra el cambio social; mientras Jenny luchaba contra la miseria durante el exilio londinense de los Marx desde 1849, uno de sus hermanos era ministro del rey de Prusia.

Karl Marx ha podido trabajar e incluso subsistir durante los años más difíciles de su vida gracias a la sorprendente aptitud de la aristócrata Jenny von Westphalen para aguantar la pobreza. Pero ya mucho antes, desde sus años de estudiante, había empezado a ser deudor de la familia de su mujer. Y, MÁS PRECISAMENT, DEL PADRE DE ÉSTA. El barón von Westphalen mostró buena vista cuando conoció al adolescente Karl Marx; apreció su inteligencia y su vitalidad espiritual y le procuró acceso a un tipo de alimento y disfrute intelectual que Heinrich Marx mismo no podía dar a su hijo. El viejo Marx proporcionó al futuro fundador del comunismo moderno bienes culturales principalmente adecuados para el desarrollo del pensamiento lógico y científico: la lectura de los ilustrados franceses y alemanes y la disciplina del razonamiento jurídico. Pero en otros campos Henrich Marx estaba lejos de las necesidades de su hijo. Lo sabía y hasta se expresaba al respecto con una modestia que difícilmente tendrán muchos padres para con sus hijos. (Tal vez por esto Karl Marx llevó consigo durante toda la vida un retrato de su padre; muchos años más tarde, su íntimo amigo Friederich Engels, que conocía bien sus sentimientos, metió aquel retrato dentro del ataúd de Karl Marx.). En cambio, el barón von Westphalen se parecía a su futuro yerno sobre todo en el apasionamiento del espíritu y en el consiguiente gusto de recibir y producir sensaciones relacionadas con la naturaleza, la palabra, las artes. Karl Marx debe a su suegro el primer conocimiento sólido de bienes que durante toda su vida le serán disfrute y apoyo connaturales. Homero y los trágicos griegos leídos (y muy sabidos) en el original, Dante en italiano, Shakespeare en inglés, Cervantes en castellano. Es casi seguro, además, que el primer trato de Karl Marx con ideas socialistas le viniera precisamente de su suegro, que conocía y apreciaba la literatura sansimonista.

El padre y el suegro de Karl Marx fueron, en suma, buenos introductores al estudio superior, que Marx realizó propiamente en Berlín. No tanto en la Universidad de Berlín cuanto en la ciudad de Berlín. El profesorado universitario berlinés ha dado poco a Marx. Sin duda fue una casualidad afortunada que llegara a oír al principal discípulo de Hegel en el campo de las ciencias sociales –el jurista Gans- y a su principal contradictor en este mismo campo –Savigny, cabeza de la escuela histórica del derecho-; pero como, aparte de estos dos productivos maestros, las facultades no le ofrecían gran cosa, Marx estudió sobre todo por su cuenta, aprovechando sólo como pretexto el orden de los estudios universitarios.

Por su cuenta, y gracias al impulso filosófico del ambiente berlinés Marx había llegado a la ciudad con una incipiente formación filosófica –la facilitada por la ilustrada tradición paterna- que le predisponía contra la mayor influencia filosófica presente en Berlín: la influencia de Hegel, muerto cinco años antes. Lo que Marx había recibido del mundo filosófico de su padre era, sobre todo, la agudeza crítica, el optimismo progresista y la mesura en el pensamiento, poco amigo de especulaciones atrevidas, que son los rasgos más generales de lo que se suele llamar “Ilustración”, la cultura crítica (pero no siempre revolucionaria), racional (pero no siempre dispuesta a luchar por la razón) y confiada (aunque inhibida a menudo por cierto escepticismo aristocrático) en que habría podido culminar el siglo XVIII francés si la desesperación de la plebe de París y de muchos campesinos no hubiese encontrado una salida revolucionaria en 1789-1793. En cambio, el pensamiento de Hegel, atractivo como los grandes poemas homéricos o dantescos, absorbente como el mundo trágico de Shakespeare o como el melancólico narrar de Cervantes, es un intento desmesurado de interpretar todo lo real, toda la historia, por medio de algunos principios de movimiento o cambio descubiertos en ella. Desde su primera gran obra juvenil, la “Fenomenología del Espíritu” (1807), Hegel reconstruía todo el mundo y su historia como una sucesión de “figuras del Espíritu”, el cual sería la realidad inicial y última.

El estudiante Karl Marx, recién llegado a Berlín sentía antipatía por esta desaforada, ambiciosa y fantástica construcción intelectual. Por otra parte, su obligación era estudiar leyes, no filosofía. Pero el “enemigo” -como el mismo decía- lo fascinaba. Marx pensó que no podría construir con tranquilidad su saber jurídico mientras no contara con unos fundamentos filosóficos que le libraran de la incómoda presencia del gran sistema de Hegel. Puso manos a la obra con su habitual apasionamiento –y con las habituales angustias de su padre-, estudiando, leyendo y escribiendo día y noche, a veces durante varios días y varias noches sin parar, hasta que se puso enfermo de cierta consideración y, siguiendo el consejo médico, se instaló en las afueras de Berlín.

Desde su punto de vista, el brutal esfuerzo había valido la pena: el joven filósofo había desarrollado en varias versiones una reflexión filosófica que le daba confianza. Sólo que quedaba muy alterada su situación respecto del antipático gigante cuya refutación había intentado en tantas noches de filosofar de urgencia. Como dice Karl Marx en una carta a su padre, la última frase de la versión definitiva de su manuscrito filosófico era “la primera proposición del sistema hegeliano”. Una buena derrota del prejuicio. Karl Marx conservaría siempre esta libertad antidogmática, capaz de llegar a conclusiones negadores de los prejuicios y las hipótesis de partida. En su madurez llegaría a expresarse con mucha violencia a este respecto: “Llamo “canalla” al hombre que intenta acomodar la ciencia a un punto de vista dependiente de un interés externo a la ciencia, ajeno a la ciencia, en vez de por sí misma, aunque sea errónea.”

El forcejeo con Hegel tuvo varios efectos importantes para la vida de Karl Marx; he aquí dos de ellos: su paso definitivo a los estudios filosóficos y su inserción en uno de los rupos de jóvenes hegelianos de izquierda, el Doktorenklub de Berlín, cuyo miembro más joven, y aún por doctorar, fue él.

“Hegelianos de izquierda” eran aquellos que, recogiendo de Hegel el principio de que la realidad se explica por su propio movimiento interno de “alineación” o “mediación”, discrepaban de la afirmación del maestro según la cual el Estado monárquico de la edad moderna es el final de todas las mediaciones, la vuelta del Espíritu a sí mismo. (Los que aceptaban esta tesis, glorificadora del Estado, eran “hegelianos de derecha”)

La “alineación” o “mediación” hegeliana es el proceso por el cual el ser se constituye en objeto. Es una realización, un hacerse cosa, paso imprescindible para ser de verdad, y para ser dueño de sí mismo, una vez superada la escisión entre el ser sólo sujeto y el ser sólo objeto. La idea de alineación iba a recorrer un largo camino de transformaciones. En los tres primeros años de la década de 1840, el filósofo Ludwig Feuerbach difundía con bastante influencia –también sobre Karl Marx- otra acepción del término, fruto de su crítica de la filosofía hegeliana. Feuerbah se niega a seguir a Hegel en sus especulaciones acerca del Mundo, el Espíritu, la Idea o como se quiera llamar al todo. Piensa que el especular tan incautamente acerca de objetos acaso inexistentes es repetir un autoengaño que ve también en las religiones: el autoengaño que consiste en creer que la Divinidad es algo en sí, cuando, según Feuerbach, no es más que una proyección del hombre; al tomar por ser ajeno lo que es construcción propia, el hombre “se aliena” en este sentido de Feuerbach. Marx lo tendrá presente cuando, a sus veinticinco años, escriba sobre la alineación de los judíos y del trabajo. Pero el sentido de “alineación” en la reflexión de Karl Marx será ya otro; tas Hegel y Feuerbach, Marx es el tercer clásico del concepto.

De todos modos, en los años de estudio en Berlín todos estos problemas son sólo horizonte impreciso de la vida espiritual de Karl Marx. Ésta discurre por el momento como el comienzo de una carrera universitaria, emprendida, eso sí, por un terrible enamorado que produce, tanto como manuscrito filosófico, versos incendiados para su amada. Incendiados y poco valiosos: las hijas de Marx y Jenny han hablado luego de las carcajadas de sus padres cuando daban en recordar aquellos versos.

Karl Marx se doctoró en filosofía el año 1841, con una tesis de filosofía griega. En ella expresa –con gran conocimiento de unos textos sobre los que entonces no existía prácticamente investigación- alguna preferencia por el atomismo de Epicuro (aprox. 341-270 aC) respecto del de Demócrito (aprox. 460-370 aC) por la razón de que el primero deja abierto un margen para la libertad, para la acción innovadora en el mundo.

La sólida erudición de la tesis de Marx y la constricción de sus argumentaciones permite comprender el aprecio en que le tenían sus colegas del club y los demás académicos de su ambiente. Uno de ellos, Moses Hess, que no simpatizó nunca personalmente con él, llegaría a llamarle “el mayor, quizás el único filósofo de verdad hoy viviente”. Si a esto se añade que uno de sus íntimos en el club, Bruno Bauer, era ya docente en la Universidad de Bonn y urgía a Marx a que se le uniera, se explica que por algún tiempo Karl Marx pensara en hacerse una vida de profesor universitario.

Por poco tiempo pudo pensarlo. En la estela de la reacción general en toda Alemania, también la Universidad renana de Bonn ve el clásico espectáculo de la interdicción de los profesores que no someten sus cabezas a los dictados de la tiranía del rey de Prusia. La interdicción de Bruno Bauer en octubre de 1841 significaba el final de la carrera universitaria del directamente afectado y planteaba a su joven amigo, por vez primera, un problema que luego se le presentaría varias veces: ¿Cuándo empieza el filósofo a prostituirse? ¿Aún no o en cuando que acepta enseñar con condiciones? Karl Marx zanjó siempre esta cuestión de la misma manera, y probablemente sin demasiado dolor, pues el ambiente de los profesores supuestamente puros, sólo atentos a lo que ocurre en el tablero de su mesa y conformistas para con todo lo demás, parece haberle repelido por sí mismo, aparte de los motivos propiamente políticos de su abandono de la carrera universitaria. El 20 de marzo de 1842 escribía a otro amigo, Arnold Ruge, desde Bonn: “Dentro de unos días me marcharé a Colonia, que será mi nuevo domicilio; pues la proximidad de los profesores de Bonn me es insoportable. ¿Quién puede desear convivir siempre con estos espíritus fétidos, con estas gentes que no estudian más que para pregonarlo desde las cuatro esquinas del mundo?”

Karl Marx no estudiará por competir en la carrera académica. Sus numerosos cuadernos de extractos y apuntes muestran lo genuina que fue su pasión de estudioso. Pero, sobre todo, los temas de su estudio y su relación con las actividades de Marx evidencian que para él fue una regla de vida, y no sólo una observación de lector crítico, lo que escribió, al comienzo de su exilio, entre sus Tesis sobre Feuerbach: “Los filósofos han interpretado meramente el mundo de modos diversos. Lo que importa es transformarlo”.

“El mayor, quizás el único filósofo de verdad hoy viviente...”

... tuvo que ponerse, por de pronto, a periodista. Esto le volvería a ocurrir dos veces más: en 1848-1849, con ocasión de la crisis revolucionaria de aquellos años, y luego en las décadas de 1850 y 1860, durante el largo y final exilio en Inglaterra. En 1843-1844, el período de la Gaceta Renana y de los Anales franco-alemanes, el periodismo de Marx no sólo ha sido compatible con su formación científica y revolucionaria, sino que incluso la ha favorecido: para la Gaceta se ocupó Marx por vez primera de cuestiones sociales y políticas serias, como los debates sobre la tradicional recolección libre de la leña caída en los bosques señoriales, o la vida de los vendimiadores de la cuenta del río Mosela. El mismo Marx se ha referido más tarde a estos trabajos para fechar con ellos su descubrimiento de la “anatomía de la sociedad”.

Sin embargo de ello, y también a pesar de que el comienzo de sus relaciones con Friederich Engels (la persona a la que más debe Marx el conocimiento de que le era necesario profundizar en la economía política) se ocasiona con el trabajo periodístico en la Gaceta Renana, la tarea intelectual de Marx durante estos primeros años de la década del cuarenta es predominantemente filosófica. Aunque sus conceptos van acercándose cada vez más a la síntesis de filosofía, crítica económica y política que será la característica más propia del socialismo marxista, la época está aún protagonizada por la clarificación del objetivo de la vida de Marx: el comunismo.

El principal ejemplo de la paulatina síntesis de la crítica filosófica, la económica y la política en el trabajo del joven Dr. Marx es quizás su aportación ya aludida al concepto de alineación. Al final de este período, en unos borradores hoy célebres bajo el nombre de Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Marx ha construido su concepto de alineación; ésta es para él un hecho que corroe toda la vida de las gentes, desde la de los sentidos hasta la de inteligencia, y cuya raíz se encuentra en el carácter alienado, enajenado, que tiene el trabajo en las sociedades en que éste se divide no pro la siempre y cambiante razón de eficacia de cada caso, sino como resultado de la división fija de la sociedad en clases de individuos definidas por la peculiar relación de cada uno con los medios de producción, esto es, con los bienes destinados a producir más bienes (tierra, energía, utensilios, máquinas, etc.). Esta alineación básica, la alineación del trabajo, se generaliza y se agudiza en el capitalismo, la organización social que convierte en mercancía, en cosa ajena al trabajador, no sólo el producto de su trabajo, sino incluso el trabajo mismo, o (como años después dirá Marx, más precisamente) la fuerza de trabajo

En las sociedades modernas –piensa el joven Dr. Marx- el dinero es símbolo concentrado e instrumento de esa desnaturalización del vivir. El dinero transforma “el amor en odio, el odio en amor”. Marx, que se ha casado en uno de los peores momentos de esta época (19 de junio de 1843), precisamente al perder, por obra de la censura, su trabajo en la Gaceta Renana, ha compuesto su noción del comunismo en los mismos meses en que rechaza la segunda oferta de compra por parte de los poderosos, el ofrecimiento del empleo y sueldo de jefe de redacción de la Gaceta Estatal Prusiana.

El Marx que rechaza esta proposición y elige, con su mujer, el exilio ahora voluntario, a finales de 1843, es todavía un “filósofo”, un hombre que construye fines y critica datos. Pero sólo hasta cierto punto: el filósofo tradicional creer ser un científico; el “Dr. Marx” no cae en esa ilusión; piensa que la filosofía es una proyección acrítica, ideológica, de fines y deseos de los hombres, como la religión, que es “el suspiro de la criatura oprimida, el ánimo de un mundo sin corazón, el alma de una situación desalmada, el opio del pueblo”. Por eso apostrofa a sus colegas los filósofos diciéndoles que es imposible realizar la filosofía –la expresión de fines que es la filosofía- sin destruirla, sin destruir la engañosa y consoladora apariencia de saber que también es la filosofía; y viceversa, que también es imposible abolir esta ilusión filosófica sin realizar los fines del filosofar, los milenarios sueños de los hombres que se pueden cifrar con la palabra “libertad”.

O con la palabra “comunismo”, que significa, para el recién llegado a París , lo mismo que libertad concreta. No sólo la libertad formal o negativa, la ausencia de constricción política o externa, sino también la libertad positiva, el establecimiento de unas relaciones sociales que no hagan “de la necedad inteligencia, del amor odio, del odio amor”. La sociedad comunista es, con el léxico de Marx en 1843-1844, aquella en la cual los objetos y las relacione vuelven a ser ellos mismos, dejan de estar alienados, desnaturalizados; la sociedad en la que “no puedes cambiar amor más que por amor, confianza por confianza”. Esa confianza no supone nociones inimaginables hoy, ni la aparición de una nueva especie de hombre o superhombre. Sí supone, ciertamente, la de un “hombre nuevo”, en el sentido de una nueva cultura, un nuevo modo de vivir, una nueva red de relaciones sociales. Pero los hombres, vistos con buen sentido y realismo, no serán ángeles imprevisibles. Los habrá más y menos listos, vitales, afortunados; los habrá más influyentes y menos influyentes. Lo esencial es que estas diferencias no se basarán en su poder económico, en ningún poder fundado en la alineación del trabajo y la vida de los demás, sino en sus dotes y en su esfuerzo: en la sociedad comunista “si quieres influir en otros seres humanos tienes que ser una persona capaz de actuar sobre los demás de un modo realmente inspirador y activador”

La anatomía de la sociedad

La persecución social o propiamente política (represión universitaria y del derecho de expresión), que le ha excluido de las dos actividades profesionales sucesivamente intentadas y constreñido al exilio, ha prestado a Marx el servicio psicológico y moral imprescindible para que un intelectual inconformista llegue a ser revolucionario: anularle la sensación cotidiana de “vida normal” en el seno de la misma sociedad teóricamente criticada y condenada por el intelectual: dorada medianía de las profesiones intelectuales, tranquilidad, ocio relativamente abundante, carrera más o menos lista a través de un escalafón o de una jerarquía de minutas bastante jugosas si se comparan con el salario obrero. Marx y su familia pasarán las amarguras del exilio y las angustias del pobre: el riesgo repetido de ser embargados, desahuciados, el sufrimiento de la enfermedad que no se puede tratar médicamente por falta de dinero, el hambre lisa y llana, el no tener qué masticar cuando se siente apetito. La implícita aceptación de este destino por Jenny von Westphalen y Karl Marx puso a éstos al otro lado de la divisoria entre las grandes clases sociales; también psicológica y moralmente, no sólo en el plano de las ideas teóricas.

Precisamente en el plano teórico estaba en 1843 la principal debilidad de Marx. Su formación predominantemente filosófica –junto con el acervo de conocimientos económicos adquiridos desde 1841 y los conocimientos históricos asimilados desde su primera juventud- le había bastado para criticar la sociedad capitalista y construir sus objetivos comunistas. Pero Marx no conocía suficientemente cómo se articula la realidad económica básica de la sociedad, que vislumbraba ahora al descubrir que la raíz de toda alineación es la alineación del trabajo. Los quince meses, aproximadamente, que vive en París esta vez son un período decisivo en la fundamentación del comunismo de Marx: abundantes lecturas y reflexiones económicas, así como el trato asiduo de grupos de obreros, le abren el conocimiento de la base económica de la vida social, de la “anatomía de la sociedad”, en cuya organización se fundamenta la posibilidad del comunismo.

Los aludidos Manuscritos de 1844 presentan un Marx que cuenta con unos objetos políticos obtenidos mediante la crítica filosófica de la sociedad, y con intentos de fundamentación científica de la realizabilidad de esos objetivos, intentos realizados mediante una crítica e la economía. En esta crítica el joven Marx va de la mano de los economistas clásicos ingleses, principalmente de Adam Smith (1723 – 1790) y también de David Ricardo (1722 – 1823). Se puede decir que el Marx de 1844 es el primer Marx temáticamente completo, el primer Marx ya interpretable según la descripción célebre de uno de sus principales seguidores, Vladimir Ilich Ulianov, “Lenin” (1870 – 1924): el marxismo temáticamente completo cuenta con tres fuentes y partes: la filosofía clásica alemana (con la que critica la cultura capitalista y clasista en general), la economía política inglesa (bisturí con el que reseca la “anatomía de la sociedad”) y la política revolucionaria francesa (impulso y tradición cultural que da nombres –libertad, igualdad, comunidad, etc.- a los objetivos despejados y fundamentados por la crítica).

Este marxismo es ya completo no en el sentido de que conste de todas las proposiciones teóricas que lo caracterizarán, sino sólo en el de que presenta todos los aspectos, todos los campos de temas en que se pueden repartir aquellas tesis.

El esquema de Lenin recoge con útil simplificación los elementos principales del marxismo completo en cuanto “teoría”. También es cierto que en 1843-1844 la necesidad más urgente de Marx era enriquecer su conocimiento científico de la sociedad. “A nadie le ha sido jamás útil la ignorancia”, escribiría Marx muchos años después a Pawel Annenkow. Pero habría que añadir una fuente más a estas tres que Lenin indica en el marxismo temáticamente completo. Esta cuarta fuente –primera en importancia y segunda (tras la filosofía) en la biografía de Marx- es el movimiento obrero, ya perceptible no sólo en Francia –donde lo era con nitidez desde 1830 aproximadamente-, sino también en la atrasada Alemania: en 1844 precisamente se alzó pro vez primera como tal un destacamento de la clase obrera industrial alemana. La insurrección de los obreros textiles de Silesia debió confirmar a Marx la verdad de su primer esquema teórico revolucionario: hay una clase que encarna toda la miseria de la alineación del trabajo; esta clase es la de los modernos trabajadores asalariados, el proletariado. Ésta es la energía transformadora de la sociedad moderna, el principal motor fisiológico que mueve la “anatomía de la sociedad”.

La Gaceta Alemana de Bruselas, revista dirigida por Marx, dedicó mucho espacio a la insurrección e los tejedores silesios. Incluso para comentarla en verso, con el siguiente canto de Henrich Heine, uno de los poetas amigos de Karl Marx:

Los Tejedores

Sin lágrima en el ceño duro
Están junto al telar y aprietan los dientes:
Alemania, tejemos tu sudario,
Y en él la triple maldición.
Tejemos, tejemos.
Maldito el ídolo al que impetramos
En fríos de invierno y angustias de hambre,
En vano creímos y le miramos,
Nos ha vendido, nos ha engañado.
Tejemos, tejemos.

Maldito el rey, el rey de los ricos,
Que no ablandó nuestra miseria,
Que nos arranca lo que sudamos,
Que como perros nos manda matar.
Tejemos, tejemos.

Maldita sea la patria falsa,
Para nosotros humillación,
Siega temprana de toda flor,
Festín podrido de los gusanos.
Tejemos, tejemos.

Cruje el telar, la lanzadera vuela,
Siempre tejemos, de día y de noche,
Vieja Alemania, es tu sudario,
Y en él la triple maldición.
Tejemos, tejemos.


Miseria de la filosofía

Marx publicó el canto de Heine a los tejedores silesios en la Gaceta Alemana de Bruselas. En efecto, en febrero de 1845 había sido expulsado de Francia por presión del gobierno prusiano sobre el de París. La familia Marx se trasladó a Bruselas, donde viviría hasta la revolución de 1848.

Los tres años pasados en Bélgica, parte de ellos en compañía de Engels, han sido para Marx una época de estudio y de acción política. Es la época en que desarrolla lo que él mismo llama el “nuevo materialismo” (Marx no ha usado nunca la expresión “materialismo dialéctico”). Obras importantes de este período son La Sagrada Familia y La Ideología Alemana, críticas ambas del pensamiento que, creyéndose revolucionaria, carezca de fundamentación científica de sus objetivos en la realidad social.

Los estudios económicos que lleva a cabo Marx durante estos años se enmarcan en un amplio proyecto de “crítica de la economía política y la política”; el trabajo en este proyecto tiene un primer documento, que son los borradores, ya citados, de 1844; luego dos realizaciones parciales (La Aportación a la crítica de la economía política, publicada en 1859, y El Capital, vol. I, 1867) y una tremenda masa de documentos de muchos años que no llega totalmente a la fase de redacción definitiva (los borradores de 1857-1858 –Grundisse- y los textos recogidos en los volúmenes póstumos del Capital, incluyendo las Teorías de la plusvalía).

Pero el período belga es también un tiempo de lucha política. Ya en París había tratado Marx directamente a la clase obrera. Al mismo tiempo que los obreros alemanes, con la insurrección de 1844, habían robustecido su confianza en sus hipótesis teóricas, el trato con los proletarios franceses y alemanes de París le había permitido comprobar la existencia en germen de una cultura comunista, hecha de solidaridad en vez de competición por el dinero, de igualdad en vez de jerarquía, de distribución útil y cambiante de las funciones en vez de división clasista fija del trabajo. El mismo Marx ha descrito este segundo aspecto, el más difícilmente aprensible y describible, de su experiencia de la clase obrera: “Cuando se reúnen los artesanos comunistas, su objetivo es por de pronto la doctrina, la propaganda, etc. Pero, al mismo tiempo, al reunirse les nace una nueva necesidad, la necesidad de comunidad, y de este modo lo que parece ser un medio se les convierte en un fin. Se puede contemplar los resultados más espléndidos de ese movimiento práctico viendo una reunión de ouvriers (obreros) franceses. El fumar, el beber, el comer, etc. No son ya más que medios de unió, o medio unificador. Les basta ya con una compañía, una asociación, un entretenimiento que tienen, en realidad, pro fin la compañía misma. Entre ellos la fraternidad de los hombres no es palabrería, sino verdad, y desde estas figuras endurecidas por el trabajo nos ilumina la nobleza de la humanidad.”

En Bélgica Marx –y con él Engels- intensifica su actividad política. Entra en relación con una asociación obrera, la “Liga de los Justos”, que, en gran parte por influencia suya, pasa a llamarse “Liga de los Comunistas”, y organiza unos comités de correspondencia –a cuyo trabajo epistolar dedica muchas horas- destinados a ir armonizando el pensamiento de todos los comunistas europeos “desembarazándolo de los límites de la nacionalidad”. Este primer conato de internacionalismo proletario organizado es ocasión del texto de Marx y Engels (principalmente del primero) con el que se concluye el período belga: el Manifiesto del Partido Comunista, común y abreviadamente llamado Manifiesto Comunista.

Pocos meses antes había escrito Marx una obra que tampoco puede pasar por alto el que quiera enterarse de su pensamiento: La Miseria de la Filosofía (1846 – 1847). En esta obra, que manifiesta un conocimiento ya considerable de los hechos económicos y de su literatura, Marx hace como un balance de sus relaciones con la filosofía. No es que sea éste el objeto del libro. La Miseria de la Filosofía es una refutación del socialismo de Proudhon, que creía posible la liberación de los trabajadores sin abolir la propiedad privada de los medios de producción. Pero como las consideraciones de Proudhon (1809 – 1865) son muy especulativas, Marx tiene ocasión de criticar el vicio metafísico, muy común entre los filósofos, que consiste en tomar por realidades los conceptos que inevitablemente hay que componer y usar para referirse a aquéllas. Cuando la especulación filosófica no sabe que sólo es especulación, “tenemos meramente, en lugar del individuo corriente con su corriente modo de hablar y de pensar, este modo corriente en sí mismo, y sin el individuo”. La miseria de una doctrina revolucionaria puramente especulativa, sin conocimiento científico, consiste en que no puede pasar de una definición vaga de sus objetivos. No puede mostrar la realizabilidad de éstos, ni descubrir el agente que mueve la sociedad hacia ellos. Este agente era tan fantasmal para los socialistas que, al modo de Proudhon, no supieran analizar científicamente la realidad social, como para los viejos poderes del mundo.

Un fantasma recorre Europa

En noviembre de 1847 recibieron Marx y Engels el encargo de la Liga de los Comunistas de redactar una exposición breve de los objetivos de la asociación y de los conocimientos en que se fundamentaban esos objetivos. La versión definitiva del texto que satisfizo este encargo es más obra de Marx que de Engels. Es el Manifiesto Comunista, que apareció en febrero de 1848.

Febrero de 1848: dos o tres días antes de la aparición del Manifiesto estalla en Francia una revolución que se puede considerar como la última en que la clase obrera de ese país ha promovido inconscientemente, con su lucha y sus muertos, los intereses de la clase burguesa, o la primera en la cual se ha dado cuenta de ello; en junio del mismo año los obreros de París se lanzarían de nuevo a la insurrección, pero esta vez contra la clase empresarial a la que en febrero habían llevado definitivamente al poder.

El Manifiesto Comunista preveía una revolución, así como la oleada revolucionaria que a partir de París sacudió gran parte de la Europa occidental y central, incluso Alemania. En muchos puntos los autores del Manifiesto adelantan previsiones que no se cumplieron. Pero lo asombroso es que se cumpliera en líneas generales con esta precisión la previsión de una crisis revolucionaria.

El Manifiesto Comunista era un folleto de sólo veintiséis páginas, en las que se condensaban varias cosas: una entera explicación de la historia (cincuenta y cuatro párrafos), la relación entre los comunistas y el resto de la clase obrera (setenta y seis párrafos) y la política de los comunistas en la coyuntura de 1848 (once párrafos); los autores encuentran aún espacio en aquellas veintiséis históricas páginas para una crítica de las varias corrientes socialistas y comunistas (cincuenta y seis párrafos). A pesar de que en el Manifiesto faltan algunos conceptos científicos de importancia en el marxismo, la intensa condensación del texto indica que sus autores dominaban ya con mucha seguridad el esquema general de su concepción.

En la primera parte (“Bourgeois y proletario”) Marx y Engels explican la historia documentada de todas las sociedades como historia de las luchas de clases. “Libre y esclavo, patricio y plebeyo, noble y siervo, maestro y oficial, en suma, opresores y oprimidos, se encontraron en contraposición constante los unos contra los otros, llevaron una lucha ininterrumpida, a veces oculta, a veces abierta, lucha que terminó cada vez con una transformación revolucionaria de toda la sociedad o con la ruina común de las clases en lucha.”

En la historia de Europa esta última posibilidad –la catástrofe común de las principales clases en lucha- ocurrió por última vez hasta ahora con la caída del Imperio Romano de Occidente. Luego, la lucha de clases, la historia europea, se ha desarrollado sin roturas civilizatorias tan profundas, hasta constituir el sistema capitalista, dominado por la clase a la que se suele llamar “burguesía” en recuerdo de su origen urbano (en los “burgos”).

El Manifiesto expone los dos aspectos, característicos en su unión, de la sociedad capitalista: por un lado, el enorme crecimiento de las fuerzas productivas y de la riqueza, en comparación con las sociedades anteriores; por otro, la destrucción de los lazos personales, cualitativos e individualizados, entre las personas: “En los cien años escasos de su dominio la burguesía ha creado fuerzas productivas más cuantiosas y más colosales que todas las demás generaciones pasadas juntas.” Pero también: “Donde ha llegado a dominar, la burguesía ha destruido todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas. Ha desgarrado despiadadamente los abigarrados vínculos feudales que unían a los hombres con sus superiores naturales y no ha dejado entre hombre y hombre más lazo que el interés desnudo, el “pago al contado” sin sentimiento alguno. Ha ahogado en el agua helada del cálculo egoísta el santo escalofrío de la mística piadosa, del entusiasmo caballeresco, de la melancolía de los ciudadanos medievales. Ha disuelto la dignidad personal en el valor de cambio...”

De todos modos, estas consecuencias culturales o morales del capitalismo no son toda la causa, ni la causa principal, de la posibilidad de una revolución que supere esa sociedad. En realidad, ni siquiera se puede decir que tales efectos sean sólo nocivos. Los lazos idílicos pre-capitalistas eran en gran parte recubrimiento hipócrita de una realidad vital mucho más siniestra, que el capitalismo ha puesto al descubierto: “Con una palabra: la burguesía ha colocado, en el lugar de la explotación envuelta en ilusiones religiosas y políticas, la explotación abierta, desvergonzada, directa, a secas.”

Lo que posibilita la superación de la sociedad capitalista es la contradicción entre la tendencia a incrementar las fuerzas productivas y las “relaciones de producción” (las relaciones en que entran los hombres divididos en clases) que son el marco en el cual se mueven aquellas fuerzas. Esta contradicción se manifiesta de muchas maneras, recuerda el texto a pesar de su brevedad. Por ejemplo: el capitalismo ha aumentado mucho la productividad del trabajo y, sin embargo, aumenta también la dureza laboral de la vida de los niños y de las mujeres, por no hablar ya del obrero industrial adulto. O también: el capitalismo ha hecho plenamente social el trabajo, la producción, hasta el punto de que ni siquiera es ya concebible un trabajo artesano aislado, que no depende profundamente del resto de las actividades productivas; y en la “fábrica”, el lugar por antonomasia del trabajo capitalista, los trabajadores son como miembros de un organismo colectivo que es el verdadero productor; sin embargo, las relaciones de producción capitalistas no son nada socializadas, sino individualistas y privatistas. O también, con palabras del Manifiesto: “Desde hace décadas la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de la cólera de las modernas fuerzas productivas contra las relaciones de producción modernas, contra las relaciones de propiedad que son las condiciones de vida de la burguesía y de su dominio. Basta con recordar las crisis comerciales que, con su periódico retorno, ponen cada vez más en tela de juicio la existencia de toda la sociedad burguesa. En las crisis estalla una epidemia social que habría parecido un absurdo en todas las épocas anteriores: la epidemia de la sobreproducción. La sociedad se ve retrotraída repentinamente a un estadio de barbarie momentánea; parece como si la miseria o una guerra mundial de exterminio la hubieran privado de todos los víveres; la industria y el comercio parecen destruidos, y ¿por qué? Porque la sociedad posee demasiada civilización, demasiados víveres, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no promueven ya la civilización burguesa y las relaciones de propiedad burguesas; al contrario: han crecido demasiado para esas relaciones, las cuales las inhiben; y en cuanto que superan ese obstáculo, revuelven toda la sociedad burguesa, amenazan la existencia de la sociedad burguesa. Las relaciones burguesas se han hecho demasiado estrechas para abarcar la riqueza que ellas han producido. ¿Cómo domina la burguesía las crisis? Por una parte, imponiendo la aniquilación de una masa de fuerzas productivas; por otra, conquistando nuevos mercados y explotando más profundamente los antiguos. ¿Cómo las supera, pues? Preparando crisis más completas y violentas, y disminuyendo los medios de prevenirlas.”

Pero la contradicción presente en el desarrollo capitalista no da más que la posibilidad de abolir y superar el sistema: la sola falta de coherencia lógica o estructural no basta para que sea superada una cosa que es de algún modo viva, compuesta de vidas, como es la sociedad. Las contradicciones internas son sólo “armas” empuñando las cuales se puede derribar un desorden social, lo habitualmente llamado “el Orden”. “Pero la burguesía no sólo ha forjado las armas que le darán muerte; también ha engendrado a los hombres que empuñarán esas armas: los trabajadores modernos, los proletarios.” Estos han de tomar consciencia de la posibilidad que se les ofrece si combaten unidos contra el mal que los oprime. El Manifiesto Comunista termina con la divisa ya célebre: Proletarios de todos los países, uníos.

“Por lo que a mí hace, yo no soy marxista”

Desde 1848 hasta casi su muerte, Marx vivirá intensamente los dos planos de su actividad: la fundamentación científica (“el arma de la crítica”) y la acción revolucionaria (“la crítica de las armas”); de 1848 a finales de 1849 está sumido en la agitación que acompaña a la crisis revolucionaria de aquellos años, hasta la derrota. Luego, en el exilio definitivo de Londres, desde 1850, seguirá, tan heroica como sistemáticamente, las investigaciones científicas que culminarán con la edición del volumen I de El Capital en 1867, precedido por la Aportación a la Crítica de la Economía Política en 1859. En estos trabajos completa relativamente Marx la síntesis económica, histórica y político-filosófica que, como visión del conjunto, está presente en el Manifiesto Comunista. Desde 1866 hasta 1872 Marx trabaja en la Primera Internacional (Asociación Internacional de Trabajadores, AIT) y publica algunos de sus textos más interesantes de análisis histórico-político, como, por ejemplo, La guerra civil en Francia.

No se puede dejar de estudiar ninguno de esos textos –sobre todo El Capital- si se quiere conocer con detalle el conjunto de teoremas o “teoría” de Marx, el “marxismo” en el sentido de sistema de proposiciones, a la manera de los tratados científicos. Pero tampoco parece que la enumeración de sus proposiciones científicas en este sentido fuera para Marx lo principal de su obra. Alguna vez que se presentó a Marx una manera de entender su pensamiento que consistía en esa rígida enumeración y en inferencias no menos estrictas de ella, él mismo comentó con disgusto: “Por lo que a mí hace, yo no soy marxista.”

Marx era comunista, no fiel de ninguna escolástica. Su comunismo consiguió ser científico esto es, fundamentado críticamente en el conocimiento de la realidad social disponible en su época. Y el mismo Marx era lo suficientemente científico para saber –y decir incluso en su madurez (por ejemplo, cuando fue conociendo mejor los restos de comunidad aldeana en Oriente y en Rusia)- que sus análisis del Capital se basan en un sector sólo del mundo social, a saber, la historia de la Europa occidental y Norteamérica: “He limitado expresamente”, escribiría el viejo Marx en su célebre carta a Vera Sassulich, “la inevitabilidad de este camino (el estudiado en el Capital) a los pueblos de la Europa del Oeste.”

El pensamiento de Marx no obedece a las estrictas motivaciones de un científico que no fuera más que un científico. El trabajo científico de Marx es la fundamentación de una práctica integralmente social, no parcialmente social como pueden serlo la práctica tecnológica o la artística, las vertientes en que otras actividades científicas –la física, por ejemplo, o la geometría- son también a su modo fundamentación de prácticas. Pronto había sabido Marx que, para entender la importancia de la insurrección de los tejedores silesios en 1844, hacía falta “cierta penetración científica y algo de amor a los hombres”. Por eso pudo decir Wilhelm Liebknecht en su elogio fúnebre de Marx que la obra de éste era tanto una “enseñanza” cuanto una “aspiración”.

Desde este punto de vista –no desde el punto de vista respetable, pero diferente, del científico que se esfuerza por forjar sus hipótesis y sacrifica comodidades y descansos por verlas confirmarse- se puede entender la resistencia moral de Marx, hasta la autodestrucción física, desde 1850 sobre todo (y en parte ya antes), sin tener una subsistencia simplemente tranquila sino desde el momento, desgraciadamente ya tardío, en que Engels, consiguió asegurarle una discreta pensión.

La mala salud, corroída por el exceso de trabajo y el defecto de alimentación (defecto por pobreza y también por error de Marx, amigo de comida fuerte y picante), así como por las amarguras familiares (la muerte de la mayoría de sus hijos), ha pesado sobre Marx desde mediada la década de 1850. Es más breve documentar que narrar las condiciones de vida de los Marx en Londres. Así, por ejemplo, escribía Jenny Marx a una amistad, sobre la muerte de su hija Franziska el 14 de abril de 1852: “La pobre niña luchó durante tres días con la muerte. Al final su cuerpecito descansó en la habitación de atrás; nos pasamos todos a la de delante, y al llegar la noche nos echamos en el suelo. La muerte de mi hija ocurrió en nuestra época de pobreza más amarga. Precisamente en aquel momento nuestros amigos alemanes no estaban en condiciones de ayudarnos. Entonces recurrí, llena de angustia, a un exiliado francés que vivía cerca y nos había visitado una vez (...) Estuvo muy cordial y me dio en seguida 2 libras. Con ellas pagamos la caja en que ahora duerme (...) No tuvo cuna cuando llegó al mundo, y hubo de esperar bastantes horas para tener ataúd.” Y diez años más tarde las cosas no habían cambiado mucho; el 18 de junio de 1862 Marx escribía a Engels, con la terrible crudeza que permitía la intimidad entre ambos: “Mi mujer me dice que desearía encontrarse en la tumba, junto con sus hijos, y no puedo reprochárselo, porque en este momento las humillaciones, los terrores y los tormentos son intolerables.”

Así han sido los años en que Marx escribió El Capital. Sería un error construir sobre esos datos una hagiografía, una leyenda dorada como la que suele trazarse de esos santos a los que, como decía Unamuno, para mayor edificación, se les presenta absteniéndose de mamar los viernes, ya desde su primera infancia. La vida de los Marx en Londres es más bien una sucesión de tormentas, y alguna de ellas demasiado humana; por ejemplo, hoy parece muy fundada la sospecha de la señora Kautsky de que Frederick, el hijo natural reconocido por Engels, lo fuera, en realidad de Karl Marx y Helen Demuth, la antigua doncella de la casa von Westphalen, la “Lenchen” que acompañó a “Möhme” y al “Moro” hasta sus muertes y está enterrada con ellos en la tumba de Highgate. Sorprende desagradablemente la persistencia de un deseo de “buen nombre” burgués en el autor del Capital. Pero el evitar la estampita de santo no ha de borrar otros hechos importantes: primero, que ni siquiera aquella tormenta familiar hizo zozobrar la barca de los Marx, y el propio Engels, testigo tan de excepción, pensó inmediatamente en 1881 que la muerte de Jenny sería también la de Marx. Así lo ha contado “Tussy” (Eleanor), la hija menor de Marx, en una carta a W. Liebknecht: “Luego murió mamá, el 2 de diciembre de 1881; sus últimas palabras –en inglés, cosa rara en ella- fueron para “su” Karl. Cuando llegó el querido General (Engels), me dijo: “También el Moro ha muerto”. Yo me puse casi furiosa con él. Pero así fue.”

Los documentos que abonan la “alegría” de la casa de Marx, ambiente celebrado por todos sus amigos, son tan numerosos que no se pueden silenciar. He aquí, por ejemplo, rasgos muy repetidos del ambiente de los Marx, en los recuerdos de su principal cronista, Tussy: “Dos palabras sobre el nombre de “Moro”. En nuestra casa cada cual tenía su apodo: (...) Moro era el nombre corriente de Marx, casi el oficial; no sólo lo usábamos nosotros, sino también todos los amigos íntimos. También le llamábamos “Challey” (...) y “Old Nick”. Nuestro madre era “Möhme”. Nuestra vieja y querida amiga Helene Demuth (...) era “Nym”. A partir de 1870 Engels fue “el General” (...)”.

El mismo Engels, Liebknecht y otros han contado las animadas excursiones de la familia Marx por los alrededores de Londres. En éstas y en otras muchas ocasiones destacaba en la alegría de Karl Marx el gusto que le procuraba el trato de los niños, que hasta tuvo eco en sus valoraciones históricas: “A pesar de todo, le podemos perdonar muchas cosas al Cristianismo”, decía Marx a sus hijas, “porque ha enseñado a querer a los niños.”

Pero precisamente en el trato de Marx con los niños se vislumbra a veces un punto de incierto equilibrio de esta celebrada alegría del “Moro”. Otro testimonio de Tussy Marx puede ejemplificarlo: “A mis hermanas –porque yo era todavía muy pequeña- les contaba (Marx) cuentos que no se dividían en capítulos, sino en millas. “Cuéntanos una milla más”, le pedían mis hermanas. Por lo que a mí hace, de los muchísimos y maravillosos cuentos que me contó el Moro, el que más me gustaba era la historia de Hans Röckle (Juan Chaquetilla). Duraba meses, porque era una cadena de aventuras. Lástima que nadie haya podido recoger aquellas historias, tan poéticas, agudas y cómicas. Este Hans Röckle era un mago del tipo de los de los cuentos de Hoffmann; tenía un tenducho lleno de juguetes, pero jamás una perra en el bolsillo (...) Aunque era un mago, Hans no conseguía nunca pagar las deudas que tenía con el Diablo... y con el carnicero. Y así se veía obligado a vender contra su voluntad todos aquellos preciosos objetos, uno tras otro. Al cabo de muchas aventuras y peripecias, todos aquellos objetos, sin embargo, volvían a la tienda de Hans Röckle.”

Seguramente no es aventurado distinguir, detrás de la narración, la versión, no demasiado fantaseada, de la historia del brujo Karl el Moro, que se ve obligado a vender uno tras otro, en forma de artículos para tal o cual periódico, elementos de su gran investigación sistemática, y tiene que asistir repetidamente el embargo de los demás objetos de la casa, desde la vajilla de plata de Jenny hasta las mismas camas y los mejores juguetes de las niñas, como les ocurrió una vez. El testigo aquí citado, Tussy, tenía cuatro años y pocos días –y acaso había oído ya alguna versión de la historia de Hans Röckle- cuando su padre escribió crispado a Weydemeyer, el 1 de febrero de 1859: “Tengo que conseguir mi fin a trancas y barrancas, y no permitir a la sociedad burguesa queme transforme en una money-making machine (máquina de hacer dinero)”. La interpretación más realista de la curiosa alegría de aquel hombre que iba a morir a los sesenta y cinco años en pésimas condiciones físicas es la que hizo W. Liebknecht años después (en 1896) al recordar bromas, paseos, excursiones, meriendas y juegos infantiles con los Marx y con Engels y otros amigos: “Nuestra alegría desesperada nos preservaba de la melancolía, para sentir la cual no solían faltarnos motivos.”

Fuera de duda está, en cambio (aparte del fuerte vínculo erótico que unió a toda la familia Marx, incluida Helene Demuth) una fuente de vigor y alegría de toda la vida de Karl Marx, desde la juventud: la amistad con Friederich Engels. Lenin ha escrito sin ninguna exageración hagiográfica: “Las leyendas clásicas traen muchos ejemplos conmovedores de amistad. El proletariado europeo puede decir que su ciencia procede de dos sabios y luchadores cuya relación deja chicas las más conmovedoras leyendas antiguas sobre la amistad.” Engels vivió prácticamente toda su edad madura intentando salvar a los Marx de la miseria mediante su propio trabajo mercantil y gestor en una fábrica que era en parte propiedad suya. En cuanto a Marx, por ejemplo, en 1857, cuando parecía que, por vez primera desde que entró en la gran pobreza en 1852, podía volver a dedicarse a sus estudios de economía, los dejó de lado y se puso a estudiar medicina porque Engels había enfermado y el juicio de los médicos no le parecía digno de toda fe.

Pasiones, entusiasmo y sufrimientos no están al margen de la obra científica de Marx. Sin duda no hay que confundir el estímulo de un esfuerzo con sus resultados. Pero en el caso de Marx el resultado mismo en una síntesis. Síntesis de filosofía (formulación de los fines), economía (estudio de la realizabilidad de los fines) y política (estudio y realización de la práctica inmediata al servicio de los fines). Si en vez de esta síntesis, nunca perfecta, siempre en realización, se toma el sistema perfecto de tesis filosóficas, económicas y político-científicas de Marx y se entiende que esto es el marxismo, el sarcasmo de Marx repetirá: “Yo no soy marxista”. “Porque”, según las palabras de Engels al enterrar a su amigo el 15 de marzo de 1883, “Marx fue ante todo un revolucionario. Su verdadera vocación era contribuir de un modo u otro al derrocamiento de la sociedad capitalista y de las instituciones estatales creadas por ella, contribuir a la emancipación del proletariado moderno, al que él mismo había sido el primero en dar consciencia de su situación y de sus necesidades, consciencia de las condiciones de su libración.”

Quizá pudiera añadirse a ese juicio de Engels –que (aun valorándolo mucho) no pone el trabajo teórico de Marx, sino su inspiración práctica, como rasgo dominante de su obra, de sus hechos- la circunstancia de que Marx mismo supo verse con una serena mirada distanciadora, sin hacer patetismo del esfuerzo de su vida, sino ligera broma hasta de lo más desastroso y sacrificado. Como en este trozo de la carta de 1859 en que anuncia a Engels la terminación de la Aportación a la Crítica de la Economía Política: “Creo que nunca se ha escrito acerca del dinero careciendo de él hasta este punto.”

 
 

 

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