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«El señor Broughton, juez de condado, en un mitin que
se celebró en la sala de actos municipal de Nottingham el 14 de
enero de 1860, y que él presidía, manifestó que entre la parte
poblacional ciudadana ocupada en la fabricación de randas y blondas había
un nivel de padecimientos y privaciones desconocido en el resto del mundo
civilizado... A las 2, a las 3 o a las 4 de la madrugada, niños de 9 y
10 años son arrancados de la camas sucios, y obligados a trabajar hasta
las 10, las 11 o las 12 de la noche por la triste subsistencia, mientras
se los consumen los miembros, se los contrae el cuerpo, las características
del rostro se los desfiguran y toda la persona se envara en un torpor
de piedra que sólo mirarlos hace espeluznar. No nos ha sorprendido que
el señor Mallet y otros fabricantes se alzasen para protestar contra
cualquier discusión... El sistema, tal y como lo ha descrito el reverendo
Montagu Valpy, es un sistema de esclavitud ilimitada, esclavitud
en los aspectos social, físico, moral e intelectual... !Qué se puede pensar
de una ciudad que celebra una reunión pública por pedir que el tiempo
de trabajo diario para hombres se limite a 18 horas!... Ya hacemos
discursos contra los plantadores de Virgínia y Carolina. Pero quién
puede decir que su mercado de negros, con todos los horrores del látigo
y el trafico de carne humana, es más repulsivo que éste carnicería
lenta de hombres que tiene lugar para que se fabriquen velos y
cuellos duros a beneficio de los capitalistas?»
«¿Qué es una jornada de trabajo?» ¿Cuál
es el montante de tiempo durante la cual el capital tiene derecho a consumir
la fuerza de trabajo que paga por su valor diario? ¿Hasta qué punto
se puede prolongar la jornada de trabajo más allá del tiempo de
trabajo necesario para la reproducción de la fuerza de trabajo? Ya hemos
visto como contesta el capital estas preguntas: la jornada de trabajo
son las 24 horas completas del día, deducidas las pocas horas de
reposo sin las cuales la fuerza de trabajo se ve totalmente imposibilitada
de volver a hacer su servicio. De entrada, es evidente que el obrero,
durante todo su día de vida, no es otra cosa sino fuerza de trabajo,
y que, por tanto, todo su tiempo disponible es de derecho y por
naturaleza tiempo de trabajo, y pertenece, pues, a la autovalorización
del capital. Tiempo para la educación humana, para el desarrollo intelectual,
para el cumplimiento de las funciones sociales, para las relaciones sociales,
para el libre ejercicio de las fuerzas vitales físicas e intelectuales,
incluso el tiempo festivo del domingo -aunque sea en el país de los santificadores
del sàbat-, todo puros cuentos! Pero en su impulso desmesuradamente
ciego, en su hambre insaciable de trabajo excedente, como un hombre lobo,
el capital no sólo pasa por encima de los límites morales máximos
de la jornada de trabajo, sino también de los puramente físicos. Usurpa
el tiempo del crecimiento, del desarrollo y del mantenimiento sano del
cuerpo. Roba el tiempo necesario para consumir el aire fresco y mirar
la luz del sol. Va arañando horas de comida e incorpora todas las migajas
y mendrugos que puede al proceso de producción, de manera que la comida
se da al obrero, que ahora se ha convertido en un simple medio de producción,
como quién pone carbón a la caldera de vapor y sebo o aceite en las máquinas.
Reduce el sueño, tan saludable para recuperar, renovar y refrescar
la fuerza vital, a aquellas horas de envaramiento indispensables para
revifar un organismo totalmente agotado. En lugar de ser la conservación
normal de la fuerza de trabajo que determine los límites de la jornada
de trabajo, aquí es al revés, es el consumo diario mayor posible
de fuerza de trabajo, por más morboso, violento y penoso que pueda ser,
lo que determina los límites del tiempo de libranza del obrero. El capital
no se preocupa de la duración de la vida de la fuerza de trabajo.
Lo único que le interesa es el máximo de fuerza de trabajo que se puede
realizar en una jornada de trabajo. Y consigue este objetivo acortando
la duración de la fuerza de trabajo tal y como un empresario agrícola
codicioso consigue un rendimiento más alto del suelo robándole
la fertilidad.
MARX, Karl. El capital., Barcelona: Ediciones 62, 1983.
(Volumen. I, págs. 286-7 y 308-0)
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