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«Menos conocida es la paradoja de la tolerancia:
La tolerancia ilimitada debe conducir a la desaparición de la tolerancia.
Si extendemos la tolerancia ilimitada aun a aquellos que son intolerantes;
si no nos hallamos preparados para defender una sociedad tolerante contra
las tropelías de los intolerantes, el resultado será la destrucción de
los tolerantes y, junto como ellos, de la tolerancia. Cono este planteamiento
no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión
de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas
mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión
pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente. Pero debemos
reclamar el derecho de prohibirlas, si se necesario por la fuerza,
pues bien puede suceder que no estén destinadas a imponérsenos
en el plano de los argumentos racionales, sino que, por el contrarío,
comiencen por acusar a todo razonamiento; así, pueden prohibir a sus adeptos,
por ejemplo, que prestan oídos a los razonamientos racionales, acusándolos
de engañosos, y que les enseñan a responder a los argumentos mediante
el uso de los puños o las armas. Deberemos reclamar entonces, en nombre
de la tolerancia, el derecho a no tolerar a los intolerantes. Deberemos
exigir que todo movimiento que predique la intolerancia quede al margen
de la ley y que se considere criminal cualquier incitación a la intolerancia
y a la persecución, de la misma manera que en el caso de la incitación
al homicidio, al secuestro o al tráfico de esclavos.»
POPPER, Karl. La sociedad abierta y sus enemigos. Barcelona: Paidós, 1981. (Pág. 512) |
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