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EPICURO Y LUCRECIO:
EL SENTIDO DE LOS ÁTOMOS
Se sabía que tanto Aristóteles distinguía la enseñanza “exotérica”, poco
comprometida y dirigida ante todo al exterior, y una mucho más profunda,
la “acroamática”, reservada a aquel auditorio selecto al que se permitía
el acceso a esa clase de lecciones. Esto significa que se realizaba
previamente una selección del auditorio, del que dependía el contenido
de las lecciones. Incluso los libros, que derivaban de estos cursos en
forma de “comentario”, eran diferenciados por Aristóteles según idéntico
criterio.
Este género de obras, ancladas hasta en su aspecto formal en el antiguo
modelo socrático del diálogo, se volvió, a partir de Platón, la forma
canónica de la escritura filosófica, y por ello no contribuía a dar una
idea particularmente significativa, ni original, del pensamiento
aristotélico. Sin embargo, la circulación de estos textos no conoció
límites... Por eso este Aristóteles “fácil” se siguió leyendo por lo
menos hasta los tiempos de Cicerón. Fue la aparición, o mejor dicho la
reaparición, de los otros textos de Aristóteles, es decir de los
Tratados editados por Andrónico, lo que condenó a la desaparición de
aquello que es, para nosotros, el “Aristóteles perdido”. Este último
perdió atractivo entre los lectores iniciados y los comentaristas.
Cuando Epicuro, ateniense de Gargeto educado en Samos, volvió al Ática
en el 322 a C, con dieciocho años de edad, ninguna de las dos escuelas
filosóficas de Atenas pasaba por su mejor momento. Los acontecimientos
políticos de aquellos años llevaron a Epicuro a Colofón, donde reunió en
torno a su figura a un grupo de discípulos; en el 306 regresó a Atenas...
El Aristóteles en el que Epicuro se había iniciado, y con el que se
formó, aunque sin llegar a ser alumno de su escuela, era justamente el
de los diálogos platonizantes. Por eso no iba del todo errado el joven
Epicuro cuando creyó que no existía tanta distancia entre ambas escuelas.
Compartían incluso algunos principios fundamentales: Ese mundo que
existe desde siempre y esa alma individual destinada a existir para
siempre, condenada a la inmortalidad, no ea nada fácil de conciliar con
la palmaria evidencia de la ineluctable destrucción de todos los cuerpos
que contienen un alma. Además, este mundo único, pequeño y mezquino, le
parecía un sin sentido frente a un espacio fatalmente infinito, un
espacio que aquellos maestros del idealismo no sabían cómo llenar. Fue
entonces cuando decidió remontarse a otro maestro, entonces olvidado,
que no había creado una escuela propia, pero cuyas obras circulaban en
Atenas: Demócrito. Filósofo al que, por otra parte, Aristóteles había
dedicado una sumaria crítica en el Libro I de la “Metafísica”...
Epicuro fue un maestro de irresistible encanto. El primero que hizo un
proselitismo no elitista. Los cristianos sin duda aprendieron mucho de
semejante modelo, a pesar de que nunca sintieron aprecio por él, ni
nunca lo admitieron. También Epicuro prometía felicidad, salvación y,
como suprema recompensa, la asimilación a Dios. ¿Qué otra cosa prometían
los cristianos? Epicuro abría a todos la puerta de su escuela: jóvenes y
viejos, hombres y mujeres, libres y esclavos... Numerosas mujeres
participaron de su comunidad, a las que los enemigos de Epicuro tachaban
de “heteras”, término que en Atenas tenía un significado bien distinto
de pórne (prostituta), y designaba en realidad a las mujeres que se
resistían a someterse a la humillante segregación vigente para el sexo
femenino en la denominada “cuna de la democracia”; las mujeres “de bien”,
en Atenas, tenían un estatus casi subhumano: vivían recluidas,
condenadas a la mayor ignorancia.
El entusiasmo con que las enseñanzas de Epicuro eran seguidas por sus
discípulos fue constante, para gran irritación de sus adversarios. Un
entusiasmo que se mantuvo incólume a lo largo de las sucesivas
generaciones de adeptos, durante largos años, en tanto existiera una
sola persona que se reconociera partidaria del pensamiento de Epicuro.
Esta actitud conservó intacta e inamovible, o casi, la doctrina de
Epicuro, acompañada de un culto a su persona no muy distinto del que los
cristianos tributaban a Jesús.... El inmovilismo doctrinal –que, por lo
demás, también fue característico de la escuela aristotélica- tiene para
nosotros una ventaja: nos permite considerar la única obra epicureísta
que nos ha llegado completa, justamente el “De rerum natura” de Lucrecio,
como una fiel reformulación del pensamiento del maestro.
“Verdades” científicas de Epicuro según Lucrecio.
1. El Universo es infinito.. Pero no sólo el espacio es infinito;
también lo son los mundos, como el nuestro, que el espacio encierra...
Un mundo como el nuestro puede nacer en cualquier momento; en otra parte,
por ejemplo en esos intervalos que se definen como “intermundos”... El
gran paso adelanto que esta visión representa respecto del
antropocentrismo aristotélico –el cual se continúa más tarde en la
noción cristiana de las “dimensiones” del universo” se halla justamente
en esta dilatación infinita del universo, en la multiplicación
indefinida de los mundos, y en el consiguiente redimensionamiento de la
vanidad de los “terrícolas”.
“Semillas”, “elementos primarios”, “cuerpos de la materia”, “átomos”.
Son los diversos términos con los que la física epicúrea denomina al
átomo, al que considera una realidad primaria, junto con el vacío. En el
espacio inmenso, que no conoce límites, éstos “giran”, según los
términos de Lucrecio. Son masas enormes de átomos; y una fuerza
inmanente –aquí resuena ya la proximidad con la Providencia estoica-
determina su agregación. Gracias a ella surgen los mundos, seres y
cuerpos; mientras, actuando en dirección contraria, un íntimo factor de
desgaste determina su inevitable desintegración.
A diferencia de Demócrito, creador de la visión atomista de la realidad,
de la que después se apoderó Epicuro, aquel girar de los átomos no era
más que un movimiento ciego, aunque capaz de producir la realidad física
visible. Epicuro introduce un correctivo: una suerte de
“direccionamiento” de los átomos, que Lucrecia expresa en latín con la
palabra clinamen, que significa literalmente “inclinación”, “desvío”. De
otro modo los átomos, en virtud de su peso, caerían constantemente en
vertical.
Los choques –que Demócrito no había previsto- son por tanto necesarios
en la determinación del hecho creativo, pero quien guía el proceso sigue
siendo la “naturaleza”, entidad que, por lo demás, queda sin precisar
(¿????: Falla del sistema)... Los átomos no son todos iguales, sino que
están diferenciados, y que es la “naturaleza” quien los produjo de esa
manea, a fin de permitir el nacimiento de seres diferentes. Parece casi
un deslizamiento hacia los “homeoméricos” de Anáxagoras, quien sin
embargo es impugnado sin contemplaciones. A esta idea, que carga a la
“naturaleza” de responsabilidades cada vez más complejas y decisivas, se
agrega un corolario: que la variedad de los átomos no es infinita... Se
asemeja esta “naturaleza al Nous (“Mente”) de Anáxagoras –que mueve y
regula los homeoméricos.
Intuición anticipatoria de Epicuro. La idea de que el propio mundo está
destinado a perecer; de que todo el universo es mortal, como lo son sus
partes, de que el universo en su conjunto no posee carácter de
inmortalidad, mientras que es la materia atómica como tal la que
constituye el único elemento perdurable, eterno. Se conjugan así la
eternidad de la materia y la mortalidad del universo, de modo que la
realidad física resulta en sí misma historizada. Ello constituye un gran
paso adelante respecto a las concepciones más antropomórficos que
antropocéntricas del universo.
Los discípulos de Epicuro se identificaron hasta tal punto con él que se
redujeron al papel de meros portavoces de su pensamiento. En esa misma
línea, Lucrecio, único autor epicúreo cuya obra ha llegado hasta
nuestros días, omite en su largo poema, con singular tenacidad y
coherencia, cualquier referencia a su propia persona. (Estuvo en
contacto con uno de los más importantes círculos d intelectuales de su
tiempo –Cicerón y Ático-)
Lucrecio 94-93 a 51-50 a C. La locura y suicidio.
Demostración de la mortalidad del alma. Lo más importante (objetivo): no
se debe temer a la muerte, con todas las implicaciones que ese temor
insensato comporta.
Al combatir la tesis de la inmortalidad del alma, central en el
pensamiento de Platón y de Aristóteles, y antes que ellos en la
tradición religiosa, Epicuro llevaba a cabo su gesto más radical. Un
gesto que lo convertía ipso facto en el enemigo, el destructor de la
tradición, el ateo, a pesar de su insistente profesión de fe en la
existencia de los dioses, meros espectadores... Por eso el recto
conocimiento de que la muerte nada es para nosotros hace más deleitoso
el que la vida sea mortal, porque elimina el deseo de inmortalidad (Epicuro
subvierte así el sentido común): “De modo que quien afirma que teme la
muerte es necio, no porque se dolerá cuando ésta se presente, sino
porque, previéndola, se duele. Pues si lo que es presente no nos
conturba, vanamente producirá dolor cuando se espera. Entonces, el más
horrible de los males, la muerte, nada es para nosotros: cuando
existimos la muerte no está presente, y cuando la muerte está presente,
entonces ya no existimos”... El conocimiento de la naturaleza mortal del
alma elimina el temor a la muerte...
El hilo del razonamiento es muy claro: el espíritu y el alma, es decir
la facultad intelectiva y el principio vital, son conglomerados de
átomos ad hoc. En consecuencia, con la muerte del organismo se disuelven
también ellos; si por tanto el alma es mortal, todo aquello que una
tradición milenaria ha acumulado acerca de los castigos eternos que nos
esperan en el más allá carece de fundamento... Los terroríficos
discursos sobre el Hades, el Aqueronte, los sufrimientos de las almas y
todo el aparato teórico y práctico ligado a este mundo inventado se
desvanecen... ¿Por qué han surgido? Lucrecio responde: existe una casta
sacerdotal que quiere ejercer un control espiritual sobre los seres
humanos... se halla aquí con toda claridad la idea acerca del interés de
determinadas personas en mantener a los hombres en la ignorancia, con el
miedo al más allá como instrumento principal.
Epicuro y sus seguidores se ubican en los antípodas de la indiferencia
ética de los sofistas, o al menos de algunos de ellos. Para Epicuro y su
escuela, la revelación de la simple verdad según la cual la muerte es el
final de todo y no existen “segundos tiempos” que nos esperan, implica
una ética del todo terrenal y por tanto más austera... Hay que hacer el
bien no por razones exteriores sino porque debes hacerlo aquí como
fuente de tu felicidad aquí. El punto culminante de esta elevada ética
laica es que el bien es la fuente de la felicidad y el bienestar: el
altruismo –dicho en el lenguaje de los utilitaristas ingleses- aparece
como la forma suprema y no perniciosa del “egoísmo”.
- Escasa claridad sobre la “Naturaleza”: La Naturaleza es la única
“divinidad” que ocupa, con funciones directivas, el universo atómico
lucreciano.... Un misterioso clinamen (¿provocado por la Naturaleza?):
¿Un dios llamado “Naturaleza”?... En todo caso, sabemos por Cicerón que
“Epicuro entiende que se supera la necesidad del hado por medio de la
declinación de los átomos”. Por tanto, parece evidente que Epicuro
sostiene lo contrario que Lucrecio: el clinamen infringe “la necesidad
del hado”.
- ¿Qué relación existirá entre la Naturaleza, la omnipotente naturaleza
lucreciana, y este “hado”? ¿Acaso son la misma cosa? Un dualismo
significaría, en efecto, un auténtico problema... Sale a la luz “una
fuerza secreta”, que trastorna inesperadamente los destinos humanos...
De esa misteriosa fuerza nada se puede decir, excepto que se asemeja
mucho a la tradicional noción de “hado” o “sino”... Se podría decir que
esa “desviación aparece justamente allí donde, una vez más, Lucrecio
piensa en la realidad romana: “fuerza oculta” propensa a causar la ruina
de los poderosos. Se le hacen presentes los símbolos del poder político
de Roma. Este anclaje en la realidad histórica contemporánea a él parece
conferir una mayor autonomía intelectual con respecto al Maestro. Una
autonomía en el ámbito de la religión, justamente el más importante para
Lucrecio.Cosa que no carece de explicación. El peso político y el uso
abiertamente instrumental de la religión vigente en Roma es incomparable
con la situación de la Grecia de Epicuro. En consecuencia, Lucrecio no
tiene frente al culto “vulgar” a los dioses aquella cándida indulgencia
característica de su maestro...
Lucrecio reserva sus más feroces sarcasmos a los rituales de la religión
romana (clima de mojigatería que caracterizó al siglo de Augusto, con la
restauración de la religión antigua
En definitiva, la faltad “innata” del libre albedrío es atribuida a los
propios átomos, lo cual no resuelve el problema, sino que simplemente lo
desplaza.
Epicuro no hizo investigaciones de física ni de geometría, ni de
historia natural. Epicuro quería ser un maestro de la felicidad. La
física atomística, que él creía ya desarrollada por Demócrito, y a la
que sólo añadió ejemplos empíricos y retoques algo pueriles, como el del
clinamen, no es más que una indispensable premisa de aquella autónoma
(en sentido kantiano) y elevada ética laica que está en el centro de su
pensamiento. Su principal objetivo fue l demolición de los miedos
atávicos contra los que ningún sistema filosófico anterior había
arremetido: el temor de los dioses, entendidos como caprichosos
protectores y aun más arbitrarios castigadores: el miedo a la muerte,
suplemento indispensable del dogma universalmente aceptado de la
inmortalidad del alma. Restituir la felicidad a los hombres liberándolos
de esos miedos tan poderosos como absurdos: he aquí el gran designio del
sistema epicureísta.
La felicidad así conquistada es ausencia de dolor, sofisticado placer y
conquista intelectual. Felicidad de todo humana, puesto que en un mundo
que es un incesante torbellino de átomos, extraño a toda (imaginaria)
intervención divina, la responsabilidad es sólo nuestra: son los propios
humanos los artífices de esta difícil y austera conquista del placer, es
decir de la felicidad. En el trasfondo hay una Naturaleza omnipotente
que por momentos parece identificarse con el universo mismo, como fuerza
inmanente, pero cuyos rasgos nunca quedan del todo aclarados, por la
sencilla razón de que esa elucidación ni siquiera se intenta.
Si una voluntad divina hubiera creado el mundo, éste sería un lugar
confortable para nosotros, cuando en verdad no lo es en absoluto, puesto
que está lleno de defectos por lo que a nosotros respecta. Aparece aquí
una sutil necesidad, aunque serenamente rechazada por la razón de una
providencia. En todo caso, el consuelo no debe buscarse en las fábulas
sino en la serenidad del sabio, en su capacidad para ser feliz mediante
la disipación del dolor y la búsqueda en la amistad con otros seres
humanos, sin distinción de sexo ni de nivel social, el fundamento mismo
de la felicidad... El sabio es feliz cada día de su vida, sin exceptuar
el de su muerte, gracias a su capacidad de transformarlo mediante el
trabajo de su mente... Ninguna religión ha tenido la grandeza de dar a
sus adeptos esta clase de enseñanza. Por lo general, se elogia la fuerza
de las religiones en función de su persistencia a lo largo del tiempo.
Pero en tales ocasiones se olvida que también la sabiduría laica de
Epicuro, que no tiene ninguna necesidad de dioses, ha vivido y continúa
viviendo a lo largo de milenios. Su enseñanza revela, en sus seguidores
modernos, no menos vitalidad que las religiones salvíficas. La
diferencia radica en que Epicuro no ofrecía la salvación en otra vida,
sino que enseñaba a conquistarla en ésta, con la ayuda de la razón.
Ninguna escuela filosófica, ninguna religión le perdonó esa enseñanza.
La animadversión contra Epicuro fue constante e implacable,
constituyendo casi un entero género filosófico y literario (abundan
rumores infamantes de su vida privada)... Es evidente que, sobre todo,
debido al cristianismo, la línea de pensamiento griego que se impuso
–gracias a haber sido, de alguna manera, absorbida por el pensamiento
cristiano- es la de Platón y Aristóteles. Ello ha contribuido a que todo
el resto quedara condenado a perderse definitivamente... A primera vista
puede sorprender el encarnizamiento cristiano contra Epicuro y sus
seguidores, si se tiene en cuenta que la “teología “epicúrea resulta
demoledora para el Olimpo pagano.
Gassendi (1529-1655), discípulo y crítico de Descartes, restaurador de
los estudios epicúreos en la edad moderna y profesor de matemática en el
College de Francia, distinguía en las religiones entre elementos
serviles, es decir aquellas que plantean el intercambio de favores entre
los hombres y la divinidad, y los elementos filiales, aquellos que se
atienen a la pureza de la devoción. Tal es la de Epicúreo.
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