Apunts Jota'O

Material de suport de l'assignatura de filosofia per alumnes de primer i segon de batxillerat

 

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Cap al s. XX
Panorama general
Popper

 

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PANORAMA GENERAL DEL SEGLE XX

Christian Delacampagne


Nacimiento de la modernidad

La vía segura de la ciencia
1. Progreso de la lógica
2. De la lógica a la fenomenología
3. De la lógica a la política
4. La disidencia de Wittgenstein

Las filosofías del final
1. El final de Europa
- Rosenzweig
- Martín Heidegger
2. El final de la metafísica
- Rudolf Carnap
- Austin
- Strawson
- John Dewey
- Quine
- Noam Chomsky

La razón en tela de juicio
1. Estructura frente a sujeto
La escuela hermenéutica
El estructuralismo
- Saussure
- Jakobson
- Koyré
- Lévi.-Strauss
- Lacan
2. Una historia de la verdad
- Michel Foucault
- Thomas Khun
3. De la desconstrucción al neopragmatismo.
- Jacques Derrida
- Richard Rorty
4. Comunicación o investigación.
- Jürgen Habermas
- John Rawls/Cavell/Putnam



NACIMIENTO DE LA MODERNIDAD

Del Renacimiento hasta el final del siglo XIX, las producciones del arte y del saber son consideradas, no como simples construcciones mentales, sino como representaciones fieles de una realidad preexistente. Nuestros signos son fiables, nuestros lenguajes verídicos y nuestra mente está en pleno acuerdo con el mundo.
Estas convicciones cesan progresivamente de serlo a partir de 1880. Ligadas a una imagen del universo que no ha evolucionado demasiado en tres siglos, se ven cuestionadas junto con ésta. Cuestiones hasta ahora rechazadas resurgen con fuera:
- ¿Tienen nuestros signos un fundamento fuera de nuestra ente?
- Las leyes que presiden su funcionamiento ¿son verdaderamente las únicas posibles?
- ¿Seguro que reflejan algo más que opciones subjetivas o normas culturales?

Por múltiples razones, artistas, científicos y filósofos empiezan a dudar de ello. Pero si bien muchos rechazan como ilusoria la pretensión de nuestros lenguajes de decir la verdad, por el contrario se apasionan por los signos mismos, los cuales, al perder su transparencia, ganan en misterio. Análogamente se apasionan por el mecanismo de la representación, que se convierte, en pocos años, en el objeto de las reflexiones más subversivas.

Se trata de una “crisis”. Pero de una crisis percibida como un enriquecimiento y, en gran medida, como una liberación:
- Si la lógica de la representación, en el sentido clásico del término, no es más que una construcción de la mente, y no la expresión de una estructura “natural” e inmutable, deben ser posibles otros tipos de construcción. Otros usos de los signos pueden ser imaginados, otras reglas del juego elaboradas. Reglas que a su vez deberían permitir la exploración de territorios nuevos, en la medida de la sed de expansión que, en todos los campos, domina Europa por entonces.

Se permite ver, entre 1880 y 1914, el surgir de una cultura decididamente “moderna”.

Poetas de esos tiempos (Rilke, Apollinaire, Saba, Trakl, Cendrars, Pessoa, Ungaretti, Maiakovski) tienen en común tratar el lenguaje con una libertad hasta entonces impensable. Las palabras, ciertamente, se resisten. No se puede jugar con ellas sin poner en peligro su significación.... En el universo de los sonidos, sometidos a códigos menos rígidos que los de las palabras, las experimentaciones abundan desde el fin del siglo XIX (Wagner, Moussorgski, Mahler, Debussy), consiguen sacudir el yugo de la armonía que, desde Bach, gobierna la música occidental. Arnold Schönberg termina por hacerla explotar... Pero es sobre todo el lenguaje pictórico el que se ve subvertido por los cambios más espectaculares. Estos tienen como causa inmediata la expansión de la fotografía. ¿Para qué, en efecto, limitarse a la reproducción de las apariencias, ahora que esta tarea puede ser llevada a cabo por medios puramente mecánicos? Conscientes del hecho de que un tal “progreso” les plantea el desafío de formarse una nueva legitimidad, los pintores deciden entonces buscar en ellos mismos las leyes que en adelante regirán su trabajo, en lugar de dejárselas dictar al ojo.

Para los sabios, el advenimiento de la modernidad no se traduce solamente en una mutación radical de su imagen del mundo, sino también en una nueva interrogación sobre el fundamento de las ciencias, así como en la constitución de disciplinas centradas en el análisis de la representación.
Las matemáticas son las primeras en ser alcanzadas por ese proceso de refundición. Éste se inició en los años 1870, cuando Dedekind y Cantor, entre otros, constatando que carecen de rigor sus conceptos de base –los de la aritmética, en particular-, emprendieron una reflexión sobre su propio lenguaje.

Las ciencias físico-químicas entran a su vez en plena efervescencia durante los últimos años del siglo XIX. Los descubrimientos capitales se encadenan. Planck establece el concepto de “quantum” de acción. La antigua hipótesis de la estructura atómica de la materia se ve definitivamente confirmada. Einstein formula la teoría de la relatividad 81905): rompe en pedazos la idea –heredada de Newton- de un espacio y de un tiempo absolutos... Las aportaciones de Bohr junto con las relaciones de incertidumbre de Heisenberg (1927) conducirán al cuestionamiento del determinismo clásico

En el dominio biológico, la renovación no es menos impresionante. La teoría darwiniana de la evolución ha hecho entrar la naturaleza en la historia. Por otra parte, al vieja disputa del mecanicismo y del vitalismo ha terminado por apagarse, dejando el campo a una aproximación funcional a lo vivo.

Las ciencias sociales, finalmente, largo tiempo centradas en el estudio del espacio y del tiempo humanos (historia, geografía, economía, sociología), se enriquecen a partir de 1880 con tres nuevas disciplinas que, desde distintos ángulos, abordan el fenómeno de la representación (ciencia del lenguaje, la etnología, el psicoanálisis).
- A gran distancia de la filología clásica, más preocupada por la evolución histórica de las lenguas que por su funcionamiento interno, los principios de una ciencia del lenguaje son establecidos por el lingüista suizo Ferdinand de Saussure (1857-1913), cuyas ideas no tendrán todo su efecto hasta medio siglo más tarde.
- La etnología, por su parte, se desarrolla siguiendo los pasos de las conquistas coloniales, contribuyendo a socavar la ideología etnocéntrica que las inspira. En tanto que descubre las riquezas de las costumbres y de las representaciones “prelógicas” (Lévy-Bruhl), la etnología critica la pretendida “superioridad” de la civilización europea y reconoce, detrás de la “diversidad” de las sociedades sin escritura, la unidad profunda del hecho simbólico.
- Por lo que respecta al psicoanálisis, Sigmund Freud (1856-1939), si bien no constituye una ciencia en el sentido usual del término, como subrayará Karl Popper, tampoco se reduce a una nueva metafísica ni a una rama de la psicología o de la psiquiatría. El inconsciente freudiano es el nombre de una “instancia” universal cuya aparición parece concomitante a la del lenguaje, de lo simbólico en general.

Paralelamente al campo del arte y de la ciencia, los cambios en la filosofía también son profundos entre 1880 y 1914. Su origen está ligado a la aparición, entre los matemáticos, de una preocupación relativa a los fundamentos de su propia disciplina, cuya solidez compromete la del conjunto del saber humano. Para que éste pueda desarrollarse con toda seguridad, es necesario que los principios matemáticos de base sean formulados en un lenguaje preciso y riguroso, exento de toda presuposición intuitiva, empírica o metafísica. Pues bien, en 1880, no es éste el caso.... En 1880, la manera de concebir este lenguaje queda prisionera de una doctrina que no satisface suficientemente a la mayoría de los matemáticos. Defendida, entre otros, por la escuela de Marburgo, cuyo cabeza de fila es el filósofo neokantiano Hermann Cohen (1842 – 1918), esta doctrina se remonta por lo esencial al sistema expuesto cien años antes por Kant en su “Crítica de la razón pura” (1781)

Con su “criticismo” Kant desarrollaba una teoría relativa al fundamento y a los límites de nuestra “facultad de conocimiento”, que se apoya, en su base, en una descripción y una clasificación –discutibles- de los juicios.
Todas las proposiciones matemáticas, explica Kant en la “Estética trascendental”, son juicios sintéticos a priori. Todas las proposiciones de la física, en cambio, así como las de las ciencias de la naturaleza en general, constituyen juicios sintéticos a posteriori. En calidad de tales, resultan indefinidamente revisables. Sin embargo, proposiciones matemáticas y físicas comparten una propiedad común: suponen que una experiencia puede ser dada en una intuición. Sea la intuición pura o empírica, no puede haber conocimiento sin la ayuda de la experiencia, sin el encuentro de un concepto un una intuición. La razón no debe, pues, en ningún caso, sobrepasar el campo de la experiencia. Lo que las cosas son “en sí”, independientemente de la forma en que se nos aparecen, nadie lo puede saber: tal es la primera tesis de Kant.
Sin embargo, la experiencia no tendrá la última palabra, puesto que sus condiciones de posibilidad no son ellas mismas empíricas. Se ha visto que nuestras intuiciones se inscriben en las formas a priori –espacio y tiempo- que pertenecen a la estructura de nuestra sensibilidad. Asimismo, todos nuestros conceptos derivan de una docena de “categorías” generales, que pertenecen a la de nuestro entendimiento. En suma, el sujeto de conocimiento es un sujeto “trascendental” anterior a toda experiencia posible, de suerte que la objetividad de la ciencia resulta independiente de las condiciones en las que ésta se produce: tal es la segunda tesis de Kant.
Estas dos tesis son complementarias. La primera nos salva del dogmatismo; la segunda, del escepticismo. Kant puede considerarse satisfecho. Ha conseguido arrancar la filosofía del “campo de batalla” donde la retenían las metafísicas antagonistas, para hacerla ingresar en “la vía segura de la ciencia”. En lo sucesivo, la misión del filósofo ya no consistirá en construir teorías especulativas, tan estériles como arbitrarias, sino en acompañar el trabajo de la ciencia ocupándose en clarificar sus conceptos. Dicho de otro modo, en verificar que ese trabajo se inscriba adecuadamente en el marco propuesto por la “Crítica”.

Filosofía de la ciencia, filosofía prudente, el sistema de Kant constituye en cierto sentido el apogeo de la Ilustración. El racionalismo kantiano no deja de constituir un modelo, al que continuarán refiriéndose, durante cien años o más, todos aquellos que piensen, como Kant, que la tarea de la filosofía es fundar la ciencia. Y que esta tarea en sí misma puede ser cumplida de manera científica. Hoy en día, sabemos que estas dos últimas creencias son en parte ilusorias. Pero ningún filósofo lo afirmará claramente antes de que Wittgenstein y Heidegger lo hicieran en la década de 1920. Pues el movimiento antikantiano que eclosiona a partir de 1880 está dirigido menos contra estas grandes ideas que contra la manera como Kant las aplicó. Dicho de otro modo, contra el papel que su teoría confiere a la intuición.

Entre 1880 y 1914, los dos críticos más importantes son Frege y Husserl. Frege rechaza globalmente la intuición; Husserl conserva la intuición dándolo un sentido y un papel diferentes. Tanto Frege como Husserl tienen un precursor común, Bolzano. Bolzano es el primer crítico de Kant –y por tanto, en cierto sentido, es el primer precursor de la “modernidad” filosófica. BERNHARD BOLZANO (1781-1848) nace en Praga y es un sacerdote católico que enseña la “ciencia de la religión” en la universidad Carlos. De espíritu enciclopédico, reivindica el pensamiento leibniziano. En primer lugar porque Leibniz es un excelente matemático; en segundo lugar, porque se interesa por la lógica, disciplina que emerge en la Antigüedad gracias a Aristóteles y la escuela estoica, pero a la cual Ramon Llull y después Leibniz han abierto nuevas perspectivas, poco comprendidas en su época.

Ramon Llull (1233-1316) estaba deseoso de convertir a los judíos y musulmanes a la “verdadera” fe por la sola fuerza de un razonamiento bien conducido. Había imaginado un “gran arte” (ars combinatoria) capaz de resolver cualquier problema teórico, un poco como la alquimia debía dar a los hombres una suerte de omnipotencia sobre la materia. Sus cruzadas lógico-teológicas no fueron excesivamente exitosas. Descartes, cuatro siglos más tarde, ironiza aún a propósito de las especulaciones lulianas, a las cuales no concede ningún crédito.

Más precavido, Leibniz se esfuerza por mejorar el “arte” de Llull. Avezado diplomático, cristiano ecuménico, intenta contribuir también a la unificación del género humano al facilitar la unificación de los conocimientos. Pero ¿cómo conectar entre sí las separadas ramas del saber? Traduciéndolas a una lengua universal accesible a todos: a la lengua de las matemáticas. Leibniz se esfuerza pues en concebir una escritura formal (lingua característica), compuesta de un pequeño número de signos primitivos capaces de expresar, según reglas combinatorias, todos los conceptos pensables. A este simbolismo convencional le bastaría con aplicar mecánicamente ciertas operaciones para obtener, por simple cálculo, la respuesta a cualquier cuestión (calculus ratiocinator). Los contemporáneos de Leibniz no veían, en sus investigaciones largo tiempo menospreciadas, nada más que el efecto de una extraña propensión a soñar. El propio Kant ignora las aportaciones de Leibniz, así como la lógica en general –disciplina inútil y que no había hecho ningún progreso, cree, desde Aristóteles. Ésta es la primera razón por la que el leibniziano Bolzano rechaza a Kant.

Hay una segunda razón. Confiando en las virtudes de la lógica, Bolzano piensa que un buen uso de ésta podría aportar al problema del fundamento de las matemáticas una solución más satisfactoria que la de Kant. Tal es la tesis que desarrolla en sus “Contribuciones a una exposición de las matemáticas sobre mejores fundamentos” (1810). Esa obra que pasa desapercibida en su época, es, sin embargo, la primera en criticar a la vez la noción de juicio sintético a priori y la de intuición pura, que Bolzano considera “escabrosa” y contradictoria. Sea espacial o temporal, la intuición es, en efecto, siempre empírica. Si se quiere asentar –como lo deseaba Kant- las matemáticas sobre fundamentos sólidos, es necesario que éstos, purificados de todo elemento intuitivo, sean concebidos de manera exclusivamente lógica.

Bolzano pues, rechaza la doctrina de la “Estética trascendental”, a pesar de la situación marginal a la que le condena esta decisión. Prosigue, no obstante, sus trabajos y publica –bajo una relativa indiferencia- una monumental “Teoría de la ciencia” (1837), seguida de una obra póstuma, “Paradojas sobre el infinito” (1851). Esta última prefigura las investigaciones posteriores del matemático Richard Dedekind (1831-1916) sobre la naturaleza de los números irracionales, así como la invención de la teoría de conjuntos (1872) por otro científico alemán –que se declarará también, vigorosamente antikantiano-, Georg Cantor (1845-1916).

Por lo que respecta a la Teoría de la ciencia, enlaza Bolzano con la ambición leibniziana de una mathesis universalis, dicho de otro modo, con el proyecto de una unificación del saber por medio de reglas puramente lógicas. Introduce además Bolzano una noción inédita, la de “representación en sí”, a fin de subrayar la necesidad de una distinción entre, por una parte, el contenido conceptual de una representación y, por otra parte, las imágenes mentales capaces de expresarlo. Más en general, desarrolla la tesis –de inspiración platónica- según la cual las leyes lógicas, dotadas de una “verdad en sí” independiente de nuestra subjetividad, no podrían reducirse a los procesos que acompañan su formulación en nuestra mente.

Bolzano aparecía así, retrospectivamente, como el pionero de un 2logicismo” –es decir de un realismo de las entidades lógicas- que reaparecerá al final del siglo XIX, en Frege y Husserl. La influencia de Bolzano será póstuma, sobre todo perceptible en Austria y en Polonia: Franz Brentano (1838-1917), dominico alemán y docente en Viena; Alexius von Meinong (1853-1920). Brentano y Meinong profundizan la reflexión de Bolzano sobre la estructura del pensamiento, más particularmente sobre la relación que une el acto mental con el objeto al que se dirige. Los dos insisten en la necesidad de preservar de toda interpretación subjetiva el contenido lógico de nuestros conceptos. Sus trabajos, a su vez, inspiraron a Frege y Husserl.

Otro alumno de Brentano difunde en su país las tesis de Bolzano, el polaco Casimir Twardowski (1866-1938), autor de un libro titulado “Del contenido y del objeto de las representaciones” (1894). En el curso de sus años de enseñanza en la universidad de Lwow, de 1895 a 1939, forma a una generación de lógicos preocupados por preservar la teoría de la ciencia de toda reducción de tipo psicológico o empirista. Estos lógicos _Lukasiewicz, Lesniewski, Tarski, Kotarbinsi-, después de la Primera Guerra mundial, constituyeron la escuela de Varsovia, cuyas investigaciones alimentaron las de Carnap, Popper y Quine.

Mientras tanto, la lógica propiamente dicha, que no habíaa avanzado demasiado después de Leibniz, experimenta progresos considerables gracias a otros tres sabios: el irlandés George Boole, el norteamericano Charles S. Peirce y el alemán Gottlob Frege. Sus obras –y sobre todo la de Frege, verdadero punto de partida de la filosofía moderna- provocaron respuestas inéditas al enigma del fundamento de las matemáticas. Suscitaron también –paralelamente a la obra de Nietzsche- una renovada atención al problema del lenguaje.

La “crisis de la representación no estará concluida por ello. Pero al menos habrá permitido a la filosofía liberarse del kantismo y descubrir, prosiguiendo por otras vías, el proyecto mismo de Kant, que éste la conducía a un callejón sin salida. Descubrimiento que, entre otros factores, obligará a los pensadores del siglo XX a cuestionar la concepción clásica de la razón, heredada de Descartes y de la Ilustración.




LA VIA SEGURA DE LA CIENCIA

1. Progreso de la Lógica

George Boole (1815-1864) comparte con Leibniz la idea de que las matemáticas no constituyen la ciencia del número o de la cantidad, sino un verdadero lenguaje formal con vocación universal. Cree en la posibilidad de aplicar los métodos algebraicos a una gran variedad de dominios o de “universos de discurso”. Y para poner esta hipótesis a prueba intenta revitalizar la teoría aristotélica del silogismo traduciéndola al lenguaje del álgebra.
Gracias a esta notación un juicio de la forma “Todos los hombres son mortales”, se convierte en “Todos los y son algunos x”, dicho de otro modo: y = vx. El uso sistemático de tal simbolismo permite eliminar las ambigüedades semánticas inherentes a los silogismos tradicionales, en tanto que la aplicación mecánica de reglas del cálculo elimina todo riesgo de error en el proceso deductivo. Boole reencuentra así, por un método puramente formal, el conjunto de resultados a los que Aristóteles tan sólo había llegado de manera empírica.

Alentado por ese primer éxito, Boole entrevé entonces la posibilidad de aplicar la técnica lógica a la resolución de problemas filosóficos. Boole se esfuerza en formular de manera algebraica las leyes más generales del pensamiento, es decir, en construir una teoría global del razonamiento deductivo. Sin embargo, Boole no consigue separar el cálculo lógico de la introspección psicológica... A pesar de las limitaciones con que tropieza la realización de su vasto proyecto, el álgebra de Boole no pierde su papel fundador. Permite que la lógica simbólica acceda al rango de ciencia en sentido pleno. Hace de ella un hábeas autónomo, tan riguroso como el de las matemáticas. Y abre una ilimitada vía a su desarrollo futuro.

El desarrollo prosigue con la obre de Charles S. Peirce (1839-1914). Su proyecto consigue en desembarazarnos –de acuerdo con el uso terapéutico- de falsos problemas engendrados por una metafísica demasiado alejada del sentido común. Proyecto que, esta vez, prefigura claramente el de Carnap. Gran lector de Kant –de quien, para hacerlo suyo, el adjetivo “pragmático-, pero crítico del kantismo –al que reprocha, como Bolzano, haber otorgado un papel demasiado importante a la intuición-, Peirce inscribe sus investigaciones lógicas sobre la base del álgebra booleana. Se esfuerza en perfeccionar la notación simplificándola. Sus abundantes trabajos en este dominio hacen de él el creador, durante largo tiempo no reconocido, de una disciplina nueva, la “semiótica” o ciencia de los signos. Y, con Ferdinand de Saussure, uno de los antecesores de la lingüística moderna.

Gottlob Frege (1848-1925) es profesor de matemáticas en la universidad de Jena. Como Kant –de quien deplora, por lo demás, el poco interés por la lógica- aspira a consolidar, clasificándolas, las bases del conocimiento científico y, ante todo, las de las matemáticas. Para Frege las matemáticas constituyen la base común de todas las ciencias experimentales. Pero sus propios fundamentos no pueden ya ser concebidos, a finales del siglo XIX, en los términos propuestos por la “Estética trascendental”... Piensen lo que piensen los neokantianos ortodoxos, las matemáticas han evolucionado mucho después de la muerte de Kant: se han construido con éxito geometrías no euclidianas. La existencia de éstas prueba que pueden ser viables teorías que no tienen ningún enlace con el espacio euclidiano con tal de que se basen en sistemas de axiomas coherentes. Por otra parte, los progresos paralelos de la axiomatización –y por tanto de la abstracción- en análisis y en álgebra han liberado poco a poco a las matemáticas de su tradicional dominio de objetos: los números. Sugerida por Bolzano y construida por Cantor, la teoría de conjuntos –que no se refiere al número- aparecerá en adelante como la más simple y la menos conflictiva de todas las teorías matemáticas.

Frege adquiere la convicción de que las proposiciones aritméticas no podrían ser juicios sintéticos a priori sino simples juicios analíticos, es decir que su demostración no necesita recurrir para nada a la intuición. Si creemos lo contrario es porque –según Frege- formulamos los enunciados aritméticos en nuestra lengua usual, que no posee ni la precisión ni la exactitud suficientes. Con vistas a eliminar mejor la intuición, su objetivo va a ser liberar a la aritmética de los lazos que la atan a las lenguas naturales, reformulándola –en modo axiomático- dentro de un sistema de signos convencionales: el de la lógica.

A pesar de reconocer los méritos del álgebra booleana, Frege debe empezar sustituyéndola por una verdadera lingua característica, puesto que la notación de Boole no es suficientemente potente para transcribir de nuevo la totalidad de la aritmética. (“escritura de los conceptos” o “ideografía”). Frege empieza a traducir de nuevo la aritmética con la ayuda de un número limitado de términos lógicos.

Frege consigue la construcción del número cardinal por medios puramente lógicos, sin deber nada a la intuición. Hay aquí una auténtica prueba de fuerza que confirma la superación efectiva de la concepción kantiana de las matemáticas. Sin embargo, la construcción fregeana rápidamente se va a encontrar minada por el descubrimiento de una inadvertida contradicción en su seno. Vinculada a la utilización por Frege de la noción de extensión de una clase o de un concepto, esa contradicción –que coincide, en su principio, con otras antinomias matemáticas descubiertas anteriormente por Cantor o Burali-Forti- es explícitamente identificada, en junio de 1902, por uno de los primeros (y raros) lectores de Frege, el joven Bertrand Russell.
Esta contradicción se resume esquemáticamente en la “paradoja” siguiente. Consideremos el conjunto de las clases que cumplen la propiedad de “no ser miembros de sí mismas”. A su vez, deben formar una clase. ¿Será o no ésta miembro de ella misma? Si así es, deberá poseer la propiedad determinante de esta clase, que es no ser miembro de ella misma. Si no es así, no deberá poseer la propiedad en cuestión: entonces deberá ser miembro de sí misma. Cada rama de la alternativa implica, pues, lógicamente su contraria. El 16 de junio de 1902, Russell escribe a Frege para comunicarle este descubrimiento que pone en tela de juicio toda la construcción elaborada por este último. Con tal cuestionamiento se disipa el fundamento de la aritmética ... ¿no había conducido, igualmente, el descubrimiento imprevisto de los números irracionales a ciertos filósofos griegos a dudar de la posibilidad de la ciencia?

El problema no era baladí: con la ¨”paradoja” de Frege-Russell es una verdadera “crisis de los fundamentos” la que estalla en las matemáticas. Una crisis de la que, un siglo más tarde, todavía no hemos salido... Por lo demás, este “incidente” no impedirá en absoluto que los trabajos de Frege tengan un papel filosóficamente decisivo en el paso del siglo XIX al XX.

2. De la lógica a la fenomenología.

Edmund Husserl (1859-1938. Moravia. Imperio austrohúngaro) manifiesta desde muy joven un parecido interés por las matemáticas y por la filosofía. Sigue los cursos de Brentano y rehúsa , como éste, separar la filosofía de la ciencia. Comienza a trabajar en el problema del fundamento de las matemáticas –objetivo de un importante debate a partir del inicio de los años 1880. Critica, sin embargo, la ambición fregeana de reducir la aritmética, en su totalidad, a la lógica. Concluye de ello que no se puede eliminar toda referencia a la intuición del fundamento de las matemáticas.
Crítica de Frege a Husserl: Husserl no rompe de manera suficientemente nítida con la tradición empirista. La tentativa husserliana, dirigida a hacer del número el producto de un proceso mental de abstracción, le parece mancillada por un psiocologismo inútil. Husserl decide entonces revisar sus posiciones. Husserl intenta en lo sucesivo ocuparse, a partir de la base de Bolzano y de Frege, de preservar la naturaleza objetiva de los conceptos lógicos –única garantía de la validez universal de las matemáticas y de toda la ciencia... Pero, como Kant y a pesar de Frege, persiste en hacer depender la objetividad de los conceptos lógicos de lo que llama una “experiencia” de la conciencia.

Sin duda se trata, en términos de Husserl, de una experiencia “trascendental”, de la experiencia de una “evidencia”. Y sin duda esta “visión” intelectual debe más a Descartes que a Kant... No deja de ser aún más paradójico ver que Husserl haga depender el conjunto de su construcción de la enigmática idea de “intuición de esencias”.
Tomando la perspectiva cartesiana como modelo explícito, Husserl afirma que para fundar la filosofía en suelo firme, hay que empezar por poner en duda toda otra fuente de conocimiento. La única realidad cuya existencia se impone de manera absoluta son los “fenómenos” qua aparecen en nuestra mente, siempre que, claro está, esta mente sea definida, no como un “yo” empírico, sino como conciencia “pura”, dotada de la capacidad de “ver” las esencias en ellas mismas, independientemente de toda referencia a un mundo “puesto entre paréntesis”. Dentro de este texto difícil es donde se produce, como señalará más tarde Heidegger, “el paso de la “neutralidad” metafísica de las “Investigaciones lógicas” a una nueva filosofía del sujeto. Dicho de otro modo, a un nuevo idealismo trascendental.

La empresa fenomenológica se sitúa, pese a su singularidad, como descendiente directa del kantismo y, más aún, del cartesianismo. ¿No ha sido Descartes el primero en situar el fundamento de toda ciencia en la experiencia de la conciencia como pensamiento “puro” (res cogitans)? ¿Y qué ha hecho Kant, sino inscribir en las estructuras del sujeto trascendental las condiciones de posibilidad de todo conocimiento, es decir, las formas de la sensibilidad y las categorías del entendimiento?
La originalidad de Husserl consiste, a fin de cuentas, en radicalizar ese doble esquema. Como Kant y como Descartes, decide enraizar el saber en el sujeto. Y como Descartes, pero esta vez contra Kant, confiere a la evidencia, rebautizada “intuición de las esencias”, el exorbitante poder de decir la verdad. Se trata de fundar las ciencias subordinándolas a una filosofía juzgada como más “científica” que ellas mismas.

Husserl intenta rebelarse contra el “positivismo”, naturalismo e historicismo (naturalismo de Ernst Haeckel –1834-1919-, defensor del materialismo radical) y contra el historicismo (Wilhelm Dilthey, 1833-1911). El “positivismo” es peligroso. Contra ese peligro, en el que encuentra la verdadera causa del “malestar” espiritual de su época Husserl inicia la batalla reafirmando bien alto la soberanía de la filosofía. Para salvar el saber, para permitir a la razón florecer en el acto de conocimiento, hay que enraizar ese acto en un territorio inmóvil. Ahora bien, ese territorio sólo puede ser ofrecido por la filosofía fenomenológica entendida como “ciencia de las esencias”, ella misma anclada en un sujeto trascendental.

Sin duda, Husserl, cuando así profetiza el re(nacimiento de la filosofía desde sus escombros, no hace más que imitar el gesto retórico de Descartes y de Kant, por el cual se instaura todo pensamiento fundador. Sin duda esta imitación, permitiendo a la fenomenología inscribirse a su vez en la gran tradición de la metafísica clásica, contribuye a encerrarla en el modelo que querría superar. Según Husserl la superioridad de Europa se funda en la triple invención de la razón, de la ciencia y de la filosofía. Ahora bien, esta formidable invención está en la actualidad en peligro a causa del cáncer “positivista”. El positivismo destruye las idealidades, empuja hacia un materialismo intelectual y moral. Conduce a la negación de la filosofía, abre la puerta a todos los excesos del irracionalismo. Resumiendo, el “positivismo” es el principal responsable del “malestar” de la época.

La ambición de la fenomenología por convertirse en la ciencia de las ciencias ha embarrancado manifiestamente a mediados de los años treinta del siglo XX.. La fenomenología ha dado la espalda deliberadamente a la evolución de la ciencia y, sobre todo, decidiendo ignorar soberbiamente la fuerza de todo lo que –historia, lenguaje, deseo-amenazase con minar desde el interior la ilusoria soberanía del sujeto trascendental.. Así la “fenomenología pura”, tal y como la entendía el envejecido Husserl, se encontró poco a poco condenada a desviarse del mundo real, a pesar de su saludable voluntad por “volver a las cosas mismas”. Los adeptos más jóvenes sólo han podido escapar a esta tendencia liberándose de la ortodoxia husserliana –más o menos abiertamente, según el caso.

3. De la lógica a la política.

Bertrand Russell (1872-1970). En su época de estudiante los medios universitarios ingleses atraviesan una fase de reacción contra el empirismo que, de Locke a Hume y Mill, ha dominado con frecuencia la escena británica. A partir de 1880 esta reacción toma la forma de un retorno a Kant y, sobre todo, a Hegel. Su centro será Cambridge. Pasados los veinte años va a estudiar a Berlín para ampliar el dominio de la economía política. Esta estancia le permite familiarizarse con la doctrina de los socialdemócratas alemanas (Liebknecht, Bebel). Derivada de Marx, pero de un Marx liberado de todo dogmatismo y frecuentemente releído a la luz de Kant, esta doctrina, que preconiza la justicia social y la emancipación de la mujer, le impresiona favorablemente.... Russell recupera el estudio de Kant que, a su vez, le remite a las matemáticas, su gran vocación.

Cuando vuelve de Berlín a Cambridge se produce su rebelión contra el idealismo, cuya señal fue dada por uno de sus compañeros, el filósofos George Edward Moore (1873-1958). Moore propone volver a un realismo de los conceptos y de las relaciones. Este realismo tiene dos virtudes. Por una parte, contribuye a su manera a la liquidación del psicologismo. Por la otra, permite construir una teoría racional del conocimiento, analítica, pluralista y abierta a la idea de verificación.

Russell, continua la vía abierta de Moore e inicia la investigación sobre el fundamento de las matemáticas. Será una vía kantiana. Pero dentro de la cual Russell decidirá poner en tela de juicio la doctrina de la “estética trascendental” –como, antes que él, Frege, cuyos trabajos ignora todavía-. En cambio, ha descubierto los trabajos de Boole, Peirce, Schröder y, sobre todo, los del lógico italiano Giuseppe Peano, a quien conoció en París en julio de 1900 en un congreso internacional de filosofía. Bajo la influencia conjunta de Moore y de Peano intenta Russell fundar las matemáticas sobre una base puramente lógica, la única capaz de garantizar su objetividad.

“Los principios de la matemática” piden prestado a Moore tanto un método –la atención a las estructuras de la lengua- como una filosofía –pluralismo y realismo de los conceptos. Denunciando a su vez el psicologismo, tanto el de Bradley como el de Mill, Russell separa netamente la proposición, entidad lógica autónoma, de la frase que la expresa mediante palabras. (GIRO LINGÜÍSTICO). Este método se convertirá, a lo largo de los decenios siguientes y bajo distintas formas, en referencia común para todos los partidarios de la filosofía “analítica”, cuyo estilo de pensamiento, que domina todavía hoy la escena angloamericana, constituye la innovación principal de nuestro siglo desde el punto de vista de la técnica filosófica.

Según Russell hay que distinguir claramente entre “significación” y “denotación”. Un nombre “significa” un concepto, mientras que este último “denota” un objeto. Fuertemente teñida de platonismo, esa ontología tendría que ser revisada a la baja a partir de 1905. Pero mientras tanto ofrece un marco cómodo para la reconstrucción de las matemáticas. Peano le habla de los trabajos de Frege en 1900. Frege y Russell comparten una misma concepción platonizante del número que Rusell resume así: “Todo el mundo salvo un filósofo puede ver la diferencia entre un poste y mi idea del poste, pero pocos ven la diferencia entre el número 2 y mi idea del número 2. Sin embargo, la distinción es tan necesaria en un caso como en el otro (...). En pocas palabras, todo conocimiento debe ser reconocimiento (...) La aritmética debe ser descubierta de la misma forma que Colón descubrió las Indias occidentales, y no creamos a los números más de lo que él ha creado a los indios”.

A fin de evitar la aparición de entidades problemáticas, toda noción compleja deberá ser redescrita –o reconstruida- a partir de nociones más simples, ellas mismas consideradas aceptables. Exactamente como los conceptos aritméticos lo son en una presentación axiomática correcta. En 1910 Shitehead y Rusell publican los “Principia matemática”. Representa sobre todo la realización más completa del programa logicista, entrevisto por Bolzano cerca de un siglo antes, pero que Frege no pudo realizar por sí mismo. Las contradicciones que empañaban los trabajos de Cantor y Frege desaparecen realmente.... Dificultades: Para asentar los fundamentos de la aritmética, Russell y Whitehead tuvieron que recurrir a algunos postulados discutibles, entre los cuales al menos uno –el de la existencia de un conjunto infinito- parece imposible de justificar desde un estricto punto de vista lógico. Otra deficiencia es que la obra permanece incompleta puesto que deja la geometría aparte. Otro punto débil es la cuestión de saber si la elección de las nociones primitivas efectuada por Russell y Whitehead es la correcta: la única respuesta posible es que ésta se justifica a posteriori. Sentida como una frustración por los matemáticos profesionales, esa situación explica que éstos se conviertan durante el siglo XX en un tanto escépticos respecto de la lógica y, por consiguiente, se muestren indiferentes al problema de fondo de su disciplina.

Más grave aún. Russell considera la verdad –igual que para un gran número de filósofos medievales y clásicos- como la conformidad de un enunciado con una realidad objetiva, en este caso de orden inteligible. Se trata, si se quiere, de un resto de platonismo en el autor de los “Principia”. Ahora bien, esta concepción platónica de la verdad, finalmente indispensable para la cohesión del sistema logicista, no resistirá la rápida evolución –en los años siguientes- de las investigaciones lógico-matemáticas.

Estas investigaciones lógico-matemáticas posteriores a a Russell tienen un punto en común: ponen en tela de juicio el buen fundamento de la empresa logicista. Por otra parte, uno de los primeros discípulos de Russell, el filósofo Ludwig Wittgenstein, había presentido esta evolución. De todos los lectores de los “Principia”, Wittgenstein es el que más ha descubierto sus debilidades. Esencialmente, sus objeciones llevan a tres puntos. La teoría del juicio que supone la obra se sustenta subrepticiamente en la noción metafísica de “sujeto”. La teoría de los tipos no es, contrariamente a lo que se pretende, una teoría puramente sintáctica. En definitiva, si se desea escapar verdaderamente de la ontología platónica, es necesario decidirse a considerar las proposiciones lógicas y matemáticas como banales “tautologías”.

A partir de 1921 Russell preferirá evitar estas discrepancias retornando progresivamente hacia un materialismo más clásico, fundado en la prioridad de la materia respecto a la mente... En suma, todo ocurre como si, a partir de la Primera Guerra mundial, las ciencias experimentales le pareciesen la única fuente válida de conocimientos. Y como si ya no viese –para la filosofía- otra misión que la de ayudar, con toda humildad, a los científicos a superar los obstáculos encontrados en su propio camino. Para comprender mejor esta evolución hay que saber que la guerra de 1914 ha modificado radicalmente el curso de la vida de Russell.. El triunfo de la barbarie sobre los campos de batalla le ha llevado a experimentar con intensidad la vanidad de la cultura, la hipocresía de la moral. Le ha conducido, como él mismo ha dicho, a “renunciar a Pitágoras”... Más que la investigación pura, para él lo esencial desde entonces se ha convertido en el combate a favor de la razón –o más sencillamente del sentido común- en el espacio social. Este combate que, si bien no tiene nada que ver con la filosofía en sentido estricto, puesto que ésta se reduce a la reflexión sobre las ciencias, tiene que inscribirse en las formas de acción aptas para influir en la opinión pública.

Russell, pacifista debido a su talante internacionalista, favorable a las ideas progresistas, preocupado por la justicia social, se define además como libre pensador, y se sitúa en el ala izquierda del partido laborista.


4. La disidencia de Wittgenstein

El filósofo más importante del siglo XX. Ludwig Wittgenstein (1889-1951) no publicó en vida más que un solo libro, el “Tractatus lógico-philosophicus”, 1921.. Dos años después de su muerte, el manuscrito de un segundo libro en el que había trabajado de 1936 a 1949 fue publicado con el título de “Investigaciones filosóficas”.

Wittgenstein permanecerá toda su vida marcado por la estética de las vanguardias vienesas. El estilo sobrio y geométrico del “Tractatus” evoca el del arquitecto Adolf Loos, mientras que su atención por el lenguaje recuerda la vigilancia crítica del escritor Karl Kraus con respecto a la jerga periodística. En 1911 vuelve a Jena para conocer a Frege. Sus estudios de ingeniero le han conducido a interesarse por el problema del fundamento de las matemáticas. Su encuentro con Russelll le sumerge en la lógica matemática... Wittgenstein, si bien fascinado por el proyecto logicista, muy pronto experimenta dudas sobre el carácter “científico” de la filosofía russelliana de las matemáticas y, en particular, sobre la validez de una de sus partes esenciales: la teoría de tipos.
- La distinción entre decir y mostrar constituye el núcleo central del “Tractatus”. El Tractatus se basa en un doble análisis paralelo de la realidad y del lenguaje, directamente inspirado por la teoría de la estructura atómica de la materia. El mundo –el otro nombre de la realidad- es “todo lo que es el caso”. Está constituido por hechos moleculares o complejos que, a su vez, se descomponen en hechos atómicos o “estados de cosas”, es decir, en configuraciones de objetos elementales. Simétricamente, el pensamiento –que es uno con el lenguaje- está constituido de proposiciones complejas, analizables en proposiciones atómicas que enlazan entre ellas los nombres, o “signos simples”, de objetos.
De modo análogo a como un mapa geográfico “representa” un paisaje físico, la conexión de los elementos en el interior de una proposición “representa” la de los objetos en el mundo. Más incluso, estas dos conexiones son idénticas. Son una con la “forma de figuración” común al mundo y a la imagen que ofrece nuestro lenguaje. El resultado es que la imagen lo puede representar todo –a excepción, empero, de su propia “forma de figuración”.

La afirmación de una identidad de estructura entre el mundo y el lenguaje entraña una consecuencia capital: la totalidad de las proposiciones verdaderas –coincidiendo con la totalidad de las ciencias de la naturaleza- debe ofrecer una “figura lógica de los hechos”. Al igual que otros sabios empiristas, Wittgenstein subraya que las leyes de la física no son nada más que la expresión de un enlace lógico entre los fenómenos –en resumen, que las ciencias experimentales no ofrecen una explicación, sino una simple descripción del mundo... Y para decirlo, no tienen en absoluto necesidad de la filosofía.
Las proposiciones lógico-matemáticas no son más que “tautologías”. No dicen nada sobre el mundo. Lógica y matemáticas, en otras palabras, no describen ninguna realidad preexistente, empírica o inteligible. Se sigue de ello que no tienen en absoluto necesidad de fundarse en ninguna filosofía. Por tanto la lógica es invitada a “cuidarse de sí misma”. Advertencia que vale también para las matemáticas, puesto que la proposición matemática, a su vez, “no expresa pensamiento alguno”. Así son barridas las últimas trazas de platonismo, sobre el que reposaba la doctrina logicista.... Pero si lógica y filosofía deben estar netamente separadas entre si la lógica puede clarificar la filosofía.

¿Significa eso que, fuera de la descripción “científica” de los estados de cosas, no es posible ningún discurso? ¿No puede decir nada que esté más allá –por ejemplo, sobre el “sentido” del mundo en general? ... En pocas palabras, no sólo la filosofía no tiene nada que añadir a la descripción científica del mundo, sino que es igualmente impotente para afrontar los problemas relativos a los “valores”... El único método correcto en filosofía “sería propiamente éste: no decir nada más que lo que se puede decir, o sea, proposiciones de la ciencia natural – o sea, algo que nada tiene que ver con la filosofía-, y entonces, cuantas veces alguien quisiera decir algo metafísico, probarle que en sus proposiciones no había dado significado a ciertos signos”

La conclusión general del “Tractatus” es, pues, que la filosofía no tiene objeto, ni método propio. Que “no es una doctrina, sino una actividad”. Que su única utilidad podría ser la de “clarificar” nuestros pensamientos –dicho de otro modo, la de ayudar a disipar por análisis de su “forma lógica” las proposiciones metafísicas, salidas de un uso aberrante del lenguaje. Pero que, por lo que respecta a todo lo demás, haría mejor en callarse...

Contrariamente, no obstante, a lo que creerán en los años veinte los miembros del Círculo de Viena, Wittgenstein no dice en ninguna parte que la metafísica, en tanto que tal, carezca de interés. Afirma simplemente que no es posible como discurso. No niega que tenga un sentido, sino que éste pueda ser elucidado por el lenguaje. El propósito de Wittgenstein se limita a trazar las líneas de demarcación entre lo decible y lo indecible, y a ponernos en guardia contra la tentación de perseguir un objetivo (quizás legítimo) por medios no aptos.

Discrepancias con los neopositivistas. Los neopositivistas habían creído que el Tractatus anunciaba el fin de la metafísica en el mismo sentido que ellos. Wittgenstein lo desmintió. Se alejó de Russell y de los positivistas vieneses.
Simultáneamente, aparece en Wittgenstein una nueva curiosidad por cómo las ciencias sociales –la etnología en particular- aprehenden sus objetos. Revelándolos la existencia de éticas diferentes de la nuestra y, no obstante, todas legítimas, el etnólogo, ¿no nos invita a considerar cada una de esas éticas como un sistema cerrado sobre sí mismo, obteniendo su justificación del único hecho de que funciona?... Si se le cree, la práctica mágico-religiosa, que consiste en pronunciar ciertas palabras o en realizar ciertos gestos en unas circunstancias precisas, carece de justificación externa. ¿Por qué, pregunta Wittgenstein, no sucedería de forma similar con la metafísica? Igual que la magia y la religión, todo ello no es –hablando con propiedad- ni verdadero ni falso. Se trata simplemente deuna práctica simbólica ligada a una civilización determinada: la nuestra. Tal es la razón por la que Wittgenstein –a diferencia de Carnap- se abstiene de condenarla, igual que se abstiene de ridiculizar la actividad mágica de los primitivos... La religión es una elección existencial, que escapa a toda argumentación. Pretender interrogarse desde el exterior sobre la significación de una práctica semejante no serviría de nada. De esta forma se comprende mejor la oposición de Wittgenstein al ateísmo militante de Russell –otro punto de fricción entre ambos-.

Para Wittgenstein, en la medida en que no hay un “punto de vista exterior” sobre el discurso, no hay ningún “metalenguaje” posible: jamás renunciará a esta tesis del “Tractatus”... Wittgenstein concibe las entidades matemáticas como puras construcciones de la mente... El matemático no es un “descubridor”, sino un”inventor”.. Se parece a un juego de ensamblaje definido por reglas... Las matemáticas deben encontrar en sí mismas su razón de existir –tal como por lo demás lo sugería ya el “Tractatus”. Las proposiciones de que se compone pueden ser clarificadas, pero no fundadas. Su sentido último no puede decirse, sino solamente mostrarse –en la medida en que el respeto a las reglas que gobiernan su encadenamiento produce resultados-.... La sociología de la ciencia podría, por tanto, reemplazar a la epistemología.

Las “Investigaciones filosóficas” aparecen en 1953, dos años después de su muerte. En ellas W. Abandona implícitamente la ambición ontológica del “Tractatus” (describir la estructura del mundo). Olvida definitivamente las preocupaciones de Frege y Russell. Renuncia a su “atomismo lógico”, así como a la teoría de la significación-imagen. Refuerza la eficacia terapéutica que el “Tractatus” ya reivindicaba para la filosofía...

Iniciándose con un pasaje de las “Confesiones” de San Agustín relativo a la adquisición del lenguaje por parte del niño, las “Investigaciones” parten de la cuestión de saber cómo aprendemos que tal nombre remite a tal objeto, tal verbo a tal acción. La respuesta wittgensteniana toma la forma de una constante: aprendemos a través de los juegos, de los “juegos de lenguaje”
Todo lenguaje no es más que un conjunto de juegos reglados, ligados a situaciones de la vida y en modo alguno intercambiables, incluso cuando algunos poseen entre sí “parecidos de familia”. La experiencia se encarga de enseñarnos cuál es, en cada situación, el juego de lenguaje apropiado.... Las reglas que gobiernan el uso de una palabra o bien de una expresión constituyen lo que Wittgenstein llama su “gramática”. Tanto si se trata de una palabra o de una lengua, la gramática no tiene que ser “explicada”. Simplemente tiene que ser descrita, para ser comprendida por quienes la utilizan...

Así, del “Tractatus” –que nos ordena someternos al lengua usual –a las Investigaciones- que asimilan toda actividad simbólica, incluyendo la de la ciencia, a un juego reglado-, el recorrido de Wittgenstein podría ser descrito como la persecución de un mismo esfuerzo para imponer al filósofo el respeto riguroso de los gramáticos –o de los códigos- definiendo los usos legítimos de los signos en general
- noción de regla: una regla no puede ser pensada independientemente del entorno social y cultural que le confiere su estatuto. No podría haber una regla “privada”.
- Doble influencia en el pensamiento de Wittgenstein. La de la perspectiva “antropológica” que es la suya. Pero también la de la perspectiva “globalizante” propia de la psicología de la forma...
Wittgenstein pone en marcha una nueva manera de filosofar, más cercana a la psicología que a la lógica.... “La filosofía –dice Wittgenstein- es una lucha contra el embrujo de nuestro entendimiento por medio de nuestro lenguaje”... El papel del filósofo continúa siendo, como en el “Tractatus”, el de curar las enfermedades que él mismo ha suscitado. Pero el “tratamiento” preconizado por las “Investigaciones” es de una radicalidad sin precedentes.... Ya no se trata, en efecto, de analizar la “forma lógica” de las proposiciones metafísicas, sino de comprender –para hacerlas desaparecer- las causas psicológicas que nos llevan a formular tales proposiciones. Y, esta vez, Wittgenstein se propone librarnos, no sólo de la metafísica clásica –surgida de distinciones manifiestamente erróneas como la del alma y el cuerpo-, sino también de todas las doctrinas modernas que creen que la ciencia da la “explicación” de la realidad.

Esta es la razón de que las “Investigaciones”, partiendo del principio de que no hay explicación última, no tratan de sustituir una doctrina por otra sino, más profundamente, de devolvernos la idea misma de “teoría”. Como si la ambición de “ver el fondo de las cosas” fuera la raíz misma del mal. Y como si la única misión del filósofo resultara ser la de “mostrarle a la mosca la salida de la botella cazamoscas...” ... Un violento deseo de rechazo parece inspirar por tanto su actitud global para con la civilización después de 1945 -probable efecto de su pesimismo natural, reforzado por la experiencia de dos guerras mundiales.

Tal desencanto parece muy alejado de la confianza que Wittgenstein ponía en esa misma ciencia, en la época del “Tractatus”. No obstante, a pesar de sus diferencias de perspectiva, el “Tractatus” y las “Investigaciones “ han suscitado falsas interpretaciones muy parecidas sobre el pensamiento de su autor. El primero de esos libros ha sido leído por los miembros del Círculo de Viena como una profecía del “fin” de la metafísica, sugiriendo la espera del advenimiento de una nueva edad “positiva”. En cuanto a las “Investigaciones” ha sido objeto de una interpretación aún más restrictiva por parte de ciertos autores anglo-americanos.... Desde los inicios de los años cincuenta, en efecto, el filósofo británico John Austin parece apoyarse –tal vez erróneamente- en el “segundo” Wittgenstein para construir una estrategia dirigida a circunscribir al filósofo dentro del estudio escrupuloso del “lenguaje ordinario”. Veinte años más tarde, el norteamericano Richard Rorty, deseoso de combatir a la vez la filosofía “analítica” heredera de Frege y – más allá. Toda pretensión filosófica o científica a lo “verdadero”, va a hacer incluso de las “Investigaciones” el acta de defunción de la filosofía occidental bajo todas sus formas –dicho de otro modo, de la “razón” en el sentido clásico de la palabra.
Conclusión cuando menos discutible en la medida en que Wittgenstein continúa escribiendo después de haber acabado las “Investigaciones”, que incluso se compromete a un nuevo trabajo sobre el concepto de “certeza” y que la tonalidad angustiada de sus últimas propuestas no da en absoluto la impresión de que, a su juicio, todos los problemas filosóficos hayan sido “reglados”. Sin duda, hay claramente en el un ”antifilósofo” que, en sus momentos de exasperación, deja entrever que tiene –como se dice- “necesidad de acabar con ella”. Pero, en su caso, como en el de Pascal o de Nietzsche, ¿las profesiones de fe antifilosófica expresan algo que no sea la búsqueda, llevada por la cólera o la ironía, de una manera inédita de filosofar?


LAS FILOSOFÍAS DEL FINAL

1. El final de Europa

De 1880 a 1914, la historia de la civilización europea conoce, como se ha dicho, una especie de apogeo. Durante esos treinta años, unos científicos rediseñan la visión que el hombre se hace del mundo. Artistas y escritores inventan nuevos lenguaje. Los filósofos, convencidos de haber alcanzado verdades inquebrantables, creen ver realizarse el sueño kantiano gracias a ellos... La caída, en 1914, es tanto más brutal cuanto que la ilusión ha sido grande...
El horror que se vincula –todavía hoy- al recuerdo de la Primera Guerra mundial se debe ante todo a su excepcional crueldad. Millones de víctimas, decenas de millones de supervivientes traumatizados, generaciones diezmadas, ciudades borradas del mapa: todo eso, sin hablar de los primeros bombardeos aéreos ni de las armas químicas, dejará marcas indelebles en la memoria de quienes lo vivieron... Marcas tanto más dolorosas por cuanto que esa guerra habría podido ser evitada. No lo fue, por la incuria de políticos irresponsables. Habría podido, en última instancia, ser conducido de manera menos costosa en vidas humanas. No lo fue, por la necedad de generales ávidos de gloria. En las trincheras, millones de hombre morían por nada: por algunas hectáreas de tierra alternativamente perdidas, recuperadas, vueltas a perder. O bien porque, culpables de haberse sublevado contra la barbarie, fueron fusilados por orden de sus jefes.

Lo absurdo de tales masacres aparece a plena luz tan pronto como se alcana el armisticio. Los negociadores del Tratado de Versalles, en efecto, se muestran incapaces de sentar las bases de una paz duradera. Al contrario, por la manera de redibujar el mapa del mundo, no hacen sino exacerbar las frustraciones, alimentar los deseos de revancha. La ascensión del nazismo será en parte consecuencia del estado caótico en que el Tratado de Versalles deja Europa en 1919... La guerra de 1914 es, pues , algo muy diferente de un paréntesis violento en el curso de una historia civilizada. Constituye el primer síntoma de una pulsión suicida que no cesará, en adelante, de devorar a Europa.
- Oswald Spengler (1880-1936), “La decadencia de Occidente”, ensayista alemán. La “decadencia” de Europa fundada sobre una filosofía “vitalista”, propicia a las generalizaciones más discutibles. Influencia en:
- Arnold Toynbee (1889-1975).
- André Malraux (1901-1976): estética espiritualista.
- Paul Valery, 1919: “Está la ciencia, mortalmente herida en sus ambiciones morales y como deshonrada por la crueldad de sus aplicaciones...”
- Explosión del movimiento dadaísta. Informal y enemigo de las fronteras, contra los pretendidos “valores” de una civilización que, a pesar de su culto a la Ilustración, envía a los hombres al matadero... La inspiración subversiva del dadaísmo alimentará, a su vez, la literatura y la pintura surrealistas así como el cine expresionista
- Sigmund Freud, la noción de “pulsión de muerte”, 1920: en “Más allá del principio del placer”...

De todas formas es en la filosofía alemana donde –por razones comprensibles- la enfermedad es más profunda. En efecto, de entre los principales pueblos europeos, los alemanes constituyen en ésta época aquel cuya identidad colectiva es todavía más inestable. No sólo su unidad nacional es reciente (1871), sino que permanece inacabada en la medida que el Estado que encarna la República de Weimar está lejos de reunir todas las comunidades germanófonas de Europa.

Las dos obras más significativas,, que expresan mejor la “crisis” atravesada por Alemania son “La estrella de la redención” (1921), de Franz Rosenzweig, que refleja las preocupaciones espirituales de una comunidad –la comunidad judía- cuya intensa actividad será muy pronto interrumpida por el nazismo. La otra obra, “Ser y tiempo” (1927), de Martín Heidegger, rompe con la corriente fenomenológica, de donde procede, para poner en duda los fundamentos mismos de la actividad filosófica. Ambas, con algunos años de intervalo, sientan las bases de un nuevo movimiento que será llamado muy pronto “existencialismo”: sublimar su desespero histórico en la búsqueda de un “más allá” mesiánico o revolucionario.

Franz Rosenzweig (1886-1929). De familia judia asimilada. Está tan alejado de Hegel que verá en éste el mismo símbolo de todo lo que, en lo sucesivo, execra.... La primera frase del texto –“La muerte, el temor a la muerte, atrae todo conocimiento del Todo...”- manifiesta la autenticidad de una reflexión directamente inspirada en las trincheras.... La muerte no tiene, en sí, ningún sentido. Es el absurdo pro excelencia... Todo el empeño de Rosenzweig consiste en rechazar, en bloque, las pretensiones “significantes” –por no decir “lenificantes”- de la metafísica clásica. En condenar, de un plumazo, a todos los sistemas del pasado. Dicho de otro modo, a Hegel.

¿Qué dice Hegel, según “La estrella de la redención?” Que el conflicto es el motor exclusivo de la historia. Que la historia entera culmina con el advenimiento del estado-nación. Y que el Estado-nación es a la vez la forma política más acabada y la que concuerda mejor con la esencia fundamentalmente “cristiana” de nuestra civilización. Ahora bien, en todos esos puntos, el desarrollo de los acontecimientos no ha hecho sino darle la razón. El Estado moderno ha devenido ciertamente la realidad suprema, en cuyo nombre el individuo puede ser en todo momento sacrificado. En cuanto a las relaciones entre Estados, no pueden ser sino belicosas, al estar comprometidos en una competencia despiadada que destila a su vez los progresos de la técnica. La guerra se confunde, ne adelante, con la lógica misma de la civilización “cristiana”. Y como en la actualidad no hay nada más sagrado que la idea nacional –por la que cada pueblo está dispuesto a batirse hasta la muerte-, los tiempos venideros corren el riesgo de convertirse en la edad de una guerra universal, tan despiadada como interminable.

Cualquiera que sea la exactitud –evidentemente discutible- de esta interpretación de Hegel, la posición de Rosenzweig es clara: intenta rebelarse contra una filosofía que no hace, según él, más que justificar la guerra. La rechaza, ante todo, en nombre del individuo y del derecho de éste a defender su existencia contra el apetito sanguinario de los Estados. Pero también –más en general- en nombre de una visión radicalmente diferente del mundo, fundada sobre el diálogo, la comunidad, la preocupación por escapar a la finitud de la vida humana y acceder a otras dimensiones del tiempo. Dimensiones que nos dejan entrever, por ejemplo, esas experiencias privilegiadas que constituyen la emoción estética o el fervor de una celebración religiosa.
Rosenzweig escoge la singularidad individual contra la totalidad abstracta, lo subjetivo contra lo objetivo, lo real contra el concepto. Quiere estar con los que se mantienen a distancia de la historia, a fin de no perder toda relación con la eternidad, y no con los que no aspiran sino a precipitarse en la lucha por la vida material. En consecuencia, se aboca a buscar refugio en los fundamentos filosóficos del judaísmo tradicional, marginado durante dos mil años por el triunfo del cristianismo.
El diálogo judeocristiano predicado por “La estrella de la redención” no tendrá, ni aún después de la Segunda Guerra mundial, demasiado eco filosófico.... Rosenzweig no es partidario de la asimilación “al cien por cien”. Pero tampoco está convencido de la idea de un retorno a Palestina. Teme que el pueblo judío se convierta a su vez en un pueblo como los otros, que se deje devorar por la ambición nacionalista.
Resueltamente individualista, este pensamiento no tiene –como el de Wittgensein- demasiadas referencias académicas. Sin duda procede, por una parte, de la última filosofía de Schelling –ancestro lejano de todos los existencialistas- y, por otra parte, del último libro de Hermann Cohen, “Religión de la razón según las fuentes del judaísmo” (1919), donde el filósofo neokantiano mostraba que la grandeza de la religión judía partía esencialmente de la riqueza y de la universalidad de su contenido ético.

Martín Heidegger (1889-1976).

Hay que considerar la doctrina kantiana del tiempo, demostrando sus insuficiencias y, finalmente, sustituirlas por una “analítica” más cercana a la experiencia concretamente vivida por el Dasein, más acorde con la consigna husserliana de la “vuelta a las cosas mismas”.
La angustia de la muerte es, pues, para el Dasein, la experiencia “auténtica” por excelencia, la que pone en duda su propio ser. Se encuentra aquí muy cerca de Rosenzweig y, más allá, de Kierkegaard. Pero, a partir de esta constante común, Heidegger se encamina en una dirección diferente. Volviendo de la trascendencia religiosa a la que se remitían sus predecesores, va –al contrario- a profundizar su descripción de la “historicidad” del Dasein con gran detalle.
El Dasein es “histórico” en la medida en que se sabe finito, condenado a no conocer más que una experiencia históricamente limitada. Con todo, en los gestos corrientes de la vida cotidiana, el Dasein tiende a olvidar esa limitación. Lleva, la mayor parte del tiempo, una existencia “inauténtica”, absorbido en el anonimato. No es él, es un “uno”, un ente entre otros, un objeto, un animal. Es contra este olvido de sí mismo que no es sino el olvido del ser, contra tal “caída” óntica, contra esta “déréliction”, contra lo que conviene –según Heidegger- reaccionar.

Parece difícil no escuchar, en los términos “caída” y “derelicción”, un eco del trema spengleriano de la “decadencia”. El paralelo, incluso si tiene límites, puede llevarse más lejos. Así como Spengler invita a las jóvenes generaciones a levantar acta del final de toda “gran cultura” para mejor comprometerse, militar y técnicamente, en esa “conquista del mundo” que queda –según él- como la última posibilidad de Occidente, del mismo modo Heidegger exhorta al Dasein a reaccionar por una “decisión” histórica (aunque formulada en términos más vagos): la de, justamente, asumir su destino “auténtico” –dicho de otro modo, el destino “espiritual” de la “comunidad” a la cual pertenece y que es lo único que puede dar un sentido a su existencia. Decisión radical y, en cierta forma, revolucionaria. Pues es a una especia de “revolución” a lo que convoca el final de “Ser y tiempo” –incluso si, a todas luces, esa palabra no sugiere aquí sino un retorno a los valores “eternos” de la “gran cultura” griega y germánica.
Con todo, ni la necesidad ni la significación de esa revolución son explicitadas por Heidegger... Heidegger asimila la facultad de elegir a una “resolución” subjetiva, cuyos motivos no podrían ser deducidos a priori, la decisión. Tal “decisionismo” representa sin ninguna duda el avance más original del libro. Constituye a la vez un punto de oposición mayor con la metafísica clásica y un punto de convergencia inadvertido con el “Tractatus” –que, también, deniega al ser humano la posibilidad de fundar sus elecciones éticas en un discurso racional

Otro mensaje –esta vez simple- está implícito en el texto. Pretendiendo que ningún filósofo antes que él ha comprendido verdaderamente la cuestión del Ser, Heidegger no se contenta con denunciar la “tiranía” del pensamiento lógico al que han creído tener que someterse sus predecesores. Afirma que todo el racionalismo ha sido “superado” –sin decir por qué, pero sugiriendo la posibilidad de “un nuevo arranque” histórico, cuyo contenido permanecería largamente indeterminado. Ese mensaje, a finales de los años veinte, no puede sino ejercer una inquietante seducción sobre una parte de la intelectualidad alemana, a la que la derrota de 1918 ha escindido de la tradición (¿demasiado francesa?) de la Ilustración, que está desengañada de la orientación “intelectualista” de la fenomenología husserliana y que aspira confusamente a una “revolución” espiritual, a la vez “nacional” y “conservadora”..
A partir de finales de 1928, el mensaje se hace más explícito. En su lección inaugural en la Universidad de Friburgo. “¿Qué es metafísica?”, Heidegger -retornando al tema de la angustia- explica que la nada está originalmente presente en el interior del Ser. El descubrimiento de esta “contradicción” le lleva a declarar que “el poder de la razón se ve así roto” y que la idea misma de lógica debe disolverse “en el torbellino de una interrogación más originaria”... En 1929, en oposición al filósofo judío neokantiano Cassirer afirma brutalmente la necesidad de una “destrucción de lo que han sido hasta ahora los fundamentos de la metafísica occidental (el espíritu, el logos, la razón). En síntesis, mientras que Cassirer se declara dispuesto a un reexamen crítico del kantismo, Heidegger le propone pura y simplemente dar la espalda a la herencia racionalista.

2. El final de la metafísica.

Husserl y Russell soñaban, antes de 1914, en conducir a la filosofía por la “vía segura de la ciencia”. Después de la Primera Guerra mundial, ese sueño se esfuma (Wittgenstein). Se cede el lugar a una convicción nueva: la filosofía –o, por lo menos, su “figura” clásica, la metafísica –está acabada.
En Austria, a finales de los años veinte, para los sabios que reunieron sus afinidades en un 2círculo” famoso, el Círculo de Viena, es al conjunto de las ciencias existentes –matemáticas y experimentales- al que corresponde tomar el relevo de la metafísica y plantearse –en un lenguaje que le sea propio- las cuestiones a las que la filosofía no podrá responder jamás, puesto que no puede convertirse en ciencia.
Bautizado como “neopositivismo” o también “positivismo lógico” o (más tarde) “empirismo lógico”, ese movimiento –al qu están vinculados los nombres de Moritz Schlick, Rudolf Carnap, Han Hahn y Otto Neurath- no constituye una escuela propiamente dicha. A pesar de la publicación de un manifiesto colectivo (1929), entre sus adeptos reina la mayor diversidad de opiniones, lo mismo que entre sus tres o cuatro cabezas de fila.
Adversarios resueltos del idealismo alemán y sobre todo de Hegel, los miembros del Círculo de Viena sueñan –como Leibniz y Bolzano- con una lengua universal, a la que se pudieran retraducir una cuestión dada para encontrarle una respuesta definitiva, o para mostrar que se trata de un falso problema. Convencidos de que esa lengua no puede ser otra que la de la ciencia positiva analizada a la luz de la lógica moderna, se inscriben en la perspectiva del “giro lingüístico” en filosofía auspiciado por Frege, Moore y Russell, dándole una significación aún más antimetafísica que sus predecesores.
Por su empirismo declarado, los miembros del Círculo de Viena se apartan de Kant –a pesar de que recuperan, bajo otra forma, el proyecto kantiano de fundar la ciencia sobre una ase firme- para acercarse a Hume y sobre todo al empiriocriticismo de Mach.

Rudolf Carnap (1801-1970)
Carnap sitúa su proyecto bajo el signo del combate en favor de la claridad y, por tanto, a favor de la Ilustración, contra los filósofos “irracionalistas” recientemente puestos de moda –expresión que apunta, por una parte, al existencialismo de Heidegger y, por otra, a la metafísica bergsoniana de la intuición. El irracionalismo debe perder la batalla, puesto que representa las fuerzas del pasado. Existen por el contrario, añade Carnap, profundas afinidades entre la manera científica de pensar –que reivindica- y la actitud moderna que intenta expresarse, por la misma época, en otros campos como el arte (Bauhaus ), o bien en esos movimientos “que luchan por imponer formas sensatas de vida individual y colectiva, de educación y de organización social”, movimientos que Carnap no nombra, pero en los que no es difícil identificar las corrientes socialistas. Esta orientación, precisa, “reconoce los lazos que unen a los hombres entre sí, pero contempla al mismo tiempo el libre desarrollo del individuo”

Desde el inicio de la obra “Aufbau”, el análisis carnapiano de nuestro conocimiento de los objetos físicos más simples muestra que éstos pueden ser reconstruidos a partir de “elementos de base” combinados entre sí según reglas definidas por “relaciones de base”. Conforme a la doctrina de Mach, los “elementos de base” son cualidades sensible (“ese rojo”) que afectan a nuestra subjetividad cuando percibimos un objeto, experiencias globales e instantáneas que Carnap llama “vivencias elementales”. Constituida por sensaciones, la base de la pirámide es pues “autopsicológica”
Partiendo de enunciados elementales e introduciendo el contenido de nuestras expriencias sensoriales, Carnap reconstruye, en un primer momento, los objetos “autopsicológicos” (que constituyen la subjetividad) y, en un segundo momento, los objetos físicos, resultantes de la combinación lógica de los datos sensibles. En un tercer momento, vienen los objetos “heteropsicológicos” (las otras personas, es decir, el mundo intersubjetivo) y, en un cuarto momento, los objetos socioculturales (éticos, estéticos, políticos, etc)
En la práctica, no obstante, los niveles superiores de la pirámide apenas están esbozados. Lo más difícil, en efecto, es construir la base; dicho de otro modo el conjunto de los objetos autopsicológicos. Por esta razón Carnap, en la “Aufbau”, consagra lo esencial de sus esfuerzos a mostrar que cualidades como lo colores pueden ser definidas de manera puramente lógica a partir de los únicos elementos convenidos en el inicio...

Es dudoso que tenga éxito... Pero lo importante no está ahí. Lo esencial, en 1928, es que el libro de Carnap da a los miembros del Círculo de Viena el sentimiento de que un vasto programa de trabajo se abre ante ellos. Y que tal programa permitirá eliminar –clarificándolos definitivamente- los problemas con los que tropezaba la metafísica. Por ejemplo, los de la naturaleza de la realidad, o el de los límites de nuestro conocimiento del mundo.... Hay un conflicto entre la metafísica , por una parte, que los autores aproximan a la teología, y por otra parte, el espíritu de la Ilustración... Las ciencias sociales se encuentran situadas en continuidad con las ciencias de la naturaleza... los miembros del Círculo son un grupo unido por la voluntad de terminar con la metafísica, pero también deseoso de no separar las cuestiones científicas de los problemas prácticas. “Los esfuerzos desplegados para organizar las relaciones económicas y sociales, unificar la humanidad, renovar la escuela y la educación están íntimamente ligados a la concepción científica del mundo”.

La nitidez y la claridad son buscadas, las lejanas sombras y las profundidades insondables rechazadas; en ciencia, nada de “profundidades”, todo es tan sólo superficie.... Rechazando los “enigmas irresolubles”, la concepción científica del mundo no cree sino en las virtudes de la “clarificación”, es decir del análisis lógico. Por otra parte, es ese recurso a la lógica lo que distingue el “nuevo empirismo” o el “nuevo positivismo” de “los de antaño”, cuya orientación era principalmente biológica o psicológica...

En conclusión, los miembros del Círculo de Viena reivindican la dimensión social y política de su propósito. En contra de los partidarios de la metafísica que son habitualmente los defensores de un orden social periclitado, se presentan como los adeptos de un empirismo compartido –además de ellos- por las “masas” y que va a la par “con una actitud prosocialista”. La concepción científica del mundo puede expresarse en todos los dominios de la vida rivada y pública, a cuya organización de manera racional aspira.

Ampliamente difundido a través de un congreso celebrado en Praga en septiembre de 1929, el “folleto amarillo” caerá en seguida en un relativo olvido entre los miembros del Círculo. En primera lugar, porque se remite a una interpretación del “Tractatus” que el propio Wittgensein rechaza. En segundo lugar, porque las tesis que defiende están muy lejos de ser unánimes entre los miembros del Círculo. La orientación prosocialista, en particular, si bien es la de Carnap y Neurath, suscita menos entusiasmo entre los demás. Moritz Schlick, por ejemplo, desaprueba el tono a su parecer demasiado radical.
- Segundo manifiesto del Círculo de Viena: Titulado “La superación de la metafísica por medio del análisis lógico del lenguaje”. Texto explícitamente antiheideggeriano. Constituye una declaración de guerra contra la metafísica (1931-1932). Firmado sólo por Carnap...

La necesidad de “superar” las disputas de los metafísicos preocupa al propio Carnap desde hace mucho tiempo. En su juventud se entusiasmó por la invención reciente del esperanto, es decir por el sueño leibniziano de una lengua universal capaz de permitir a todos los hombres emplear los términos en el mismo sentido; sueño pacifista que, después de la agitación de la Primera Guerra mundial, tan sólo sobrevivirá en los círculos anarquistas y entre los países que practican el internacionalismo proletario. Bajo la influencia de Frege y Russell, ha terminado pro ver la realización más perfecta de ese sueño en el lenguaje de la ciencia unificado según las reglas de la lógica...
- La metafísica no puede sino estar desprovista de sentido, porque se expresa en lenguas naturales cuyas estructuras gramaticales son por definición lógicamente imperfectas..
Desacuerdos en el Círculo de Viena.
- Las tesis de Carnap, de base “fenomenalista” –derivada del “sensacionalismo” de Mach y Schlick, es considerada como poco sólida por Neurath, que propone sustituirla por una base “fisicalista”. Pero esa sustitución supone, por su parte, un “convencionalismo” desaprobado por Schlick.... Una teoría científica no reposa sobre experiencias vividas, sino sobre un conjunto determinado de “convenciones” lingüísticas. La existencia de objetos reales, independientes de nuestra percepción, constituiría la base de la ciencia empírica.... Schlick juzga peligrosa esa deriva hacia lo que considera una forma de relativismo del convencionalismo fisicalista.
- Más tarde Carnap se verá de nuevo atacado. Por Karl Popoer (1902-1994). Popper se declara kantiano, partidario de un realismo integral, más preocupado por las “cosas” que por las “palabras”. Rechaza tanto el “convencionalismo” de Neurath como el “sensacionalismo” de Mach –en los que no ve sino dos formas diferentes de un mismo solipsismo fundamental.... Si bien la metafísica –para él. No es evidentemente una ciencia, no le parece por eso desprovista de significación.

Antes que recusarla globalmente, piensa que es mejor intentar desmontarla “pieza a pieza”. Además, no concede ningún crédito al “principio de verificabilidad”, que le parece doblemente absurdo. En primer lugar, porque existen disciplinas incontestables como la mecánica cuántica –enfrentada, por definición, a lo infinitamente pequeño- a las que no se puede aplicar. En segundo lugar, porque ese principio reposa sobre la idea de que las teorías científicas se elaboran a partir de la acumulación repetitiva de observaciones idénticas –dicho de otro modo, sobre una concepción “inductivista” del descubrimiento, concepción ya largamente criticada por Hume.

Contrariamente a los neopositivistas, Popper no cree que una ley universal puede ser autentificada jamás por una suma de observaciones por grande que sea, siempre permanecerá finita. Lo que tiende a probar la validez de una ley no es un proceso de naturaleza inductiva, sino –más simplemente- el hecho de que, a pesar de los intentos sistemáticos, no se llega a producir un solo contraejemplo en su menoscabo. La experiencia tiene claramente un papel que representar, pero ese papel consiste en eliminar las malas hipótesis “falsándolas”, más que en “confirmar” las buenas. Popper propone, pues, la sustitución del “principio de verificabilidad” por un principio de falsabilidad.

... El neopositivismo entra en una fase difícil a mediados de los años treinta: dureza de los tiempos. En una Austria donde –desde finales de los años veinte- las fuerzas de extrema derecha no hacen sino progresar, los miembros del Círculo –ateos, de izquierda y a veces judíos- constituyen el blanco de ataques cada vez más violentos.... Si bien el Círculo como tal ha muerto –víctima de sus contradicciones internas y de los golpes de la historia-, el espíritu del positivismo lógico permanece vivo. Va a desplazarse, como consecuencia de la guerra, hacia los países de lengua inglesa. Y a ejercer, hasta nuestros días, una duradera influencia... Será especialmente en Gran Bretaña y en los Estados Unidos donde la filosofía será concebida cada vez más –a partir de finales de los años treinta- como una disciplina científica como las demás, reservada a técnicos especializados y abierta a progresos lentos pero ineluctables...

Si bien las filosofías anglófonas de los últimos cincuenta años proceden del “giro lingüístico” de inicios del siglo, si bien parten de la creencia en que sus principales problemas pueden ser clarificados por el análisis de los términos que los expresan, divergen frecuentemente –por el contrario- respecto a la elección del lenguaje al que convendría “retraducir” esos problemas para finalmente resolverlos. Se podría incluso –simplificándolo todavía más- avanzar que la escuela dominante en Inglaterra pone su confianza más bien en la vuelta al lenguaje “ordinario”, dentro del espíritu del “segundo” Wittgenstein, frente a la mayoría de los filósofos norteamericanos, que se sitúan más bien en la línea del “Tractatus” y de Carnap, y continúan manteniendo –bajo formas distintas- la exigencia de un lenguaje “ideal”, que para ellos coincide con el de la ciencia.

- Filosofía inglesa. Gilbert Ryle (1900-1976). La referencia al lenguaje usual se convertirá muy pronto en regla absoluta entre los jóvenes colegas de Ryle: Escuela de Oxford. Sus miembros más eminentes, iniciadores de la filosofía del lenguaje “ordinario”, son John Langshaw Austin (1911-1960) y Peter Frederick Strawson (nacido en 1919).

- Austin. Según éste el filósofo debe buscar la solución de las preguntas que se formula –y que no son todas ilegítimas- a través del análisis minucioso de lo que nuestras “frases” quieren decir. No hay necesidad por tanto de empacharse de erudición histórica, ni tampoco de recurrir a las inútiles “sutilezas” del análisis lógico-matemático. Le basta con apoyarse en un buen diccionario, “depósito” de todos los conocimientos posibles relativos al uso correcto de la lengua. Y con verificar, mediante el contraste con otros hablantes, que ese uso se corresponde de hecho con la práctica actual de su comunidad lingüística.
-Contra las teorías neopositivstas del lenguaje: La palabra tiene menos por función el describir los estados de las cosas (enunciados “constativos”) que cumplir por sí misma una acción: es el caso, en particular, de las frases que expresan volición, promesa, autorización, etc. (enunciados “preformativos”). Ni verdaderas ni falsas, estas frases pueden ir o no seguidas de un efecto, en función de cómo las interpretan los que las emiten y a quienes van destinadas.... Pragmática: Cuyo objeto no es tanto el lenguaje en tanto que sistema cerrado cuanto el conjunto de los usos que podemos hacer de él en tal o cual contexto determinado..

- Strawson. Más teórico que Austin y en ese sentido más próximo a Ryle. “Sobre el referir”, 1950. Reexamen crítico del análisis russelliano de las “expresiones denotativas”. Su principal mérito reside en aportar a la técnica austiniana, habitualmente empírica, las justificaciones metodológicas que le faltan. Están desarrolladas en un ensayo que se presento como un “ensayo de metafísica descriptiva”, 1959.... No se trata de un simple retorno a Kant (y un olvido de Carnap), aunque –de manera muy kantiana- Strawson declara interesarse no sólo por el lenguaje ordinario sino también por sus condiciones de posibilidad, es decir por los esquemas conceptuales subyacentes a nuestra manera de hablar del mundo. De hecho, la conclusión de la obra se inscribe en una perspectiva más bien behaviorista, puesto que para Strawson sólo existen realmente los cuerpos materiales y las persones físicas...

En los Estados Unidos, la difusión del positivismo lógico –allí llamado “empirismo lógico”, ha sido facilitada por la orientación mayoritariamente pragmatista de la filosofía norteamericana desde el inicio del siglo XX.... El pragmatismo de James (muerto en 1910) y de Peirce (muerto en 1914) permanece de hecho, hasta la Segunda Guerra mundial, como el movimiento dominante en las universidades norteamericanas...

El pragmatismo culmina de manera muy completa en John Dewey (1859-1952), el filósofo norteamericano más importante de la primera mitad del siglo XX... Dewey considera el conocimiento como un instrumento gracias al cual el hombre puede a la vez adaptarse al mundo y transformarlo. Dewey prefiere calificar de “instrumentalismo” su propia doctrina. Funda en Chicago una escuela “experimental” que le permite a la vez elaborar una nueva pedagogía y emprender investigaciones originales de orden lógico y psicológico sobre la naturaleza de la inteligencia. A pesar de que éstas estén, desde el inicio, centradas en las relaciones del pensamiento y la experiencia, no están apartadas de las grandes corrientes del idealismo europeo. Marcado en su juventud, por su lectura de Kant y Hegel, Dewey aspira a una visión “totalizante” de la realidad... Su filosofía está colmada de humanismo y de optimismo. Afirma que la filosofía debe convertirse en la “teoría general de la educación”, subrayando que su desarrollo está ligado, de manera intrínseca, a los progresos de la democracia.
Preocupado, como los neopositivistas, por no separar las ciencias sociales de las ciencias exactas, su tesis consiste en que la sociedad en general es el “laboratorio” donde se elabora todo pensamiento, y toda su obra se dirige a mostrar que el principio del respeto a la experiencia no es en absoluto separable de la preocupación por la libertad individual y por la solidaridad colectiva, particularmente a favor de los más desfavorecidos.

- Willard Van Orman Quine (nacido en 1908). Precozmente es atraído por una visión precisa y rigurosa del mundo. Estudia en Europa a partir de los veinte años. Cuando al final de este priplo vuelve a los Estados Unidos se considera a sí mismo como un adepto del positivismo lógico. En cierto sentido, continuará siéndolo toda su vida, incluso cuando –a partir de 1939- ya no se siente totalmente de acuerdo con la evolución de las ideas de Carnap, quien se aleja poco a poco de su programa inicial por su interés creciente por la semántica y la lógica de probabilidades.

La filosofía de Carnap, sostiene Quine, se funda en dos “dogmas” que hay que abandonar si se quiere salvar el empirismo, es decir, ponerlo a resguardo de cualquier crítica. El primero consiste en creer en la existencia de un hiato entre lenguaje y hechos, verdades analíticas y verdades sintéticas. Para Quine, las verdades “puramente” analíticas no existen: toda verdad depende a la vez del lenguaje y de los hechos. Incluso la lógica y las matemáticas son, en última instancia y a través de todo tipo de meditaciones, ciencias de origen empírico. Por otra parte, ciertos descubrimientos experimentales pueden obligarnos a revisar las leyes lógicas largo tiempo tenidas por “evidentes”: así la mecánica cuántica, por ejemplo, demuestra la fragilidad de la ley del tercio excluso, ya recusado por Brouwer. De forma general, el conocimiento no es nada más que un proceso psicofisiológico que tiene por base una estructura empírica: el cerebro humano. Éste se esfuerza por construir, a partir de informaciones sensibles que recibe del exterior, teorías que le permiten dar cuenta de la realidad; dicho de otro modo, le permiten actuar sobre ella. Esa es la razón por la que Quine propone “naturalizar” la epistemología, es decir, considerarla como una rama de la psicología y, por tanto, de las “ciencias de la naturaleza” en general. ¿Es posible, sin embargo, reducir la mente al cerebro sin perder de vista el hecho de que los estados mentales presentan una propiedad, la intencionalidad –en otras palabras, la propiedad de ser “sobre” algo-, que ningún mero estado físico de la materia posee?
Igualmente nocivo para un empirismo radical, el segundo dogma que hay que rechazar es el dogma “reduccionista”. Es ilusorio esperar -.como hacía Carnap en la “Aufbau”!- que cada enunciado científico pueda ser reducido a una experiencia inmediata que lo verifique. Considerados separadamente y uno por uno, nuestros enunciados no son verificables: sólo la ciencia, en su totalidad, puede ser confrontada con la totalidad de nuestra experiencia, que intenta reconstruir en un lenguaje determinado, a su vez, por nuestras estructuras mentales. Conocido bajo el nombre de “holismo”, esta doctrina quineana se refiere explícitamente a los trabajos de Pierre Duhem y Émile Meyerson. No obstante, va mucho más lejos, pues se aplica no sólo a la física (como quería Duhem), sino al conjunto de las ciencias –lógica y matemáticas incluidas-.

Entraña, finalmente, dos consecuencias importantes. La primera es la tesis de la subdeterminación de las teorías por la experiencia. Muchas teorías diferentes pueden ofrecer informes igualmente satisfactorios de los mismos hechos experimentales: esa observación nos niega el derecho a creer que el progreso científico nos acercará infaliblemente a una verdad única y definitiva. La segunda consecuencia es el principio de la indeterminación de la traducción. Científico o no, un enunciado cualquiera de nuestra lengua no posee traducción fija e inmutable en otra lengua. La traducción es ciertamente posible, pero sólo lo es de una lengua a otra considerada en su totalidad, y sólo se puede llevar a cabo en relación a un “hábeas” de reglas de traducción escogido por el lingüista y siempre revisable. Resulta que no existe significación “en sí”, la significación misma no es sino una función del conjunto de las reglas adoptadas para aprehenderla.

El “holismo” de Quine no escapa ni al convencionalismo (denunciado por Schlick), ni incluso a ciertas formas de psicologismo (rechazadas por Frege y Russell). Equivale, de hecho, a una verdadera reorientación del empirismo lógico en una dirección pragmatista.... Conforme, en cierto sentido, con el espíritu de Carnap, esta actitud tendrá por efecto, dada la total hegemonía ejercida por el empirismo lógico en la filosofía norteamericana de los años cincuenta y sesenta, apartar temporalmente la filosofía en América de toda reflexión sobre la historia y la sociedad. Aún más, no hay que esperar encontrar, en el pensamiento conservador de Quine –cuyo apogeo se corresponde con el de la guerra fría-, la menor traza de la simpatía que sentía Carnap por el ideal socialista.



- Diferencias entre la “versión” norteamericana de la filosofía “analítica” y la “versión” británica de la filosofía “analítica”:
Aparte de su fidelidad a la herencia pragmatista, una de sus particularidades destacables es no haber cortado nunca totalmente los puentes con la filosofía “continental” de donde procede –o al menos con ciertas tendencias de ésta, a las que ha contribuido a aclimatar en los Estados Unidos a finales de los años treinta del siglo XX.
- Disidencia antiempirista en Estados Unidos:

Noam Chomsky (nacido en 1928). Racionalista en el sentido cartesiano del término y, por tanto, él también, antiempirista, Chosmky está convencido de que el aprendizaje del lenguaje por el niño no puede explicarse en la perspectiva estrictamente behaviorista que es la de Quine y la filosofía “analítica”. Se esfuerza por construir –inspirándose en la noción de “gramática general” forjada en el siglo XVII por los lingüistas de Port-Royal- un modelo matemático de estructuras “innatas” capaces de clarificar la aparición en el ser humano de la aptitud para hablar. Sus obras tienen inmediatamente un gran éxito en Europa (Lingüística cartesiana, 1966), al que no es ajena la reputación de intelectual “comprometido”, es decir “izquierdista”, que Chosmky adquirió por sus numerosas tomas de posiciónpolítica.

En Estados Unidos, la actitud antibehaviorista de Chomsky tuvo una influencia aún mayor en el desarrollo de la ciencia cognitiva, y ha contribuido al reciente renacimiento del interés por la intencionalidad propio de la antigua escolástica y más tarde de Brentano y Husserl.

La segunda fase de la disidencia antiempirista se desarrolla a partir de los años cuarenta. Está ilustrada por pensadores bastante distintos (Richard Rorty, Hilary Putnam, John Rawls, Stanley Cavell) que, a pesar de haberse formado en la tradición de la filosofía “analítica”, que consideran demasiado rígida, aspiran a escapar de ella para poder elaborar con toda libertad su propia visión del mundo. Estos filósofos abordan dominios (ético y político, en particular) hasta ahora en parte desatendidos por los discípulos de Quine, y temen menos discutir con sus homólogos europeos (Habermas, Foucault, Derrida). Sus obras resultan marcadas, no obstante, por una cierta desconfianza respecto de toda filosofía de la historia, así como por una gran prudencia en a crítica social. Es imposible dejar de ver allí los signos de la influencia ejercida, después de medio siglo, por el empirismo lógico, por su desprecio hacia toda forma de pensamiento “dialéctico” derivada de Hegel, así como por su voluntad deliberada de privilegiar los “hechos” en relación a los “valores”.

Sin duda tales inhibiciones se levantarán progresivamente, como lo sugiere la aparición reciente, en algunas universidades norteamericanas, de un renovado interés por la fenomenología husserliana, una de cuyas ambiciones –describir la estructura de la mente- les parece finalmente muy próxima a la que inspira las “ciencias cognitivas” y las investigaciones en “inteligencia artificial”. No deja de ser menos cierto que, todavía hoy, ni el marxismo ni el existencialismo son verdaderamente considerados, en los Estados unidos, como doctrinas filosóficas en sentido pleno, cuyas tesis sería importante examinar –aunque fuera para criticarlas. En cuanto a las teorías de Foucault o la escuela de Frankfurt, son habitualmente clasificadas bajo la rúbrica “sociología”


LA RAZÓN EN TELA DE JUICIO

1. “Estructura” frente a “sujeto”.

Aprisionada entre Auschwitz e Hiroshima, entre el recuerdo imposible de la Shoah y el insoportable terror del Apocalipsis nuclear, escindida por la guerra fría, escéptica con respecto a la construcción “comunitaria” que le proponen tecnócratas y políticos, la Europa de los años cincuenta ha dejado de creer en su futuro.
Nada tiene de sorprendente que, en esas condiciones, reine entre los intelectuales la más grande confusión. Algunos de ellos reaccionan, como se ha visto, lanzándose al “compromiso”, tomando partido por el modelo americano, por el modelo marxista o por una improbable “tercera vía”. Pero otros están lejos de compartir esos entusiasmos ideológicos. En los artistas y escritores, el pesimismo hace estragos. El absurdo reina en el teatro (Ionesco, Adamov). La incomunicación se expresa en el cine (Antonioni, Resnais). Una misma desesperación, un mismo rechazo de la “civilización”, una misma cólera fría inspiran las telas de Dubuffet, las novelas de Beckett, los aforismos de Cioran. Bajo sus formas extremas, esa desesperación puede conducir al suicidio.: un número impresionante de creadores y de pensadores elige poner fin a sus días durante los decenios que siguen a 1945.

Aún más numerosos son aquellos que, por desencanto, deciden alejarse de la política. Convencidos de su impotencia para actuar sobre el mundo, esos desengañados intelectuales prefieren contentarse con observarlos a cierta distancia, considerando que su misión no es transformarlo sino, como máximo, comprenderlo. Entre los últimos,,, dos movimientos despuntan a la conclusión de la guerra. El primero se propone reencontrar por la “interpretación” el sentido perdido de la cultura moderna; el segundo, clarificar por el análisis de sus “estructuras” el funcionamiento de los procesos simbólicos. “Hermenéutica” filosófica y “estructuralismo” científico constituyen, así, en el umbral de la segunda mitad del siglo XX, dos modos en competencia de responder s la “crisis” de Europa, a su “miseria” espiritual así como a la inexorable “decadencia” de su independencia política.


LA ESCUELA HERMENÉUTICA

En un primer sentido, el término “hermenéutica (del griego hermèneia, que significa “interpretación”) designa un método de exégesis crítica de los textos bíblicos que se remonta hasta el siglo XVIII y que está particularmente ilustrado en Alemania por la obra del filósofo y teólogo protestante Friedrich Schleirmacher (1768-1834). Pero como se sabe, al menos desde Dilthey, la “comprensión” interna o interpretación –por oposición a la “explicación” externa- es una actividad corriente en muchos otros dominios, comenzando por los de las “ciencias del espíritu”, es decir, las humanidades y las ciencias sociales.

Con Hans-Georg Gadamer el término “hermenéutica” adquiere una dimensión más amplia: remite en adelante a un esfuerzo de “desciframiento” aplicable a todas las ciencias y, más allá, a todas las producciones de la cultura, consideradas como conjuntos de “signos”. Esfuerzo tanto más necesario por cuanto, si bien la “crisis” de la razón estaba ya abierta en los años veinte, la catástrofe de la Segunda Guerra mundial –“fracaso” por excelencia de la modernidad- ha creado una situación tal que el “sentido” de nuestras producciones culturales más elevadas parece perdido en la actualidad, o al menos olvidado por la humanidad europea.
Además, lo que pide ser “reasumido” no es exclusivamente las condiciones de posibilidad del conocimiento objetivo –como en Kant-, sino más bien las del propio “comprender”. La recuperación –o, más exactamente, la “rememoración”-, del sentido se convierte por tanto para Gadamer en el asunto propio de la filosofía.
Contrariamente a lo que era para Kant, la obra de arte no es para Gadamer una pura “forma” ofrecida al juicio del gusto. Pues nos invita, siempre que sepamos elucidar su significación ontológica, a experimentar un “contenido de verdad” que no se reduce a la comprensión de las intenciones del autor y cuya riqueza objetiva no es inferior a la de un conocimiento científico. La historia es, asimismo, el lugar donde se efectúa la transmisión de las tradiciones que constituyen una “cultura”, cultura que también lleva en sí su parte de verdad: ésta es la razón por la que es importante arrancar a la historia del relativismo historicista. De camino, ese doble análisis conduce a Gadamer a reconocer el papel fundamental que tiene el lenguaje en todas las actividades humanas. Comprender es ponerse de acuerdo sobre el sentido atribuido a ciertos signos. La tarea de la hermenéutica filosófica no es otra –dentro de esta perspectiva- que facilitar a la vez a comprensión intersubjetiva y la comunicación, salvando el lenguaje de la reducción “tecnicista” impuesta a nuestros lenguaje naturales por el formalismo de la ciencia moderna.... “Verdad y método” constituye una producción típica del idealismo alemán y, seguramente, el único gran libro “heideggeriano” publicado en Alemania después del final de la guerra. Las conclusiones a que llega Gadamer están bastante alejadas, sin embargo, de las de Heidegger. La importancia que concede al lenguaje tiende más bien a aproximarlo a Wittgenstein. De hecho, Gadamer es el primer filósofo alemán que ha intentado tender puentes entre la fenomenología “continental” y la filosofía “analítica”.


EL ESTRUCTURALISMO

El origen del estructuralismo es una revolución epistemológica consumada, a inicios del siglo XX, por el lingüista suizo Ferdinand de Saussure. A gran distancia de la filología clásica, más preocupada por la evolución histórica de las lenguas que por su organización interna, Saussure intenta sentar las bases de una verdadera ciencia del lenguaje.: una lengua no es una colección azarosa de palabras, sino un sistema de signos que se articulan entre sí según reglas específicas. Constituye una totalidad autónoma que no remite sino a sí misma y que posee su propia estructura. Es el análisis de esa estructura lo que debe, en adelante, orientar el método del lingüista.
“El curso de lingüística general”, 1916 aparece, retrospectivamente, como una de las obras fundadoras de la investigación en ciencias sociales. Sin embargo, en su época no fue demasiado valorado..., salvo por un pequeño grupo de escritores y lingüistas rusos que, alrededor de 1917, se interesan por los fenómenos del lenguaje y sueñan con elaborar, en plena revolución, una teoría nueva de la literatura.. De entre esos jóvenes teóricos emerge una figura excepcional: la de Roman Jakobson (1896-1982).

Participa en marzo de 1915 en la fundación del Círculo de Moscú, nacido del encuentro entre la escuela lingüística rusa, representada por Nicolás Trubetzkoi (1890-1938) y las teorías “futuristas”. Algunos meses antes de la Revolución de Octubre, crea en Petrogrado una sociedad para el estudio del lenguaje poético, cuyos miembros –que se denominan “formalistas”- se proponen estudiar la literatura como una pura construcción lingüística y ven en la poesía, especie de “lenguaje sobre el lenguaje”, su misma esencia. Conscientes de sus raíces eslavas, los formalistas se preocupan igualmente del folklore y en particular de la poesía popular, cuyas producciones –generalmente anónimas- parecen poner de manifiesto una invención verbal a la vez espontánea y sutil.
Cuando constata que el régimen leninista se muestra cada vez menos favorable a sus investigaciones innovadoras pero “elitistas”, Jakobson viaja a Checoslovaquia (1920). En Praga, establece amistad con Carnap y descubre el “Curso” de Saussure, cuyas ideas van a transformar la continuación de sus propios trabajos. Paralelamente, reencuentra en Viena a Nicolás Trubetzkoi, también en el exilio. De sus intercambios con este último nacerá muy pronto la fonología, rama fundamental de la lingüística estructural. Participando en la creación del Círculo Lingüístico de Praga (1926), posteriormente más conocido como Escuela de Praga, Jakobson se orienta definitivamente desde el “formalismo” hacia el “estructuralismo”.
Los acontecimientos le obligarán de nuevo a emigrar, y se instalará en los Estados Unidos (1941). Allí terminará su carrera. Pero antes de incorporarse Harvard –donde, en 1951, coincide con el joven Chomsky- y, posteriormente, al MIT –donde él y Chomsky son colegas-... Más tarde coincidirá en Nueva York con Alexandre Koyré, filósofo ruso nacionalizado francés. Su encuentro será decisivo para el futuro del estructuralismo.

Alexandre Koyré (1892-1964) se lanza al estudio de la historia de las ciencias, desde la antigüedad hasta la edad clásica... El progreso científico no se desarrolla de una manera lineal sino discontinua, por el efecto de “cortes” o de “rupturas”, más habitualmente provocados, por lo demás, por la emergencia de nuevas concepciones teóricas que por la observación empírica de los hechos. (Influencia de Bachelard).
Discontinuista y deliberadamente antipositivista, esa interpretación del progreso del conocimiento ejercerá, a su vez, una influencia decisiva en las primeras investigaciones de Michel Foucault y Thomas Khun.

Claude Lévi-Strauss. Etnólogo. De Francia a Brasil, Universidad de Sao Paulo, lleva a cabo un aprimera pesquisa entre los indios Caduveo y Bororo y más tarde, en 1938, una segunda misión, también en Brasil, ente los Nambikwara y los Tui-Kawahib- expediciones que relatará más tarde en “Tristes trópicos” (1955).
La guerra provoca que se refugio en Nueva York y conoce a Koyré, quien, en 1942, le presenta a Jakobson. Éste le revela la existencia y potencialidades de la lingüística estructura. Inmediatamente Lévi-Strauu –presintiendo que el conjunto de los fenómenos sociales dependientes del orden simbólico podría se tratado, a su vez, como sistema de signos poseedores de estructura específica- imagina la posibilidad de exportar el método de Saussure a un campo no lingüístico, el de las relaciones de parentesco en las sociedades sin escritura. (“Las estructuras elementales del parentesco”, 1949). Revoluciona la antropología, al someter por primera vez un vasto conjunto disperso de observaciones empíricas a una lógica clara y rigurosa. Difícilmente aceptado en el mundo angloamericano, donde prevalecen estilos de investigación menos “teóricos”.

“Mitológicas”: cuatro volúmenes. Destinada a mostrar que el conjunto de los mitos religiosos de los indios de América constituye un hábeas unificado en cuyo interior las mismas variantes responden a reglas. Así como Descartes había tenido que reducir la materia a la extensión para fundar la física, igualmente Lévi-Strauss se ve obligado –para construir una ciencia de los mitos- a extrapolarlos del contexto sociocultural en que son producidos o transmitidos, y reducirlos a puras series de unidades semánticas, combinables entre sí según reglas que, aparentemente, deben menos a la historia que al álgebra.... Está convencido de que las sociedades humanas son de imposible mejora...
Su obra se cohesiona en tres ejes fundamentales: definir las sociedades como sistemas simbólicos, mostrar que esos sistemas no pueden ser juzgados jerárquicamente, puesto que todos tienen la misma dignidad, y restablecer finalmente su unidad profunda a nivel estructural, prueba última de la unidad del espíritu humano.

LACAN (1901-1981)
- Estudios de medicina y su deseo de frecuentar los círculos de vanguardia de París.
- Relectura de los textos fundacionales de Freud.
- Explora la obra de Nietzsche –cuya nueva interpretación, esteticista e individualista, propone por entonces su amigo Georges Bataille (1897-1962)
- Sigue los cursos del filósofo de origen ruso Alexandre Kojève, quien en esa misma época (años treinta) se esfuerza por suscitar en Francia un renovado interés por el pensamiento hegeliano.

Gracias a Kojève, Lacan descubre en los textos de Hegel una elaboración teórica de los conceptos que le preocupan: una filosofía del deseo, del lenguaje y de la intersubjetividad. La dialéctica fenomenológica del “señor” y del “siervo”, en particular, le ayuda a pensar el tema de la lucha de conciencias, enfrentadas entre sí para su mutuo reconocimiento. Igualmente, la problemática hegeliana de la alineación se superpone a su propia reflexión sobre la enfermedad mental. De esa lectura entrecruzada de Hegel y Freud nace la primera contribución personal de Lacan a la teoría psicoanalítica: su conferencia sobre el “estadio del espejo”, 1936. En 1953 Hegel volverá a aparecer en la tesis central –“el inconsciente en el discurso del otro” (“Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”.
Pero, mientras tanto, otras influencias han ido añadiéndose sobre ese basamento hegeliano. En 1949 Lacan lee, en el momento de su aparición, “Las estructuras elementales del parentesco” y conoce personalmente a Lévi-Strauss, con el que entabla amistad y que le presentará al lingüista Roman Jakobson algunos meses más tarde (1950). Poco después y gracias a Jean Beaufret, que es desde 1951 uno de sus pacientes, Lacan profundiza su comprensión de la obra de Heidegger, a quien visita en Alemania, a quien a su vez recibirá en 1955 en su propia casa y del que incluso traducirá un texto (“Logos”) en el primer númeero de la revista “La Psychanalyse” (1956).
No hay una verdadera convergencia, en profundidad, entre la reflexión de Heidegger y el trabajo de Lacan –aunque ambos compartan idéntico gusto por el estilo “oracular”. .. Heidegger convence a Lacan de que la filosofía ha “terminado”. A Lacan únicamente la teoría freudiana tal como se esfuerza él mismo en reformularla, le parece capaz de “tomar el relevo” –en el sentido hegeliano del término aufheben- de la filosofía.
- Relectura de los textos freudianos a la luz de la lingüística estructural. Aquí, el papel de Jakobson ha sido decisivo otra vez. Jakobson es quien, a partir de 1950, le hace descubrir la obra de Saussure. Lacan, como Lévi-Strauss, capta inmediatamente el interés que puede tener importar al psicoanálisis el método del análisis estructural, aplicándolo al campo de las producciones “significativas” del inconsciente, los sueños y los síntomas.
- En 1958 afirmará que el inconsciente tiene “la estructura radical del lenguaje” –algo que volverá a proclamar, en la línea de la filosofía “discontinuista” de Koyré, la identidad fundamental de esas dos grandes “rupturas” que constituyen los descubrimientos de Saussure y de Freud.

Muy pronto, dentro de ese juego de espejos entre psicoanálisis y lingüística, ya no se sabrá si hay que considerar el lenguaje como “condición” del inconsciente o mejor lo contrario: las dos fórmulas se encuentran en Lacan. Lo que es seguro al menos es que el inconsciente está “estructurado como un lenguaje” Y que, dentro de esa “cadena significativa”, la función del “yo” se encuentra reducida a la de una unidad gramatical encargada de designar el sujeto de la enunciación sin por ello significarlo.
Radicalmente opuesto a la filosofía cartesiana, husserlina o sartreana del cogito, esa concepción de un sujeto “dividido” por el inconsciente –en la que se encuentra de nuevo la noción freudiana de “hendidura del yo”- se ve completada en septiembre de 1960 por la tesis que hace del sujeto un simple elemento en una estructura simbólica.
En la vejez Lacan se distancia de su propio discurso. Lleva a cabo imprevistos rodeos por la obra de Wittgenstein (1969-70) o por la de Joyce. Convencido de ser incomprendido en el fondo, incluso por quienes le escuchan, se refugia en los años setenta en una reflexión cada vez más enigmática sobre la estructura del psiquismo. Abandonando poco a poco el modelo lingüístico, se esfuerza por comprender la psique en términos matemáticos, a través de “trenzados”
Es rechazado por una parte de la comunidad psicoanalítica, que desaprueba su muy personal concepción de la “cura” y es poco aceptado por los filósofos “profesionales” –salvo algunas excepciones: Hyppolite, Merleau-Ponty, Althusser, Derrida y Badiou en Francia y Stanley Cavell en los Estados Unidos-

RESUMEN

El estructuralismo se convierte en los años sesenta en la ideología dominante en las ciencias sociales.
Según sus seguidores, el estudio científico de las estructuras –del lenguaje, del inconsciente, de los mitos o de las relaciones sociales- prueba la naturaleza ilusoria de la autonomía del “sujeto”: efecto imaginario del narcisismo, éste debe ser expulsado del trono que ocupa desde Descartes. En consecuencia, el voluntarismo de Sartre, su creencia optimista en la posibilidad de actuar sobre el curso de la historia y su gusto por el compromiso pierden toda justificación. Escépticos respecto a la política –aunque Lévi-Strauss haya sido socialista en su juventud y Dumézil monárquico-, los estructuralistas son en los años sesenta positivistas o esteticistas –o ambas cosas a la vez-. Si admiten la necesidad de un conocimiento objetivo de los fenómenos simbólicos, no esperan de éste que contribuya a cambiar el mundo.


2. Una historia de la verdad.

MICHEL FOUCAULT (1926-1984)
- Estudios de Hegel bajo la dirección de Jean Hyppolite.
- Sigue los cursos de Althusser.

Escéptico con respecto a todas las ideologías constituidas, desconfiado hacia la concepción “heroica” del compromiso personificada por Sartre, ya desde esta época no deja de experimentar un intenso interés por la comprensión de la historia. Y en particular por cómo, a través de ésta, aparecen y desaparecen los sucesivos rostros de lo que llamamos, por comodidad, “la” verdad.
- Lecturas de Lacan y Lévi-Strauss, y también de Nietzsche –a través de la interpretación de Bataille-.

Foucault será seducido profundamente por la lectura de Nietzsche propuesta por Bataille, Klossowski y Deleuze. En su madurez, invocará cada vez más frecuentemente a Nietzsche como inspiración. Sin embargo, los primeros maestros que reconoce, cuando comienza a escribir, son ante todo historiadores ... El estilo de Foucault no es el de un erudito volcado sobre el pasado. A pesar de ser considerable, su erudición no carece de fallos... Su ambición es otra. Consiste en escribir una historia de la verdad, poniendo en claro los lazos que ésta mantiene con el campo social y político. En resumen, consiste en destruir la pretensión positivista (o la del racionalismo clásico) de fundar el saber en un suelo estable y asegurado
La mejor ilustración de esta empresa la ofrece la “Historia de la lectura”, donde Foucault reconstruye la historia de las sucesivas maneras como ha sido percibida la locura dentro de la cultura occidental. Considerado como portador de una señal sagrada, como el beneficiario de una elección divina, el loco es libre y tolerado durante la Edad Media. Con la consolidación de la monarquía absoluta, con la puesta en marcha de un Estado centralizado que se libera de la tutela de la Iglesia, se convierte en un factor de desorden social. El “gran encierro” llevado a cabo en el siglo XVII no bastó, sin embargo, para aislar la locura en relación con las otras formas de desviación. Hay que esperar al final de la edad clásica, en los años 1780-1820, para verla redefinida en términos de “enfermedad mental” por la institución médica. Se convierte entonces en objeto de un saber positivo: la psiquiatría, que se termina de construir como rama de la medicina a lo largo del siglo XIX, dando así una legitimación teórica a la práctica de internamiento –garantía del orden familiar y fuente evidente de muchos abusos de poder-.

La lección de tal relectura de la historia es doble. Por una parte, la locura –lejos de ser un objeto familiar y con contornos reconocidos- no es más que una noción cuyo contenido –como la mayor parte de los conceptos de la psicología y de las ciencias sociales en general- ha variado ampliamente en el curso de la historia, en función de preocupaciones políticas o “prácticas” en el sentido amplio del término, ajenas en todo caso a la pura búsqueda de la verdad. En resumen, la verdad no es el único móvil del saber, cuya función social se inscribe en cada época en un entramado de poder determinado.

Por otra parte, ese entramado de poder no tiene en sí mismo nada de inmutable. Basta, muchas veces, con mostrar la impostura del saber sobre el que pretende fundarse para convertirlo en extrañamente vulnerable. Esa es, en todo caso, la convicción de Foucault y de sus primeros discípulos que, a finales de los años sesenta y durante los años setenta, se comprometen en luchas concretas contra la institución psiquiátrica.

Se ha dicho que el pensamiento de Foucault –a pesar de su individualismo, su “minimalismo” y su rechazo del pathos- está lejos de ser ajeno a la escena de los conflictos sociales. Aportan finalmente la prueba de ello sus dos principales obras de reflexión epistemológica (“Las palabras y las cosas”, 1966 y “La arqueología del saber”, 1969).
“Las palabras y las cosas” vuelve sobre el período estudiado en la “Historia de la locura” –desde finales del siglo XVI a inicios del siglo XIX-, con el objetivo de mostrar que, lejos de ilustrar un progreso continuo de “la” razón, dicho período, muy al contrario, está enmarcado por dos rupturas subterráneas que han dado formas históricas muy distintas a nuestras maneras de pensar.

Una primera ruptura, a finales del Renacimiento, marca la emergencia de lo que en Francia ha dado en llamarse “edad clásica”. Para los teóricos del siglo XVII toda actividad intelectual y artística no puede ser concebida sino en el interior de un problema de la “presentación” que ilustran, por ejemplo, la lingüística de Port-Royal o “Las Meninas” de Velásquez. En el paso entre el siglo XVIII y el XIX, una segunda ruptura hace desaparecer esta problemática a favor de un modo de pensar centrado en la noción de “sujeto”. Aparece entonces una nueva idea, según la cual el hombre sería a la vez el autor y el actor de su propia historia, que entraña la promoción de la ciencia histórica al rango de “madre de todas las ciencias del hombre”. Esa segunda ruptura abre una nueva edad, la de la modernidad, de la que no hemos salido todavía pero que, desde ahora mismo, podemos presentir que, como la precedente, tendrá un final.

Conclusión teórica: la evolución del pensamiento se produce precisamente de forma discontinua –como decían ya Bachelard y Koyré-. En cada época, el pensamiento está prisionero de los límites que le son asignados por la estructura empíricamente determinada que sostiene la cultura de esa época. Foucault llama a esta estructura episteme, puesto que constituye de manera general el basamento común de todas las formas del saber. Es necesaria, pues, una ruptura –a la vez subterránea, anónima y brutal- en nuestra manera de encarar el mundo para que cambie la episteme, para que se desplacen los límites de lo pensable, para que sea posible –en una palabra- pensar “de otra manera”
Foucault intenta comprender cómo nuestros “discursos” son a la vez producidos y limitados por un a priori histórico que quita, al mismo tiempo, todo prestigio romántico a la noción de “autor”.

Consecuencias prácticas: Si el “hombre no es el más viejo problema, ni el más constante que se haya planteado el saber humano”, si no es “sino una invención reciente”, aparecida a finales de la edad clásica y de la que legítimamente se puede suponer el “cercano fin”, entonces el humanismo “teórico” se encuentra completamente condenado. De repente, todas las filosofías dialécticas de la historia –fundadas, como el hegelianismo y el marxismo, en la creencia en un progreso engendrado por la negatividad de la acción humana- se hunden sin remisión, dejando su lugar a nuevas figuras del saber sociológico, así como a formas inéditas de intervención política.

¿A qué figuras y a qué formas? Esto es lo que Foucault se va a esforzar en imaginar los años siguientes. Y no sin dificultades: así, no conseguirá ni explicarse claramente sobre las razones de su rechazo del marxismo... Lo que es seguro es que, preocupado por practicar una militancia individual independiente de los partidos y centrada en la politización de los problemas de la vida cotidiana, se aproxima a inicios de los años setenta a la extrema izquierda libertaria... En lo sucesivo, pues, las iniciativas foucaultianas de investigación o de acción proceden ante todo de su inspiración fundamentalmente “antiautoritaria”.

Ya sea teniendo por objeto la historia de la noción de exclusión o la genealogía del sistema penal, esas investigaciones ilustran el proyecto inédito de una “microfísica” del poder.... Lejos de ser un bloque monolítico, el poder debe conjugarse en plural. No existe sino bajo una forma dispersa, invistiendo redes que no están conectadas todas entre sí y que, por eso mismo, ofrecen brechas. Particularmente complejas son sus interacciones con las redes del saber, también en perpetuo cambio. En ocasiones sucede que unas y otras coinciden.

“Vigilar y castigar”, 1975, narra el “nacimiento de la prisión”. Sobre la base de la “Historia de la locura”, este nuevo libro se esfuerza por volver a trazar las mutaciones que, en el orden de las ciencias –o pseudociencias- médicas, psicológicas y criminológicas, han permitido la emergencia –a partir de finales del siglo XVIII- de un sistema de “adiestramiento” del cuerpo gracias al cual el Estado centralizador ha podido extender su dominio sobre el resto de la sociedad. En ruptura con la práctica de los “suplicios” tan a gusto del Antiguo Régimen, ese sistema tiene como objetivo –entre otros- “reeducar” al condenado, sometiéndole por la fuerza a una “pedagogía” disciplinaria y punitiva cuyo instrumento privilegiado lo constituye la moderna prisión –descendiente del “Panóptico” de Bentham.... ... Pero esta vez el propósito de Foucault es más abiertamente subversivo. ¿No es la prisión, incluso más que el hospital, el símbolo de un orden burgués ansioso de reprimir toda desviación? Por lo demás, Foucault está comprometido activamente –por aquella época- en acciones militantes dirigidas a obtener e cierre en las prisiones francesas de las zonas llamadas de “alta seguridad”. En Europa y aún más en los Estados Unidos, “Vigilar y castigar” se convertirá en el breviario de una nueva “izquierda”, centrada en la crítica a toda forma de autoridad, policial o simbólica, pero relativamente indiferente a las condiciones socioeconómicas que permite a éstas ejercerse....
“La voluntad de saber”, 1976. Intento de desmitificar y dirigida en lo esencial en contra del psicoanálisis. Éste afirma que en Occidente el sexo no ha cesado de ser rechazado por la moral cristiana, hasta el punto de que el simple hecho de tener –a despecho de ese tabú- un discurso sobre el sexo constituiría en sí mismo un acto liberador. Ilusión, replica Foucault. Él se propone, al contrario, establecer que la cultura occidental, gracias a la práctica de la confesión convertida en obligatoria por la iglesia católica, ha hecho del sexo el objeto privilegiado de una oleada de discursos. Y así ha sucedido a partir del momento en que el sacerdote ha sido sustituido por el psicólogo, el psicoanalista o el sexólogo –por una pseudociencia con pretensión de autoridad médica cuya función real es normalizar la diversidad de las prácticas sexuales posibles, reduciéndola a la monotonía de un esquema único.

Después de Foucault no es posible ya hablar de la verdad y del saber sin tener en cuenta que sus investigaciones han provocado fallas y fracturas en el interior de esas vastas categorías. No se podrá ya ignorar que estas categorías tienen en sí mismas una historia empírica, en lugar de designar realidades transcendentales como creían Husserl o Russell. Tienen una historia ligada a la de la cultura occidental... Sin duda Foucault no es el único en haberlo dicho. Con toda claridad, su “arqueología” procede del concepto nietzscheano de “genealogía”, cuya fecundidad no ha escapado ni a Bataille, por una parte, ni, por otra, a Benjamín, Horkheimer y Adorno. Pero, si bien ha reconocido al final de su vida haber sido en parte adelantado por la escuela de Frankfurt, es Foucault el primero que ha dado a ese problema “genealógico” toda su fuerza crítica, al arrancarla del lenguaje de la dialéctica –demasiado “marcado” metafísicamente-, para reformularla en el lenguaje –heredado de Koyré- de una historia “discontinuista”.

Probablemente no es ningún azar que ese redescubrimiento del relativismo nietzscheano se haya producido en la Francia de los años sesenta. Llegado a adulto bajo el signo de Auschwitz y de Hiroshima, en un país debilitado por sus conflictos coloniales así como por la guerra fría, Foucault es en efecto muy representativo de una generación que, habiendo perdido la confianza en las grandes utopías sociales y no creyendo ya en el sentido de la historia, no puede sino someter a la sistemática práctica de la sospecha los ideales en cuyo nombre el “progreso” histórico ha sido legitimado hasta ahora.

- Otros miembros de esta generación: Gilles Deleuze (“Diferencia y repetición”, 1968; “Lógica del sentido”, 1969): el más consecuente de los nietzscheanos. Jean-François Lyotard (1924-1998): Sistematiza su crítica de los grandes “relatos” marxistas y freudianos (“Discurso, Figura”, 1971; “Economía libidinal”, 1974).
Ponen en tela de juicio incluso la posibilidad de un conocimiento científico.
A pesar de sus lazos ocasionales con el estructuralismo, este movimiento nunca ha cuestionado, sin embargo, la naturaleza trascendental de lo verdadero... Gracias a Foucault, en particular, y a la corriente “posestructuralista” que se inicia con él, el debate sobre el fundamento de la razón, sobre sus poderes y su futuro se ha convertido en el debate primordial de la filosofía en los últimos veinte años.

THOMAS S. KHUN (1922-1996). Ohio (Estados Unidos). Se dedica a estudios de física teórica hasta que estalla la guerra. Se interesa por la Crítica de la razón pura de Kant, en especial se interesa por la noción de “categoría”, entendida como condición de posibilidad del saber.... También está influenciado por Arthur O. Lovejoy, “La gran cadena del ser”, 1933, que le revela la existencia de una “dinámica” propia en el desarrollo de las ideas.... También es influenciado por Koyré, cuyos principios metodológicos hace suyos inmediatamente.
A la influencia de esta escuela de historia de la ciencia (Koyré, Duhem), se añade la de la Psicología de la Gestalt, y, por otra, parte, la de los descubrimientos del psicólogo suizo Jean Piaget (1896-1980) relativos al carácter discontinuo –también aquí- del desarrollo intelectual del niño.
Por parte americana, Khun está marcado particularmente por los filósofos Quine y Sellars. Aprueba la tesis de Quine de que toda verdad depende a la vez del lenguaje y de los hechos... Ambos tienden a mostrar que no se puede continuar definiendo (como Popper inspirándose en Tarski) la verdad de una teoría por su simple “correspondencia” con la realidad exterior: hay que tomar en cuenta igualmente otra dimensión aún más importante, la del lenguaje en que se formula esa teoría y cuyas transformaciones constituyen el verdadero objeto de la historia de la ciencia.
“La revolución copernicana”, 1957. La noción de paradigma: “visiones” sucesivas del mundo que, en cada época, sostienen el trabajo de los sabios. Un paradigma es una “matriz disciplinar” compuesta de hipótesis teóricas generales, así como de un conjunto de leyes y de técnicas necesarias para su funcionamiento.
A diferencia de Foucault (episteme) Khun siempre ha mantenido que la razón tiene un fundamento inmutable detrás de la diversidad de sus figuras históricas.

3. De la desconstrucción al neopragmatismo.

Jaques Derrida (1930). Se reconoce discípulo de Foucault aunque después se distancian. Ambos, no obstante, son pensadores “exteriores” al estructuralismo. Derrida incluso va muchos más lejos en la crítica que propone del estructuralismo, pues si bien –como Foucault- ha estado marcado por los textos “nietzscheanos” de Bataille y Blanchot, se apoya además en la fenomenología husserliana, cuya orientación antipositivista radicaliza inmediatamente.
Reprocha al estructuralismo haber permanecido prisionero de un problema del “signo”, en sí mismo estrechamente ligado a los postulados más clásicos de la metafísica occidental. En efecto, contrariamente a lo que parecen creer los adeptos de Saussure, la tesis según la cual “todo es lenguaje” no es sino falsamente novedosa. No hace sino enlazar con una concepción central de la filosofía griega: la supremacía del discurso: “logos”), asimilado a la palabra viva o a la “voz (pone) y considerado como originario donante del “sentido”. Así pues, ese “fonologismo” –o ese “logocentrismo”- reposa a su vez, desde Platón y Aristóteles, en una metafísica del Ser confundido con el “ente supremo”, dicho de otro mudo, en una “onto-.teo-logía” -puesto que, si todo es “significante”, éste no puede evitar apoyarse sobre un significado “trascendental”, garante último de toda donación de sentido. Desgraciadamente, ese sistema de remisiones jerárquicas no podría sino conducir a callejones sin salida conocidos desde hace mucho tiempo. Si la filosofía aspira a desligarse de ellos, debe comenzar, pues, por liberarse de la dominación del logos. Y reconocer al mismo tiempo la “diferencia” infranqueable que separa al Ser y el ente.... Así, la andadura derridiana se inscribe desde su arranque en el ámbito del proyecto inicial de “Ser y tiempo” de Heidegger: a semejanza de Heidegger, no cree que se pueda desembarazar de la metafísica al “invertirla”, y menos atacándola de frente en nombre de una posición diametralmente opuesta –que tendría todas las posibilidades de no ser, a su vez, sino una posición metafísica más, aunque camuflada.

La estrategia de Derrida es más sutil. Nada lo ilustra mejor que el doble trabajo que Derrida consagra a Husserl al publicar, en 1962, a “El origen de la geometría” y, en 1967, un comentario al primer capítulo de la primera de las “Investigaciones lógicas” titulado “La voz y el fenómeno”. Ya se trate, en un caso, de las nociones fundamentales de la geometría o, en el otro, del concepto de “Bedeutung” (“referencia”), Husserl se esfuerza por determinar una forma de pensamiento “puro” que sería a la vez el origen y la esencia de todo discurso científicamente riguroso. Sin embargo, no consigue aprehender ese pensamiento sino a través de la meditación de los signos que lo expresan y, en particular, de los signos escritos que sirven para notarlo. Contaminado por la presencia secreta de esa “escritura” sin la cual ninguna enunciación científica sería posible, el origen que Husserl cree alcanzar no es, en consecuencia, “puro”. No hay otro origen que el impuro , más concretamente, no hay origen: esa es –según Derrida- la conclusión que impone la andadura husserliana, pero que el propio Husserl ha rehusado reconocer, con la esperanza de salvar su reconstrucción ideal de la ciencia.
Es tentador ver, en esa paradójica lectura, la matriz de todas las siguientes. En todo caso, se reencuentran las líneas directrices en la gran obra “teórica” de Derrida, “De la gramatología” (1967). Construido como un juego de espejos, este libro se organiza alrededor de una puesta al borde del abismo de textos que, en épocas distintas de la metafísica occidental, proponen una misma imagen depreciativa del signo escrito: el “Ensayo sobre el origen de las lenguas” de Rousseau y la narración que hace Lévi-Strauss (“Tristes trópicos”) del descubrimiento de la escritura por los indios Nambikwara. De su confrontación, Derrida extrae una conclusión análoga a la de los trabajos de Husserl: precisamente cuando pretenden demostrar la supremacía del logos entendido como palabra viva, esos textos conducen a minar la supremacía en cuestión, puesto que no pueden hacer otra cosa que presuponer la existencia de una “archiescritura” anterior al logos para dar cuenta de la “articulación” que define a éste. En consecuencia, la “aparición” del origen se ve, por la introducción de ese “suplemento” (o forma previa de expresión), “diferida” hasta el infinito –y el sentido condenado a una irremediable “diseminación” o dispersión.
Teoría de esa “archiescritura” –dicho de otro modo, del “grama” (grammé en griego), de la traza, de la inscripción, de la tachadura-, la “gramatología” se anuncia así como el nombre de una futura “ciencia” o, al menos, de una forma de “subversión” textual particularmente devastadora.

En sus trabajos posteriores, Derrida renuncia, sin embargo, a desarrollar de forma sistemática la metodología de ese proyecto –sin duda porque la noción misma de “teoría” le parece que se aviene con la metafísica que él trata de desafiar. Por el contrario, se aplica al ejercicio activo de ese desafío, ejercicio que asimila en principio al movimiento de la différance –sustantivo construido sobre el participio presente de verbo francés différer, que significa tanto “diferenciarse” como “diferir” –y que sus discípulos popularizarán con la forma más simple de “desconstrucción”, verosímilmente inspirado por el Abbau heideggeriano y utilizado corrientemente por Derrida a partir de 1966.


Efectivamente, ya se trate de Rousseau o de Levinas, de Hegel o de Freud, se constata que por todas partes la “presencia ausente” de la escritura –presente por los síntomas de la denegación de que es objeto- corrompe, desde el origen, el propio origen. Ella explica a la vez el fracaso de la empresa metafísica y la exigencia que sentimos de “superar” ésta. Sin embargo, nada prueba que esa “superación” sea posible: incluso la que ha intentado Heidegger ha embarrancado en cierto sentido. Tomando la imagen de un círculo para sugerir la clausura sobre sí mismo del discurso metafísico, Derrida prefiere decir que sólo se puede intentar escapar a ese círculo a condición de recorrer indefinidamente sus límites. En la práctica, eso significa releer la filosofía occidental buscando desestabilizar su centro a partir de su periferia –dicho de otro modo, haciendo jugar en contra de ella, en los textos mismos donde se encarna, todos los elementos semánticos capaces de dislocar las grandes oposiciones binarias a cuyo alrededor se ha organizado desde Platón: alma-cuerpo, espíritu-materia, masculino-femenino, significado-significante, habla-escritura, teoría-práctica, etc.

Una relectura semejante resulta muy fiel –como la que Heidegger practica con los griegos- a la etimología de las palabras, así como a sus múltiples sentidos, pero también –como la escucha “flotante” del psicoanalista- a las lagunas, a las contradicciones, a lo impensado del discurso metafísico, es decir, a todo lo que, en él, es “síntoma”. Finalmente se trata, por principio, de una lectura sin asunciones a priori, puesto que, si se quiere renunciar a la idea de una jerarquía de los conceptos, todos los textos tienen el mismo valor: textos menores de conocidos filósofos (el “Ensayo sobre el origen de las lenguas” de Rousseau, por ejemplo), textos de filósofos menores (como Condillac, estudiado por Derrida en “La arqueología de lo frívolo”, 1973), textos de escritores que no son considerados como filósofos, incluso obras pintadas o dibujadas que no son textos pero que se revelan, a fin de cuentas, como construidos por el mismo modelo (“La verdad en pintura”, 1978; “Memorias de ciego”, 1990).

¿Cómo definir, en la actualidad, los “efectos” de ese ejercicio que Derrida practica desde hace treinta años bajo formas renovadas sin cesar? Inevitablemente se han producido deslices, se han multiplicado los contrasentidos. Es por ello por lo que, en los departamentos de literatura de las universidades norteamericanas donde el pensamiento derridiano ha penetrado en los años setenta, gracias entre otros al profesor de Yale, Paul de Man (1919-1983), la palabra “desconstrucción” designa en la actualidad un estilo de crítica textual que, cuando no es practicado con fortuna, se reduce muy habitualmente a la pura y simple denuncia del carácter “reaccionario” de los conceptos metafísicos, denuncia de la cultura occidental... La “desconstrucción” continúa siendo en los Estados Unidos una “moda” violentamente criticada por los filósofos “profesionales”

¿Es el proyecto de Derrida revolucionario? En cierto modo, pues no se puede desconstruir la metafísica sin descontruir la razón, sin proceder a una disolución radical de sus principios de base y del espacio –cultural y social- que organizan. Un proyecto de este tipo no apunta, como se podría esperar, sino a liquidar el “logocentrismo” estructuralista.

Derrida intenta anclar su reflexión en una tradición crítica que se remonta en la vertiente “positiva” de la Ilustración. Y, sin embargo, aún no ha conseguido liberarse completamente de las dudas que pesan sobre los orígenes teóricos de la “descontrucción”: su doble referencia a Heidegger y a Blancos, es decir, a dos pensadores que fueron atraídos en los años treinta por ideologías “revolucionarias” de extrema derecha –el nacionalsocialismo en el caso de Heidegger, el fascismo maurrassiano en el caso de Blanchot... También el caso de Paul de Man de pasado universitario antisemita en Bélgica... Más allá de esas peripecias, no está prohibido interrogarse sobre la estrecha relación que continúan manteniendo con el pensamiento heideggeriano dos filósofos nacidos en familias judía -Levnias y Derrida-, así como sobre las complejas relaciones que mantienen entre sí.

Fiel a su interés de juventud por la fenomenología, Derrida no ha cesado de estar atento al pensamiento de Levinas, a quien ha consagrado diversos textos. Ambos filósofos reconocen –cada uno a su manera- el primado de la Ley y por tanto de la Escritura (en mayúscula); pero Derrida rechaza claramente la idea levinasiana de Dios como “absolutamente otro”, “diferente que ser”, origen puro y no contaminado.

Se han establecido algunas similitudes con Benjamín, él también desgarrado por su pertenencia a dos tradiciones –la del judaísmo y la de la Ilustración- separadas por una imperceptible pero esencial “diferencia”. También Benjamín tuvo sus ambiguas “afinidades” con el antirracionalismo de Schmitt o Heidegger... Derrida es sensible a los riesgos de “deriva” de la “desconstrucción” hacia la violencia y el fascismo...

RICHARD RORTY (1931-) da un paso más: denuncia como “ilusoria” toda tentativa por fundar la razón en un terreno estable y seguro. Rorty se hizo famoso en 1967 por publicar una antología de artículos “analíticos”, “El giro lingüístico”. Sin embargo, en la introducción que redacta para el libro ya se abren paso algunas dudas: ¿La escuela del lenguaje “ordinario” y la del empirismo lógico son verdaderamente capaces de aportar respuestas definitivas a las preguntas filosóficas? ¿Constituyen realmente la vía rigurosa” que tienen la ambición de ser?

En 1977 Rorty desarrolla una concepción de la racionalidad que termina or negarle a ésta toda esencia permanente. Como consecuencia, reduciendo la ciencia y la filosofía al rango de simples prácticas “culturales”, condena sin paliativos su pretensión de decir lo verdadero: tal pretensión no le parece solamente irrealizable sino injustificable e inútil en su propio principio. Desde entonces, Roty se mantiene en el punto más radical que haya alcanzado, en la actualidad, el relativismo histórico, del que es el principal representante en los Estados Unidos.
- Influencias: 1: pragmatismo de Dewey; 2) la filosofía “continental” de Heidegger a Derrida; 3) ciertos aspectos de la filosofía “analítica”.

1. Dewey: Preocupación por la solidaridad humana: el valor de una idea se mide por los efectos que produce –y por tanto no hay necesidad de que sea fundada a priori para ser considerada como “justa”-.
2. Filosofía europea continental. Rorty cree que la metafísica –entendida como esencia de la filosofía occidental- está acabada, que ya ha llegado el momento realmente de “pasar a otra cosa”. Si las preguntas de la filosofía clásica no son ya “nuestras” preguntas, eso se debe al hecho de que estaban ligadas a una época de la cultura occidental que comenzó con Platón y que sólo tenían sentido en el interior del lenguaje propio de esa época. Con su fin, que vivimos en el siglo XX, ese lenguaje se ha descompuesto, arrastrando consigo las viejas preguntas. Lejos de ser eternas, éstas no tienen más que un interés histórico: se pueden, por tanto, abandonar.

En ese camino de “salida”, Rorty encuentra un paradójico estímulo en los trabajos de Thomas Jun y, a través de ellos, en la crítica del empirismo propuesta por Quina y Sellars. Llevando al extremo las tesis desarrolladas por Quine en “Dos dogmas del empirismo”, llega a la conclusión de que no existe ni “lo dado” (aquí se hace eco del argumento de Sellars) ni “hechos”, sino únicamente “lenguaje”. Los “hechos” no existen independientemente de cómo los reconstruimos con palabras. En otros términos, la cuestión de saber si nuestras proposiciones son “verdaderas” (conforme a una “realidad” cualquiera) importa menos que nuestra capacidad para inventar nuevos “vocabularios” para expresar lo que pensamos o sentimos.

Esa actitud parece forzada o, por lo menos, en desacuerdo con la realidad de las prácticas científicas existentes. No está demasiado alejada, no obstante, de la teoría “anarquista” del conocimiento defendida por otro filósofo e historiador de la ciencia, Paul Feyerabend (1924-1994) –cuyos trabajos, contemporáneos a los de Jun, desembocan en consecuencias aún más subversivas, expuestas en su principal obra, “Contra el método” (1975).

Según Feyerabend, resuelto adversario de los “falsacionistas”, Popper y Lakatos, la historia de las grandes transformaciones del pensamiento científico muestra que frecuentemente éstas no se producen por azar, que el progreso no obedece a reglas fijas y que, en materia de “descubrimiento”, cualquier método sirve con tal de que “funcione”. Se sigue de ello que la frontera entre ciencia y no-ciencia está en perpetuo movimiento y que las normas del discurso científico no son inmutables ni universales. Para Feyerabend, el racionalismo científico no es más que un “paradigma” cultural entre otros posibles. Ninguno de esos paradigmas, siendo “inconmensurables” entre sí, puede ser considerado como superior a los toros, ni de manera absoluta ni siquiera de manera relativa –como piensa Kuhn. El Estado debería, por tanto, para que la libertad individual de elección sea preservada de todo reclutamiento, abstenerse de defender un paradigma frente a otro- la ciencia contra la religión, por ejemplo- y contentarse con ofrecer a cada ciudadano la posibilidad de estudiar el que le conviene.

Tentado, también, por las perspectivas “liberadoras” que abre ese relativismo, Rorty se ve conducido así, en la corriente de los años setenta, a romper abiertamente con la filosofía “analítica”. Ésta, en efecto, se toma por una filosofía científicamente rigurosa. Por ello, participa todavía de la pura tradición kantiana, dicho de otra manera, del “mito” metafísico por excelencia...

Rorty, junto con Stanley Cavell, tiende un puente en dirección a la filosofía europea. Y, esta vez, en dirección a la tendencia más anticientífica de esta última...
“La filosofía y el espejo de la naturaleza”, 1979: resumen del pensamiento de Rorty. Tres partes: la naturaleza de la mente, el estatuto de la teoría del conocimiento, el “final” de la filosofía.

1. Toda la cultura occidental desde Platón ha hecho suyo el dualismo religioso de la mente y el cuerpo, fuente de innumerables falsos problemas. En esta perspectiva dualista, la mente está concebida como un “espejo” en el que vendría a reflejarse la naturaleza -es decir, el universo de los cuerpos. Sin embargo, no se trata por ello de una “evidencia” universal, sino de una reconstrucción históricamente datada y, en la actualidad, obsoleta.

2. A partir de Descartes y de Locke nuestros conocimientos han sido definidos –según el modelo especular- como “representaciones” adecuadas de lo real –una vez más, de aquí surgen muchos falsos problemas. No sólo esa representación no tiene nada de necesario, sino que podría ser reemplaza ventajosamente por otra concepción –la concepción pragmatista, por ejemplo-. Como James y como Dewey, Rorty piensa que la verdad es simplemente “lo mejor que se tiene para creer”; dicho de otra manera, el conjunto de los enunciados que se revelan como los más útiles para tener influjo sobre lo real o para vivir mejor. Por el contrario, estima que la psicología empírica y la filosofía del lenguaje –los dos pilares actuales de la filosofía “analítica”- no hacen sino encerrar la verdad en un problema –caduco en lo sucesivo- de la “representación”.

3.Finalmente, en la tercera parte, Rorty afirma que toda filosofía que pretenda explicar la racionalidad y la objetividad en términos de “representaciones” adecuadas está, a su vez, obsoleta. Por lo demás, la filosofía clásica no ha conseguido nunca fundar nuestras creencias sobre una pretendida “correspondencia” con lo real. No ha servido, en el mejor de los casos, más que para ofrecer a los hombres los medios con los que liberarse de los discursos “prescritos” e inventar visiones del mundo más favorables a su propio desarrollo. El “segundo” Wittgenstein, Heidegger y Dewey están citados aquí como tres ejemplos de filósofos “pragmáticamente” útiles. Su función ha sido, ante todo, terapéutica: liberando en su día a las mentes del dominio de la metafísica, como en su momento los filósofos de la Ilustración nos habían liberado de la teología, han contribuido también a “secularizar” la cultura, puesto que la metafísica no era en el fondo sino una forma elaborada de ilusión religiosa, una religión laica.

En 1982, Rorty reunió con el título e “Consecuencias del pragmatismo” un conjunto de artículos publicados entre 1972 y 1980. Allí explica en qué sentido puede considerarse pragmatista reivindicar la preocupación solidaria de Dewey y, al mismo tiempo, valorar las obras de Heidegger y de Derida, presentadas como “juegos del lenguaje” particularmente originales y creativos. Igualmente justifica el sentido de su lectura del “segundo” Wittgenstein. Las “Investigaciones filosóficas” constituyen, según él, es el esfuerzo más conseguido por anunciar que el proyecto “fundador” –proyecto trascendental en sentido kantiano, del que todavía participa el “Tractatus”- está definitivamente muerto. La filosofía ya no es, si se toma al pie de la letra esta lectura, sino una forma de “conversación” separada de todo acceso privilegiado a lo verdadero y, por eso mismo, libre para ir a donde quiere. Si sobrevive tan sólo puede hacerlo como “género” literario, permitiendo expresar sin constricciones su personalidad a quien se libra a ella y experimentar un placer estético a su lector.

En 1989, “Contingencia, ironía y solidaridad” vuelve a la carga contra la idea –particularmente perniciosa- según la cual el papel de la filosofía consistiría en “fundar” nuestras creencias. Nuestras creencias son, por definición, contingentes. La esperanza de fundarlas es vana. Ello no quiere decir, precisa Rorty, que todas las creencias tengan el mismo valor. Algunas son más “útiles” que otras. Es bueno, por ejemplo, creer en la necesidad del desarrollo individual, así como en mejorar la sociedad en que vivimos. Estas dos aspiraciones parecen, es verdad, difícilmente compatibles entre sí, al menos si se las lleva hasta sus extremas consecuencias. Pero, para no vivir esa situación como un problema “metafísico”, basta con dejar –“en la práctica”- de verla como una contradicción.... El filósofo ideal sería un “ironista liberal”. Liberal porque, estimando que la crueldad es la peor de las cosas, se dedicaría a desarrollar la solidaridad entre los hombres. Ironista, porque sabría que la precedente convicción no tiene un fundamento trascendental y que no le impide en absoluto buscar su felicidad personal , en el marco definido por el rechazo de al crueldad. En suma, su lenguaje “público” y su lenguaje “privado” podrían desplegarse simultáneamente y –puesto que se situarían a niveles diferentes- sin incoherencia.
... Sin embargo, ¿No es evidente, por lo demás, que para exponer sus tesis Rorty debe someterse también a las normas de esa “racionalidad” de la que, sin embargo, rechaza la pretensión dominadora?... consciente de la precariedad de su posición, Rorty ha intentado consolidarla en distintos textos reunidos, en 1991, en dos volúmenes titulados “Objetivismo, relativismo y verdad” y “Ensayo sobre Heidegger y otros escritos”. Vale la pena destacar, en particular, dos aspectos de su defensa. Por una parte, Rorty, siendo incapaz de asociarse con ningún tipo de universalismo, cada vez más tiende a resguardarse detrás de la noción de “juego de lenguaje”. El filósofo, según Rorty, ha de intentar curar las “enfermedades” engendradas por la torturante obsesión “fundacional”. Esta terapia no conduciría, si le creemos, a desacreditar la preocupación argumentativa en tanto que tal, sino simplemente a liberarnos de la ilusión de que –para defender una convicción dada- hay un argumento mejor en lo absoluto que otros.

Rorty se propone recordar que, para él, ciertas elecciones intelectuales resultan –a juzgar por sus efectos, al menos- “objetivamente” superiores a otras.

Críticas a Rorty: Su relativismo no escapa a un doble reproche. Por una parte, resulta incompatible con el realismo que, a pesar de sus propias insuficiencias, continúa alimentando la actividad cotidiana de la mayor parte de los científicos. Por otra parte, aceptando a priori todos los “juegos de lenguaje” posibles, contribuye a devaluar la práctica del debate argumentando –hasta el momento, esencial en la filosofía- en relación con la invención de “vocabularios” inéditos. Desde ese punto de vista casi nada separa el relativismo de Rorty del nietzscheanismo de Deleuze –quien a su vez reivindica, en “¿Qué es filosofía?”, el derecho a rechazar toda discusión, con sus pares por parte del filósofo en tanto que puro “creador” de conceptos.... ¿Se desea evitar el deslizamiento hacia tal “autismo” filosófico? En ese caso, es importante edificar una nueva “ética” de la comunicación sobre un fundamento sólido. Ese es precisamente el objetivo que, por dos vías distintas pero paralelas, persiguen desde hace más de veinte años los filósofos alemanes Jürgen Habernas y Karl-Otto Apel.

4. ¿Comunicación o investigación?

JÜRGEN HABERMAS (1929-). Dusseldorf. Cuando realiza sus estudios de filosofía, en los años que siguen a la Segunda Guerra mundial, las ideas nacionalsocialistas están lejos de haber desaparecido de la universidad alemana. En cualquier caso, no son objeto de ningún trabajo de reflexión crítica... Su primera reacción será romper ese pesado silencio. Cuando Heidegger publica en 1953 “Introducción a la metafísica”, Habermas publica “Pensar con Heidegger en contra de Heidegger”: se pone de manifiesto el vínculo profundo que une la denuncia heideggeriana de la metafísica con las convicciones políticas de Heidegger. Sobre todo, Habermas pone en guardia a sus compatriotas en contra del peligro que representaría, paa ellos mismos, identificarse –aunque sólo fuera pasivamente- con las tendencias más regresivas de la cultura germánica, puesto que Alemania no vuelva a ser el “enemigo” de Occidente, enemigo de la Ilustración.

En 1961 Habermas vuelve a la carga recordando el papel eminente desempeñado por los pensadores judíos en la filosofía alemana desde el siglo XVIII... No cesará, desde entonces, de manifestar su opinión sobre la escena político-intelectual alemana. Combate la corriente hermenéutica, encarnada por Gadamer, a quien reprocha adoptar una actitud neutra y estetizante respecto a la historia moderna. Toma vigorosamente partido (1986) contra el “revisionismo” de Ernst Nolte, historiador conservador (y discípulo de Heidegger) que –pretendiendo explicar el nazismo por la necesidad de combatir el comunismo- afirma que el exterminio de los judíos no constituye sino una “copia” de las purgas stalinistas y reduce Auschwitz a la dimensión de una mera innovación técnica –la “técnica” del aseado- suscitada por el temor que los nazis experimentaban, por aquella época, de ser ellos las víctimas de una agresión venida del Este.

El racionalismo habermasiano se expresa también en su obra propiamente teórica. Ésta reposa sobre la idea de que lo que importa es superar, no la filosofía misma, sino la oposición tradicional entre filosofía y ciencia. Aunque no pueda continuar como si no hubiera pasado nada entre 1933 y 1945: la filosofía debe proseguir su misión crítica. Y no puede hacerlo sino acercándose a las ciencias sociales, trabajando con éstas en un espíritu interdisciplinar y utilizando todos sus recursos (lingüística, psicoanlálisis, sociología) para dar un nuevo contenido al proyecto de l Ilustración. En resumen, analizando sin complacencia lo no-dicho de las relaciones humanas, esa “parte de sombra” sobre la que se apoyan el conservadurismo y el conformismo para impedir todo progreso social.

Esta orientación inscribe a Habermas en la tradición de la escuela de Frankfurt. De hecho, después de haber defendido (1954) su tesis de doctorado sobre la filosofía de la historia de Schelling, Habermas (1956) se convierte en el ayudante de Adorno en Frankfurt. Su talento de escritor es apreciado por Adorno pero, en cambio, la inspiración de su primer libro –una investigación sobre la conciencia política de los estudiantes de Alemania del Este –es considerada demasiado izquierdista por Horkheimer. Deseoso de alejarlo de sí, Horkheimer impone entonces a Habermas condiciones tan draconianas para concederle su habilitación que, fatigado de la lucha, éste va a obtenerla en la Universidad de Marburgo con un trabajo –“El espacio público”- publicado en 1962. Después de pasar por Heldelberg, donde coincide con Gadamer y Löwith, Habermas vuelve (1964) a la Universidad de Frankfurt. Ocupa la cátedra de Horkheimer y enseña hasta 1971, fecha en la que acepta la dirección del Instituto Max Planck en Starnberg. Ejerce esta función durante diez años, pero dimite (1981) para volver de nuevo a Frankfurt.

Último representante de la escuela de Frankfurt, Habermas pertenece a ella en la medida en que, como sus fundadores, se remite al marxismo y vuelve a tomar por su cuenta la crítica del “positivismo”. Sin embargo, interpreta esas posiciones en un sentido muy personal, que no tarda demasiado en alejarse de lo que podríamos llamar la versión clásica de la “teoría crítica”.
Más interesado –como Marcuse- por el joven Marx que por el “Capital”, Habermas estima que el marxismo tiene seriamente la necesidad de ser renovado para adaptarse al análisis del capitalismo “tardío”, es decir, de las sociedades industriales en la época tecnocrática. Marcuse fue el primero que emprendió esa renovación. Habermas le sigue, subrayando la inadecuación de la noción de proletariado. Los obreros han visto mejorar su nivel de vida. Se benefician en la actualidad de todas las ventajas del “estado del bienestar”. En consecuencia, la lucha de clases ha entrado en estado de letargia. El modelo socialista de revolución no está ya vigente. Por el contrario, el sistema administrativo puesto en marcha por la tecnocracia hace pesar sobre el conjunto de los trabajadores coacciones que, poco a poco, han vaciado de su sentido el término “democracia”; mientras que un número creciente de jóvenes o de parados se ve abandonado en los márgenes del sistema. Para reintegrarlos, para hacer el sistema más “abierto”, se tiene que dar un segundo impulso al debate democrático. ¿Cómo poner en marcha –para salvar ese debate- nuevas estructuras de comunicación en el seno del espacio público? Ese es, en adelante, uno de los grandes ejes del pensamiento habermasiano.

Por lo que respecta a la crítica frankfurtiana del “positivismo”, Habermas –como ya se ha visto- participó en los encuentros de Tubinga (1961) en el transcurso de los cuales criticó a Popoer su ausencia de reflexión sobre los presupuestos de la actividad científica. Popper estima que el proyecto de una crítica de la sociedad no tiene lugar dentro de las ciencias sociales. Esta tesis depende –según Habermas- de un puro “decisionismo”. No se apoya en ninguna verdadera justificación. Partidario de no imponer a priori ningún límite a la actividad del investigador, Habermas observa que no se podrían mantener separadas la estricta exigencia filosófica de una “crítica” y el trabajo de investigación empírica. Sin embargo no condena pura y simplemente la ciencia “positivista”. Su propia perspectiva es, en ese sentido, más verdadera sociológica que la de Horkheimer y Adorno. No sólo integra los resultados de la antropología “positivista”, sino que se interesa directamente por la filosofía del lenguaje y, en particular, por la filosofía “analítica”. Interés que contribuye a desarrollar en él la influencia de uno de sus colegas en la Universidad de Frankfurt, el filósofo Karl-Otto Apel. Apel (1924) es uno de los primeros pensadores “continentales” –con Gadamer y Ricoeur- que ha tomado en cuenta el giro “pragmático” por el que la filosofía angloamericana del lenguaje ha pasado de una perspectiva estrictamente formalista –sintáctica o semántica- (gracias a Austin y sucesores) a una perspectiva centrada en los usos sociales del habla, es decir, en la noción de comunicación. Ahora bien, como muestra su principal obra -“Transformación de la filosofía” (1973)-, Apel se propone permanecer en el interior de una perspectiva trascendental de inspiración kantiana. Viendo en la estructura misma del lenguaje, constitutiva de una “comunidad de comunicación” ideal, una de las condiciones de posibilidad a priori de toda comprensión, se esfuerza por fundar –sobre este a priori “pragmático-trascendental”- una “ética del discurso” que ponga definitivamente la razón al abrigo de toda crítica de tipo relativista.

Inspirándose profundamente en este punto de vista, Habermas desplaza la problemática hacia una perspectiva a la vez menos ambiciosa y más materialista. La “comunidad de comunicación” es, según él, un dato objetivo. Lejos de ser una dimensión de la subjetividad trascendental, no podría ser separada de la existencia social empírica. Éste es el punto de partida de las investigaciones que desarrolla en los años setenta y cuyos resultados se encuentran expuestos en “Teoría de la acción comunicativa” (1981), y “Moral y comunicación” (1983).
En el trasfondo de esos dos libros se registra la voluntad de arrancar la “teoría crítica” de sus orígenes idealistas, con vistas a darle un fundamento más sólido, Horkheimer y Adorno se quedaron aprisionados, en efecto, en una filosofía de la historia heredada de Hegel, es decir, de una dialéctica de la cultura. Para Habermas, al contrario –como para Marx y la mayoría de los sociólogos-, la historia debe ser comprendida, ante todo, como un conjunto de interacciones sociales. Es, por lo tanto, la lógica de esas interacciones –y en primer lugar su lógica discursiva, puesto que toda interacción pasa por la comunicación verbal- lo que hay que reconstruir.

Para hacerlo, Habermas comienza por recordar que, desde Marx, los filósofos ya han recorrido un largo camino para salir de la metafísica. Ya no es necesario dramatizar esa “salida” a la manera heideggeriana. La “superación” de la metafísica está profundamente realizada por Peirce (al que Apel ha consagrado, en 1975, una importante obra) y, todavía más, por la filosofía lógico-lingüística surgida de Frege y Russell. El camino que queda por transitar –si bien evitando caer en el “positivismo”- es situar, en el fundamento de una nueva definición de la razón científica y crítica, el concepto de “actividad comunicativa”, vinculado al de “mundo vivido”. Dicho de otra manera: de poner la razón en situación –como querían Sartre y Heidegger- pero sin hacer depender esa situación de una filosofía de la conciencia o del Dasein, puesto que la situación comunicativa es una con la realidad –por definición intersubjetiva- de la vida en sociedad.

La “solución” habermasiana envuelve, pues, una descripción pragmática del lenguaje como instrumento de comunicación, que se base a su vez en un análisis de la integración social. De hecho, la mayor parte de la “Teoría” está consagrada a una reanudación, en este tema, de las concepciones sociológicas de Max Weber, Durkheim, George Herbert Mead y Talcott Poarons- sin olvidar a Marx. La específica aportación de Habermas consiste en mostrar, sobre esa base empírica, cómo la situación comunicativa crea –por su sola existencia- las condiciones de un debate auténtico: los distintos participantes en una misma discusión ¿no deben –en efecto- admitir de mutuo acuerdo ciertas normas lógicas, si quieren que sus intercambios de argumentos desemboquen en conclusiones aceptables para todos? Así pues, lo que se llama “razón” puede ser definido, sin ambigüedad, como ese conjunto de normas que garantizan el carácter democrático y riguroso de todo debate.

Entre las objeciones suscitadas por a “teoría”, hay al menos una que Habermas acepta: el fundamento que propone para la razón, siendo de orden empírico y no trascendental como el de Apel, presupone la existencia de un cierto número de resultados relevantes de la lingüística y de la sociología. Hay aquí, aparentemente, un círculo vicioso. Pero ese inconveniente le parece menor a Habermas, dado que la objetividad de las ciencias sobre las que se apoya le parece, desde un punto de vista materialista, por encima de toda sospecha. Por lo que respecta a las ventajas de esa concepción, son numerosas; siendo la principal de ellas salvar la razón ante los filósofos –nietzscheanos, heideggerianos, subjetivistas o “posestructualistas”- que se encarnizan al criticarla, de Foucault y Lyotard a Derrida y Rorty.

Los tres últimos rechazan la perspectiva habermasiana. Lyotard se muestra escéptico ante el humanismo que la inspira: ¿Es cierto que los hombres quieren comprenderse entre sí y que buscan el consenso por encima de todo? Derrida no ve en esta perspectiva sino una forma de retorno a una metafísica de la ciencia, forzosamente prisionera del “positivismo” que pretende evitar. Rorty, por su parte, considera la reconstrucción “comunicativa” de la razón como un “juego” legítimo, pero desprovisto de valor absoluto.

Diez años más tarde, Habermas se esfuerza por responder a estas objeciones. A Lyotard, le opone la necesidad de privilegiar el consenso frente al desacuerdo (lo que Lyotard llama “disenso”). A Derrida, le reprocha –como a Gadamer y, finalmente, al propio Adorno- que se encierre en una visión estetizante de lo real, que termina por ahorrarse la historia. Contra Rorty, finalmente, no deja de subrayar la naturaleza contradictoria de una posición que, rechazando a priori el concepto de fundamento, se priva a sí misma de base sólida, además sin oponer resistencia suficiente a la amenaza que constituye –en este fin del siglo XX- el potente retorno de un irracionalismo difuso y polimorfo.

Al hilo de estas polémicas, que distan mucho de estar concluidas, el debate sobre el fundamento de la razón se ha enriquecido con numerosas contribuciones norteamericanas. Entre otras, las de John Rawls, Stanley Cavell y Hilary Putnam-, todos ellos profesores de filosofía en la Universidad de Harvard.

JOHN RAWLS (1921-). “Teoría de la justicia”, 1971. Triplemente innovador:
1. Si bien la intención de Rawls no debe casi nada al empirismo lógico, ese libro es el primero en aplicar al debate político un estilo de reflexión que se puede calificar de “analítico”.
2. Puesto que rechaza el utilitarismo de Bentham y de Mill y enlaza –llevándola a su máximo punto de abstracción- con la teoría del contrato social tan querida por los juristas de los siglos XVII y XVIII, nos obliga a repensar desde la base y en conjunto los principios sobre los que reposa la organización de las sociedades modernas.
3. Puesto que se inscribe en la prolongación de las luchas impulsadas en los Estados Unidos –durante los años cincuenta y sesenta- a favor de los “derechos civiles” de los ciudadanos negros, hace revivir una tradición liberal de izquierda (“liberal” en el sentido americano) que no había estado demasiado representada, en ese país, desde la muerte de Dewey.

Partiendo de una “posición original” equivalente a un “estado de naturaleza” en el que los hombres –privados de información- estarían situados “bajo un velo de ignorancia” en cuanto a la situación real que sería la suya en la sociedad por construir, Rawls se esfuerza en mostrar que todo hombre razonable desearía pertenece –en una situación similar- al sistema más “equitativo” posible. ¿Cuáles son, pues, los principios fundamentales de la “justicia” entendida en el sentido de “equidad”? Rawls distingue dos. El primero (en el orden lógico) afirma el derecho inalienable de todos a las libertades individuales básicas. Comporta la elección de la democracia. El segundo predica la igualdad de oportunidades, dicho de otra manera, la reducción de las desigualdades naturales y sociales. Implica que el Estado tiene, en relación con el “libre mercado”, un papel regulador, al proceder a una redistribución de las riquezas y de las rentas que pueda ofrecer a los más desfavorecidos por su nacimiento los medios efectivos (educación, salud, etc.) para mejorar su condición inicial.

Este liberalismo atemperado por una preocupación moral de equidad (que no deja de recordar las tesis decimonónicas de la socialdemocracia) expone evidentemente el sistema de Rawls a dos tipos de objeciones de signo opuesto. Por una parte, el hecho de que –como todos los liberales- asimila la sociedad a una simple acumulación de individuos idénticos entre sí y cuya “abstracción” ha sido criticada –en los propios Estados Unidos- por los “comunitaristas”, quienes intentan poner de manifiesto que la noción de “bien social” es superior a la de individuo y que este último no existe fuera de los numerosos grupos que-de la familia a la nación- contribuyen a conformar su personalidad. Por otra parte, la función reguladora –es decir, intervensionista- que Rawls confiere al Estado ha sido criticada por los “libertarios” (Nozik) que se mantienen apegados al liberalismo “puro y duro” y consideran que todo Estado que va más allá del Estado “mínimo” viola los derechos sagrados del individuo (tesis recuperada por el Partido Republicano).

De sus respuestas, de Rawls emerge la idea de que su concepción de la justicia como equidad (que resumiría la fórmula bíblica “No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti”) prefiere presentarse como una concepción política antes que metafísica. Rechazando la objeción según la cual su teoría, a fin de cuentas, no sería sino una generalización avanzada de los principios de la constitución americana, Rawls afirma que tiene vocación de aplicarse cualquier sociedad, incluyendo la “sociedad de naciones”...
Puesto que ofrecen –a una izquierda prematuramente desengañada por todas las experiencias de socialismo “real”- los medios para pensar, desde el interior, una transformación progresiva del sistema capitalista en un sentido más “equitativo”, las ideas de Rawls quizás están en la actualidad más de moda en Europa que en los Estados Unidos......

STANLEY CAVELL (1926-) Enlaza con las inquietudes propias de la filosofía “continental”. Convencido, como Rorty, de que las investigaciones “analíticas” no son sino el último avatar de un agotado kantismo, Cavell está deseoso –por el contrario- de abrir para el pensamiento una nueva vía que ayuda a éste a afirmarse contra un mundo cada vez “unidimensional”. La apertura de esta vía le parece por lo demás perceptible en los trabajos de Austin –en quien reconocer a su verdadero maestro- y del “segundo” Wittgenstein, en particular en su interés por los aspectos más “ordinarios” de nuestro lenguaje y de nuestra vida. ¿Por qué el filósofo tiene en general tendencia a ignorarlos, dicho de otra forma, a rechazar su propia identidad?
“A la búsqueda de la felicidad” (1981): Estudia cómo el cine hollywoodiense –arte popular y norteamericano por excelencia- encarna las aspiraciones del individuo moderno. Después, pasando del film al escenario, se pregunta sobre la “negación del conocimiento” ejemplificada por seis piezas de Shakespeare (1987) en las que –entre Montaigne y Descartes- emerge ese “escepticismo” que, según él, oscurece toda la metafísica occidental...

HILARY PUTNAM (1926-). Representante atípico de la filosofía “analítica”. En un principio se dio a conocer por trabajos de lógica y de epistemología en la línea de Quine. Pero siempre se ha interesado muy de cerca por la política. Le recuerda a Rawls que la justicia no es solamente un concepto y que no se podría hacer esperar indefinidamente a los oprimidos la llegada de un mundo “mejor”.

Desde 1974, en un artículo consagrado a Popper, Putnam denuncia como errónea la estricta demarcación mantenida por éste entre, por una parte, la ciencia –cuya tarea sería puramente explicativa- y el conjunto de las ideas políticas y filosóficas por la otra, las cuales no tendrían ningún valor científico. Al separar tan radicalmente la teoría de la práctica e incluso desvalorizar ésta en el marco de una concepción del conocimiento que se define por el principio de falsación, es decir, por la necesidad de una referencia a la experiencia, Popper incurre en una doble inconsecuencia. Además, Putnam, sin pretender que existan leyes históricas ni que éstas puedan ser conocidas, legítimamente advierte que afirmar a priori lo contrario es una decisión arbitraria, científicamente injustificable y políticamente peligrosa.

Al igual que Habermas, Putnam se preocupa por fundar la razón para salvar a la vez la ciencia y la democracia. Pero no cree en la posibilidad de una fundación sociológica y lingüística como la que propone la “Teoría de la acción comunicativa”. Para Putnam, Habermas es aún demasiado kantiano, demasiado sumiso a la influencia de la filosofía trascendental de Apel. Escéptico en relación con el proyecto de los filósofos alemanes, Putnam reivindica –como Rorty- el pragmatismo de Peirce y de Dewey, pero –a diferencia de Rorty- estima que hay que intentar dar respuesta a los problemas filosóficos.
Para Putnam, el fundamento de la razón no podría encontrarse en ningún tipo de asunción a priori, ni siquiera en un concepto particular como comunicación, sino en la práctica concreta de lo que llama la investigación –entendiendo por ello la búsqueda experimental bajo todas sus formas: el método de “ensayo y error”. Más aún, lejos de restringir el campo de aplicación de ese método a las ciencias de la naturaleza, lo considera como perfectamente aplicable a las ciencias sociales, a la ética y a la política. La necesidad de respetar los datos de la experiencia, de no avanzar sino tesis justificables por argumentos universalmente comprensibles, de no intentar nunca obtener por la fuerza el acuerdo del adversario, no tiene necesidad de ser fundada a priori. Se desprende completa y fácilmente de la experiencia humana por un simple proceso de abstracción. Basta con tomar seriamente, en la reflexión filosófica, las nociones que tenemos por indispensables en la vida cotidiana...

Se desemboca así en una definición pragmática de la razón: la razón es la capacidad de diferenciar lo mejor de lo peor. De hecho, Putnam, hostil tanto al escepticismo como al realismo “metafísico” de los neopositivistas, defiende un realismo “interno” –es decir, mínimo- que le aproxima directamente a la gran tradición de Peire y de Dewey. En la línea de estos últimos (pero también de Austin), rechaza la dicotomía carnapiana entre “hechos” y “valores”. Como Dewey, afirma que la distinción entre ciencia y ética debe ser relativizada, que los conceptos morales pueden ser objeto de una justificación a la vez racional y experimental. En resumen, que la filosofía no es un discurso vacío sino que, al contrario, tiene una doble función: la de ayudarnos a vivir mejor haciendo más justa la sociedad.

Coincide con Habermas, Apel, Rawls y Cavell, en que la filosofía tiene una misión social que cumplir. Al igual que éstos, cree que habría opciones intelectuales mejores y peores que otras. También Rorty. Sin embargo, para afianzar sus convicciones, definen bases sólidas diferentes...

BALANCE

1. El debate entre racionalismo y relativismo –central para la filosofía actual- está muy lejos de ser un debate puramente especulativo.
Se trata de saber si un fundamento sólido puede ser encontrado por la razón, o bien si ésta constituye sólo un modelo cultural entre otros, que posee tan sólo una superioridad relativa –es decir, ninguna superioridad en definitiva- sobre otros modelos históricamente posibles. Añadamos que ese debate se desarrolla simultáneamente en dos campos conexos: el de la ciencia y el de la política. En el primero de esos campos, el objetivo es la cuestión del conocimiento –es decir, la cuestión de si la ciencia nos enseña algo sobre lo “real”, o bien si no es más que una construcción lingüística sin relación con esto último. En el segundo campo, el objetivo es la cuestión de la democracia, dicho de otra forma, la de saber si la forma por definición “racional” de gobierno es un régimen que se propone instaurar la justicia social dentro del estricto respeto de las libertades individuales, o bien si otras formas de gobierno, que se asignan objetivos diferentes, serían igualmente buenas.

2. Este debate tiene un origen histórico preciso, que no hay que perder de vista. Ha surgido del hecho de que, desde la Ilustración, la racionalidad no ha dejado de extender su dominio sobre la cultura occidental, provocando un prodigioso progreso de las ciencias, de la técnica y de la riqueza material, mientras que –paralelamente- la despiadada explotación del hombre por el hombre sembrada dudas sobre el mito del “progreso” y la absurdidad de la Primera Guerra mundial sembraba la confusión dentro de los espíritus. La atrocidad de la Shoah, finalmente, poniendo de manifiesto hasta qué punto podría llegar la complicidad de esa misma racionalidad con los peores crímenes jamás cometidos por el hombre, ha constituido un punto de no retorno. Nada tiene de sorprendente, a partir de aquí, que la crítica al racionalismo –cuyas premisas habían sido establecidas, entre las dos guerras, por las obras de Wittgenstein, Rosenzweig, Benjamín y Heidegger- haya tomado una forma a la vez radical y sistemática después de la Segunda Guerra mundial, que, en lo esencial, había sido su consecuencia.

3. Si los debates sobre el conocimiento y la democracia ponen de manifiesto problemas aparentemente distintos, no pueden, sin embargo, disociarse por completo. Sin duda la preferencia por la democracia no implica a priori que se deba renunciar al relativismo epistemológico. Pero éste, por el contrario, en la medida en que llega a declarar –privándolas de fundamento objetivo- que todas las opciones intelectuales funcionan, amenazan con minar por la base las tentativas más sinceras de justificar la preferencia democrática.
Si se abandona, en efecto, la ambición de fundar la razón, se volatiliza igualmente la posibilidad de admitir que existen argumentos mejores que otros. Ese es, por lo demás, el motivo por el que ciertos relativistas consideran que la principal aportación de la filosofía del siglo XX habrá sido librarnos de ella misma, es decir, la de engendrar su propia “superación”. Ya se entienda ésta en el sentido de Heidegger o bien en el sentido de Rorty, el resultado es idéntico: en ambos casos, la filosofía se ve reducida al rango de simple práctica “cultural”, a la que puede concederse una finalidad estética, pero cuya utilidad social es cuando menos restringida.
Esta posición tan sólo presenta una ventaja: la de dar lugar, entre los escombros de la filosofía, a nuevas formas de creatividad intelectual, que incluso los relativistas deben admitir que no han visto nacer aún.
Sus inconvenientes, por otro lado, son considerable. Más allá del hecho de que parece tan arbitrario anunciar el fin de la filosofía como proclamar el de la historia, la pintura o bien el de la pareja, la renuncia a toda concepción objetiva de la razón entraña inmensos peligros para el futuro de la humanidad. Peligros que se hacen más visibles a medida que los valores morales menos discutibles parecen, en este final del siglo XX, cada día más amenazados.
La reaparición, en los cuatro puntos cardinales del planeta, del racismo y del nacionalismo étnico –que fueron los principales ingredientes del nacionalsocialismo hitleriano-, de toda clase de fundamentalismos religiosos –por definición hostiles a la libertad de pensamiento-, la abundancia de sectas, la explosión general de la credulidad y del irracionalismo, por no hablar del riesgo que constituye la difusión, por los medios audiovisuales, de ideas estandarizadas que anestesian el espíritu crítico- ¿no son todos esos fenómenos de una naturaleza que hace temer por el triunfo, a escala mundial, de una verdadera regresión oscurantista?

Contra una regresión semejante, la única barrera posible continúa siendo –a pesar de su fragilidad- el retorno a los ideales de la Ilustración (necesariamente revisados y corregidos) así como a la práctica de la discusión argumentada racionalmente.
 

 

 

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