"HUME: LA OBEDIENCIA UTIL" 
		 
		J. M. Bermudo
		
		 
		Mientras el iusnaturalismo, Hobbes, Locke o Rousseau buscaban las 
		razones para obedecer o para sublevarse, el escocés se contentaba con 
		describir sin apasionamiento una hipótesis plausible que nos ayude a 
		comprender el hecho de la autoridad política, basada en un criterio tan 
		razonable como el de no más obediencia que la que sea útil. 
		 
		Pensar la vida humana como posible al margen del Estado, y especialmente 
		pensarla como vida social, sobre todo si en ella cabe un hombre libre, 
		moral, justo, trabajador... implica de forma directa la relativización 
		del Estado como instrumento de vida, de paz, de prosperidad y de 
		moralidad. Ahora bien, desde estos supuestos se hace difícil pensar la 
		necesidad del orden político. Esta necesidad resplandece en el esquema 
		de Hobbes. 
		 
		Locke parece necesitar las dos imágenes: una, la hobbesiana, para 
		justificar la necesidad del pacto político; la otra, iusnaturalista y 
		cristiana, para minimizar el poder del Estado. Y necesita dos "etapas", 
		ambas sociales, pero bien diferenciadas: una pre-política o pre-dinero y 
		otra política o propiamente mercantil. 
		 
		El liberalismo establecía una jerarquía definitiva entre individuo, 
		sociedad civil y Estado o sociedad política. Y al mismo tiempo que se 
		debilitaba el status del Estado, y por tanto se restringía el deber de 
		obediencia al mismo, se ennoblecía dicho deber al dotarlo de carácter 
		moral. Una moralidad que procedía únicamente de su origen: un compromiso 
		libremente asumido por individuos libres y propietarios de sí mismos. 
		 
		La voz de Hume se alzó como alternativa abierta a esta teoría del 
		consentimiento como fundamento del deber moral de obedecer al Gobierno, 
		via que, curiosamente, era más coherente con la filosofía empirista, 
		diseñada por el propio Locke. El reto que Hume se propuso fue el de 
		trazar una hipótesis plausible, razonable, que explicara como unos 
		hombres naturalmente egoístas, sin dejar de serlo, regulan este instinto 
		y llegan a aceptar la ley. 
		 
		La naturaleza humana no es originariamente social, piensa Hume en línea 
		hobbesiana. Pero Hobbes, la considera siempre e inalterablemente 
		antisocial y la contrapone a las relaciones sociales como algo externo y 
		enfrentado a ella; Hobbes ve la obediencia como precio a pagar por 
		bienes más esenciales que la libertad (como la seguridad, la paz, la 
		vida, etc.). Hume, en cambio, aun reconociendo que esa tendencia natural 
		a preferir la satisfacción del deseo inmediato al interés remoto es 
		constante y supone siempre una resistencia a la vida social, pensará que 
		no es un obstáculo insalvable en la medida en que dicha tendencia puede 
		ser contrarrestada por otras, por hábitos "artificiales" que llegan a 
		fijarse en su naturaleza, a devenir naturales. 
		 
		El obstáculo a vencer por Hume era el prejuicio antropológico de una 
		naturaleza humana primitiva pensada como abundante en ciegos instintos y 
		violentas pasiones. Tal imagen llevaba a poner en el origen los factores 
		(razón, sentimiento moral) capaces de controlar el deseo, vencer los 
		instintos e imponer normas de acción. Hobbes proyectó sobre el origen 
		las pasiones del hombre moderno, y así no era fácil explicar su sumisión 
		a la ley sino absolutizando el poder de la misma. Locke dotó al hombre 
		originario de una capacidad de reflexión y de distinción moral 
		exquisitas, pudiendo así imaginarlo capaz de controlar el deseo y de 
		optar por la ley. 
		 
		El nivel de las pasiones humanas en una época le parece a Hume 
		proporcionado a la potencia de los controles de las mismas. Es obvio que 
		el crecimiento de las pasiones se da al ritmo de la posibilidad de 
		acumular riquezas y gozar placeres, y por tanto al mismo ritmo de la 
		complejidad social, o sea, de los medios (normas, leyes, coerciones...) 
		de control de las mismas. 
		 
		Dentro de su concepción del hombre, Hume había diseñado una teoría audaz 
		sobre el deseo. Puesto que la razón es un fruto tardío de la génesis 
		humana y, además, dado que esta razón es impotente para crear o anular 
		las pasiones y débil para dirigir las mismas, Hume buscará la solución 
		en la "autoregulación de las pasiones". El mismo interés que lleva a los 
		individuos al enfrentamiento y la inseguridad debe ser el origen de las 
		leyes de justícia y del Gobierno. Estas bases filosóficas permiten a 
		Hume una respuesta coherente a la pregunta:Cómo un ser egoísta llega a 
		amar el bien público ? O bien: cómo el hombre puede llegar a preferir 
		el bien remoto al próximo, a anteponer el interés al placer. ? 
		 
		Hume coincide frecuentemente con Locke en los objetivos políticos, es 
		decir en su "programa liberal". Esta coincidencia unas veces es real, 
		mientras otras solamente aparente. Un caso elocuente es el de la vida 
		social "prepolítica". Locke la usaba para debilitar la necesidad 
		absoluta del Gobierno y, así, justificar su carácter meramente 
		subordinado. Hume también la acepta, pero con mero espíritu descriptivo, 
		como parte de un modelo plausible de explicación genealógica del orden 
		político. 
		 
		Acepta la fase social pre-política, pero como para Hume el "estado de 
		naturaleza" no es un canon, no la embellece ni la idealiza. El Estado no 
		es absolutamente necesario para la vida, pero sí para una vida social 
		compleja, una vida "humana", en la que se ha desarrollado la razón, las 
		instituciones, la moral, el bienestar. En consecuencia, tras la 
		aceptación de una fase prepolítica de la sociedad, con lo que conlleva 
		de relativización del Estado, en Locke y Hume se esconden presupuestos 
		muy distanciados. La misma "relativización" en Locke es metafísica y 
		moral, con el fin de rebajar su valor y dignidad; en Hume es 
		metodológica e histórica, con lo que el valor del Estado no se 
		subordina, pues lo que realmente se relativiza son sus contenidos, su 
		función, sus formas y sus límites. 
		 
		Hume ha sentado la posibilidad de una sociedad sin Gobierno; no 
		obstante, considera impensable una sociedad sin justicia. Las leyes 
		naturales de la justicia rigen en la fase prepolítica de la sociedad, 
		pues dichas tres leyes son las que describen las condiciones de la 
		convivencia: propiedad individual, mercado y cumplimiento de los 
		contratos. Estas leyes son previas a la instauración del Gobierno, rigen 
		y son obligatorias antes de la aparición de toda autoridad. Antes de que 
		pueda plantearse la obediencia al Gobierno ya existe la obediencia a las 
		leyes de justicia. 
		 
		De esta forma la obediencia no sólo quedaba fundamentada, sino 
		sacralizada como deber moral. Parecería razonable que, partiendo de una 
		sociedad donde rigen estas leyes de justicia así fundamentadas, al 
		plantearse la aparición del Gobierno, buscara su fundamento en: a) un 
		pacto de interés, cuya fuerza reside en b) obligación de cumplir las 
		promesas. Tal perspectiva sería plenamente utilitarista y encajaría en 
		el esquema genealógico de Hume, al que incluso completaría. Puesto que 
		la obligación de cumplir las promesas era ya sentida como útil y 
		moralmente buena, no sería difícil justificar la obediencia al Gobierno 
		como una extensión de aquella obediencia. Gobierno y justicia quedarían 
		así recíprocamente apoyados y fundamentados: el Gobierno sería un 
		complemento o garantía de las leyes de justicia y éstas le prestarían su 
		legitimidad al participar de su utilidad y su moralidad ya establecidas. 
		 
		Tal cosa implicaría, en rigor, un fundamento distinto al del 
		liberalismo, dado que estas leyes de justicias perderían su carácter 
		abstracto y eterno, absoluto, para convertirse en conquistas históricas 
		de los hombres. No obstante, vigentes éstas en un momento dado, serían 
		una instancia plenamente legitimadora. En cambio, no le agradó a Hume 
		esta salida, teóricamente fácil. No le agradaba por ser inconsistente y 
		por ser ineficaz, ya que a su pesar cuestionaba la legitimidad de la 
		mayoría de los Gobiernos.  
		 
		En general el origen de los Gobiernos ha sido frecuentemente más oscuro 
		y siniestro, teniendo casi siempre en su origen la violencia, la sangre, 
		la astucia... Hume asume esta experiencia y, desde ella, trata de 
		responder con moderado optimismo a la pregunta: entonces, dado su 
		origen, están todos los Gobiernos condenados a la ilegitimidad ? 
		 
		Momentos constituyentes en base a los derechos que el liberalismo 
		atribuye al individuo han existido muy pocos; incluso éstos no son una 
		fundamentación definitiva, dado que el poder político puede haberse 
		alejado de las condiciones contractuales, o dado que las nuevas 
		generaciones no firmaron el contrato. 
		 
		En cualquier caso, el consentimiento tácito encubre en el fondo la 
		sustitución del fundamento liberal del contrato por el utilitario: se 
		consiente, se obedece la ley, en tanto que permite una vida 
		razonablemente satisfactoria. O sea, al final, de forma solapada, se 
		recurre a la utilidad. 
		 
		Y es aquí donde Hume toma distancias. Si es así, por qué no reconocer 
		la realidad y las verdaderas razones de nuestra sumisión? En el fondo 
		-viene a decir Hume- nadie ignora que nunca ha pactado las condiciones 
		políticas, y que incluso ante situaciones constituyentes excepcionales 
		los acuerdos son de interés, de equilibrios posibles, de correlaciones 
		de fuerzas, aunque se expresen en el lenguaje retórico de los derechos 
		del individuo. Hume viene a decir: sea cual sea el origen, a menudo 
		perdido en las grietas de la memoria de la historia, podemos aceptar su 
		legitimidad si funcionan como si hubieran tenido un origen legítimo, en 
		suma, si respetan y se subordinan a las leyes naturales de la justicia. 
		Reconocer esto es hacer público que el fundamento de nuestra obediencia 
		es la utilidad, no la promesa. 
		 
		Con el fundamento liberal -dice Hume- todos los gobiernos del mundo son 
		ilegítimos y la obediencia a los mismos es arbitraria y accidental, si 
		no encubiertamente utilitaria. Por qué, pues, no reconocerlo así ? 
		 
		Vemos que Hume podía derivar la obediencia al Gobierno directamente de 
		la obligación de cumplir las promesas, y que a un tiempo sancionaría la 
		moralidad del gobierno sin perder su raíz utilitaria, ya que la ley de 
		las promesas, como las demás leyes de justicia, tiene un origen natural 
		utilitario. En cambio no lo hace así, sino que opta por una vía en 
		paralelo. El Gobierno, como las leyes de Justicia, como las diversas 
		instituciones sociales, son respuestas del hombre en su lucha por la 
		vida, para satisfacer sus necesidades y deseos; respuestas que recogen 
		su experiencia, su imaginación. 
		 
		Sin las leyes de justicia no hay sociedad; pero no eran antes que la 
		vida social: esta se fue constituyendo con aquellas, y aquellas se 
		fueron fijando apoyadas en las formas más primitivas de éstas. Sin 
		Gobierno no hay orden político; pero no hay Gobierno, fuera del orden 
		político. Igualmente aquí uno y otro se desarrollan lentamente en formas 
		sucesivas, con estrecha interdeterminación. 
		Hay una gran coherencia en la reflexión de Hume. Su razonamiento 
		implícito parece ser: si el deber moral fundamenta la obediencia 
		política, entonces, a) O dicho fundamento se entiende como determinación 
		de nuestra conciencia, y en tal caso de qué sirve el Gobierno ?, o b) 
		ese fundamento es, como todo deber moral, frágil y a menudo estéril, y 
		entonces, cómo considerarlo fundamento ? Hume es en esto muy clásico: 
		cree que, obligando a obedecer por la fuerza, se educa el carácter y se 
		acaba amando la obediencia. El Gobierno aparece ante la insuficiencia de 
		la obligación moral: expresa su carencia. La política refleja la 
		indigencia de la moral. 
		 
		La teoría de la naturaleza humana y su método son distintos del 
		liberalismo. Para el liberalismo el principio fundamental es el 
		individuo libre que, como tal, puede comprometerse, pactar, optar... La 
		libertad de sus compromisos fundan la moralidad del cumplimiento de las 
		promesas y la propiedad de su persona funda su derecho de propiedad 
		sobre el producto de su trabajo... Para Hume ese individuo es un ser 
		natural que evoluciona, que se autodetermina, que siempre piensa y actúa 
		en el seno de la determinación natural. Desde aquí el cumplimiento de 
		las promesas, el respeto de la propiedad o la instauración y obediencia 
		al gobierno son otros tantos mecanismos, de igual rango, de los que se 
		dota por interés. Y en la medida en que satisfacen ese interés y se 
		generaliza esta experiencia se convierten en normas universales que son 
		vividas como buenas. 
		 
		Dice Hume que, aunque no existieran en el mundo las promesas, el 
		gobierno seguiría siendo necesario " en toda sociedad numerosa y 
		civilizada"; aunque estuviera ausente el sentimiento moral, el deber de 
		cumplir las leyes de justicia, existiría el hábito y la norma de 
		obedecer al Gobierno. En el fondo implica que en los órdenes políticos 
		cuyo origen no es el contrato -y, por tanto, no ha habido promesa-, no 
		por eso la obligación de obediencia se relaja. Sigue teniendo el mismo 
		fundamento: el interés. Y aunque, quien lo duda!, sea más hermoso creer 
		que obedecemos libremente, no es desesperante el mensaje humeano de que 
		obedecemos obligatoriamente, dado que la necesidad la pone nuestra 
		utilidad. 
		 
		 
		 
		 
		 
		"Platón y Hume, cercanos en lo importante" 
		J. M. Bermudo 
		 
		GENEALOGIA DE LA SOCIEDAD. 
		 
		Hume había instaurado una antropología en la que reinaba, de forma 
		exclusiva y excluyente, la necesidad natural. De ella sólo puede 
		inferirse razonablemente la obligación natural, es decir, la inevitable 
		tendencia a buscar el placer o evitar el dolor. Desde este presupuesto 
		antropológico debía explicar la génesis de la sociedad, es decir, de la 
		justicia, pues para Hume ésta es la condición de posibilidad de todo 
		orden social. Puesto que la justicia, y, por tanto la sociedad, son 
		"artificios", las primeras preguntas que surgen serán las referentes a 
		cómo se han establecido sus reglas ? Cómo se ha llegado a atribuir a 
		dichas reglas un valor moral ?, es decir, cómo se pasa de la simple 
		obligación natural a la obligación moral o deber.? 
		 
		Para Hume el hombre es el ser natural más imperfecto, es decir, el peor 
		tratado por la sabia Naturaleza. La desproporción en él entre sus 
		necesidades y los medios o poderes naturales con que cuenta para 
		satisfacerlas es sensiblemente mayor que en cualquier otra especie. El 
		hombre en un ser sumamente necesitado, sumamente indefenso, sumamente 
		débil y sumamente indigente; pero al mismo tiempo, es un ser sumamente 
		apasionado, sujeto de infinitas pasiones infinitas. Y, en consecuencia, 
		un ser insatisfecho. 
		 
		De todas formas, si sobrevive es porque, a pesar de todo, no es 
		absolutamente imperfecto. La naturaleza del hombre es aquello que le 
		hace ser; por tanto, encierra alguna perfección. La carencia esencial 
		que caracteriza la naturaleza humana encierra la clave de su éxito, como 
		si fuera la condición de su superación. Efectivamente, esa carencia está 
		en el origen de la sociedad, que no es sino un mecanismo de solución de 
		sus problemas. Las imperfecciones naturales del hombre encuentran su 
		solución en la sociedad, especialmente como cooperación y división del 
		trabajo. La sociedad es simplemente el medio de potenciar su fuerza, su 
		capacidad y su seguridad. 
		 
		 
		JUSTICIA Y AUTOREGULACION DE LAS PASIONES 
		 
		Para Hume el campo de lo real es el dominio del deseo. Por tanto, hay 
		que explicar cómo la sociedad llega a ser deseada. Porque, en rigor, su 
		existencia ha sido muy anterior al momento en que los hombres han sido 
		capaces de pensar su necesidad racional. La sociedad estable es el 
		resultado del deseo y su metamorfosis. Hume se centra en tres pasiones, 
		aunque no son las únicas que confluyen en la sociedad humana. El apetito 
		sexual, como fuerza que empuja a la compañía, el afecto natural, que la 
		familia genera entre sus miembros; en tercer lugar, el propio egoísmo, 
		que le lleva a buscar en la cooperación la maximización de sus 
		beneficios. 
		 
		Así, a diferencia de Hobbes, debilita la hegemonía de la pasión de 
		posesión y pone a su lado con relevancia el deseo sexual. Le parece, 
		incluso, más fundamental por más originaria, pues no requiere del 
		cálculo. El eros que tanto preocupaba a Platón, también inquieta a Hume, 
		si bien sin tanto dramatismo. Si el deseo es causa y obstáculo, origen y 
		riesgo de la sociedad, Hume se ve obligado a pensar las pasiones 
		dialécticamente. 
		 
		Este afecto, que puede extenderse a familiares, amigos y vecinos, por 
		ser particular y selectivo devendrá un obstáculo para la igualdad y 
		universalidad que exige la justicia, condición de estabilidad de la 
		sociedad. Los deseos de los hombres, reparten casi por igual sus efectos 
		sociales y antisociales. Así, pues, el egoísmo no es absolutamente malo, 
		pues está en la base de la unión social; los hombres se unen en 
		sociedades en tanto en cuanto se benefician de ello. 
		 
		 
		En la perspectiva de comparar a Hume con Platón, hay una profunda 
		diferencia entre Platón, tratando de silenciar al eros, y Hume, que 
		partiendo de la imposibilidad de tal control asume la tarea de deducir 
		del deseo la aparición de la justicia. Pero, aunque la estrategia sea 
		diferente, hay una importante y esencial coincidencia entre los dos: la 
		conciencia de la impotencia de la razón en el control del deseo. 
		El pesimismo de Platón proviene de su conciencia de la debilidad de la 
		razón para controlar al eros, lo que le llevará a buscar en la 
		determinación social, en su propuesta comunista, una fuerza consoladora. Hume, en cambio, al aceptar también que el dominio de la razón se reduce 
		al reino de las ideas (aunque, ciertamente, no sean las platónicas) 
		deposita la esperanza del orden social en la propia autodeterminación de 
		las pasiones, especialmente de aquella socialmente más peligrosa, el 
		deseo de posesión. 
		De los bienes que los hombres poseen los hay de tres tipos: las 
		cualidades de su mente, las de su cuerpo y las posesiones materiales. 
		Los bienes materiales son los problemáticos: éstos sirven a cualquier 
		poseedor. Son para Hume, la circunstancia clave de nuestra sociedad. El 
		deseo de poseer bienes materiales es en él infinito, insaciable; ese 
		egoísmo, que a otro nivel le hace buscar la sociedad para satisfacerse, 
		dialécticamente, se matamorfosea en pasión antisocial. El obstáculo de 
		la justicia y, por tanto, de la sociedad, reside en ese deseo de 
		posesión. 
		Es el egoísmo, unido a la escasez, la base de la justicia. 
		 
		En el fondo se trata de satisfacer el deseo de posesión de todos los 
		hombres. Cómo conseguirlo? Fijando la posesión en propiedad, 
		garantizando en goce pacífico por cada uno de los bienes que "pudo 
		conseguir gracias a su laboriosidad o su suerte". 
		Ahora bien, fijar la posesión no es una solución absolutamente 
		satisfactoria, en cuanto que cualquier fijación concreta, histórica, 
		deja insatisfechos a la mayoría, por carecer de bienes, por posesión 
		escasa. 
		 
		La reflexión de Hume es razonable y de sentido práctico. Una vez 
		establecida y acordada la estabilidad de la posesión, surge el problema 
		de como separar las posesiones y asignar a cada uno una parte de forma 
		inalterable. O sea, en el momento de constitución de la sociedad, se ha 
		de partir de cero o se deben respetar las posesiones adquiridas antes de 
		la autolimitación de la pasión? 
		Para Hume la génesis de la sociedad pasaría por el progresivo 
		reconocimiento de la posesión "inmediata" o natural como propiedad, o 
		sea, posesión reconocida y consentida por los demás. Ahora bien, como no 
		es posible regresar al punto cero, la ley de estabilidad de la posesión 
		se vuelve profundamente conservadora y genera resultados contrarios a 
		los perseguidos: el descontento de los desposeídos. 
		De ahí que se le ocurra la siguiente ingeniosa solución, como segunda 
		ley: transferencia de la propiedad por consentimiento, o sea, propiedad 
		estable excepto cuando el propietario consienta en la transacción. Pues 
		si no reparte la propiedad al menos abre para cada uno la posibilidad 
		abstracta de acceso a la misma. 
		 
		Estas leyes, junto a la del cumplimiento de las promesas, con el tiempo 
		acaban siendo formas generales del comportamiento, tan habituales que 
		acaban generando obligación moral, deber, en forma de mala conciencia 
		por parte de quienes no las cumplen. Por tanto, la justicia es un 
		artificio, pero con su raíz en una obligación natural. 
		 
		En definitiva, la posibilidad de la justicia radica en la autolimitación 
		de las pasiones, en especial del deseo de posesión. Se trata, como en 
		Platón, del control del eros, si bien en Hume, que dispone de una teoría 
		antropológica y psicológica -de una "Teoría de la naturaleza humana"- 
		más adecuada al caso, esta misión de educar al eros se confía a la 
		experiencia histórica y al propio juego del principio egoísta en claves 
		utilitaristas, mientras que en Platón se opta sucesivamente por la 
		educación y, ante la sospecha de la insuficiencia de la misma, por la 
		política.  
		 
		
		 
		NECESIDAD DE LA FICCION. 
		 
		Cómo es posible que hombres sometidos inexorablemente al deseo de 
		posesión puedan ser justos, equitativos ? Hume concibe el Gobierno como 
		el Gran Pedagogo. 
		 
		Deducida la posibilidad, y aún la necesidad, de una sociedad regida por 
		las leyes naturales de la justicia, por qué es necesario el gobierno ? 
		 
		En la tradición racionalista, la respuesta inmediata era obvia: "porque 
		hay desórdenes". El Gobierno, en ese esquema, era un medio bélico de la 
		razón para consolidar su dominio y hacer triunfar sus efectos: libertad, 
		justicia, bienestar, progreso... 
		 
		Pero Hume había despojado a la razón del monopolio del bien y de la 
		verdad, al tiempo que había establecido su impotencia para determinar al 
		deseo. Simultáneamente había mostrado la posibilidad de pensar la 
		génesis de la moralidad, de la sociedad y de las propias reglas de 
		justicia (estabilidad de la posesión, transferibilidad de la propiedad y 
		cumplimiento de las promesas) como un proceso natural de génesis y 
		autorregulación de las pasiones; había formulado su teoría según la cual 
		la obligación natural surge como efecto del deseo, de ella nacen los 
		hábitos, que arraigan y se universalizan progresivamente por mediación 
		de la experiencia, que dichos hábitos acaban por ser expresados en 
		máximas o reglas universales, las cuales acaban por inducir un 
		sentimiento moral que fuerza un deber u obligación moral. Y lo había 
		llevado a cabo en un esquema sumamente rígido, en el que el deseo de los 
		hombres no se aparta fácilmente de su interés, y en el que éste se 
		satisface más perfectamente en la vigencia de las reglas de justicia. 
		 
		A pesar de su rígido mecanicismo, el desorden cabe en la antropología 
		humeana. Hume, en su naturalismo, acepta como "natural" la perversión. 
		Las deformaciones o degeneraciones monstruosas forman parte de la 
		Naturaleza, en animales y plantas; las pasiones pueden pervertirse, y la 
		perversión es el desorden. 
		Por otro lado, Hume ha subrayado el carácter dialéctico de las pasiones; 
		el egoísmo es fundamento de la sociedad, pero deviene en determinadas 
		circunstancias antisocial. Por tanto, todas las pasiones, o la mayor 
		parte de ellas, en circunstancias determinadas son antisociales. En 
		consecuencia, el desorden es probable. 
		El carácter necesario del desorden se desprende de la propia teoría 
		humeana de las pasiones como impresiones. Si la fuerza de ésta depende 
		de la imaginación y de la proximidad espacio-temporal del objeto, es 
		comprensible que una situación real y actual genere pasiones más vivas y 
		fuertes que una situación presuntamente alejada y potencial. El deseo 
		provocado por algo presente será siempre más fuerte que el posible mal 
		lejano derivado de la violación de la ley. Los hombres son tentados a 
		satisfacer sus deseos de forma concreta y actual. La pasión que les 
		empuja a transgredir la ley es muy fuerte por esa concreción y 
		proximidad del objeto del deseo. En cambio, la ley solamente tiene a 
		favor el miedo a los efectos que se derivarán del regreso a la anarquía: 
		pero ese miedo es débil al situarse dichos efectos alejados en el tiempo 
		y, además, sin concreción alguna. 
		 
		En coherencia, debe inferir la necesidad del Gobierno a partir del 
		deseo. Debe explicar la metamorfosis de la pasión de factor del desorden 
		a fundamento del orden; debe responder a las preguntas, "cómo se llega 
		a desear el Gobierno?, cómo se llega a amar la Ley?". 
		Porque, si le es imposible al hombre preferir lo remoto y general, si 
		siempre se mueve por determinaciones próximas y concretas, no le será 
		ajeno e imposible someterse a la ley? 
		Aunque reconoce que el hombre tenderá con frecuencia y de modo natural a 
		la transgresión, como muestra la experiencia, cree que no obstante puede 
		cumplir la ley sin ser sometido a ninguna violencia, cosa que también 
		avala la experiencia. Si cumple la ley es porque desea cumplirla. Puede 
		que sea débil, interesado y condicionable, pero al fin es amor a la ley. 
		Hume ve el remedio en la enfermedad misma, recurriendo una vez más a esa 
		dialéctica de las pasiones condenadas a autorregularse e invertirse para 
		satisfacerse. 
		 
		La distancia del objeto implica la debilidad de la pasión: por tanto, 
		podemos poner el distanciamiento como condición de enunciación de la 
		moralidad. Así, en la distancia, cuando las pasiones callan, se origina 
		"lo que propiamente llamamos razón", que en el fondo es la paz del 
		deseo. La distancia y abstracción ponen las condiciones de posibilidad 
		del reconocimiento del bien y del mal, de lo justo y lo injusto. Ese 
		reconocimiento de lo justo es ya un gran paso, aunque no suficiente. 
		 
		La respuesta de Hume a este problema es invertir la relación, es decir, 
		conseguir que lo remoto y general se vuelva concreto y presenta, y a la 
		inversa. Esta alternativa, que parece arte de encantamiento, es la que 
		Hume cree posible. Hume considera que esta ha sido la vía adoptada por 
		los hombres de forma espontánea. 
		 
		Se tratará, por consiguiente, de conseguir que esos objetos generales y 
		remotos se conviertan para nosotros, para los hombres, en concretos y 
		presentes, en sus urgentes objetos de deseo, en su interés vital 
		natural. Esto es difícil, pero no impensable. Es imposible, por 
		antinatural, para todos los hombres, pero no lo es para unos pocos, que 
		acaban por ver en el cumplimiento de la justicia su interés, la 
		condición de su sobrevivencia: 
		"Estas son las personas a las que llamamos magistrados civiles, reyes, 
		ministros, gobernantes y legisladores..." 
		 
		El "gobierno civil" equivale para Hume a la aparición de un estamento 
		profesional de la justicia (en general, de la administración), sin 
		vínculos económicos con la sociedad civil, que encuentran en su 
		profesión la condición de su sobrevivencia y que, así, invierten el 
		orden de los intereses. 
		 
		Ese "cuerpo" de funcionarios civiles y militares", siguiendo su interés 
		particular, se convierten en el baluarte de la justicia, es decir, de 
		los intereses generales, obligando a los miembros de la sociedad civil a 
		cumplir unas normas que desapasionadamente reconocer justas pero que 
		apasionadamente se ven empujados a transgredir. Curiosamente, la 
		sociedad política es como una artimaña de la sociedad civil para curar 
		su propia enfermedad, para prevenir la tendencia suicida de su 
		naturaleza. 
		 
		De este modo curioso, el origen del gobierno no tiene la escenografía 
		grandiosa de un pacto entre pueblo y soberano, o de la asamblea del 
		pueblo delegando o renunciando a su soberanía... 
		 
		La reflexión es sumamente ingeniosa: no exige la superación del carácter 
		pasional del hombre, acepta como gobernantes a hombres "sujetos a todas 
		las flaquezas humanas", pero "en virtud de una de las más finas y 
		sutiles invenciones imaginables se convierte en un cuerpo completo que 
		en alguna medida se halla libre de todas esas flaquezas". No puede creer 
		que los hombres salten sobre su propia naturaleza, pero sí que pueden 
		"engañarla". En cualquier caso, tiene la audacia de Platón: buscar en la 
		estructura, en la ordenación social, el control o sublimación del eros. 
		 
		LA POSICION COMUN 
		 
		Ni Hume ni Platón, ciertamente por motivos diversos, se adhieren al 
		contractualismo. A Platón le repugnaba el relativismo utilitarista de 
		los sofistas y Hume, ante la ingenuidad lockeana, sospechaba que la 
		naturaleza era excesivamente sabia para dejar en manos de la veleidad de 
		la razón las cosas importantes. 
		 
   | 
		  |