| "El utilitarismo" 
		La obra que presentamos, 
		El utilitarismo, fue escrita por el filósofo inglés John Stuart Mill en 
		su madurez, en 1863. 
		
		Como buen utilitarista, 
		Mill define esta corriente como aquella tendiente a procurar la mayor 
		felicidad posible a los seres humanos, evitándoles pena o dolor. La 
		búsqueda de la felicidad común viene, entonces, a constituirse en la 
		piedra de toque de esta corriente filosófica. 
		John Stuart Mill fue atraido al utilitarismo, nada más y nada menos que 
		por Jeremías Bentham, el fundador en sí de esta doctrina filosófica, 
		quien era un amigo íntimo del padre de John, el señor James Mill. Al 
		escribir esta obra, pretendió tanto superar a su maestro como intentar 
		cubrir algunos vacíos que él notaba en esta corriente. Particularmente 
		sobresale, de entre sus planteamientos, su criterio de que la búsqueda 
		de la felicidad no es en sí un objetivo meramente individual sino, antes 
		bien, social en todo el sentido del vocablo. Mediante esa interpretación 
		de la doctrina utilitarista de Bentham, Stuart Mill se adentra en 
		caminos poco andados, los cuales, curiosamente, serían posteriormente 
		analizados con amplitud por la corriente anarquista kropotkiana y su 
		tesis del apoyo mutuo. 
		Tanto la obra como la labor de escritor, político y maestro de John 
		Stuart Mill es enorme. Como escritor son numerosísimos las artículos y 
		ensayos que publicó en revistas como Westminster Review, creada por 
		Jeremías Bentham; y, la London and Westminster. De sus ensayos, podemos 
		hacer referencia a sus Ensayos sobre algunas cuestiones no resueltas en 
		la Economía Política, su Sistema de lógica; sus Principios de Economía 
		Política; su inmortal Sobre la libertad; sus Pensamientos sobre la 
		reforma parlamentaria; sus Consideraciones sobre el gobierno 
		parlamentario; su Examen de la filosofía de Sir William Hamilton; su 
		Augusto Comte y el positivismo; su análisis referente a la problemática 
		de las relaciones entre Inglaterra e Irlanda; su La esclavitud de las 
		mujeres, así como su Autobiografía. 
		Su labor política se patentiza cuando es elegido, en 1865, diputado a la 
		Cámara de los Comunes, y cuando manifiesta una constante preocupación 
		por la cuestión de Irlanda. 
		Su labor académica quedaría de manifiesto cuando, en 1866, fue nombrado 
		Rector de la Universidad de St. Andrews. 
		John Stuart Mill moriría el 8 de mayo de 1873 dejando a la humanidad un 
		vasto legado de planteamientos filosóficos útiles para quienes buscan la 
		instauración de una sociedad más justa y equilibrada. 
		 
		 
		
		CAPÍTULO PRIMERO 
		Observaciones generales 
		Entre las circunstancias que concurren al estado presente del 
		conocimiento humano, hay pocas que, como el escaso progreso conseguido 
		en la solución de la controversia relativa al criterio del bien y el 
		mal, sean tan distintas de lo que pudiera haberse esperado, o tan 
		significativas del estado de atraso en que aún se encuentra la 
		especulación sobre las materias más importantes. Desde los albores de la 
		filosofía, la cuestión concerniente al summum bonum, o, lo que es lo 
		mismo, al fundamento de la moral, se ha contado entre los problemas 
		principales del pensamiento especulativo, ha ocupado a los intelectos 
		mejor dotados, y los ha dividido en sectas y escuelas que han sostenido 
		entre sí una vigorosa lucha. Después de más de dos mil años, continúa la 
		misma discusión; todavia siguen los filósofos colocados bajo las mismas 
		banderas de guerra, y, en general, ni los pensadores ni el género humano 
		parecen hallarse más cerca de la unanimidad sobre el asunto que cuando 
		el joven Sócrates fue oyente del viejo Protágoras y (si el diálogo de 
		Platon se basa en una conversación real) sostuvo la teoría del 
		utilitarismo contra la moralidad popular de los llamados sofistas. 
		Es verdad que semejante confusión e incertidumbre, y, en algunos casos, 
		un desacuerdo semejante, se dan también con relación a los primeros 
		principios de todas las ciencias, sin exceptuar la que se considera más 
		cierta entre ellas: la matemática. Lo cual no disminuye mucho, en 
		realidad no disminuye en absoluto, el valor de credibilidad de esas 
		ciencias. La explicación de esta anomalía es que las doctrinas 
		particulares de una ciencia no suelen deducirse, ni dependen en su 
		evidencia, de los que son llamados sus primeros principios. De no ser 
		así, no habría ciencia más menesterosa o más insuficiente en la 
		obtención de sus conclusiones que el álgebra; la cual no deriva su 
		certeza de lo que a los estudiantes suele enseñarse como sus primeros 
		principios, puesto que éstos, según han sostenido algunos de sus más 
		eminentes maestros, están tan llenos de ficciones como las leyes 
		inglesas, y tan llenos de misterios como la teología. Las verdades que 
		se aceptan últimamente como primeros principios de una ciencia son, en 
		realidad, el resultado último del análisis metafísico, practicado sobre 
		las nociones elementales con que esa ciencia se ocupa; su relación con 
		la ciencia no es la de los cimientos con el edificio, sino la de las 
		raíces con el árbol, las que pueden realizar perfectamente su función 
		sin que se excave hasta sacarlas a la luz. Mas, si en la ciencia, la 
		verdad particular precede a la teoría general, podría esperarse lo 
		contrario en un arte práctico como la moral o la legislación. Toda 
		acción se realiza con vistas a un fin, y parece natural suponer que las 
		reglas de una acción deban tomar todo su carácter y color del fin al 
		cual se subordinan. Cuando perseguimos un propósito, parece que un 
		conocimiento claro y preciso del propósito sería lo primeramente 
		necesario, en vez de lo último que hubiera de esperarse. Uno pensaría 
		que un criterio de lo justo y lo injusto debería ser el medio de 
		establecer lo que es justo o injusto, y no una consecuencia de haberlo 
		establecido ya. 
		No se evita la dificultad recurriendo a la popular teoría de una 
		facultad natural, un sentido o instinto que nos informa sobre lo que es 
		bueno o malo. Porque -además de que la existencia de tal instinto moral 
		es en sí misma una de las cuestiones en disputa- los que creen en ella y 
		albergan pretensiones a la filosofía, se han visto obligados a abandonar 
		la idea de que ese sentido aprehende lo que es bueno o malo en un caso 
		particular dado, lo mismo que nuestros sentidos aprehenden la visión o 
		el sonido actualmente presentes. Según los intérpretes de esta teoría 
		que merecen el título de pensadores, nuestra facultad moral nos 
		proporciona solamente los principios generales de los juicios morales; 
		es una rama de la razón, no de la facultad sensible, y a ella debe 
		acudirse para la doctrina abstracta de la moralidad, no para su 
		percepción en lo concreto. La escuela intuitiva de la ética, no menos 
		que la que podría llamarse inductiva, insiste en la necesidad de leyes 
		generales. Ambas convienen en que la moralidad de una acción particular 
		no es cuestión de percepción directa, sino de aplicación de la ley a un 
		caso individual. Reconocen también, en gran parte, las mismas leyes 
		morales; pero difieren en cuanto a su evidencia y a la fuente de que 
		derivan su autoridad. Según la primera opinión, los principios de la 
		moral son evidentes a priori, y no requieren nada para obtener su 
		asentimiento, excepto que se entienda la significación de los términos. 
		Según la segunda doctrina, la justicia y la injusticia, lo mismo que la 
		verdad y la falsedad, son cuestiones de observación y experiencia. Pero 
		ambos sostienen unánimemente que la moralidad debe deducirse de 
		principios y la escuela intuitiva afirma tan fuertemente como la 
		inductiva que hay una ciencia de la moral. Sin embargo, raramente se 
		arriesgan a hacer una lista de los principios que a priori han de servir 
		como premisas de la ciencia; y aún más raros son sus esfuerzos por 
		reducir esos principios a un primer principio, o a una base de 
		obligación común. O suponen que los preceptos ordinarios de la moral son 
		preceptos de una autoridad a priori; o sientan como fundamento de esas 
		máximas cierta generalidad que tiene una autoridad mucho menos obvia que 
		la de las máximas mismas, y que nunca ha conseguido ganar un 
		asentimiento popular. Además, para fundamentar sus pretensiones, o bien 
		debería existir algún principio o ley fundamental como raíz de toda 
		moralidad, o, si hubiera varios, debería existir un determinado orden de 
		precedencia entre ellos; y el principio único, o la regla para decidir 
		entre los varios principios cuando estuvieran en conflicto, debería ser 
		evidente por sí mismo. 
		La investigación de hasta dónde han sido mitigados en la práctica los 
		malos efectos de esta deficiencia o de hasta qué punto han sido viciadas 
		las creencias morales del género humano por la ausencia de cualquier 
		reconocimiento distinto de un criterio último, implicaría una revisión y 
		una crítica completas de las doctrinas éticas pasadas y presentes. Sin 
		embargo, seria fácil mostrar que, cualquiera que sea la firmeza o 
		consistencia que estas creencias morales han alcanzado, se ha debido 
		principalmente a la tácita influencia de un criterio no reconocido. 
		Aunque la inexistencia de un primer principio reconocido ha hecho de la 
		ética no tanto una guía, cuanto una consagración de los sentimientos 
		efectivos del hombre, no obstante, como los sentimientos humanos de 
		atracción y aversión están muy influidos por los que se suponen ser 
		efecto de las cosas sobre la felicidad, el principio de utilidad, o, 
		como últimamente lo ha llamado Bentham, el principio de la mayor 
		felicidad ha tenido una gran participación en la formación de las 
		doctrinas morales, aun en aquellos que más desdeñosamente rechazan su 
		autoridad. Y ninguna de las escuelas del pensamiento rehusa admitir que 
		la influencia de las acciones sobre la felicidad es la consideración más 
		voluminosa e incluso la predominante, en muchos de los detalles de la 
		moral, por poco inclinadas que se encuentren a reconocerla como 
		principio fundamental de la moral y fuente de la obligación moral. 
		Podría ir más lejos y decir que para todos los moralistas aprioristas 
		que considerán absolutamente necesario argumentar, los argumentos 
		utilitaristas son indispensables. Lo que ahora me propongo no es 
		criticar a esos pensadores, pero no puedo evitar el referirme, como 
		ejemplo, a un tratado sistemático escrito por uno de los más ilustres de 
		ellos, la Metafísica de la Etica, de Kant. Este hombre notable, cuyo 
		sistema de filosofía permanecerá mucho tiempo como uno de los hitos en 
		la historia de la especulación filosófica, establece, en el tratado en 
		cuestión, un primer principio universal como origen y fundamento de la 
		obligación moral; es éste: Obra de manera que tu norma de accion sea 
		admitida como ley por todos los seres racionales. Pero, cuando empieza a 
		deducir de este precepto cualesquiera de los deberes actuales de 
		moralidad, fracasa, casi grotescamente, en la demostración de que habría 
		alguna contradicción, alguna imposibilidad lógica (por no decir física) 
		en la adopción por todos los seres racionales de las reglas de conducta 
		más atrozmente inmorales. Todo cuanto demuestra es que las consecuencias 
		de su adopción universal serían tales que nadie se decidiría a incurrir 
		en ellas. 
		En la presente ocasión, sin discutir más las otras teorías, intentaré 
		contribuir algo a la comprensión y apreciación del utilitarismo o Teoría 
		de la Felicidad, y a dar prueba en lo que tal cosa tenga de posible. Es 
		evidente que no puede darse de esta teoría una prueba, en el sentido 
		ordinario y popular del término. Las cuestiones de los últimos fines no 
		son susceptibles de prueba directa. Todo cuanto pueba probarse que es 
		bueno, debe probarse que lo es, demostrando que constituye un medio para 
		algo cuya bondad se ha admitido sin prueba. El arte de la medicina se 
		prueba que es bueno porque conduce a la salud; pero ¿cómo es posible 
		demostrar que la salud es buena? El arte del músico es bueno, entre 
		otras razones, porque produce placer; pero ¿qué prueba puede darse de 
		que el placer es bueno? Si, pues, se afirma que hay una fórmula 
		comprehensiva que incluye todas las cosas que son buenas por sí mismas, 
		y que cualquier otra cosa que sea buena no lo es en cuanto fin, sino 
		como medio, la fórmula puede ser aceptada o rechazada, pero no se 
		refiere a lo que comúnmente se entiende por prueba. No hemos de inferir, 
		sin embargo, que su aceptación o repudio deban depender de un impulso 
		ciego o de una elección arbitraria. Existe una significación más amplia 
		de la palabra prueba, por la cual esta cuestión es tan susceptible de 
		ella como cualquier otra de las que se discuten en filosofía. Este 
		asunto está dentro de la jurisdicción de la facultad racional, pero esta 
		facultad tampoco se ocupa de él sólo por la vía de la intuición. Pueden 
		presentarse consideraciones capaces de determinar al intelecto a dar o 
		rehusar su asentimiento a la doctrina; y éste es el equivalente de la 
		prueba. 
		Examinaremos aquí la naturaleza de estas consideraciones; la manera con 
		que se aplican aI caso y, por tanto, los fundamentos racionales que 
		puedan darse para la aceptación o repudio de la fórmula utilitaria. Pero 
		es una condición previa a la aceptación o repudio el que la fórmula sea 
		entendida correctamente. Creo que la misma noción imperfecta que 
		ordinariamente se tiene de su significado, es el principal obstáculo que 
		impide su aceptación; y que si pudiera depurarse, aun sólo de los 
		errores más groseros, la cuestión se simplificaría grandemente y se 
		eliminaría una amplia proporción de sus dificultades. Por tanto, antes 
		de entrar en los fundamentos filosóficos que pueden darse para asentir 
		al criterio utilitarista, ofreceré algunas aclaraciones de la doctrina 
		misma, con el fin de mostrar mejor lo que es, distinguiéndola de lo que 
		no es, y resolviendo las objeciones prácticas, como originadas o 
		estrechamente relacionadas con las falsas interpretaciones de su 
		significación. 
		
		 
		
		CAPÍTULO II 
		¿Qué es el utilitarismo? 
		Una observación incidental es cuanto se necesita hacer contra el necio 
		error de suponer que quienes defienden la utilidad como criterio de lo 
		justo e injusto, usan el término en el sentido restringido y meramente 
		familiar que opone la utilidad al placer. A los adversarios filosóficos 
		del utilitarismo se les debe una excusa por haber parecido, aun 
		momentáneamente, que se les confundía con cualquier capaz de tan absurdo 
		error de interpretación; el cual es tanto más extraordinario, cuanto la 
		acusación contraria de que lo refiere todo al placer, tomado en su forma 
		más grosera, es otro de los cargos que comúnmente se hacen al 
		utilitarismo. 
		Como ha señalado acertadamente un hábil escritor, la misma clase de 
		personas, y a menudo las mismísimas personas, denuncian la teoría como 
		impracticablemente austera, cuando la palabra utilidad precede a la 
		palabra placer, y como demasiado voluptuosamente practicable cuando la 
		palabra placer precede a la palabra utilidad. Los que conocen algo del 
		asunto, tienen conciencia de que todo escritor que, desde Epicuro a 
		Bentham, haya sostenido la teoría de la utilidad, ha entendido por ésta 
		no algo que hubiera que contraponer al placer, sino el placer mismo, 
		juntamente con la ausencia de dolor; y que en vez de oponer lo útil a lo 
		agradable o a lo decorativo, han declarado siempre que lo útil significa 
		estas cosas, entre otras. Sin embargo, el vulgo, incluyendo a los 
		escritores, no sólo de periódicos y revistas. sino de libros de peso y 
		pretensiones, está cayendo continuamente en este superficial error. 
		Habiendo oído la palabra utilitario, aunque sin saber nada de ella, 
		excepto su sonido, expresan habitualmente con ella la repulsa o el 
		menosprecio del placer en alguna de sus formas: belleza, adorno o 
		diversión. Y este término se aplica tan neciamente no sólo en las 
		censuras, sino a veces en las alabanzas, como si implicara superioridad 
		con respecto a la frivolidad, o a los meros placeres del momento. Este 
		uso pervertido es el único con que se conoce popularmente la palabra, y 
		del cual extraen su significación las nuevas generaciones. Los que 
		introdujeron la palabra, pero dejaron de usarla como un distintivo hace 
		muchos años, bien pueden sentirse llamados a reasumirla, si esperan que 
		haciéndolo pueden contribuir a rescatarla de su extrema degradación (1). 
		El credo que acepta la Utilidad o Principio de la Mayor Felicidad como 
		fundamento de la moral, sostiene que las acciones son justas en la 
		proporción con que tienden a promover la felicidad; e injustas en cuanto 
		tienden a producir lo contrario de la felicidad. Se entiende por 
		felicidad el placer, y la ausencia de dolor; por infelicidad, el dolor y 
		la ausencia de placer. Para dar una visión clara del criterio moral que 
		establece esta teoría, habría que decir mucho más particularmente, qué 
		cosas se incluyen en las ideas de dolor y placer, y hasta qué punto es 
		ésta una cuestión patente. Pero estas explicaciones suplementarias no 
		afectan a la teoría de la vida en que se apoya esta teoría de la 
		moralidad: a saber, que el placer y la exención de dolor son las únicas 
		cosas deseables como fines; y que todas las cosas deseables (que en la 
		concepción utilitaria son tan numerosas como en cualquier otra), lo son 
		o por el placer inherente a ellas mismas, o como medios para la 
		promoción del placer y la prevención del dolor. 
		Ahora bien, esta teoría de la vida suscita un inveterado desagrado en 
		muchas mentes, entre ellas, algunas de las más estimables por sus 
		sentimientos e intenciones. Como dicen, suponer que la vida no tiene un 
		fin más elevado que el placer -un objeto de deseo y persecución mejor y 
		más noble- es un egoísmo y una vileza, es una doctrina digna sólo del 
		cerdo, con quien fueron comparados despreciativamente los seguidores de 
		Epicuro, en una época muy temprana; doctrina cuyos modernos defensores 
		son objeto, a veces, de la misma cortés comparación por parte de sus 
		detractores franceses, alemanes e ingleses. 
		Cuando se les ha atacado así, los epicúreos han contestado siempre que 
		los que presentan a la naturaleza humana bajo un aspecto degradante no 
		son ellos, sino sus acusadores, puesto que la acusación supone que los 
		seres humanos no son capaces de otros placeres que los del cerdo. Si 
		este supuesto fuera verdadero, la acusación no podría ser rechazada; 
		pero entonces tampoco sería una acusación; porque si las fuentes del 
		placer fueran exactamente iguales para el cerdo que para el hombre, la 
		norma de vida que fuese buena para el uno sería igualmente buena para el 
		otro. La comparación de la vida epicúrea con la de las bestias se 
		considera degradante precisamente porque los placeres de una bestia no 
		satisfacen la concepción de la felicidad de un ser humano. Los seres 
		humanos tienen facultades más elevadas que los apetitos animales y, una 
		vez se han hecho conscientes de ellas, no consideran como felicidad nada 
		que no incluya su satisfacción. Realmente, yo no creo que los epicúreos 
		hayan deducido cabalmente las consecuencias del principio utilitario. 
		Para hacer esto de un modo suficiente hay que incluir muchos elementos 
		estoicos, así como cristianos. Pero no se conoce ninguna teoría epicúrea 
		de la vida que no asigne a los placeres del intelecto, de los 
		sentimientos y de la imaginación, un valor mucho más alto en cuanto 
		placeres, que a los de la mera sensación. Sin embargo, debe admitirse 
		que la generalidad de los escritores utilitaristas ponen la superioridad 
		de lo mental sobre lo corporal, principalmente en la mayor permanencia, 
		seguridad y facilidad de adquisición de lo primero; es decir, más bien 
		en sus ventajas circunstanciales que en su naturaleza intrínseca. Con 
		respecto a estos puntos, los utilitaristas han probado completamente su 
		tesis; pero, con la misma consistencia, podrían haberlo hecho con 
		respecto a los otros, que están, por decirlo así, en un plano más 
		elevado. Es perfectamente compatible con el principio de utilidad 
		reconocer el hecho de que algunas clases de placer son más deseables y 
		más valiosas que otras. Sería absurdo suponer que los placeres dependen 
		sólo de la cantidad, siendo así que, al valorar todas las demás cosas, 
		se toman en consideración la cualidad tanto como la cantidad. 
		Si se me pregunta qué quiere decir diferencia de cuálidad entre los 
		placeres, o qué hace que un placer, en cuanto placer, sea más valioso 
		que otro, prescindiendo de su superioridad cuantitativa, sólo encuentro 
		una respuesta posible; si, de dos placeres, hay uno al cual, 
		independientemente de cualquier sentimiento de obligación moral, dan una 
		decidida preferencia todos o casi todos los que tienen experiencia de 
		ambos, ése es el placer más deseable. Si. quienes tienen un conocimiento 
		adecuado de ambos, colocan a uno tan por encima del otro, que, aun 
		sabiendo que han de alcanzarlo con un grado de satisfacción menor, no lo 
		cambian por ninguna cantidad del otro placer, que su naturaleza les 
		permite gozar, está justificado atribuirle al goce preferido una 
		superioridad cualitativa tal, que la cuantitativa resulta, en 
		comparación, de pequeña importancia. 
		Ahora bien, es un hecho incuestionable que quienes tienen un 
		conocimiento igual y una capacidad igual de apreciar y gozar, dan una 
		marcada preferencia al modo de existencia que emplea sus facultales 
		superiores. Pocas criaturas humanas consentirían que se las convirtiera 
		en alguno de los animales inferiores, a cambio de un goce total de todos 
		los placeres bestiales; ningún ser humano inteligente consentiría en ser 
		un loco, ninguna persona instruída, en ser ignorante, ninguna persona 
		con sentimiento y conciencia en ser egoísta e infame: ni siquiera se les 
		podría persuadir de que el loco, el estúpido o el bellaco están más 
		satisfechos con su suerte que ellos con la suya. 
		No estarán más dispuestos a ceder lo que poseen a cambio de la más 
		completa satisfacción de todos los deseos que tienen en común con ellos. 
		Si llegaran a imaginarlo, sería en casos de desgracia tan extrema, que 
		por salir de ella cambiarían su suerte por la de cualquier otro, a pesar 
		de parecerles indeseable. Un ser de facultades más elevadas necesita más 
		para ser feliz; probablemente es capaz de sufrir más agudamente, y, con 
		toda seguridad, ofrece más puntos de acceso al sufrimiento que uno de un 
		tipo inferior; pero, a pesar de estas desventajas, nunca puede desear 
		verdaderamente hundirse en lo que él considera un grado inferior de la 
		existencia. Podremos dar la explicación que queramos de esta 
		repugnancia; podremos atribuírla al orgullo, nombre que se aplica sin 
		discernimiento alguno de los sentimientos más estimables y a algunos de 
		los menos estimables de que es capaz la humanidad; podremos reducirla al 
		amor de la libertad e independencia personal, que fue entre los estoicos 
		uno de los medios más eficaces para inculcarla; podremos atribuírla al 
		amor al poder o al amor a las excitaciones, los cuales realmente 
		contribuyen y entran a formar parte de ella; pero su denominación más 
		apropiada es el sentido de la dignidad, el cual es poseído, en una u 
		otra forma, por todos los seres humanos, aunque no en exacta proporción 
		con sus facultades más elevadas, y constituye una parte tan esencial de 
		la felicidad de aquellos en quienes es fuerte, que nada que choque con 
		él puede ser deseado por ellos, excepto momentáneamente. Todo el que 
		supone que esta preferencia lleva consigo un sacrificio de la felicidad 
		-que el ser superior, en circunstancias proporcionalmente iguales, no es 
		más feliz que el inferior- confunde las ideas bien distintas de 
		felicidad y satisfacción. Es indiscutible que los seres cuya capacidad 
		de gozar es baja, tienen mayores probabilidades de satisfacerla 
		totalmente; y un ser dotado superiormente siempre sentirá que, tal como 
		está constituido el mundo, toda la felicidad a que puede aspirar será 
		imperfecta. Pero puede aprender a soportar sus imperfecciones, si son de 
		algún modo soportables. Y éstas no le harán envidiar al que es 
		inconsciente de ellas, a no ser que tampoco perciba el bien al cual 
		afean dichas imperfecciones. Es mejor ser un hombre satisfecho que un 
		cerdo satisfecho, es mejor ser Sócrates insatisfecho, que un loco 
		satisfecho. Y si el loco o el cerdo son de distinta opinión, es porque 
		sólo conocen su propio lado de la cuestión. El otro extremo de la 
		comparación conoce ambos lados. 
		Podría objetarse que muchos que son capaces de los placeres superiores, 
		a veces los posponen a los inferiores, por la influencia de la 
		tentación. Pero esto es bien compatible con una apreciación total de la 
		superioridad intrínseca del placer más elevado. Por debilidad de 
		carácter, los hombres se deciden a menudo por el bien más próximo, 
		aunque saben que es menos valioso; y esto tanto cuando la elección se 
		hace entre dos placeres corporales, como cuando se hace entre lo 
		corporal y lo espmtual. Buscan el halago sensual que perjudica a la 
		salud, aunque saben perfectamente que la salud es un bien mayor. Podría 
		objetarse a esto que muchos que se entregan con entusiasmo juvenil a 
		todo lo que es noble, conforme avanzan los años se hunden en la 
		indolencia y el egoísmo. Pero no creo que quienes merecen esta acusación 
		tan común escojan voluntariamente los placeres inferiores con 
		preferencia a los superiores. Creo que antes de dedicarse excIusivamente 
		a Ios unos, se han incapacitado ya para los otros. La capacidad para los 
		sentimientos más nobles es en muchas naturalezas una planta muy tierna 
		que muere con facilidad, no sólo por influencias hostiles, sino por la 
		mera falta de alimentos. En la mayoría de las personas jóvenes muere 
		prontamente, si las ocupaciones a que les lleva su posición, o el medio 
		social en que se encuentran no son favorables al ejercicio de sus 
		facultades. Los hombres pierden sus aspiraciones elevadas como pierden 
		su agudeza intelectual, porque no tienen tiempo ni oportunidad para 
		favorecerlas. Se adhieren a los placeres inferiores, no porque los 
		prefieran deliberadamente, sino porque son los únicos a que tienen 
		acceso, o los únicos de que pueden gozar duraderamente. Podría 
		preguntarse si alguno que haya permanecido igualmente próximo a ambas 
		clases de placer, ha preferido serena y conscientemente el inferior; si 
		bien es cierto que muchos de todas las edades han fracasado en el 
		intento inútil de combinar ambos. 
		No puede haber apelación contra este veredicto de los únicos jueces 
		competentes. Sobre la cuestión de cuál es el más valioso entre dos 
		placeres, o cuál es el modo de existencia más grato a los sentimientos, 
		aparte de sus atributos morales y de sus consecuencias, debe admitirse 
		como final el juicio de aquellos que están más capacitados por el 
		conocimiento de ambos, o, si difieren entre sí, el de la mayoría. Y no 
		hay lugar a la menor vacilación en aceptar este juicio con respecto a la 
		cualidad del placer; puesto que no hay otro tribunal a que acudir, ni 
		aun respecto de la cantidad. ¿Qué método hay para determinar? ¿Cuál es 
		el más agudo entre dos dolores, o cuál es la más intensa entre dos 
		sensaciones placenteras, sino el sufragio general de los que están 
		familiarizados con ambos? Ni los dolores ni los placeres son homogéneos, 
		y el dolor siempre es heterogéneo respecto del placer. ¿Qué puede 
		decidir si un placer particular merece adquirirse a costa de un dolor 
		particular, excepto los sentimientos y el juicio de los expertos? Por 
		tanto, cuando esos sentimientos y ese juicio declaran que, aparte de su 
		intensidad, los placeres derivados de las facultades superiores son 
		específicamente preferibles a aquellos de que es susceptible la 
		naturaleza animal, separada de las facultades superiores, es que tienen 
		el mismo derecho a dar un dictamen sobre este asunto. 
		Me he detenido en este punto, por ser parte necesaria de una concepción 
		justa de la Utilidad o Felicidad, consideradas como regla directiva de 
		la conducta humana. Pero no es en modo alguno una condición 
		indispensable para la aceptación del criterio utilitarista; porque no es 
		ese criterio la mayor felicidad del propio agente, sino la mayor 
		cantidad de felicidad general; y si puede dudarse de que un carácter 
		noble sea siempre más feliz por su nobleza, no cabe duda de que hace más 
		felices a los demás, y que el mundo en general gana inmensamente con 
		ello. El utilitarismo, por tanto, sólo podría alcanzar su fin con el 
		cultivo general de la nobleza de carácter, si cada individuo se 
		beneficiara solamente de la nobleza de los otros, y la suya propia, en 
		lo que a la felicidad concierne, fuera una pura consecuencia del 
		beneficio. Pero la simple enunciación de un absurdo como éste hace 
		superflua su refutación. 
		Según el Principio de la Mayor Felicidad, tal como se acaba de exponer, 
		el fin último por razón del cual son deseables todas las otras cosas 
		(indiferentemente de que consideremos nuestro propio bien o el de los 
		demás) es una existencia exenta de dolor y abundante en goces, en el 
		mayor grado posible, tanto cuantitativa, como cualitativamente. 
		El método comparativo es el que mejor nos proporciona la comprobación de 
		la superioridad cualitativa; y la regla para medirla con relación a la 
		cantidad, es la preferencia que sienten los que tienen mejores 
		oportunidades de experiencia, junto con los hábitos de la reflexión y 
		propia observación. Siendo éste, según la opinión utilitarista, el fin 
		de los actos humanos, es también necesariamente su criterio de 
		moralidad. Podemos, pues, definirlo como el conjunto de reglas y 
		preceptos de humana conducta por cuya observación puede asegurarse a 
		todo el género humano una existencia como la descrita en la mayor 
		extensión posible; y no sólo al género humano, sino hasta donde la 
		naturaleza de las cosas lo permita a toda la creación consciente. 
		Contra esta doctrina, surge, sin embargo, otra clase de objetantes, que 
		dice que la felicidad no puede ser en ninguna de sus formas objeto de la 
		vida y de la acción humanas. En primer lugar, porque es inalcanzable, y 
		preguntan despreciativamente: ¿qué derecho tienes a ser feliz? Pregunta 
		a la cual hace Carlyle esta adicíón: ¿qué derecho tenías hace poco 
		tiempo ni siquiera a ser? En segundo lugar, dicen que los hombres pueden 
		obrar sin felicidad; que todos los seres humanos lo han experimentado, y 
		no han podido llegar a ser nobles sino aprendiendo la lección de 
		Entsagen, o renunciación; lección que, aprendida y aceptada totalmente, 
		es el comienzo y la condición necesaria de toda virtud. 
		La primera de estas objeciones llegaría hasta las raíces de la cuestión 
		si estuviera bien fundada, porque si los seres humanos no han de poseer 
		felicidad alguna, su consecuencia no puede ser el fin de la moralidad ni 
		de la conducta racional. Aun en este caso, todavía podría decirse algo a 
		favor de la teoría utilitarista. En efecto, la utilidad no sólo incluye 
		la búsqueda de la felicidad, sino también la prevención o mitigación de 
		la desgracia; y si la primera es quimérica, quedará el gran objetivo y 
		la necesidad imperativa de evitar la segunda, por cuanto, al menos, la 
		humanidad se cree capaz de vivir; y no se refugia simultáneamente en el 
		acto del suicidio recomendado bajo ciertas condiciones por Novalis. Sin 
		embargo, cuando se afirma absolutamente la imposibilidad de la felicidad 
		humana, este aserto, si no es una especie de sutiIeza verbal, es al 
		menos, una exageración. Si entendemos por felicidad la continuidad de 
		las excitaciones altamente placenteras, es bien evidente que esto es 
		imposible. Un estado de placer exaltado dura sólo un momento, o, en 
		algunos casos y con interrupciones, horas o días. Es el resplandor 
		momentáneo del gozo, pero no su llama firme y permanente. Los filósofos 
		que enseñaron que la felicidad es la finalidad de la vida, fueron tan 
		conscientes de esto como los que se burlan de ellos. La felicidad a que 
		se referían no era la de una vida en continuo éxtasis, pero sí una 
		existencia integrada por momentos de exaltación, dolores escasos y 
		transitorios y muchos y variados placeres, con predominio de los activos 
		sobre los pasivos, y poniendo como fundamento de todo, no esperar de la 
		vida más de lo que puede dar. Una vida así compuesta siempre ha merecido 
		el nombre de felicidad para aquellos que han tenido la suerte de 
		disfrutarla. Y esta clase de existencia es todavía el patrimonio de 
		muchos; durante una parte considerable de su vida. La miserable 
		educación actual y las miserables circunstancias sociales son el único 
		obstáculo a su logro por parte de casi todos. 
		Nuestros objetantes quizá duden de que los seres humanos a quienes se 
		enseña a considerar la felicidad como fin de la vida, quedasen 
		satisfechos con una participación tan moderada en aquella. Pero gran 
		número de hombres se han contentado con mucho menos. Los principales 
		elementos que integran una vida satisfecha son dos: la tranquilidad y el 
		estímulo. Cualquiera de ellos suele considerarse suficiente por sí mismo 
		para dicho resultado. Con mucha tranquilidad, muchos encuentran que se 
		contentarían con poquísimo placer; con grandes estímulos, pueden 
		adaptarse otros a una cantidad considerable de dolor. Sin duda alguna, 
		no es intrínsecamente imposible capacitar a la humanidad para unir ambos 
		elementos. Lejos de ser incompatibles, se dan naturalmente unidos. La 
		prolongación del uno, sirve de preparación y suscita el deseo del otro. 
		Aquellos cuya indolencia llega a vicio, son los únicos que no desean el 
		estímulo después de un intervalo de reposo; aquellos cuya necesidad de 
		estímulo constituye enfermedad, son los únicos que juzgan insípida y 
		monótona la tranquilidad que sigue a la excitación, en vez de 
		considerarla agradable en proporción directa con el estimulo que la 
		precedió. Cuando las gentes medianamente afortunadas en bienes 
		materiales no encuentran en la vida goces suficientes para hacerla 
		valiosa, la causa está en que sólo se preocupan de sí mismas. Para 
		aquellos que no sienten afecto ni por los individuos ni por la 
		comunidad, los estímulos que ofrece la vida son muy restringidos; en 
		todo caso, disminuyen cuando se acerca el tiempo en que todos los 
		intereses egoístas han de cesar por la muerte. En cambio, los que dejan 
		seres queridos, y, especialmente, los que han cultivado un sentimiento 
		de simpatía por los intereses colectivos de la humanidad, retienen 
		frente a la muerte un interés por la vida tan intenso como cuando 
		poseían el vigor de la juventud y de la salud. Después del egoísmo, la 
		principal causa de insatisfacción ante la vida es la falta de cultivo 
		intelectual. Una inteligencia cultivada -no me refiero a la del 
		filósofo, sino a la de cualquiera que encuentre abiertas las puertas del 
		conocimiento y haya sido enseñado a ejercer sus facultades de un modo 
		normal- halla fuentes de inagotable interés en todo lo que le rodea: en 
		los objetos de la Naturaleza, las obras de arte, las creaciones 
		poéticas, los acontecimientos de la historia, las costumbres pasadas y 
		presentes de la humanidad, y sus perspectivas futuras. Realmente, es 
		posible permanecer indiferente a todo esto, y, además, sin haberlo 
		consumido en una milésima parte. Pero esto es sólo cuando, desde el 
		principio, se carece de interés moral o humano por esas cosas, y 
		únicamente se ha buscado en ellas la satisfacción de la curiosidad. 
		Ahora bien, no hay en la naturaleza de las cosas razón alguna para que 
		la herencia de todo ser nacido en un país civilizado no sea cierto grado 
		de cultura intelectual suficiente para suscitar un interés inteligente 
		por todos esos objetos de contemplación. Como tampoco hay necesidad 
		intrínseca de que cualquier ser humano sea un interesado egoísta 
		apartado de todo sentimiento o cuidado que no se centre en su propia y 
		miserable individualidad. Aún hoy, es común algo tan superior a esto 
		como para dar amplia seguridad de lo que puede hacerse con la especie 
		humana. Aunque en grados desiguales, el afecto por los individuos y un 
		interés sincero en el bien público, son posibles para todo ser humano 
		rectamente educado. En un mundo en que hay tanto de interesante, tanto 
		que gozar, y también tanto que corregir y mejorar, todo el que posea 
		esta moderada cantidad de moral y de requisitos intelectuales, es capaz 
		de una existencia que puede llamarse envidiable; a menos que esa 
		persona, por malas leyes o por sujeción a la voluntad de otros, sea 
		despojada de la libertad para usar de las fuentes de la facilidad a su 
		alcance, no dejará de encontrar envidiable esa existencia, si escapa a 
		las maldades positivas de la vida, a las grandes fuentes de sufrimiento 
		físico y mental, tales como la indigencia, la enfermedad, la malignidad, 
		la vileza o la pérdida prematura de los seres queridos. El punto 
		esencial del problema reside, por tanto, en la lucha contra estas 
		calamidades. Es una rara fortuna escapar enteramente a ellas; y, tal 
		como son hoy las cosas, el problema no puede evitarse, ni frecuentemente 
		mitigarse en proporción considerable. Sin embargo, ninguno cuya opinión 
		merezca una atención momentánea, puede dudar de que los mayores males 
		del mundo son de suyo evitables, y si los asuntos humanos siguen 
		mejorando, quedarán encerrados al final dentro de estrechos límites. La 
		pobreza, en cualquier sentido que implique sufrimiento, podrá ser 
		completamente extinguida por la sabiduría de la sociedad, combinada con 
		el buen sentido y la prudencia de los individuos. Incluso el más 
		obstinado de los enemigos, la enfermedad, podrá ser reducido 
		indefinidamente con una buena educación física y moral, y un control 
		apropiado de las influencias nocivas. Así ha de ser mientras los 
		progresos de la ciencia ofrezcan para el futuro la promesa de nuevas 
		conquistas directas contra este detestable enemigo. 
		Cada avance realizado en esa dirección nos libra no sólo de los 
		accidentes que interrumpen nuestras propias vidas, sino -lo que es aún 
		más interesante- de los que nos privan de aquello en que se cifra 
		nuestra felicidad. En cuanto a las vicisitudes de la fortuna y demás 
		contrariedades inherentes a las circunstancias del mundo, son 
		principalmente el efecto de dos graves imprudencias: el desarreglo de 
		los deseos y las condiciones sociales malas e imperfectas. En resumen, 
		todas las grandes causas del sufrimiento humano pueden contrarrestarse 
		considerablemente, y muchas casi enteramente, con el cuidado y el 
		esfuerzo del hombre. Su eliminación es tristemente lenta; una larga 
		serie de generaciones perecerá en la brecha antes de que se complete la 
		conquista y se convierta este mundo en lo que fácilmente podra ser si la 
		voluntad y el conocimiento no faltan. Sin embargo, todo hombre lo 
		bastante inteligente y generoso para aportar a la empresa su esfuerzo, 
		por pequeño e insignificante que sea, obtendrá de la lucha misma un 
		noble goce que no estará dispuesto a vender por ningún placer egoísta. 
		Esto lleva a una exacta estimación de lo que dicen nuestros objetantes 
		sobre la posibilidad, y la obligación de obrar sin ser feliz. 
		Incuestionablemente, es posible obrar sin ser feliz; lo hace 
		involuntariamente el noventa por ciento de los hombres, aun en aquellas 
		partes del mundo que están menos sumidas en la barbarie. Suelen hacerlo 
		voluntariamente el héroe o el mártir, en aras de algo que aprecian más 
		que su felicidad personal. Pero este algo ¿qué es, sino la felicidad de 
		los demás, o alguno de los requisitos de la felicidad? Es noble la 
		capacidad de renunciar a la propia felicidad o a sus posibilidades; 
		pero, después de todo, este sacrificio debe hacerse por algún fin. No es 
		un fin en si mismo; y si se nos dice que su fin no es la felicidad, sino 
		la virtud, yo pregunto: ¿Qué podría serlo mejor que la felicidad, si el 
		héroe o el mártir no creyeran que habían de ganar para los otros la 
		exención de un sacrificio semejante? ¿Se sacrificarían si creyeran que 
		su renunciamiento a la felicidad personal no produciría más fruto que 
		legar al prójimo una suerte igual a la suya, dejándolo también en la 
		situación de la persona que ha renunciado a la felicidad? Se debe toda 
		clase de honores a aquel que puede renunciar al goce personal de la 
		vida, cuando con su renunciación contribuye dignamente a aumentar la 
		felicidad del mundo. Pero el que lo hace, o pretende hacerlo, con otro 
		fin, no merece más admiración que el asceta que está en el altar. Esta, 
		quizá sea una alentadora prueba de lo que los hombres pueden hacer; 
		pero, con toda seguridad, no es un ejemplo de lo que debieran hacer. 
		Sólo un estado imperfecto del mundo es causa de que el mejor modo de 
		servir a los demás sea la renunciación a la propia felicidad. Pero 
		reconozco que mientras el mundo sea imperfecto no podrá encontrarse en 
		el hombre una virtud más elevada que la disposición a hacer tal 
		sacrificio. Y, por paradójico que sea, añadiré que la capacidad de obrar 
		conscientemente sin pretender ser feliz, es el mejor procedimiento para 
		alcanzar en lo posible la felicidad. Porque nada, excepto esa 
		conciencia, puede elevar a una persona por encima de las vicisitudes de 
		la vida, haciéndole sentir que, por adversos que le sean el hado o la 
		fortuna, no tienen el poder de sojuzgarla. Cuando sabe esto una persona 
		se libera del exceso de ansiedad que producen los males de la vida y, al 
		igual que muchos estoicos en los peores tiempos del imperio romano, es 
		capaz de cultivar con serenidad las fuentes de satisfacción accesibles a 
		ella, sin que su inseguridad o duración le importen más que su 
		inevitable fin. 
		Entretanto, permítase a los utilitaristas que no cesen de reclamar la 
		moralidad de la abnegación como una propiedad que les pertenecía con 
		tanto derecho como a los estoicos o a los trascendentalistas. La moral 
		utilitarista reconoce al ser humano el poder de sacrificar su propio 
		bien por el bien de los otros. Sólo rehusa admitir que el sacrificio sea 
		un bien por sí mismo. Un sacrificio que no aumenta ni tiende a aumentar 
		la suma total de la felicidad, lo considera desperdiciado. La única 
		renunciación que aplaude es la devoción a la felicidad, o a alguno de 
		los medios para conseguir la felicidad de los demás: ya de los hombres 
		considerados colectivamente, ya de los individuos dentro de los límites 
		impuestos por los intereses colectivos de la humanidad. Debo advertir 
		una vez más que los detractores del utilitarismo no le hacen la justicia 
		de reconocer que la felicidad en que se cifra la concepción utilitarista 
		de una conducta justa, no es la propia felicidad del que obra, sino la 
		de todos. Porque el utilitarismo exige a cada uno que entre su propia 
		felicidad y la de los demás, sea un espectador tan estrictamente 
		imparcial como desinteresado y benevolente. En la norma áurea de Jesús 
		de Nazaret, leemos todo el espíritu de la ética utilitarista: Haz como 
		querrías que hicieran contigo y ama a tu prójimo como a ti mismo. En 
		esto consiste el ideal de perfección de la moral utilitarista. Como 
		medios para conseguir la más exacta aproximación a este ideal, el 
		utilitarismo exigiría los siguientes: primero, que las leyes y 
		disposiciones sociales colocaran la felicidad o (como prácticamente 
		podemos llamarla) el interés de cada individuo del modo más aproximado, 
		en armonía con el interés común; segundo, que la educación y la opinión, 
		que tan vasto poder tienen sobre el carácter humano, usaran su poder 
		para establecer en la mente de cada individuo una asociación indisoluble 
		entre su propia felicidad y el bien de todos; especialmente entre su 
		propia felicidad y la práctica de aquellos modos de conducta, positiva y 
		negativa, que la consideración de la felicidad universal prescribe. Así, 
		el individuo no sólo sería incapaz de concebir su felicidad en oposición 
		con el bien general, sino que uno de los motivos de acción habituales en 
		él sería el impulso a promover directamente el bien general. Además, los 
		sentimientos correspondientes ocuparían un lugar preeminente en la 
		existencia consciente de todo ser humano. 
		Si los impugnadores de la moral utilitaria la consideraran en este su 
		verdadero carácter, no sé qué otra recomendación, incluida en otra 
		moral, podrían echar de menos, qué desarrollo de la naturaleza humana 
		más bello o más excelso podrian encontrar en cualquier otro sistema 
		ético, qué motivos de acción inaccesibles al utilitarismo serían en 
		estos sistemas la base de sus preceptos. 
		Los detractores del utilitarismo no siempre pueden ser acusados de 
		presentarlo bajo una apariencia tan desacreditada. Por el contrario, los 
		que tienen una justa idea de su carácter desinteresado, a veces le 
		reprochan el que su criterio sea demasiado elevado para la humanidad. 
		Dicen que es exigir demasiado el que la gente deba obrar siempre con el 
		fin de promover los intereses generales de la sociedad. Pero esto es 
		equivocar la verdadera significación de un criterio de moral, y 
		confundir las normas de las acciones con sus motivos. Es asunto de la 
		ética decirnos cuáles son nuestros deberes, o con qué método podemos 
		conocerlos. Pero ningún sistema de ética exige que el único motivo de 
		cuanto hacemos haya de ser un sentimiento del deber; por el contrario, 
		el noventa por ciento de nuestros actos se realizan por otros motivos, y 
		son justos, si las reglas del deber no los condenan. El hacer de esta 
		falsa interpretación una base de objeción contra el utilitarismo es 
		tanto más injusto con él, cuanto sus partidarios han ido más lejos que 
		casi todos los otros moralistas en afirmar que el motivo no tiene nada 
		que ver con la moralidad de la acción, aunque si con el mérito del 
		agente. El que salva a otra persona que se ahoga, hace lo que es 
		moralmente justo, bien sea su motivo el deber, bien la esperanza de ser 
		pagado por el esfuerzo; el que traiciona al amigo que confía en él, es 
		culpable de un crimen, aunque su objeto sea servir a otro amigo al cual 
		esté muy obligado. Pero hablando sólo de los actos cuyo motivo es el 
		deber y la obediencia directa a los principios, es una falsa 
		interpretación del modo de pensar utilitarista considerar que implica 
		que la gente haya de fijar su objetivo en algo tan amplio como el mundo 
		o la sociedad en general. La inmensa mayoría de las acciones buenas no 
		se realizan en provecho del mundo, sino de los individuos, de cuyo bien 
		depende el del mundo. En estas ocasiones, los pensamientos de los 
		hombres más virtuosos no necesitan ir más allá de las personas 
		particulares a que se dirigen, excepto para asegurarse de que al 
		beneficiarlas no están violando el derecho, esto es las esperanzas 
		legítimas y autorizadas de cualquiera. La multiplicación de la felicidad 
		es, según la ética utilitaria, el objeto de la virtud; las ocasiones en 
		que cualquiera (uno entre mil) puede hacer esto en gran escala o, con 
		otras palabras, puede ser un bienhechor público, no son sino 
		excepcionales. Sólo en estas ocasiones es cuando está llamado a tomar en 
		cuenta la utilidad pública; en todos los demás casos, lo único a que ha 
		de atender es a la utilidad privada, al interés o a la felicidad de unas 
		pocas personas. Aquellos cuyas acciones influyen sobre la sociedad en 
		general, son los únicos que necesitan interesarse por un objeto tan 
		amplio. En los casos de omisión -actos que se prohiben por 
		consideraciones morales, aunque sus consecuencias pudieran ser benéficas 
		en un caso particular- sería indigno de un agente inteligente no darse 
		cuenta de que una acción de esa clase, practicada con generalidad, sería 
		injuriosa generalmente. Ese es el fundamento de la obligación de 
		abstenerse de ella. La magnitud del respeto al interés público que este 
		reconocimiento implica, no es superior a la exigida por cualquier 
		sistema de moral, porque todos ordenan abstenerse de cualquier cosa que 
		sea perniciosa para la sociedad. 
		Las mismas consideraciones conducen a otro reproche contra la doctrina 
		de la utilidad. Se fundamenta en una interpretación aún más grosera del 
		objeto de un criterio de moralidad y del verdadero significado de las 
		palabras justo e injusto. Se afirma, frecuentemente, que el utilitarismo 
		vuelve fríos e incapaces de simpatía a los hombres; que enfría sus 
		sentimientos morales hacia los individuos; que sólo les hace atender a 
		la seca y dura consideración de las consecuencias de la acción, sin 
		introducir en su estimación moral las cualidades de donde la acción 
		emana. Si este aserto significa que esos hombres no permiten que sus 
		juicios sobre la rectitud o maldad de un acto sean influidos por su 
		opinión de las cualidades de la persona que lo realiza, ésta no es una 
		queja contra el utilitarismo, sino contra todo criterio de moralidad. 
		Porque ningún criterio ético conocido decide que una acción sea buena o 
		mala a causa de que la realice un hombre bueno o malo; y menos aún 
		porque la realice o no un hombre amable, honrado o benevolente. Estas 
		consideraciones no son apropiadas a la estimación de los actos, sino de 
		las personas; y no hay en la doctrina utilitarista nada incongruente con 
		el hecho de existir en las personas otras cosas interesantes además de 
		la rectitud o maldad de sus actos. Los mismos estoicos, con el 
		paradójico abuso del lenguaje que formaba parte de su sistema, por el 
		cual se esforzaban en elevarse por encima de todo, excepto la virtud, 
		gustaban de decir que el que lo posee todo, ése y sólo ése, es rico, es 
		bello, es un rey. Pero la doctrina utilitarista no reivindica nada de 
		esto a favor del hombre virtuoso. Los utilitaristas son bien conscientes 
		de que hay otras cualidades y atributos deseables, además de la virtud, 
		y están perfectamente dispuestos a conceder a todas su valor. 
		También son conscientes de que una acción justa no revela necesariamente 
		un carácter virtuoso, y que los actos censurables proceden, con 
		frecuencia, de cualidades merecedoras de alabanzas. Cuando esto es 
		manifiesto en cualquier caso particular, modifica la estimación, no del 
		acto, por cierto, sino del agente. No obstante, concedo que ellos tienen 
		la opinión de que en una larga carrera la mejor prueba de un buen 
		carácter son las buenas acciones; y resueltamente se niegan a considerar 
		como buena cualquier disposición mental cuya tendencia predominante sea 
		producir una mala conducta. Esto les hace impopulares entre mucha gente; 
		pero es una impopularidad que deben compartir con todo el que vea de un 
		modo serio la distinción entre lo justo y lo injusto. Además, no es un 
		reproche cuya refutación deba inquietar al utilitarista consciente. 
		Si esta objeción sólo quiere decir que muchos utilitaristas miden 
		exclusivamente la moralidad de los actos con el criterio utilitario, y 
		no subrayan suficientemente las otras bellezas del carácter que 
		contribuyen a hacer amable o admirable al ser humano, esto podría 
		admitirse. Los utilitaristas que han cultivado los sentimientos morales, 
		pero no la simpatía o la percepción artística, caen efectivamente en 
		este error; también lo hacen todos los demás moralistas que se 
		encuentran en las mismas condiciones. Lo que puede decirse en excusa de 
		éstos vale también para aquéllos, esto es, que si hubiera de darse algún 
		error, es mejor que sea éste. De hecho, podemos afirmar que entre los 
		utilitaristas, lo mismo que entre los partidarios de los demás sistemas, 
		se dan todos los grados imaginables de rigidez y laxitud en la 
		aplicación de sus criterios; unos son rigurosamente puritanos, mientras 
		otros son tan indulgentes como podrían desear el pecador o el 
		sentimental. Pero, en conjunto, una doctrina que pone en lugar 
		prominente el interés que tiene la humanidad en reprimir o prevenir toda 
		conducta que viole la ley moral, no es probable que sea inferior a 
		ninguna otra en volver las sanciones de la opinión contra tales 
		violaciones. Verdad que quienes reconocen distintos criterios de 
		moralidad, no es de esperar que estén de acuerdo sobre la cuestión de 
		qué es lo que viola la ley moral. Pero las diferencias de opinión sobre 
		las cuestiones morales no las introdujo por primera vez en el mundo el 
		utilitarismo. En cambio, esta doctrina proporciona un criterio para 
		decidir las diferencias que, si no siempre es fácil, es tangible e 
		inteligible en todos los casos. 
		Quizá no sea superfluo señalar otros errores comunes en la 
		interpretación de la ética utilitarista. Algunos tan obvios y groseros 
		que podría parecer imposible que ninguna persona de honestidad e 
		inteligencia cayera en ellos. Pero aun las personas con grandes dotes 
		mentales suelen tomarse muy poca molestia en entender el significado de 
		cualquier opinión que choque con sus prejuicios. Los hombres son, en 
		general, tan poco conscientes de que esta voluntaria ignorancia 
		constituye un defecto, que incluso en las obras concienzudas de las 
		personas de mayores pretensiones a la honradez y la filosofía, 
		encontramos los más vulgares errores de interpretación de las doctrinas 
		éticas. No es raro oír hablar de la doctrina de la utilidad haciendo 
		caer invectivas sobre ella por atea. Si fuese necesario decir algo 
		contra una suposición tan simple, diríamos que la cuestión depende de 
		qué idea se tiene del carácter moral de la Divinidad. Si es verdadera la 
		creencia de que Dios desea ante todo la felicidad de las criaturas, y 
		que éste fue el objeto de la creación, el utilitarismo no sólo no es una 
		doctrina atea, sino que es más profundamente religiosa que ninguna otra. 
		Si se quiere decir que el utilitarismo no acepta la revelación de la 
		voluntad de Dios como suprema ley de la moral, contesto que un 
		utilitarista que crea en la perfecta sabiduría y bondad de Dios, creerá 
		necesariamente que todo lo que Dios haya considerado oportuno revelar 
		con relación a la moral, cumplirá en sumo grado las exigencias del 
		utilitarismo. 
		 
		Pero, además de los utilitaristas, otros han tenido la 
		opinión de que la revelación cristiana se dirigió, y se encamina, a 
		informar a los corazones y las mentes de los hombres con un espíritu 
		capaz de hacerles buscar por sí mismos lo que es justo y de inclinarlos 
		a hacerlo cuando lo encuentran, más bien que a decirles, a no ser de un 
		modo muy general, lo que es. Necesitamos una doctrina ética 
		cuidadosamente observada para que ella nos interprete la voluntad de 
		Dios. Si esta opinión es correcta o no, es superfluo discutirlo aquí. 
		Puesto que cualquier cosa que concuerde con la religión, natural o 
		revelada, puede ser objeto de investigaciones éticas, resulta tan 
		accesible al moralista utilitarista como a cualquier otro. Puede usar de 
		ella como testimonio de Dios a la utilidad o nocividad de cualquier acto 
		dado, con el mismo derecho que otros la usan como señal de una ley 
		trascendente que no tiene relación con la utilidad o con la felicidad. 
		Además, se estigmatiza sumariamente al utilitarismo como doctrina 
		inmoral, dándole el nombre de conveniencia y aprovechando la ventaja de 
		que el uso popular de este término lo opone a la justicia. Pero la 
		conveniencia, en el sentido en que se opone a la justicia, indica 
		generalmente lo que es conveniente para el interés particular del agente 
		mismo; como cuando un ministro sacrifica los intereses de su país para 
		mantenerse en su cargo. Cuando significa algo mejor que esto, indica lo 
		que es conveniente para algún objeto inmediato o algún fin momentáneo, 
		pero que viola una regla cuya observación es conveniente en un grado más 
		elevado. En este sentido, la conveniencia, en vez de ser una misma cosa 
		con la utilidad, es una rama de lo dañino. Así, sería a menudo 
		conveniente decir una mentira para superar un obstáculo o para conseguir 
		inmediatamente algún fin útil para nosotros o para los demás, Pero el 
		cultivo de un sentimiento agudo de la veracidad es una de las cosas más 
		útiles a que puede servir nuestra conducta, y el debilitamiento de ese 
		sentimiento es una de las más perjudiciales. 
		Cualquier desviación, 
		incluso involuntaria, de la verdad, tiene gran influencia, sobre el 
		debilitamiento de nuestra confianza en la veracidad de los asertos 
		humanos, confianza que no sólo es el soporte de todo el bienestar social 
		presente, sino que su insuficiencia influye más que ninguna otra cosa en 
		lo que puede llamarse retraso de la civilización, de la virtud y de todo 
		lo que es el fundamento de la felicidad humana. Por ello, sentimos que 
		la violación de la regla de conveniencia trascendente para conseguir una 
		ventaja inmediata no es conveniente. El que, por su conveniencia 
		personal o la de algún otro, hace lo que de él depende por privar a la 
		humanidad de un bien e infligirle un mal que dependen, más o menos, de 
		la mutua confianza que los hombres ponen en sus palabras, obra como uno 
		de sus peores enemigos. Sin embargo, todos los moralistas reconocen que 
		esa regla, aun siendo sagrada, admite posibles excepciones. Las 
		principales se dan cuando la omisión de algún hecho (como delatar a un 
		malhechor o dar malas noticias a una persona gravemente enferma) 
		salvaría a un individuo (especialmente a un individuo que no sea uno 
		mismo) de una desgracia grande e inmerecida, y cuando la omisión sólo 
		puede lograrse con una negación. Mas para que una excepción tenga el 
		menor efecto posible sobre la confianza en la veracidad, y no se 
		extienda más allá de lo necesario, debería reconocerse y definir sus 
		límites, si fuera posible. Y si el principio de utilidad es bueno para 
		algo, debe ser bueno para aquilatar esas utilidades que chocan entre sí, 
		y señalar la zona en que cada una prepondera. 
		Los defensores de la utilidad se sienten llamados con frecuencia a 
		replicar objeciones tales como ésta de que antes de la acción no hay 
		tiempo para calcular o sopesar los efectos de una línea de conducta 
		sobre la felicidad general. Es exactamente como si se dijera que es 
		imposible guiar nuestra conducta sobre la felicidad general. Es 
		exactamente como si se dijera que es imposible guiar nuestra conducta 
		por el cristianismo a causa de que, en cada ocasión en que debe hacerse 
		algo, no hay tiempo para leerse el Antiguo y el Nuevo Testamento. La 
		respuesta a esta objeción es que ha habido un amplio tiempo, a saber; 
		todo el pasado de la especie humana. Durante todo ese tiempo, el género 
		humano ha estado aprendiendo por experiencia las tendencias de las 
		acciones. 
		 
		Toda la prudencia, lo mismo que toda la moralidad de la vida, 
		dependen de esa experiencia. La gente habla como si el comienzo del 
		curso de la experiencia hubiera sido diferido hasta el momento presente, 
		y como si el momento en que algún hombre siente la tentación de 
		intervenir en la propiedad o en la vida de otro, fuera la primera vez en 
		que se ha de considerar si el asesinato o el robo son perjudiciales a la 
		felicidad humana. Yo ni siquiera creo que ese hombre encontraría la 
		cuestión muy enigmática; pero de todas formas el asunto está entonces en 
		sus manos. 
		 
		Es verdaderamente extravagante suponer que, si el género 
		humano hubiera convenido en considerar que la utilidad es la mejor 
		prueba de la moralidad, no habría llegado a un acuerdo sobre qué es 
		útil, y no habría tomado medidas para enseñar al joven sus nociones 
		sobre el asunto, y robustecerlas con la ley y la opinión. No hay 
		dificultad en probar que todo sistema ético es defectuoso si suponemos 
		que lleva aparejada la idiotez universal; pero si no es ése el caso, el 
		género humano debe haber adquirido ya creencias positivas concernientes 
		a los efectos que algunos actos tienen sobre la felicidad. Las creencias 
		que así se han decantado constituyen las reglas de moralidad de la 
		multitud, y también del filósofo, mientras éste no haya conseguido 
		encontrarlas mejores. Yo admito, o mejor, mantengo seriamente que los 
		filósofos podrían hacerlo con facilidad, incluso en la actualidad; que 
		nuestro código moral no es en absoluto de derecho divino, que la 
		humanidad todavia tiene mucho que aprender respecto de los efectos de 
		los actos sobre la felicidad. 
		Los corolarios del principio de utilidad, 
		como los preceptos de todo arte práctico, admiten un perfeccionamiento 
		indefinido y, dada la índole progresiva de la mente humana, su 
		mejoramiento sigue adelante constantemente. Pero una cosa es considerar 
		que las reglas de moralidad son mejorables, y otra pasar por alto 
		enteramente las generalizaciones intermedias, y pretender probar 
		directamente cada acto individual por medio del primer principio. Es una 
		idea extraña la de que el reconocimiento de un primer principio es 
		incompatible con la de los principios secundarios. Informar a un viajero 
		sobre la situación de su destino final no es prohibirle que utilice las 
		señales y postes indicadores del camino. La proposición de que la 
		felicidad es el fin y el objetivo de la moralidad no significa que no 
		deba trazarse un camino hacia esta meta, o que a las personas que allá 
		van no se les pueda aconsejar que tomen una dirección mejor que otra. 
		Verdaderamente, los hombres deberían cesar de decir sobre este asunto 
		absurdos que no querrían decir ni oir con respecto a otras cuestiones de 
		interés práctico. Nadie pretende que el arte de la navegación no se base 
		en la astronomía, por el hecho de que los marinos no pueden entretenerse 
		en calcular el almanaque náutico. Siendo criaturas racionales se hacen a 
		la mar con el almanaque ya calculado; y todas las criaturas racionales 
		salen al mar de la vida con una opinión formada sobre lo que es justo e 
		injusto, lo mismo que sobre cosas mucho más difíciles que son cuestión 
		de sabiduría o locura. Y es de suponer que sigan haciéndolo en tanto la 
		previsión sea una cualidad humana. Cualquiera que sea el principio 
		fundamental de moralidad que adoptemos, necesitamos para su aplicación 
		principios subordinados. Puesto que la imposibilidad de obrar sin éstos 
		es común a todos los sistemas, no puedo proporcionar argumentos contra 
		ninguno en particular. Pero razonar gravemente como si tales principios 
		secundarios no pudieran existir, y como si la humanidad hubiera 
		permanecido hasta ahora, y hubiera de permanecer siempre, sin extraer 
		consecuencias generales de las experiencias de la vida humana, creo que 
		es el absurdo más grande a que se ha llegado nunca en las controversias 
		filosóficas. 
		El resto de la serie de argumentos contra el utilitarismo consiste 
		principalmente en poner a su cuenta las debilidades comunes de la 
		naturaleza humana y las dificultades generales que estorban a las 
		personas conscientes en el trazado de su camino por la vida. Se nos dice 
		que un utilitarista podrá hacer de su caso particular una excepción de 
		las reglas morales, y que bajo la tentación verá más utilidad en el 
		quebrantamiento de una regla que en su observación. Pero, ¿es el 
		utilitarismo el único credo capaz de proporcionarnos excusas para obrar 
		mal, y medios para engañar la propia conciencia? Los proporcionan en 
		abundancia en todas las doctrinas que reconocen la existencia de 
		conflictos morales. Esto lo reconocen todas las doctrinas que han sido 
		aceptadas por personas sanas. No es defecto de ningún credo, sino de la 
		complicada naturaleza de los asuntos humanos, el que la conducta no 
		pueda ser conformada de manera que no exija excepciones, y el que apenas 
		ninguna clase de acción pueda ser establecida firmemente como 
		obligatoria siempre o condenable siempre. No hay ningún credo ético que 
		no atempere la rigidez de sus leyes, dándoles cierta amplitud que, bajo 
		la responsabilidad moral del agente, las acomode a las peculiaridades de 
		las circunstancias. Y por la abertura así hecha, entran en todos los 
		credos el engaño de uno mismo y la casuística deshonesta. No existe 
		ningún sistema de moral en que no surjan casos inequívocos de 
		obligaciones encontradas. 
		 
		Estas son las verdaderas dificultades, los 
		puntos intrincados de la teoría de la ética y de la guía consciente de 
		la conducta personal. Son superables, practicamente con mayor o menor 
		éxito, según el entendimiento y las virtudes del individuo; pero 
		difícilmente puede pretenderse que ninguno sea el menos calificado para 
		tratar de ellos, porque posea un criterio último al cual puedan ser 
		referidos todos los deberes y derechos encontrados. Si la utilidad es la 
		última fuente de la obligación moral, la utilidad puede ser invocada 
		para decidir entre aquéllos cuando sus demandas son incompatibles. 
		Aunque sea un criterio de difícil aplicación, es mejor que nada en 
		absoluto. En cambio, en otros sistemas, todas las leyes morales invocan 
		una autoridad independiente, y no hay ningún imperativo común para 
		mediar entre ellas. Sus pretensiones a la precedencia sobre las demás 
		descansan poco menos que en la sofistería y, a menos que sean 
		determinadas, como generalmente lo son, por la influencia no reconocida 
		de consideraciones utilitarias, dan carta blanca a la intervención de 
		deseos personales y parcialidades. Debemos recordar que sólo en los 
		casos de conflicto entre los principios secundarios es cuando se 
		requiere apelar a los primeros principios. No hay ningún caso de 
		obligación moral que no implique algún principio secundario; y si se 
		trata de uno solo, apenas pueden caber dudas reales de cuál es en la 
		mente de la persona que reconoce dicho principio. 
		 
		Notas 
		(1) El autor de este ensayo tiene razones para creer que él fue la 
		primera persona que puso en uso la palabra utilitario. No la inventó, 
		sino que la adoptó tomándola de una expresión incidental de Annals of 
		the Parish de Mr. Galt. Después de usarla como una designación durante 
		algunos años, él y otros la abandonaron por un creciente desagrado hacia 
		todo lo que se pareciese a contraseña o insignia de una opinión 
		sectaria. Pero, como nombre de una simple opinión, no de un conjunto de 
		opiniones -para designar el reconocimiento de utilidad como criterio, no 
		un modo particular de aplicarlo- el término responde a una necesidad del 
		lenguaje y, en muchos casos, ofrece un modo conveniente de evitar rodeos 
		fatigosos. 
		 
		  
		CAPÍTULO III 
		De la última sanción del principio de utilidad 
		Con relación a cualquier criterio moral, suelen hacerse justificadamente 
		las siguientes preguntas: ¿Cuál es su sanción?, ¿cuáles son los motivos 
		para obedecerlo?, o, más concretamente, ¿cuál es la fuente de su 
		obligación?, ¿de dónde se deriva su fuerza obligatoria? Es parte 
		esencial de una filosofía moral proporcionar la respuesta a esta 
		cuestión, que, aunque frecuentemente asume el aspecto de una objeción a 
		la moral utilitaria, como si tuviera una aplicabilidad especial a las 
		otras, surge en realidad con relación a todos los criterios. Surge, en 
		efecto, siempre que una persona es llamada a adoptar un criterio, o a 
		reducir la moralidad a una base sobre la cual no esté acostumbrada a 
		apoyarla. Porque la moralidad de las costumbres, consagrada por la 
		educación y la opinión, es la única que se presenta ante la mente con la 
		sensación de ser obligatoria en sí misma. Y cuando se pide a una persona 
		que crea que la moralidad deriva su obligación de algún principio 
		general que las costumbres no han rodeado con el mismo halo, el aserto 
		le parece paradójico; los supuestos corolarios parecen tener más fuerza 
		obligatoria que el teorema original; la superestructura parece 
		mantenerse mejor sin lo que se presenta como fundamento suyo que con él. 
		Esa persona se dice: yo siento que estoy obligado a no robar, ni matar, 
		a no traicionar ni engañar; pero ¿por qué estoy obligado a promover la 
		felicidad general? Si mi propia felicidad consiste en otra cosa, ¿por 
		qué no le voy a dar la preferencia? 
		Si la interpretación de la naturaleza del sentido moral adoptada por la 
		filosofía utilitarista es correcta, esta dificultad se presentará 
		siempre hasta que las influencias que conforman el carácter moral hayan 
		encontrado en el principio el mismo asidero que han encontrado en 
		algunas de sus consecuencias. Hasta que con el mejoramiento de la 
		educación el sentimiento de nuestra unión con el prójimo arraigue (lo 
		cual no se negará fue la intención de Cristo) tan profundamente en 
		nuestro carácter y en nuestra conciencia, que es parte de nuestra 
		naturaleza, como el horror al crimen está enraizado ordinariamente en 
		todo joven bien educado. 
		Entretanto, la dificultad no afecta particularmente al principio de 
		utilidad, sino que es inherente a todo intento de analizar la moralidad 
		y reducirla a principios. Lo cual, a menos que el principio se encuentre 
		ya en la mente investido de un carácter tan sagrado como cualquiera de 
		sus aplicaciones, siempre parece desposeer a éstas de una parte de su 
		santidad. 
		El principio de utilidad posee todas las sanciones que pertenecen a 
		cualquier otro sistema de moral, o no hay ninguna razón para que no las 
		posea. Esas sanciones son internas o externas. De las externas no es 
		necesario hablar con extensión. Son la esperanza del favor y el temor al 
		disgusto de nuestro prójimo o del Legislador del Universo, además de 
		cualquier simpatía o afecto hacia aquél, o de amor y respeto hacia Este, 
		que nos inclinan a hacer su voluntad independientemente de las 
		consecuencias personales de nuestra conducta. Evidentemente, no hay 
		razón para que todos esos motivos no nos liguen a la moral utilitaria 
		tan completa y tan fuertemente como a cualquier otra. En realidad, todos 
		los que los refieren al prójimo están seguros de hacerlo en proporción 
		al total de la inteligencia general porque, haya o no una base de 
		obligación moral distinta de la felicidad, los hombres desean la 
		felicidad, y, por imperfecta que sea su propia conducta, desean y alaban 
		que los otros observen hacia ellos mismos la clase de conducta por la 
		cual creen que se promueve la felicidad. 
		 
		En cuanto a los motivos 
		religiosos, si los hombres creen en la bondad de Dios, como la mayoría 
		declara, los que piensan que la tendencia a la felicidad general es la 
		esencia, o aun sólo el criterio, de lo bueno, deben creer que es también 
		lo que Dios aprueba. Por tanto, toda la fuerza de los premios y castigos 
		externos, sean físicos o morales, y procedan de Dios o del prójimo, se 
		combina con toda la devoción desinteresada hacia Dios o el prójimo de 
		que es capaz la naturaleza humana. Esto refuerza la moral utilitarista, 
		proporcionalmente al grado de reconocimiento que a dicha moral se 
		concede. Cuanto mayor sea este reconocimiento, más tenderán hacia su fin 
		las aplicaciones de la educación y de la cultura general. 
		Así, en lo que se refiere a las sanciones externas. 
		 
		La sanción interna 
		del deber, cualquiera que sea el criterio del deber, es una y la misma: 
		un sentimiento de nuestra propia conciencia, un dolor más o menos 
		intenso ajeno a la violación del deber, que surge en las naturalezas con 
		educación moral apropiada y, en los casos más serios, les hace 
		retroceder como ante una imposibilidad. Este sentimiento, cuando es 
		desinteresado y se vincula a la idea del puro deber, no a alguna de sus 
		formas particulares, o a cualquier circunstancia meramente accesoria, 
		constituye la esencia de la conciencia. Sin embargo, en ese complejo 
		fenómeno, tal como efectivamente se da, el hecho simple se encuentra 
		ligado generalmente a asociaciones colaterales derivadas de la simpatía, 
		del amor o, aun mejor, del miedo; de toda clase de sentimientos 
		religiosos; de los recuerdos de la infancia y de toda nuestra vida 
		pasada; de la propia estimación, del deseo de ser estimado por los 
		demás, y en ocasiones, incluso de la humildad. Pienso que esta extremada 
		complicación es el origen de ese carácter místico que se atribuye a la 
		idea de obligación moral, debido a una tendencia de la mente humana, de 
		la cual tenemos otros muchos ejemplos, y que induce a la gente a creer 
		que, por una supuesta ley misteriosa, la idea de obligación moral se 
		vincula únicamente a aquellos objetos que en nuestra experiencia actual 
		aparecen excitándola. Sin embargo, su fuerza obligatoria consiste en la 
		existencia de una masa de sentimientos que tienen que ser rotos para 
		poder hacer lo que viola nuestro criterio del derecho, y que si, a pesar 
		de todo, se rompen, probablemente reaparecerán después bajo la forma del 
		remordimiento. Sea cual fuere nuestra teoría sobre la naturaleza en 
		origen de la conciencia, en esto es en lo que consiste esencialmente. 
		Por tanto, si la última sanción de toda moralidad es (aparte de los 
		motivos externos) un sentimiento subjetivo de la mente, no veo que la 
		cuestión de cuál sea la sanción de un criterio particular resulte 
		embarazosa para aquellos cuyo criterio es la utilidad. Igual que con 
		todos los demás criterios pueden contestar que la sanción está en los 
		sentimientos conscientes de la humanidad. Indudablemente, la sanción no 
		tiene eficacia para obligar a los que no poseen los sentimientos a que 
		ella apela; pero esas personas tampoco serán más obedientes a otro 
		principio moral distinto del utilitarista. Para ellos, toda cíase de 
		moralidad se basa en las sanciones externas. Mientras tanto, la 
		existencia de ésos sentimientos, y la extraordinaria fuerza con que 
		obran sobre aquellos en quienes han sido debidamente cultivados, 
		constituye un hecho de la naturaleza humana atestiguado por la 
		experiencia. Nunca se ha mostrado la razón de que no puedan cultivarse 
		en conexión con el utilitarismo, con tanta intensidad como con cualquier 
		otro sistema moral. 
		Ya sé que existe una disposición a creer que la persona que ve en la 
		obligación moral un hecho trascendente, una realidad objetiva 
		perteneciente a la región de las cosas en sí, probablemente la obedecerá 
		más que el que la considera totalmente subjetiva y sin otra sede que la 
		conciencia. Pero, sea cual fuere la opinión de la persona sobre esta 
		cuestión de la ontología, es el propio sentimiento subjetivo el que da 
		la fuerza, y ésta debe medirse por el poder de aquél. Nadie cree con más 
		fuerza en la realidad objetiva del deber que en la de Dios; sin embargo, 
		la creencia en Dios, aparte de la esperanza de un premio y un castigo 
		efectivos, sólo obra sobre la conducta a causa del sentimiento religioso 
		subjetivo, y en proporción a él. La sanción, en tanto sea desinteresada, 
		está siempre en la mente misma. Por tanto, el pensamiento de la moral 
		trascendente debe ser: que la sanción no existirá en la mente mientras 
		no se crea que tiene sus raíces fuera de la mente; y que, si una persona 
		pudiera decirse a sí misma: Esto que me refrena y que yo llamo mi 
		conciencia, es sólo un sentimiento de mi espíritu, extraería la 
		conclusión de que, cuando el sentimiento cesara, cesaría la obligación, 
		y que si el sentimiento no conviniera, podría pasarlo por alto e 
		intentar desembarazarme de él. Pero este peligro ¿será confinado en la 
		moral utilitarista? La creencia de que la obligación moral tiene su sede 
		fuera de la mente, ¿hace que el sentimiento sea demasiado fuerte para 
		poder desembarazarse de él? La realidad es tan distinta, que todos los 
		moralistas admiten y deploran la facilidad con que puede ser silenciada 
		o sofocada la conciencia en la generalidad de las mentes. La cuestión: 
		¿Es necesario que obedezca a mi conciencia?, suelen planteársela tan 
		repetidamenae las personas que nunca han oido hablar del principio de 
		utilidad, como las adictas a él. Aquellos cuyo sentimiento de la 
		conciencia es tan débil como para permitirles formularse esta pregunta, 
		no obedecen, aunque se contesten afirmativamente, y, si lo hacen, no es 
		por su creencia en la teoría trascendente, sino a causa de las sanciones 
		externas. 
		Para nuestro propósito, no es necesario decidir si el sentimiento del 
		deber es innato o adquirido. Si se supone que es innato, queda planteada 
		la cuestión de cuál es su objeto natural. Porque los que sostienen esa 
		teoría no están de acuerdo en que la aprehensión intuitiva recaiga sobre 
		los principios de la moralidad y no sobre sus detalles. Si ha de haber 
		algo innato en esa materia, no veo razón para que no exista un 
		sentimierito innato relativo a los placeres y dolores de los demás. Si 
		hubiera algún principio de moral intuitivamente obligatorio, yo diría 
		que es ése. Entonces, la ética intuitiva coincidiría con la utilitaria y 
		no habría más disputas entre ellas. Pero, aun habiéndolas; si los 
		moralistas intuitivos creen que hay otras obligaciones morales, también 
		creen que ésa es una de ellas. En efecto, sostienen unánimemente que una 
		gran parte de la moralidad versa sobre las consideraciones debidas a los 
		intereses del prójimo. Por tanto, si la creencia en el origen 
		trascendente de la obligación moral da alguna eficacia adicional a la 
		sanción interna, me parece que el principio utilitarista puede 
		beneficiarse de ella. 
		Por otro lado, si, como es mi propia creencia, los sentimientos morales 
		no son innatos, sino adquiridos, no por esa razón son menos naturales. 
		Es natural en el hombre hablar, razonar, construir ciudades y cultivar 
		la tierra, aunque éstas sean facultades adquiridas. Los sentimientos no 
		son, en verdad, una parte de nuestra naturaleza, en el sentido de estar 
		presentes de un modo perceptible en todos nosotros. Pero esto, 
		desgraciadamente, es un hecho admitido por todos los que creen más 
		acérrimamente en su origen trascendente. Como las otras capacidades 
		naturales ya citadas, la facultad moral, si no es una parte de nuestra 
		naturaleza, constituye una consecuencia de ella. Como aquéllas, es 
		capaz, hasta cierto punto, de brotar espontáneamente, y es susceptible 
		de ser cultivada hasta un alto grado de desarrollo. Desgraciadamente, 
		con un uso suficiente de las sanciones externas y de la fuerza de las 
		primeras impresiones, también es susceptible de desarrollo en cualquier 
		otra dirección. Así, apenas hay cosa, por absurda o perversa que sea, a 
		la que, por medio de todas esas influencias, no pueda hacérsela obrar 
		sobre la mente con toda la autoridad de la conciencia. Dudar de que con 
		idénticos medios se podría dar ese mismo poder al principio de utilidad, 
		aunque no tuviera su fundamento en la naturaleza humana, sería cerrar 
		los ojos a toda experiencia. 
		Pero las asociaciones morales, que son una creación totalmente 
		artificial, al progresar la cultura intelectual, ceden gradualmente a la 
		fuerza disolvente del análisis; y si el sentimiento del deber pareciera 
		igualmente arbitrario al asociarse con la utilidad, si no hubiera en 
		nuestra naturaleza una parte directora, una poderosa clase de 
		sentimientos, que armonizara con esa asociación, que nos hiciera 
		considerarla congénita y nos inclinara no sólo a fomentarla en los otros 
		(para lo cual tenemos abundantes motivos de interés), sino a 
		desarrollarla también en nosotros mismos; si no hubiera, en suma, una 
		base natural de sentimientos para la moralidad utilitaria, podría 
		ocurrir más bien que esa asociación se disolviera también, aun después 
		de haber sido implantada por la educación. 
		Pero esa poderosa base natural de sentimientos existe; y, una vez 
		reconocido el principio de la felicidad general como criterio moral, 
		constituirá la fortaleza de la moralidad utiIitaria. Este firme 
		fundamento es el de los sentimientos sociales de la humanidad; el deseo 
		de la unión con el prójimo, que ya es un poderoso principio de la 
		naturaleza humana, y, afortunadamente, uno de los que tienden a 
		robustecerse, incluso sin ser inculcado expresamente, sólo por la 
		influencia de los progresos de la civilización. La condición social es 
		así tan natural, tan necesaria y tan habitual para el hombre, que, 
		excepto en circunstancias inusitadas, y por obra de una abstracción 
		voluntaria, nunca puede pensar en sí mismo más que como miembro de un 
		cuerpo; y esta asociación se afianza cada vez más, a medida que la 
		humanidad se separa del estado de independencia salvaje. Por tanto, 
		cualquier condición que sea esencial al estado social, se convierte en 
		una parte cada vez más inseparable de la concepción que tiene toda 
		persona del estado de cosas en que ha nacido y de los destinos del ser 
		humano. Ahora bien, es manifiestamente imposible toda sociedad entre 
		seres humanos -a no ser entre señores y esclavos- que no asiente el pie 
		en la base de que deben consultarse igualmente los intereses de todos. 
		Y puesto que, en cualquier estado de la civilización, toda persona, 
		excepto el monarca absoluto, tiene sus iguales, todo el mundo está 
		obligado a vivir con alguien en esos términos. Así, en todas las edades, 
		se realiza algún avance hacia un estado en que sea imposible vivir 
		permanentemente con alguien de un modo distinto. De esta manera, las 
		personas se hacen cada vez más incapaces de concebir un estado de total 
		desatención hacia los intereses de los demás. Se encuentran en la 
		necesidad de imaginarse a salvo de las mayores injurias y (aunque sólo 
		sea para su propia protección) de vivir en un estado de constante 
		protesta contra ellas. También están familiarizados con el hecho de 
		cooperar con los demás y proponerse a sí mismos un interés colectivo, no 
		individual, como objetivo (al menos temporal) de sus acciones. En tanto 
		están cooperando, sus fines se identifican con los de los demás; hay un 
		sentimiento, al menos temporal, de que los intereses de los demás son 
		sus propios intereses. 
		 
		El fortalecimiento de los lazos sociales y el 
		crecimiento saludable de la sociedad, no sólo dan a cada individuo un 
		interés personal más fuerte en considerar prácticamente el bienestar de 
		los demás, sino que también le inclinan a identificar cada vez más sus 
		sentimientos con el bien de aquéllos, o, al menos, con una creciente 
		consideración práctica de ese bien. Como si fuera instintivamente, el 
		hombre llega a tener consciencia de sí mismo como un ser que por 
		supuesto concede atención a los otros. El bien de los demás se convierte 
		para él en una cosa a la cual hay que atender natural y necesariamente, 
		lo mismo que a cualquiera de las condiciones físicas de nuestra 
		existencia. Ahora bien, cualquiera que sea la magnitud de este 
		sentimiento en un hombre, se ve instado a demostrarlo por los motivos 
		más fuertes del interés y de la simpatía y a acrecentarlo en los demás 
		con todas sus fuerzas. Incluso, si él mismo no los tiene, se interesa, 
		tanto como cualquier otro, en que los tengan los demás. 
		Consiguientemente, los más pequeños gérmenes del sentimiento echan 
		raíces y se alimentan con el contagio de la simpatía y las influencias 
		de la educación; y un completo entramado de asociaciones corroborativas 
		se teje a su alrededor por la acción poderosa de las sanciones externas. 
		Este modo de concebirnos a nosotros mismos y a la vida se ve cada vez 
		más natural, según avanza la civilización. Se consigue a cada paso que 
		se da en las mejoras políticas, eliminando las fuentes de oposición al 
		interés y nivelando las desigualdades que los privilegios de la ley han 
		establecido entre los individuos o las clases, debido a que hay grandes 
		sectores de la humanidad cuya felicidad todavía se pasa por alto en la 
		práctica. En un estado progresivo de la mente humana, crecen 
		continuamente las influencias que tienden a engendrar en cada individuo 
		un sentimiento de unidad con todo el resto Sentimiento que, si fuera 
		perfecto, haría que nunca pensara o deseara para sí mismo ninguna 
		condición benéfica que no incluyera el beneficio de los otros. Ahora 
		bien, si suponemos que este sentimiento de unidad es enseñado como una 
		religión y, como ocurrió en otro tiempo con ésta, se dirige toda la 
		fuerza de la educación, de las instituciones y de la opinión a hacer que 
		cada persona crezca, desde la infancia, rodeada por todos lados de la 
		profesión y práctica de dicho sentimiento, creo yo que nadie que pueda 
		comprender esta concepción tendrá ningún recelo sobre la suficiencia de 
		la sanción última de la moral de la felicidad. 
		 
		A cualquier estudiante de 
		ética, que encuentre difícil la realización, le recomiendo, como medio 
		de facilitarla, la segunda de las dos obras principales de M. Comte, 
		Traité de Politique Positive. Mantengo las más fuertes objeciones contra 
		el sistema de política y moral propuesto en este tratado; pero creo que 
		ha demostrado sobradamente la posibilidad de dar al servicio de la 
		humanidad, aun sin ayuda de la creencia en la providencia, el poder 
		psicológico y la eficacia social de una religión, haciéndola arraigar en 
		la vida humana, y colorear todos los pensamientos, sentimientos y actos 
		de manera que la mayor influencia ejercida por cualquiera de las 
		religiones no sea sino una muestra y presentimiento de él. Su mayor 
		peligro no es que sea insuficiente, sino que se interfiera, tan 
		indebidamente como la religión, con la libertad y la individualidad 
		humanas. 
		Tampoco es necesario que el sentimiento que constituye la fuerza 
		obligatoria de la moral utilitarista en aquellos que la reconocen quede 
		a la espera de las influencias sociales que lo extenderían a toda la 
		humanidad. En el estado relativamente primitivo del progreso humano en 
		que vivimos actualmente, una persona no puede sentir de verdad esa 
		integridad de la simpatía hacia los otros que haría imposible toda 
		discordancia real en la dirección general de su conducta a través de la 
		vida. Pero una persona, cuyos sentimientos sociales estén desarrollados 
		de algún modo, ya no puede inclinarse a pensar en sus semejantes como 
		rivales que luchan contra ella por los medios de alcanzar la felicidad, 
		y a quienes desearía ver fracasar en sus propósitos, para así conseguir 
		ella los suyos. Incluso hoy en día, la concepción profundamente 
		arraigada que tiene todo individuo acerca de sí mismo como ser social, 
		tiende a hacerle sentir como una de sus necesidades naturales, la 
		armonía entre sus sentimientos y objetivos y los de su prójimo. Si las 
		diferencias de opinión y cultura espiritual le hacen imposible compartir 
		muchos de los sentimientos actuales del prójimo -quizás le hacen 
		condenar y despreciar esos sentimientos- todavía necesita darse cuenta 
		de que su objetivo real y el del prójimo no están en conflicto, que él 
		no se opone realmente a lo que el otro desea, a saber, su propio bien, 
		sino que, por el contrario, lo favorece. 
		 
		En la mayoría de los individuos, 
		este sentimiento es mucho menos poderoso que el sentimiento egoísta, y 
		frecuentemente necesita de él. Mas, para aquellos que lo poseen, tiene 
		todos los caracteres de un sentimiento natural. No aparece, ante su 
		mente, como una superstición de la educación o una ley impuesta 
		despóticamente por el poder de la sociedad, sino como un atributo de que 
		no querrían carecer. Esta convicción es la sanción última de la moral de 
		la mayor felicidad. Es la que hace que todo espíritu de sentimientos 
		bien desarrollados obre a favor y no en contra de los motivos externos 
		que nos obligan a cuidar de los demás, a causa de lo que hemos llamado 
		sanciones externas. Cuando éstas faltan o actúan en sentido opuesto, 
		esta convicción constituye, por sí sola, una fuerza obligatoria interna, 
		cuyo poder está en relación con la sensibilidad e inteligencia del 
		carácter. En efecto, pocos cuyo espíritu dé cabida a la moral, 
		consentirían en pasar su vida sin conceder atención a los demás, excepto 
		en lo que obligase a sus intereses personales. 
		  
		
		 
		CAPÍTULO IV 
		De qué clase de prueba es susceptible el principio de utilidad 
		Ya se ha hecho notar que las cuestiones relativas a los últimos fines, 
		no admiten pruebas, en la acepción ordinaria de la palabra. El no ser 
		susceptibles de prueba por medio del razonamiento es común a todos los 
		primeros principios, tanto cuando son primeras premisas del conocimiento, 
		como cuando lo son de la conducta. Mas los primeros, como son cuestiones 
		de hecho, pueden ser objeto de recurso a las facultades que juzgan los 
		hechos: es decir, los sentidos y la conciencia interna. ¿Puede apelarse 
		a las mismas facultades, cuando la cuestión que se plantea es la de los 
		fines prácticos? O ¿con qué otra facultad puede adquirirse un 
		conocimiento de ellos? 
		Con otras paiabras, preguntarse por los fines es preguntarse qué cosas 
		son deseables. La doctrina utilitarista establece que la felicidad es 
		deseable, y que es la única cosa deseable como fin; todas las otras 
		cosas son deseables sólo como medios para ese fin. ¿Qué debería exigirse 
		a esta doctrina -con qué requisitos debería cumplir- para justificar su 
		pretensión de ser creída? 
		La única prueba posible de que un objeto es visible, es que la gente lo 
		vea efectivamente. La única prueba de que un sonido es audible, es que 
		la gente lo oiga. Y Io mismo ocurre con las otras fuentes de la 
		experiencia. De la misma manera, supongo yo, la única evidencia que 
		puede alegarse para mostrar que una cosa es deseable, es que la gente la 
		desee de hecho. Si el fin que la doctrina utilitarista se propone no 
		fuese reconocido como un fin, teórica y prácticamente, nada podría 
		convencer de ello a una persona. No puede darse ninguna razón de que la 
		felicidad es deseable, a no ser que cada persona desee su propia 
		felicidad en lo que ésta tenga de alcanzable, según ella. Ahora bien, 
		siendo esto un hecho, no sólo tenemos la prueba adecuada de que la 
		felicidad es un bien, sino todo lo que es posible exigirle: que la 
		felicidad de cada persona es un bien para esa persona, y que, por tanto, 
		la felicidad es un bien para el conjunto de todas las personas. La 
		felicidad ha demostrado su pretensión de ser uno de los fines de 
		conducta y, por consiguiente, uno de los criterios de la moral. 
		Pero con esto todavía no se ha probado que sea el único criterio. Para 
		ello, parece necesario, según la norma anterior, mostrar que la gente no 
		sólo desea la felicidad, sino que nunca desea otra cosa. Ahora bien, es 
		evidente que la gente desea cosas que, según el lenguaje ordinario, son 
		decididamente distintas de la felicidad. Desean, por ejemplo, la virtud, 
		y la ausencia de vicio, no menos realmente que el placer y la ausencia 
		de dolor. El deseo de la virtud no es un hecho tan universal, pero sí 
		tan auténtico como el deseo de la felicidad. De aquí infieren los 
		adversarios del utilitarismo su derecho a juzgar que hay otros fines 
		para la acción humana distintos de la felicidad, y que la felicidad no 
		es el criterio de aprobación o desaprobación. 
		Pero el utilitarismo, ¿niega que la gente desee la virtud?; o ¿sostiene 
		que la virtud no es una cosa deseable? Todo lo contrario. No sólo 
		sostiene que la virtud ha de ser deseada, sino que ha de ser deseada 
		desinteresadamente, por sí misma. No importa cuál sea la opinión de los 
		moralistas utilitaristas sobre las condiciones originales que hacen que 
		la virtud sea virtud; pueden creer (y así lo hacen) que las acciones y 
		disposiciones son virtuosas sólo porque promueven otro fin que la 
		virtud; sin embargo, habiendo supuesto esto, y habiendo decidido, por 
		consideraciones de esta clase, qué es virtud, no sólo colocan la virtud 
		a la cabeza de las cosas buenas como medios pata llegar al último fin, 
		sino que reconocen también como un hecho psicológico la posibilidad de 
		que sea para el individuo un fin en sí mismo, sin consideración de 
		ningún fin ulterior. Sostienen también que el estado del espíritu no es 
		recto, ni puede subordinarse a la utilidad, ni conduce a la felicidad 
		general, a no ser que se ame a la virtud de esta manera -como una cosa 
		deseable en sí misma-, aun cuando en el caso individual no produzca las 
		demás consecuencias deseables que tiende a producir, y por las cuales se 
		conoce que es virtud. Esta opinión no se separa lo más mínimo del 
		principio de la felicidad. Los ingredientes de la felicidad son varios; 
		cada uno de ellos es deseable por sí mismo, y no solamente cuando se le 
		considera unido al todo. El principio de utilidad no pretende que un 
		placer dado -como, por ejemplo, la música-, o que la exención de un 
		dolor dado -como, por ejemplo, la salud-, hayan de considerarse como 
		medios para algo colectivo que se llama felicidad, y hayan de ser 
		deseados sólo por eso. Son deseados y deseables por sí mismos; además de 
		ser medios, forman parte del fin. La virtud, según la doctrina 
		utilitaria, no es natural y originariamente una parte del fin: pero 
		puede llegar a serIo. Así ocurre con aquellos que la aman 
		desinteresadamente. La desean y la quieren, no como un medio para la 
		felicidad, sino como una parte de la felicidad. 
		Para aclarar esto último, podemos recordar que la virtud no es la única 
		cosa que, siendo originalmente un medio, sería y seguiría siendo 
		indiferente, si no se asociara como medio a otra cosa, pero que, 
		asociada como medio a ella, llega a ser deseada por sí misma y, además, 
		con la más extremada intensidad. ¿Qué diremos, por ejemplo, del amoral 
		dinero? Originariamente, no hay en el dinero más que un montón de guijas 
		brillantes. No tiene otro valor que el de las cosas que se compran con 
		él; no se le desea por sí mismo, sino por las otras cosas que permite 
		adquirir. 
		Sin embargo, el amor al dinero es no sólo una de las más 
		poderosas fuerzas motrices de la vida humana, sino que en muchos casos 
		se desea por sí mismo; el deseo de poseerlo es a menudo tan fuerte como 
		el deseo de usarlo, y sigue en aumento a medida que mueren todos los 
		deseos que apuntan a fines situados más allá del dinero, pero son 
		conseguidos con él. Puede, entonces, decirse con razón que el dinero no 
		se desea para conseguir un fin, sino como parte del fin. De ser un fin 
		para la felicidad, se ha convertido en el principal ingrediente de 
		alguna concepción individual de la felicidad. Lo mismo puede decirse de 
		la mayoría de los grandes objetivos de la vida humana -el poder, por 
		ejemplo, o la fama-; sólo que cada uno de éstos lleva anexa cierta 
		cantidad de placer inmediato, que al menos tiene la apariencia de serle 
		naturalmente inherente; cosa que no puede decirse del dinero. Más aún, 
		el más fuerte atractivo natural del poder y de la fama consiste en la 
		inmensa ayuda que prestan al logro de nuestros demás deseos. La fuerte 
		asociación así engendrada, entre todos nuestros objetos de deseo y los 
		del poder y la fama, es lo que da a éstos esa intensidad que a menudo 
		revisten y que en algunos temperamentos sobrepasa a la de todos los 
		otros deseos. En estos casos, los medios se han convertido en una parte 
		del fin y en una parte más importante que la constituída por cualquiera 
		de las otras cosas para las cuales son medios. Lo que una vez se deseó 
		como instrumento para el logro de la felicidad, ha llegado a desearse 
		por sí mismo. 
		 
		Pero, al ser deseado por sí mismo, se desea como parte de 
		la felicidad. La persona es, o cree que sería feliz por su mera 
		posesión; y es desgraciada si no lo consigue. Este deseo no es más 
		distinto del deseo de la felicidad que el amor a la música o el deseo de 
		la salud. Todos ellos están incluidos en la felicidad. Son algunos de 
		los elementos que integran el deseo de la felicidad. La felicidad no es 
		una idea abstracta, sino un todo concreto; y ésas son algunas de sus 
		partes. Y el criterio utilitario lo sanciona y aprueba. La vida sería 
		poca cosa, estaría mál provista de fuentes de felicidad, si la 
		naturaleza no proporcionara estas cosas que, siendo originalmente 
		indiferentes, conducen o se asocian a la satisfacción de nuestros deseos 
		primitivos, llegando a ser en sí mismas fuentes de placer más valiosas 
		que los placeres primitivos; y esto tanto por su intensidad como por la 
		permanencia que pueden alcanzar en el transcurso de la existencia 
		humana. 
		La virtud, según la concepción utilitaria, es un bien de esta clase. 
		Nunca hubo un motivo o deseo original de ella, a no ser su propiedad de 
		conducir al placer y, especialmente, a la prevención del dolor. Pero, a 
		causa de la asociación así formada, se la puede considerar como un bien 
		en sí mismo, deseándola como tal con mayor intensidad que cualquier otro 
		bien; y con esta diferencia respecto del amor al poder, al dinero o a la 
		fama: que todos éstos pueden hacer, y a menudo hacen, que el individuo 
		perjudique a los otros miembros de la sociedad a que pertenece, mientras 
		que no hay nada en el individuo tan beneficioso para sus semejantes como 
		el cultivo del amor desinteresado a la virtud. En consecuencia, la 
		doctrina utilitaria tolera y aprueba esos otros deseos adquiridos hasta 
		el momento en que, en vez de promover la felicidad general, resultan 
		contrarios a ella. Pero, al mismo tiempo, ordena y exige el mayor 
		cultivo posible del amor a la virtud, por cuanto está por encima de 
		todas las cosas que son importantes para la felicidad general. 
		Resulta, de las consideraciones precedentes que, en realidad, no se 
		desea nada más que la felicidad. Todo lo que no se desea como medio para 
		un fin distinto, se desea como parte de la felicidad, y no se desea por 
		sí mismo hasta que haya llegado a serIo. Los que desean la virtud por sí 
		misma, o la desean porque tienen conciencia de que es un placer, o 
		porque tienen conciencia de que está exenta de dolor o por ambos motivos 
		reunidos. Como en realidad el placer y el dolor rara vez existen 
		separados, sino juntos casi siempre, la misma persona siente placer por 
		haber alcanzado cierto grado de virtud, y siente dolor por no haberlo 
		alcanzado en mayor grado. Si uno de esos sentimientos no le causara 
		ningún placer, y el otro ningún dolor, no amaría ni desearía la virtud, 
		o la amaría solamente por los otros beneficios que pudiera 
		proporcionarle a ella misma o a las personas a quIenes estlmara. 
		Así, pues, podemos responder ahora a la cuestión de la clase de prueba 
		de que es susceptible el principio de utilidad. Si la opinión que he 
		establecido es verdadera -si la naturaleza humana está constituída de 
		forma que no desea nada que no sea una parte de la felicidad, o un medio 
		para llegar a ella-, no tenemos ni necesitamos más prueba que el hecho 
		de que estas cosas son deseables. Si es así, la felicidad es el único 
		fin de los actos humanos y su promoción es la única prueba por la cual 
		se juzga la conducta humana; de donde se sigue necesariamente que éste 
		debe ser el criterio de la moral, puesto que la parte está incluida en 
		el todo. 
		Y ahora, al tener que decidir si es así realmente -si la humanidad no 
		desea nada por sí misma, excepto lo que constituye un placer o lo que 
		consiste en la ausencia de dolor-, hemos llegado, evidentemente, a una 
		cuestión de hecho y de experiencia que, como todas las cuestiones 
		semejantes, depende de la evidencia. Esto sólo se puede determinar por 
		la propia conciencia y observación, asistida por la observación de los 
		otros. Creo que estas fuentes de evidencia, consultadas imparcialmente, 
		declararán que el desear una cosa y encontrarla agradable, o el sentir 
		aversión hacia ella como dolorosa, son fenómenos enteramente 
		inseparables, o más bien dos partes del mismo fenómeno; hablando 
		estrictamente, son dos modos diferentes de nombrar un mismo hecho 
		psicológico: que pensar en un objeto como deseable (a no ser que se 
		desee por sus consecuencias), y pensar en él como agradable, son una y 
		la misma cosa; y que desear algo sin que el deseo sea proporcionado a la 
		idea de que es agradable, constituye una imposibilidad física y 
		metafísica. 
		Tan obvio me parece esto, que espero que apenas sea discutido. No se me 
		objetará que el deseo puede dirigirse últimamente hacia algo distinto 
		del placer y de la exención del dolor, sino que la voluntad es cosa 
		distinta del deseo; que una persona de virtud confirmada, o cualquier 
		otra persona cuyos propósitos sean firmes, lleva adelante sus propósitos 
		sin pensar en el placer que experimenta contemplándolos, o que espera 
		obtener de su cumplimiento; y persistirá en obrar así, aun cuando estos 
		placeres disminuyan mucho por transformaciones de su carácter, por 
		decaimiento de sus afecciones pasivas o por el aumento de dolor que la 
		prosecución de esos propósitos pueda ocasionarle. Admito todo esto, y lo 
		he declarado en otro lugar, tan positiva y enérgicamente como 
		cualquiera. La voluntad, fenómeno activo, es diferente del deseo, estado 
		de sensibilidad pasiva; y, aunque originariamente sea un vástago, con el 
		tiempo puede separarse del tronco y arraigar separadamente; tanto que, 
		en el caso de una intención habitual, en vez de querer una cosa porque 
		la deseamos, a menudo la deseamos sólo porque la queremos. 
		 
		Sin embargo, esto constituye un ejemplo más de ese hecho tan general que es el poder 
		del hábito y que no se limita, en modo alguno, al caso de las acciones 
		virtuosas. Muchas cosas indiferentes, que al principio se hicieron por 
		un motivo determinado, continúan haciéndose por hábito. Algunas veces 
		esto se hace inconscientemente; la conciencia llega después de la 
		acción. Otras veces se hace con volición consciente, pero con uno 
		volición que ha llegado a ser habituai y se pone en acción por la fuerza 
		del hábito, pudiendo oponerse a la preferencia deliberada, como a menudo 
		ocurre con aquellos que han contraído hábitos de indulgencia viciosa o 
		perjudicial. En tercero y último lugar, viene el caso en que el acto 
		habitual de la voluntad, en un momento determinado, no está en 
		contradicción con la intención general que ha prevalecido otras veces, 
		sino que la cumple: es el caso de la persona de virtud confirmada y de 
		todos los que persiguen deliberada y constantemente un fin determinado. 
		La distinción entre voluntad y deseo, así entendida, es un hecho 
		psicológico de gran importancia. Pero el hecho consiste solamente en 
		esto: que la voluntad, como todas las otras facultades con que estamos 
		constituídos, puede convertirse en hábito, y que nosotros podemos querer 
		por hábito lo que no deseamos por sí mismo, o lo que deseamos sólo 
		porque lo queremos. No es menos verdadero que, al comienzo, la voluntad 
		es producida enteramente por el deseo; incluyendo en esa palabra la 
		influencia repelente del dolor tanto como la atracción del placer. 
		
		 
		Dejemos a un lado la persona que tiene la firme voluntad de obrar bien, 
		y consideremos a aquel cuya voluntad virtuosa todavía es débil, 
		dominable por la tentación y no merecedora de una confianza total: ¿por 
		qué medios se la puede fortalecer? ¿Cómo puede ser virtuosa una voluntad 
		allí donde no existe con fuerza suficiente para ser implantada o 
		despertada? Sólo haciendo que la persona desee la virtud; haciéndole 
		pensar en ella como cosa agradable o exenta de dolor. Asociando el obrar 
		bien con el placer o el obrar mal con el dolor, o atrayendo, 
		impresionando o llevando a la persona a la experiencia de que el placer 
		va naturalmente unido a la una o el dolor es inherente a la otra, y de 
		que es posible hacer nacer la voluntad de ser virtuosos, voluntad que al 
		robustecerse obra sin ninguna consideración del placer o del dolor. La 
		voluntad es hija del deseo y sólo deja el dominio de su padre para pasar 
		al del hábito. El que una cosa sea resultado del hábito, no presupone 
		que sea intrínsecamente buena; y no habría ninguna razón para desear que 
		el objeto de la virtud se independizara del placer y del dolor, si la 
		influencia de las asociaciones agradables y dolorosas que excitan a la 
		virtud fuese insuficiente para dar una constancia infalible a la acción, 
		hasta que hubiera adquirido el apoyo del hábito. El hábito es la única 
		cosa que da certidumbre a la conducta y a los sentimientos. Para los 
		demás tiene gran importancia el poder confiar absolutamente en los 
		sentimientos y en la conducta de uno, y para uno la tiene el poder 
		confiar en si mismo. Por esto, únicamente debiera cultivarse esta 
		independencia habitual de la voluntad de obrar bien. Con otras palabras, 
		ese estado de la voluntad es un medio para un bien, pero no es 
		intrínsecamente un bien. Y ello no contradice la doctrina de que para 
		los hombres nada es bueno, excepto en cuanto sea en sí mismo agradable, 
		o constituya un medio de alcanzar el placer o evitar el dolor. 
		Pero si esta doctrina es verdadera, el principio de utilidad está 
		probado. Si es así, o no, debemos dejarlo ahora a la consideración del 
		lector reflexivo. 
		 
		 
		CAPÍTULO V 
		Sobre la relación que existe entre la justicia y la utilidad 
		En todas las edades de la especulación, uno de los más fuertes 
		obstáculos a la admisión de la doctrina de la utilidad o felicidad como 
		criterio del bien y del mal, se ha extraído de la idea de justicia. El 
		poderoso sentimiento y la noción, aparentemente clara, que esta palabra 
		evoca con rapidez y seguridad, que la asemejan a un instinto, ha 
		parecido a la mayoría de los pensadores la señal de una cualidad 
		inherente a las cosas. Ha parecido mostrar que la justicia existe en la 
		naturaleza como algo absoluto, genéricamente distinto de cualquier 
		variedad de la conveniencia, y que es una idea opuesta a ésta, aunque 
		(como suele reconocerse), al fin y al cabo, siempre va unida de hecho a 
		ella. 
		En este caso, lo mismo que cuando se trata de los otros sentimientos 
		morales, no hay ninguna conexión necesaria entre la cuestión de sus 
		orígenes y la de su fuerza obligatoria. El que un sentimiento nos sea 
		conferido por la Naturaleza, no legitima necesariamente todas sus 
		inspiraciones. El sentimiento de la justicia podrá ser un instinto 
		peculiar, y, sin embargo, podría exigir como todos los demás instintos 
		el control y la luz de una razón superior. Si tenemos instintos 
		intelectuales que dirigen nuestros juicios en un sentido determinado, lo 
		mismo que tenemos instintos animales que nos incitan a obrar en un 
		sentido particular, no hay ninguna necesidad de que los primeros sean en 
		su esfera más infalibles que los segundos en la suya. Bien puede ocurrir 
		que los primeros nos sugieran a veces juicios equivocados, y los 
		segundos acciones malas. Pues, aunque una cosa sea creer que tenemos un 
		sentimiento natural de la justicia, y otra reconocerlo como criterio 
		último, de hecho esas dos cuestiones están estrechamente relacionadas. 
		
		 
		La humanidad siempre está predispuesta a creer que todo sentimiento 
		subjetivo que no tenga otra expllcaclón determinada, es la revelación de 
		alguna realidad objetiva. Nuestra tarea aquí es determinar si la 
		realidad a que corresponde el sentimiento de la justicia necesita, tal 
		revelación especial; si la justicia o la injusticia de un acto es una 
		cosa intrínsecamente peculiar y distinta de todas las demás cualidades, 
		o sólo la combinación de algunas de ellas presentadas bajo un aspecto 
		particular. Para el objeto de esta investigación, tiene importancia 
		práctica determinar si el sentimiento mismo de justicia o injusticia es 
		un sentimiento sui generis, como las sensaciones de color o gusto, o un 
		sentimiento derivado, formado por la combinación de otros. Y es tanto 
		más importante examinar esto, cuanto que la gente en general se inclina 
		a reconocer que los dictados de justicia coinciden objetivamente con 
		parte del campo de la conveniencia general. 
		Pero, como el sentimiento 
		moral subjetivo de la justicia es diferente del que comunmente se le 
		atribuye a la simple conveniencia y, excepto en los casos extremados de 
		esta última, es mucho más imperativo en sus demandas, la gente encuentra 
		difícil ver en la justicia sólo una clase o rama particular de la 
		utilidad general. Piensan que la superioridad de su fuerza obligatoria 
		requiere un origen totalmente diferente. 
		Para arrojar luz sobre esta cuestión, es necesario tratar de averiguar 
		cuál es el carácter distintivo de la justicia o la injusticia, cuál es 
		la cualidad, si la hay, que se atribuye a todos los modos de conducta 
		designados como injustos (porque la justicia, como otros muchos 
		atributos morales, se define mejor por su contrario) y que los distingue 
		de los modos de conducta que, siendo desaprobados no son objeto de esa 
		clase especial de desaprobación. Si en todo lo que los hombres 
		acostumbran a caracterizar como justo o injusto está siempre presente 
		algún atributo o conjunto de atributos comunes, podemos juzgar si ese 
		particular atributo o combinación de atributos es capaz de cristallzar a 
		su alrededor un sentimiento con ese carácter e intensidad peculiares, en 
		virtud de las leyes generales de nuestra constitución emotiva, o si ese 
		sentimiento es inexplicable y debe considerarse como un don especial de 
		la Naturaleza. Si encontramos que lo primero es cierto, al resolver esta 
		cuestión habremos resuelto también el problema principal. Si es cierto 
		lo segundo, tendremos que buscar algún otro método de investigación. 
		Para encontrar los atributos comunes a una variedad de objetos, es 
		necesario empezar observando los objetos mismos bajo su forma concreta. 
		Por consiguiente, consideremos sucesivamente los varios modos de acción 
		y la variedad de disposiciones de los asuntos humanos que, según la 
		opinión más extendida, se clasifican como justos o injustos. Son muy 
		conocidas las cosas que excitan los sentimientos asociados a esos 
		epítetos. Poseen un carácter muy diverso, y les pasaré revista 
		rápidamente, sin estudiar sus particularidades. 
		En primer lugar, se considera muy injusto privar a cualquiera de su 
		libertad personal, su propiedad, o cualquier otra cosa que le pertenezca 
		por la ley. Aquí, por tanto, tenemos un ejemplo de la aplicación de los 
		términos justo o injusto, con un sentido perfectamente definido: que es 
		justo respetar e injusto violar los derechos legales de cualquiera. Pero 
		este juicio admite varias excepciones, que provienen de las otras formas 
		bajo las cuales se presentan las nociones de justicia e injusticia. Por 
		ejemplo, la persona que sufre esa privación puede (como dice la frase) 
		haber sido exonerada de esos derechos; caso sobre el cual volveremos 
		pronto. 
		En segundo lugar, los derechos legales de que es privada esa persona 
		pueden ser derechos que no debían haberle pertenecido; con otras 
		palabras, la ley que le confiere esos derechos puede ser una mala ley. 
		Cuando es así (lo que para el caso es lo mismo) o cuando se supone que 
		es así, serán distintas las opiniones sobre la justicia o injusticia de 
		la infracción. Algunos sostienen que ninguna ley, por mala que sea, 
		puede ser desobedecida por el ciudadano, que éste sólo puede mostrar su 
		oposición a ella, si es que puede, intentando que sea alterada por la 
		autoridad competente. Esta opinión la condenan los más ilustres 
		bienhechores de la humanidad, y a menudo protegería las instituciones 
		perniciosas de las únicas armas que en el estado actual de cosas tienen 
		alguna posibilidad de éxito contra ellas. La defienden los que se apoyan 
		en la conveniencia; principalmente por la importancia que tiene para el 
		interés común de la humanidad la inviolabilidad del sentimiento de 
		sumisión a la ley. 
		 
		Otras personas sostienen la opinión directamente 
		contraria de que cualquier ley que se juzgue mala puede desobedecerse 
		inocentemente, aunque no se considere injusta sino sólo no-conveniente. 
		Otros, en cambio, limitan la libertad de desobediencia al caso de las 
		leyes injustas. Pero entonces dicen algunos que todas las leyes que no 
		son convenientes son injustas, ya que todas las leyes imponen a la 
		humanidad cierta restricción de su libertad natural, que será injusta a 
		menos que venga legitimada por su tendencia al bien general. En medio de 
		esta diversidad de opiniones, parece admitirse universalmente que puede 
		haber leyes injustas y que, en consecuencia, la ley no es el criterio 
		último de justicia, sino que puede conceder un bien a una persona y un 
		mal a otra, cosa que la justicia condena. Sin embargo, siempre que se 
		juzgue injusta una ley, parece que se la considera injusta de la misma 
		manera que lo es, es decir, como infracción de los derechos de alguien. 
		Estos, por no poder considerarse, a su vez, derechos legales, reciben 
		una denominación distinta, y se les llama derechos morales. Podemos 
		decir, por tanto, que hay un segundo caso de injusticia consistente en 
		quitar o negar a una persona aquello a que tiene un derecho moral. 
		En tercer lugar, se considera universalmente justo que cada persona 
		reciba lo que merece (sea bueno o malo), e injusto que reciba un bien, o 
		que se le haga sufrir un mal que no merece. Esta es, quizá, la más clara 
		y enfática manera con que se concibe la idea de justicia. Como entraña 
		la noción de mérito, surge la cuestión ¿qué es lo que constituye el 
		mérito? Hablando de un modo corriente, se entiende que una persona 
		merece el bien si obra bien, el mal si obra mal. En un sentido más 
		particular, se dice que merece recibir el bien de aquellos con quienes 
		ha obrado bien y el mal de aquellos con quienes ha obrado mal. El 
		precepto de devolver bien por mal nunca se ha considerado como 
		cumplimiento de la justicia, sino como un caso en que las exigencias de 
		la justicia son eludidas por obediencia a otras consideraciones. 
		En cuarto lugar, se confiesa que es injusto faltar a la palabra dada; 
		violar un compromiso explícito o implícito, o defraudar las esperanzas 
		suscitadas por nuestra propia conducta, al menos, si hemos hecho 
		concebir esas esperanzas consciente y voluntariamente. Como las otras 
		obligaciones de justicia de que ya hemos hablado, esta última no se 
		considera como absoluta, sino como capaz de ser anulada por una 
		obligación de justicia más fuerte y opuesta a ella; o por una conducta 
		tal, por parte de la persona interesada, que nos exima de nuestra 
		obligación para con ella y constituya una pérdida del beneficio que 
		hubiera podido esperar. 
		En quinto lugar, se admite universalmente que la parcialidad es 
		incompatible con la justicia; lo mismo que mostrar a una persona favor o 
		preferencias sobre otra, en materias en que el favor y la preferencia no 
		se aplican con propiedad. Sin embargo, no parece que haya de 
		considerarse la imparcialidad como un deber en sí, sino, más bien, como 
		un instrumento para otro deber; porque se admite que el favor y la 
		preferencia no son siempre censurables, y, en realidad, los casos en que 
		se condenan constituyen una excepción más bien que una regla. 
		Probablemente se condenaría, en vez de aplaudirla, a la persona que no 
		diese a su familia o amigos la superioridad sobre los extraños, cuando 
		pudiera hacerlo sin faltar a ningún otro deber; y nadie pensará que es 
		injusto dirigirse con preferencia a una persona en calidad de amigo, 
		pariente o compañero. La imparcialidad, cuando se trata del derecho, es 
		naturalmente obligatoria, pero entonces está comprendida en la 
		obligación más general de dar a cada uno lo suyo. Un tribunal, por 
		ejemplo, debe ser imparcial, porque está destinado a adjudicar (sin 
		tener en cuenta otras consideraciones) un objeto disputado a aquella de 
		las partes que tenga derecho a poseerlo. Hay otros casos en que 
		imparcialidad significa no dejarse influir más que por el mérito; es el 
		caso de los que, en calidad de jueces, preceptores o padres, conceden 
		premios y castigos en cuanto tales. 
		También hay casos en que significa 
		dejarse influir sólo por la consideración de interés público; como 
		cuando se elige entre los candidatos a un empleo del gobierno. En 
		resumen, se puede decir que la imparcialidad, en cuanto obligación de 
		justicia; quiere decir: dejarse influir exclusivamente por las 
		consideraciones que se suponen deben influir sobre el caso particular de 
		que se trata, y resistir la solicitación de los motivos que inclinan a 
		una conducta diferente de la que aquellas consideraciones dictarían. 
		Intimamente ligada a la idea de la imparcialidad, está la de igualdad. A 
		menudo entra a formar parte de la concepción de la justicia y de su 
		práctica, y, a los ojos de muchos, constituye su esencia. 
		 
		Pero aquí, más 
		que en otros casos, la concepción de la justicia varía según las 
		diferentes personas, y estas variaciones se adaptan siempre a su 
		concepción de la utilidad. Toda persona sostiene que la igualdad es 
		dictada por la justicia, excepto en los casos en que la utilidad 
		requiere desigualdad. La justicia, que da igual protección a los 
		derechos de todos, es sostenida por todos los que defienden las 
		desigualdades más atroces en los derechos mismos. Incluso en los países 
		en que existe la esclavitud, se admite teóricamente que los derechos del 
		esclavo, sean cuales fueren, son tan sagrados como los del señor, y que 
		un tribunal que no los apoya con el mismo rigor está falto de justicia. 
		En cambio las instituciones que apenas dejan al esclavo derechos que 
		respetar no son declaradas injustas, porque no se consideran 
		inconvenientes. Los que piensan que la utilidad exige diferencias de 
		rango, no consideran injusto que las riquezas y los privilegios sociales 
		se repartan desigualmente; pero los que creen que esta desigualdad no es 
		conveniente, consideran que aquello es injusto también. 
		 
		Todo el que 
		piensa que el gobierno es necesario, no considera injusticia la 
		desigualdad que constituye el dar a los magistrados poderes que no se 
		conceden al pueblo. Incluso entre los que profesan doctrinas 
		igualitarias, se dan tantas ideas de la justicia como diferencias de 
		opinión sobre la utilidad. Algunos comunistas consideran injusto que el 
		producto del trabajo de la comunidad sea compartido según otro principio 
		que el de una exacta igualdad; otros consideran justo que reciban más 
		aquellos cuya necesidad es mayor; otros, en cambio, consideran justo que 
		quienes trabajan más, o quienes producen más, o quienes prestan 
		servicios más valiosos a la comunidad, puedan reclamar justamente una 
		participación mayor en el reparto del producto. Y se puede apelar 
		plausiblemente al sentido de la justicia natural a favor de cada una de 
		estas opiniones. 
		Entre tantas aplicaciones diversas del término justicia, que, sin 
		embargo, no se considera ambiguo, resulta algo difícil aprehender el 
		enlace ideal que las une, y del cual depende el sentimiento moral que se 
		vincula a la palabra. Ante estos obstáculos, quizá pueda servir de ayuda 
		la historia de la palabra, tal como la indica su etimología. 
		En casi todas, si no en todas, las lenguas la etimología de la palabra 
		correspondiente a justo, señala claramente un origen vinculado a las 
		ordenanzas de la ley. Justum es una forma de jussum, lo que ha sido 
		ordenado. (Palabra en griego que nos resulta imposible reproducir, 
		Chantal López y Omar Cortés) procede directamente de (vocablo griego que 
		no podemos reproducir, Chantal López y Omar Cortés), solicitud legal. 
		Recht, palabra que dió origen a right (justo, legítimo), y righteous 
		(derecho, justo) es un sinónimo de ley. Los tribunales de la justicia, y 
		la administración de la justicia son los tribunales y la administración 
		de la ley. La justice, en francés, es el término empleado para indicar 
		la judicatura. No estoy cometiendo la falacia, atribuída con visos de 
		verdad a Horne Tooe, de suponer que una palabra debe seguir significando 
		lo que originalmente significó. La etimología proporciona una escasa 
		evidencia de lo que una palabra significa ahora, pero es la mayor 
		evidencia de cómo se originó. 
		Creo que no puede haber duda de que la 
		idée mere, el elemento primitivo en la formación de la noción de 
		justicia, fue la conformidad a la ley. Esto constituyó la idea entera de 
		justicia entre los hebreos, hasta el nacimiento del cristianismo; cosa 
		que era de esperar de un pueblo cuyas leyes trataban de abarcar todos 
		los asuntos que requerían preceptos, y que creyó que aquellas leyes eran 
		una emanación directa del Ser Supremo. Pero otras naciones, en 
		particular los griegos y romanos, que sabían que sus leyes procedían 
		originariamente de los hombres y seguían originándose así, no temieron 
		admitir que aquellos hombres podían hacer leyes malas; podían hacer por 
		la ley las mismas cosas que, hechas por los individuos con idénticos 
		motívos, pero sin la sanción de la ley, se llamarían injustas. De aquí 
		que el sentimiento de lo injusto llegara a vincularse no a todas las 
		violaciones de la ley, sino solamente a las de aquellas leyes que 
		debieran existir, incluyendo las que debieran existir, pero no existen, 
		y las mismas leyes existentes de hecho, aun suponiendo que eran 
		contrarias a lo que debe ser la ley. De esta manera, la idea de la ley y 
		de sus mandatos todavía ha seguido predominando en la concepción de la 
		justicia, aun cuando las leyes actualmente vigentes hayan dejado de 
		aceptarse como modelo. 
		Es verdad que la humanidad considera la idea de la justicia y de sus 
		obligaciones como aplicables a muchas cosas que ni son, ni se desea que 
		sean reguladas por la ley. Nadie desea que las leyes intervengan en su 
		vida privada; y, sin embargo, todos reconocen que, en su conducta 
		diaria, una persona puede mostrarse y se muestra justa o injusta. Pero, 
		incluso aquí, la idea de infracción de lo que debe ser la ley persiste 
		bajo una forma modificada. Siempre nos causará placer y estará en 
		armonía con nuestro sentimiento de lo adecuado el que se castiguen los 
		actos que consideramos injustos, aunque no siempre creamos conveniente 
		que esto lo hagan los tribunales. Pero renunciamos a ese placer si han 
		de sobrevenir inconvenientes accidentales. 
		 
		Nos alegraríamos al ver 
		recompensada la conducta justa y castigada la injusticia, incluso en los 
		detalles ínfimos, si, con razón, no temiéramos dar a los magistrados un 
		poder ilimitado sobre los individuos. Cuando pensamos que una persona 
		tiene que hacer una cosa en justicia, resulta un modo corriente de 
		hablar decir que debe ser obligada a hacerlo. Nos satisfaría ver que la 
		obligación se ponía en vigor por alguien que tuviera poder para ello. Si 
		vemos que la sanción de la ley a la ejecución del hecho presenta algún 
		inconveniente, lamentamos la imposibilidad, consideramos como un mal la 
		impunidad dada a la injusticia y procuramos remediarlo haciendo caer 
		sobre el culpable todo el peso de nuestra desaprobación y la del 
		público. Así, la idea del constreñimiento legal es todavía el origen de 
		la noción de justicia, aunque haya sufrido varias transformaciones antes 
		de llegar a ser una noción completa, tal como existe en un estado 
		avanzado de la sociedad. 
		Creo que lo anterior es una explicación aproximada del origen y 
		desarrollo progresivo de la idea de justicia. Pero debemos observar que, 
		hasta aquí, no contiene nada que distinga la obligación moral de la 
		obligación en general. Porque la verdad es que la idea de sanción penal, 
		que constituye la esencia de la ley, no sólo entra en la concepción de 
		la injusticia, sino en la de cualquier clase de perjuicio. No 
		calificamos de injurioso un acto, a no ser que queramos indicar que la 
		persona que lo realiza debe ser castigada de un modo o de otro, si no 
		por la ley, por la opinión de sus semejantes; si no por la opinión, por 
		los reproches de su propia conciencia. Esta parece ser la clave de la 
		distinción entre moralidad y simple conveniencia: es una parte de la 
		noción de deber, en cualquiera de sus formas, el que una persona pueda 
		ser iegitimamente obligada a cumplirlo. 
		 
		El deber es cosa que puede 
		exigirse a una persona lo mismo que se exige el pago de una deuda. No 
		consideramos como deber de una persona más que lo que puede exigírsele. 
		Por razones de prudencia, o por el interés de los demás, puede 
		discutirse la exigencia efectiva del deber; pero la persona misma, se 
		entiende claramente, no tiene derecho a quejarse. Por el contrario, hay 
		otras cosas que desearíamos que se hicieran, que nos gustaría o atraería 
		nuestra admiración el que se hicieran, que quizá nos desagradaría o 
		suscitaría nuestro desprecio el que no se hicieran. Y, sin embargo, no 
		creemos que otros tengan que hacerlas; no son casos de obligación moral, 
		no los condenamos, esto es, no creemos que merezcan un castigo. Cómo 
		llegamos a las ideas de castigo merecido o inmerecido, es cosa que quizá 
		se vea después; pero creo que no cabe duda de que esta distinción yace 
		en el fondo de las nociones de justicia e injusticia. 
		Calificamos de 
		injusta una conducta, o empleamos, en vez de ésa, otra palabra que 
		indica aversión o desprecio, según consideremos que una persona debe o 
		no ser castigada a causa de esa conducta. Decimos que seria justo obrar 
		de esta o de la otra manera, según deseemos ver a la persona en cuestión 
		obligada, o sólo persuadida y exhortada a obrar de esa manera (1). 
		Así pues, si ésta es la diferencia caracteística que separa no a la 
		justicia, sino a la moral en general, de las restantes regiones de la 
		conveniencia y el mérito, queda aún por averiguar qué es lo que 
		distingue la justicia de las otras ramas de la moral. Ahora bien, se 
		sabe que los moralístas dividen los deberes morales en dos clases, 
		designadas con las desacertadas expresiones de deberes de obligación 
		perfecta y deberes de obligación imperfecta. Estos últimos son aquellos 
		que obligan a la realización del acto, pero dejan a nuestra elección la 
		ocasión particular en que se ha de realizar. Es el caso de la caridad o 
		beneficencia que estamos obligados a practicar pero no con una persona 
		determinada ni en un tiempo prescripto. En el lenguaje más preciso de la 
		filosofía del derecho, deberes de obligación perfecta son aquellos en 
		virtud de los cuales reside un derecho correlativo en una o varias 
		personas; deberes de obligación imperfecta son aquellas obligaciones 
		morales que no dan lugar a ningún derecho. Creo que se encontrará que 
		esta distinción coincide exactamente con la que existe entre la justicia 
		y las otras obligaciones de la moral. En nuestro examen de las varias 
		acepciones populares de la justicia, el término parece implicar 
		generalmente la idea de un derecho personal; un título concedido a uno o 
		más individuos, como el que da la ley cuando confiere una propiedad u 
		otro derecho legal. 
		Si la injusticia consiste en privar de lo que posee a una persona o en 
		faltar a la palabra dada, o en tratarla peor de lo que merece o peor que 
		a cualquier otra que no tenga mejores derechos, en cada uno de estos 
		casos se suponen dos cosas: un mal causado, y una persona determinada a 
		la que se ha causado el mal. También puede cometerse una injusticia 
		tratando a una persona mejor que a otra; pero el mal en este caso se 
		hace a las otras personas, que son también determinadas personas. Me 
		parece que esta particularidad de un caso dado -un derecho perteneciente 
		a una persona y correlativo a una obligación moral- constituye la 
		diferencia específica entre justicia y generosidad o beneficencia. La 
		justicia implica algo que no sólo es de derecho hacer, y que es un mal 
		no hacerlo, sino que nos puede ser exigido por una persona como derecho 
		moral suyo. Nadie tiene derecho moral a nuestra generosidad o 
		beneficencia, porque no estamos moralmente obligados a practicar esas 
		virtudes con ningún individuo determinado. 
		 
		Y se encontrará lo mismo que 
		se encuentra en toda definición correcta: que los ejemplos que parecen 
		chocar con ella son los que más la confirman. Porque si un moralista, 
		intenta, como han hecho algunos, probar que la humanidad en general, no 
		un individuo determinado, tiene derecho a todo el bien que podamos 
		hacer, con esa tesis incluye inmediatamente la generosidad y la 
		beneficencia en la categoría de la justicia. Está obligado a decir que 
		nuestros esfuerzos supremos son debidos al prójimo, asimilándolos así a 
		una deuda, o que no podemos devolver menos, que eso a cambio de lo que 
		la sociedad hace por nosotros, con lo que se clasifican así estos casos 
		entre los de gratitud. Es decir, ambas alternativas entran en la que se 
		reconoce como justicia. Dondequiera que se dé un derecho, se trata de un 
		caso de justicia, y no de beneficencia. 
		 
		Quienquiera que ponga la 
		distinción entre justicia y moral en general donde nosotros la hemos 
		puesto, encontrará que no puede distinguirlas en absoluto; sino que 
		reduce toda la moral a la justicia. 
		Habiendo intentado así determinar los elementos distintivos que entran 
		en la composición de la idea de justicia, estamos preparados para entrar 
		en la investigación de si el sentimiento que acompaña a dicha idea se 
		vincula a ella por un don especial de la naturaleza, o si, por alguna 
		ley conocida, ha podido originarse fuera de la idea misma y, en 
		particular, si puede haberse originado por la consideración de la 
		utilidad en general. 
		Yo pienso que el sentimiento mismo no procede de lo que se llama 
		comúnmente, o correctamente, idea de la conveniencia; pero que si el 
		sentimiento no procede de ella, lo que tiene de moral sí. 
		Hemos visto que los dos ingredientes esenciales del sentimiento de 
		justicia son el deseo de castigar a las personas que han causado un mal 
		y el conocimiento o la creencia de que hay uno o varios individuos 
		determinados que han sufrido el mal. 
		Me parece, entonces, que el deseo de castigar a la persona que ha
		ocasionado un mal a algunos 
		individuos es un producto espontáneo de dos sentimientos, ambos con una 
		intensidad superior a la natural que son o parecen ser instintos: el 
		impulso a la defensa propia, y la simpatía. 
		Es natural sentir, y repeler o vengar, todo daño o intento de daño 
		realizado contra nosotros mismos o contra aquellos con quienes 
		simpatizamos. No es necesario discutir aquí el origen de este 
		sentimiento. 
		 
		Sea un instinto o el resultado de la inteligencia, sabemos 
		que es común a toda la naturaleza animal; porque todo animal intenta 
		dañar a aquel que le ha dañado, o al que piensa que le va a dañar, e 
		incluso a sus crías. Los seres humanos se diferencian aquí de los 
		animales en dos particularidades solamente. Primero, son capaces de 
		simpatizar, no sólo con su prole o, como algunos de los animales más 
		nobles, con otros animales buenos para ellos, sino con todos los seres 
		humanos e, incluso, con todos los seres sensibles. Segunda, poseen una 
		inteligencia más desarrollada, que da mayor amplitud a todos sus 
		sentimientos, sean personales o de simpatía. En virtud de esta 
		inteligencia superior, y aun prescindiendo de la superioridad de sus 
		sentimientos de simpatía, el ser humano es capaz de concebir una 
		comunidad de intereses con la sociedad de que forma parte, de tal modo 
		que, cualquier conducta que amenaza la seguridad de la sociedad en 
		general, está amenazando la suya propia y despierta su instinto (si es 
		que se trata de un instinto) de defensa propia. La misma superioridad de 
		inteligencia, unida a la facultad de simpatizar con la generalidad de 
		los seres humanos, le capacita para adherirse a las ideas colectivas de 
		tribu, nación o humanidad, de tal manera que cualquier perjuicio causado 
		a ellas despierta su instinto de simpatía y le impulsa a la defensa. 
		El sentimiento de justicia, considerado bajo uno de sus elementos, que 
		es el deseo de castigar, es, pues, según creo, el sentimiento natural de 
		represalia o venganza aplicado por el intelecto y la simpatía a aquellos 
		males que nos hieren y, a través de nosotros, hieren a la sociedad. Este 
		sentimiento, en sí mismo, no tiene nada de moral; la moral es la 
		subordinación exclusiva a las simpatías sociales, de forma que espere y 
		obedezca su llamada. Porque este sentimiento natural tendería a que nos 
		resintiéramos indistintamente por todo lo que nos resultara 
		desagradable; pero cuando dicho sentimiento se convierte en moral por 
		obra del sentimiento social, actúa sólo en un sentido conforme al bien 
		general. Una persona justa siente el daño causado a la sociedad, aunque 
		no sea un daño causado a ella misma, y no siente el daño causado a ella 
		misma, aunque sea doloroso, a no ser que se trate de un daño cuya 
		represión interesa también a la sociedad. 
		No es objeción contra esta teoría decir que, cuando nuestro sentimiento 
		de la justicia se ve herido, no pensamos en la sociedad, ni en ningún 
		interés colectivo, sino sólo en el caso individual. En efecto, es 
		bastante común, aunque no sea digno de alabanza, sentir resentimiento 
		únicamente porque hemos sufrido un daño. Pero una persona cuyo 
		resentimiento constituye verdaderamente un sentimiento moral, es decir, 
		una persona que, antes de permitirse a sí misma el resentirse por un 
		acto, considera primero si es condenable, esa persona, aunque no pueda 
		decirse que obra expresamente por el interés de la sociedad, siente 
		ciertamente, que está observando una regla beneficiosa para los otros 
		tanto como para ella misma. Si no siente esto, si está considerando el 
		acto sólo en cuanto le afecta personalmente, no es conscientemente 
		justa; no está interesada por la justicia de sus actos. 
		Esto es admitido 
		incluso por los moralistas antiutilitaristas. Cuando Kant (como antes 
		señalamos) propone como principio fundamental de la moral: Obra de 
		manera que tu regla de conducta pueda ser adoptada como ley por todos 
		los seres racionales, reconoce virtualmente que el interés de la 
		humanidad como colectividad, o al menos el de la humanidad considerada 
		indistintamente, debe estar presente en la mente de la gente cuando 
		decide conscientemente sobre la moralidad de un acto. De no ser asi, 
		usaría palabras sin significado: porque el que una regla, incluso del 
		más exacerbado egoísmo, no pueda ser adoptada por todos los seres 
		racionales -el que en la naturaleza de las cosas haya algún obstáculo 
		insuperable a su adopción- no es cosa que pueda sostenerse 
		plausiblemente. Para dar algún significado al principio de Kant, su 
		sentido tendría que ser que debemos conformar nuestra conducta a una 
		regla que todos los seres racionales podrían adoptar con beneficio para 
		sus intereses colectivos. 
		Para recapitular: la idea de justicia supone dos cosas: una regla de 
		conducta y un sentimiento que sanciona la regla. Lo primero debe 
		suponerse que es algo común a toda la humanidad y encaminado a su bien. 
		Lo otro (el sentimiento) es el deseo de que sufran un castigo los que 
		infringen la regla. Aquí está implicitamente añadida la idea de que 
		alguna persona determinada sufre por la infracción y sus derechos (para 
		usar la expresión apropiada al caso) son violados con ello. El 
		sentimiento de justicia me parece ser el deseo animal de repeler o 
		vengar una injuria o daño causado a uno mismo o a aquellos con quienes 
		uno simpatiza, deseo que se extiende a todas las personas a causa de la 
		capacidad humana para extender la simpatía, y de concepción humana del 
		egoismo inteligente. La moralidad del sentimiento deriva de estos 
		últimos elementos; de los primeros, su peculiar impresionabilidad y la 
		energía para afirmarse a sí mismo. 
		He tratado de paso la idea de un derecho que reside en la persona 
		injuriada y es violado por la injuria, no como un elemento separado en 
		la composición de la idea y el sentimiento, sino como una de las formas 
		bajo las cuales se ocultan los otros dos elementos. Estos elementos son: 
		por un lado el daño causado a una o varias personas determinadas; por 
		otro, la exigencia del castigo. Un examen de nuestra propia conciencia 
		mostrará, según creo, que estas dos cosas incluyen todo lo que queremos 
		indicar cuando hablamos de la violación de un derecho. Cuando decimos 
		que una cosa constituye el derecho de una persona, queremos decir que 
		tiene una pretensión válida a que la sociedad le proteja en su 
		propiedad, sea por la fuerza de la ley, sea por la de la educación y la 
		opinión. Si tiene lo que por cualquier causa consideramos títulos 
		suficientes para que la sociedad le garantice la posesión de algo, 
		decimos que tiene derecho a ello. Si deseamos probar que algo no le 
		pertenece de derecho, pensamos que esto estará realizado en cuanto se 
		admita que la sociedad no debe tomar medidas para asegurárselo, sino que 
		debe abandonarla a su suerte o a sus propias fuerzas. Así, decimos que 
		una persona tiene derecho a lo que puede ganar limpiamente en 
		competición profesional, porque la sociedad no debe permitir a otra 
		persona que estorbe sus esfuerzos por ganar de esa manera todo lo que 
		pueda. Pero esa persona no tiene derecho a ganar trescientas libras al 
		año, aunque pueda ocurrir que las gane, porque la sociedad no está 
		llamada a procurar que gane esa suma. Por el contrario, si posee diez 
		mil libras colocadas al tres por ciento, tiene derecho a trescientas 
		libras anuales porque la sociedad ha contraído la obligación de 
		proporcionarle un rédito de esa suma. 
		Tener derecho, pues, es tener algo cuya posesión debe garantizar la 
		sociedad. Si cualquier objetante me pregunta por qué lo debe, no puedo 
		darle otra razón que la de la utilidad general. Si esa expresión no 
		parece indicar con intensidad suficiente la fuerza de la obligación, ni 
		explicar la energía peculiar del sentimiento, es porque en la 
		composición del sentimiento entra, no sólo un elemento racional, sino 
		también un elemento animal, la sed de la represalia; y la intensidad de 
		esta sed, lo mismo que la justificación moral, se derivan de la clase de 
		utilidad extraordinariamente importante e impresionante a que se 
		refieren. El interés que entrañan es el de la seguridad, interés que 
		ante los sentimientos de cada uno, es el más importante de todos los 
		humanos. Todos los otros bienes terrenos son necesitados por esa 
		persona, pero no por la otra; muchos, si es necesario, pueden ser 
		abandonados o sustituídos alegremente por otros; pero ningún ser humano 
		puede obrar sin la seguridad. 
		 
		De ella depende toda nuestra inmunidad al 
		mal y el valor total de todos y cada uno de los bienes cuando queremos 
		que ese valor sea duradero. Nada tendría valor para nosotros, excepto el 
		bien que dura un instante, si un momento después pudiéramos ser privados 
		de todo por cualquiera que fuere, momentáneamente, más fuerte que 
		nosotros. Ahora bien, esto que, después del alimento físico, es la más 
		indispensable de las cosas necesarias, no puede existir a menos que la 
		maquinaria encargada de producirlo se mantenga funcionando 
		ininterrumpidamente. 
		 
		Por consiguiente, la idea del derecho que tenemos a 
		asociarnos con el prójimo, para mantener seguros los cimientos de 
		nuestra existencia, reúne a su alrededor unos sentimientos tanto más 
		intensos que los conespondientes a cualquier otro caso de utilidad, 
		cuanto su diferencia de grado (como ocurre a menudo en psicología) se 
		convierte en una verdadera diferencia de especie. El derecho asume ese 
		carácter absoluto, esa aparente infinitud e inconmensurabilidad respecto 
		de las otras consideraciones, que constituye la diferencia existente 
		entre el sentimiento de lo justo y lo injusto y entre lo que es 
		ordinariamente conveniente y lo perjudicial. Los sentimientos 
		correspondientes son tan poderosos, y contamos tan positivamente con 
		encontrar sentimientos iguales en los demás (en todos los que están 
		igualmente interesados) que el debieran y el podrían se convierte en el 
		deben, y este reconocimiento de lo que es indispensable llega a ser una 
		necesidad moral análoga a la física y, frecuentemente, no inferior a 
		ella en cuanto a fuerza obligatoria. 
		Si el análisis precedente, o alguno semejante, no son la exposición 
		correcta de la noción de justicia; si la justicia es totalmente 
		independiente de la utilidad, y constituye un criterio per se, que el 
		espíritu puede reconocer por simple introspección, resulta difícil 
		entender por qué es tan ambiguo ese oráculo interior, y por qué tantas 
		cosas se muestran alternativamente como justas o injustas, según la luz 
		con que se las mira. 
		Se nos dice continuamente que la utilidad es un criterio incierto, que 
		cada persona lo interpreta de un modo distinto, y que no hay seguridad a 
		no ser en los dictados inmutables, imborrables e incontestables de la 
		justicia que llevan su evidencia en sí mismos, y son independientes de 
		las fluctuaciones de la opinión. Uno supondría, a causa de esto, que no 
		puede haber lugar a controversia en cuestiones de justicia; que si la 
		adoptáramos como regla, sus aplicaciones a un caso dado suscitarían tan 
		pocas dudas como una demostración matemática. Pero esto se encuentra tan 
		lejos de ser cierto, que hay tantas diferencias de opinión, y tantas 
		discusiones en torno de lo que sea justo, como en torno de lo que sea 
		útil para la sociedad. No sólo hay diferentes nociones individuales y 
		nacionales de la justicia, sino que en la mente del mismo individuo, la 
		justicia no constituye una regla, principio o máxima únicos, sino 
		muchos, que no siempre coinciden en sus dictámenes y que, al escoger 
		entre ellas, el individuo se guía por algún criterio extraño o por sus 
		propias predilecciones personales. 
		Por ejemplo, hay algunos que dicen que es injusto castigar a nadie con 
		el fin de dar ejemplo a los otros; que el castigo es justo sólo cuando 
		se hace por el bien del mismo que sufre. Otros sostienen el extremo 
		contrario, afirmando que castigar por su bien a personas que ya tienen 
		años para discernir, es despotismo e injusticia, ya que, si se trata de 
		su bien, nadie tiene derecho a controlar el juicio con que ellos mismos 
		han decidido la cuestión. En cambio, es justo castigar para prevenir el 
		mal que se puede ocasionar a los demás y éste es el ejercicio del 
		derecho legítimo a la propia defensa. Mr. Owen afirma, además, que es 
		injusto castigar en absoluto, porque el criminal no se ha dado a sí 
		mismo su carácter. Su educación y las circunstancias que le rodean le 
		han hecho criminal, y él no es responsable de ella. Todas estas 
		opiniones son muy plausibles; y mientras esta cuestión siga 
		discutiéndose, solamente en cuanto cuestión de justicia, sin descender 
		hasta los principios que subyacen a la justicia y constituyen la fuente 
		de su autoridad, no veo cómo podrá refutarse ninguno de esos 
		razonamientos. Porque, en realidad, cada uno de los tres descansa sobre 
		reglas de justicia reconocidas como verdaderas. 
		 
		El primero señala la 
		injusticia que hay en aislar a un individuo y hacerle sacrificarse, sin 
		su consentimiento, por bien de los demás. El segundo se basa en la 
		reconocida justicia de la propia defensa, y en que se admite como 
		injusticia el forzar a una persona a adaptarse a las nociones que tienen 
		otros sobre qué constituye el bien. Los partidarios de Mr. Owen invocan 
		el principio de que es injusto castigar a alguien por lo que no puede 
		evitar. 
		Todas estas opiniones triunfan mientras no se las obliga a tomar en 
		consideración cualquier máxima de justicia distinta de la que han 
		escogido; pero tan pronto como las varias máximas son comparadas entre 
		sí, cada una de las opiniones en disputa parece tener que defenderse 
		tanto como las otras. Ninguna de ellas puede llevar adelante su 
		correspondiente noción de la justicia sin atropellar otra noción 
		igualmente obligatoria. Estas son las dificultades; siempre se las ha 
		considerado como tales; y se han inventado muchos expedientes para 
		soslayarlas más que para vencerlas. Como refugio a la última de las tres 
		dificultades, imaginaron los hombres lo que se llamó libertad de la 
		voluntad. Pensaron que no era posible justificar el castigar a un hombre 
		cuya voluntad se encontrara en un estado totalmente aborrecible, a no 
		ser suponiendo que había llegado a ese estado sin ninguna influencia de 
		circunstancias anteriores. 
		 
		Para escapar a las otras dificultades, la 
		invención favorita ha sido la de un contrato por el cual, en un período 
		desconocido, todos los miembros de la sociedad se habrían comprometido a 
		obedecer las leyes, consintiendo en ser castigados por cualquier 
		desobediencia. Con ello habrían dado a sus legisladores el derecho a 
		castigarlos por su propio bien o por el de la sociedad, derecho que se 
		suponía no hubieran recibido en otro caso. Se consideró que esta feliz 
		idea deshacía toda la dificultad y legitimaba la inflicción del castigo 
		en virtud de otra máxima de justicia ya aceptada: Volenti non fit 
		injuria, lo que se hace con el consentimiento de la persona que se 
		supone perjudicada no es injusto. Apenas necesito señalar que, aun 
		cuando el consentimiento no fuese una mera ficción, esta máxima no 
		tendría una autoridad superior a la de las otras que trata de 
		substituir. Por el contrario, es un ejemplo instructivo de la manera 
		vaga e irregular como se originan los supuestos principios de justicia. 
		Este principio particular se introdujo para responder a las groseras 
		exigencias de los tribunales de justicia, que a menudo se ven obligados 
		a contentarse con suposiciones inciertas, a fin de evitar los males 
		mayores, males que acarrearía cualquier intento, por su parte, de emitir 
		un dictamen más exacto. Pero incluso los tribunales de justicia se ven 
		imposibilitados para adherirse sólidamente a esa máxima, ya que admiten 
		que los compromisos voluntarios pueden anularse sobre la base del fraude 
		y, a veces, del mero error o falsa información. 
		Una vez más, cuando se admite la legitimidad del castigo; ¡cuántas 
		nociones contrarias de la justicia surgen a la luz en el momento de 
		discutir la proporción de castigo apropiada a la ofensa! Ninguna ley 
		solicita el sentimiento espontáneo de justicia con tanta fuerza como la 
		Lex talionis, ojo por ojo, diente por diente. Aunque este principio de 
		las leyes judía y mahometana haya sido generalmente abandonado en Europa 
		como máxima práctica, supongo que muchos espíritus sienten por él una 
		secreta preferencia. Cuando el castigo a una ofensa se realiza 
		casualmente, según ese criterio, la sensación general de satisfacción 
		que se sigue, da testimonio de lo natural que es el deseo del pago en 
		especie. Para muchos, la prueba de que un castigo es justo reside en que 
		el castigo sea proporcionado a la ofensa; la cual significa que debe 
		medirse exactamente por la culpabilidad moral del acusado (cualquiera 
		que sea el criterio para medir la culpabilidad moral). Estiman esas 
		personas que la apreciación de la cantidad de castigo necesaria para 
		prevenir la ofensa no tiene nada que ver con la justicia. Otros, en 
		cambio, sostienen que esa apreciación lo es todo, y que es injusto, al 
		menos entre hombres, infligir al projimo, cualquiera que sea la ofensa, 
		una cantidad de sufrimientos mayor de la que basta para impedirle recaer 
		e impedir que los demás imiten su mala conducta. 
		Tenemos otro ejemplo de un asunto al cual nos hemos referido ya. En una 
		cooperativa industrial, ¿es justo o no que el talento y la habilidad den 
		derecho a una remuneración superior? La respuesta negativa se apoya en 
		que quien hace todo lo que puede, tiene los mismos méritos que los otros 
		y, en justicia, no debe ser colocado en una posición inferior si no ha 
		cometido ninguna falta; que la capacidad superior tiene ya ventajas más 
		que suficientes por la admiración que suscita, la influencia personal 
		que ejerce y la fuente de satisfacción íntima que constituye, sin 
		añadirle una participación superior en los bienes del mundo y que, para 
		ser justa, la sociedad debe compensar a los menos favorecidos, en vez de 
		afligirlos por esta desigualdad inmerecida en las ventajas. La opinión 
		contraria sostiene que la sociedad recibe más del trabajador más 
		eficiente; que, siendo más útiles sus servicios, la sociedad le debe 
		pagar más; que su trabajo representa, de hecho, una parte mayor en el 
		resultado total, y no reconocerle sus derechos es una especie de robo; 
		que si sólo ha de recibir lo mismo que los otros, sólo se le puede 
		exigir lo mismo que a ellos, debiendo aportar una cantidad menor de 
		tiempo y esfuerzos, en proporción a la superioridad de su eficiencia. 
		¿Quién decidirá entre estos dos principios de justicia opuestos? La 
		justicia presenta en este caso dos lados; es imposible armonizarlos, y 
		los dos adversarios escogen lados opuestos. El uno sólo vé lo que es 
		justo que reciba el individuo; el otro, lo que es justo que dé la 
		comunidad. Cada uno, desde su punto de vista, es invencible; y toda 
		elección entre los dos, si se hace en el terreno de la justicia, ha de 
		ser perfectamente arbitraria. Sólo la utilidad social puede decidir la 
		preferencia. 
		Una vez más, ¡cuántos y cuán irreconciliables son los criterios de 
		justicia a que se hace referencia al discutir la repartición de los 
		impuestos! Una opinión es que el pago al Estado debiera hacerse en 
		proporción a los medios pecuniarios. Otros creen que la justicia dicta 
		lo que llaman impuesto proporcional, por el cual se exige un porcentaje 
		mayor a aquellos que tienen más para gastar. Desde el punto de vista de 
		la justicia natural, podrían encontrarse sólidas razones para desatender 
		los medios económicos y pedir a todos la misma suma absoluta (siempre 
		que sea posible), lo mismo que todos los subscriptores de una comida, o 
		de un club, pagan la misma suma por los mismos privilegios, estén o no 
		igualmente capacitados para sufragar los gastos. 
		Puesto que (como podría decirse) la protección de la ley y del gobierno 
		se da para todos, y todos la exigen, no hay ninguna injusticia en hacer 
		que todos la paguen al mismo precio. Se considera una justicia, no una 
		injusticia, el que un comerciante cobre a todos los clientes el mismo 
		precio por un mismo artículo, y no un precio distinto, de acuerdo con 
		los distintos medios de pago. Esta doctrina, aplicada a la regulación de 
		los impuestos, no encuentra abogados porque choca fuertemente con los 
		sentimientos humanitarios y las ideas sobre la conveniencia social; pero 
		el principio de justicia que invoca es tan verdadero y tan obligatorio 
		como los otros que podrían oponérsele. Por ello ejerce una influencia 
		tácita en la línea de defensa que se emplea para otros modos de 
		tasación. Hay gente que, como justificación a que el rico pague más 
		impuestos, se cree obligada a argumentar que el Estado hace más por el 
		rico que por el pobre; sin embargo, esto no es verdad, porque los ricos 
		podrían protegerse a sí mismos mejor que los pobres en la ausencia de 
		ley o gobierno. Probablemente conseguirían convertir en esclavos a los 
		pobres. Otros difieren tanto de esa concepción de la justicia, que 
		sostienen que todo el mundo debería pagar la misma tasa por cabeza a 
		cambio de la protección de su persona (por ser ésta del mismo valor para 
		todos), y una tasa distinta a cambio de la protecciòn de su propiedad, 
		que es de distinto valor. A esto replican otros que las dos cosas 
		reunidas tienen para una persona tanto valor como para otro. Para 
		desenredar estas confusiones, no hay otro método que el utilitarismo. 
		¿Es, pues, la diferencia establecida entre lo justo y lo conveniente una 
		distinción meramente imaginaria? ¿Está la humanidad bajo el efecto de 
		una ilusión al pensar que la justicia es una cosa más sagrada que la 
		política y que no se debería escuchar a la segunda hasta que no se 
		hubiera satisfecho la primera? De ningún modo. La exposición que hemos 
		hecho de la naturaleza y origen de ese sentimiento, reconoce que hay una 
		distinción real; y ninguno de los que profesan el más sublime desprecio 
		por las consecuencias de las acciones consideradas como elemento moral, 
		atribuye más importancia que yo a esta distinción. Mientras discuto las 
		pretensiones de cualquier teoría que establezca un criterio imaginario 
		de justicia no fundamentado en la utilidad, considero que la justicia se 
		base en la utilidad como parte más importante y mucho más 
		inviolablemente obligatoria que ninguna otra de la moral. Justicia es el 
		nombre que se da a la clase de reglas morales que más íntimamente 
		conciernen a lo esencial del bienestar humano y, por lo tanto, obligan 
		de un modo más absoluto que todas las otras reglas de conducta de la 
		vida. La noción que hemos encontrado ser la esencia de la idea de 
		justicia, la de un derecho que reside en un individuo, implica y 
		atestigua esta fuerza superior de obligación. 
		Las reglas morales que prohiben a los hombres dañarse unos a otros (en 
		lo cual no debemos olvidar incluir la interferencia injusta con la 
		libertad de los demás) son más vitales para el bienestar humano que 
		cualquiera otras máximas que, por importantes que sean, sólo señalan el 
		mejor modo de dirigir alguna clase de asuntos humanos. Poseen también la 
		particularidad de que son el elemento más importante en la determinación 
		del conjunto de los elementos sociales de la humanidad. Su observación 
		es lo único que mantiene en paz a los seres humanos. Si la obediericia a 
		ellas no fuese la regla; y su desobediencia la excepción, cada uno vería 
		en su prójimo un enemigo con el cual debería estar continuamente en 
		guardia. Lo que es apenas menos importante, éstos son los preceptos que 
		más fuertes y directos motivos tienen los hombres para imponer a todos. 
		Limitándose a dar exhortaciones o instrucciones de prudencia, no ganan o 
		no creen ganar nada. Tienen un interés indudable en inculcar a cada uno 
		el deber de la beneficencia positiva, pero este interés es mucho más 
		pequeño: una persona puede no necesitar los beneficios de los otros, 
		pero siempre necesita que no le causen daño. Así, la moral que protege a 
		cada individuo de los daños que pueden causarle los demás, ya 
		directamente, ya coartando su libertad de buscar el propio bien, es la 
		moral que con más fuerza alberga su corazón, y la que más interés tiene 
		en consolidar y hacer pública por medio de la palabra y de la acción. La 
		aptitud de una persona para vivir en sociedad se prueba y decide por la 
		observación de esta moral; pues de ella depende que la juzguen 
		perjudicial o no aquellos con quienes está en contacto. Ahora bien, son 
		estas reglas de moral las que constituyen primariamente las obligaciones 
		de la justicia. Los casos más destacados de injusticia y los que dan el 
		tono de repugnancia que caracteriza al sentimiento, son actos de 
		agresión injustificada o de abuso del poder que se tiene sobre alguien; 
		a continuación vienen los actos en que se retiene injustificadamente la 
		que se debe a alguien; en ambos casos se inflige a la persona un mal 
		positivo bajo la forma de sufrimiento directo o de privación de algún 
		bien físico o social con el cual tiene un derecho razonable a contar. 
		Los mismos motivos poderosos que ordenan la observación de estas reglas 
		morales primarias, prescriben el castigo de los que las violan; y, como 
		los impulsos de defensa propia o defensa de los demás, y de venganza, 
		brotan contra esas personas, la retribución, la devolución del mal por 
		el mal, se une íntimamente al sentimiento de la justicia y se incluye 
		universalmente en su idea. El devolver bien por bien es también uno de 
		los dictados de la justicia. Esto, aunque tenga una utilidad social 
		evidente, y aunque responda a un sentimiento humano natural, no tiene, a 
		primera vista, esa conexión tan obvia con el mal o injuria que existe en 
		los casos más elementales de justicia e injustícia, y que constituyen el 
		origen de la intensidad característica del sentimiento. Pero esa 
		conexión, aunque sea menos obvia, no es menos real. El que acepta un 
		beneficio y se niega a devolverlo cuando lo necesitan inflige un daño 
		real al defraudar una de las esperanzas más naturales y razonables que 
		él debe haber hecho concebir, al menos tácitamente, pues de otra manera 
		dificilmente se le hubiera conferido el beneficio. El importante lugar 
		que entre los daños e injurias humanas ocupa el defraudar las 
		esperanzas, se demuestra por el hecho de que constituye lo más criminal 
		que hay en actos tan inmorales como romper una amistad o faltar a una 
		promesa. Pocos de los daños que puede sufrir el hombre son mayores; y 
		nada duele más que perder a la hora de la necesidad aquello en que se ha 
		confiado habitualmente y con plena seguridad. Pocos daños son mayores 
		que esta mera retención del bien. Ninguno suscita más resentimiento por 
		parte de la persona que lo sufre o por parte del espectador 
		simpatizante. Por consiguiente, el principio de dar a cada uno lo que se 
		merece, esto es, devolver bien por bien y mal por mal, no sólo está 
		incluido en la idea de justicia, tal como la hemos definido, sino que es 
		el objeto propio de esa intensidad del sentimiento, que, ante la 
		estimación humana, coloca a la justicia por encima de la simple 
		conveniencia. 
		La mayoría de las máximas de justicia corrientes en el mundo, y a las 
		cuales se apela en sus transacciones, son simplemente instrumentos para 
		llevar a cabo los principios de justlcla de que acabamos de hablar. Que 
		una persona sola es responsable de lo que ha hecho voluntariamente, o de 
		lo que podría haber evitado voluntariamente; que es injusto condenar a 
		una persona sin escucharla; que el castigo debe ser proporcionado a la 
		ofensa; estas máximas y otras semejantes, tratan de prevenir que el 
		principio justo de devolver mal por mal, se pervierta convirtiéndose en 
		el de infligir el mal sin justificación. La mayor parte de estas máximas 
		comunes deben su uso a la práctica de los tribunales de justicia, que se 
		han visto llevados naturalmente a un reconocimiento y elaboración más 
		completos de lo que era de esperar hicieran los no consagrados a estas 
		tareas. Estas máximas les eran necesarias para cumplir con su doble 
		función de castigar a quien lo mereciera y reconocer a cada persona su 
		derecho. 
		La primera de las virtudes judiciales, la ímparcialidad, es una 
		obligación de justicia, en parte por la razón mencionada últimamente, ya 
		que constituye una condición necesaria para el cumplimiento de las otras 
		obligaciones de la justicia. Pero no es ésta la única razón del elevado 
		rango que entre las obligaciones humanas ocupan las máximas de igualdad 
		e imparcialidad, las cuales, tanto ante la estimación del pueblo, como 
		ante la de los más ilustrados, deben inclulrse entre los preceptos de la 
		justicia. Desde un punto de vista, pueden considerarse como corolarios 
		de los principios ya expuestos. Si es un deber obrar con cada uno según 
		sus méritos, devolver bien por bien, lo mismo que reprimir el mal con 
		mal, se sigue necesariamente que debemos tratar igualmente bien (cuando 
		un deber superior no lo impide) a los que han contraído iguales méritos 
		con nosotros, y que la sociedad debe tratar igualmente bien a los que 
		han contraído iguales méritos con ella, esto es, a los que han merecido 
		el bien igualmente y de una manera absoluta. Este es el principio 
		abstracto más elevado de la justicia social y distributiva. Hacia él 
		debe procurarse que converjan todas las instituciones y todos los 
		esfuerzos de los ciudadanos virtuosos. Pero este gran deber moral 
		descansa sobre un fundamento aún más profundo, en cuanto es una 
		emanación directa del primer principio de la moral y no un mero 
		corolario lógico de principios secundarios o doctrinas derivadas. Está 
		implicado en la misma significación de la utilidad o principio de la 
		mayor felicidad. 
		Ese principio será un mero arreglo de palabras sin 
		significado racional, a menos que la felicidad de una persona, que (con 
		las salvedades propias de la utilidad) se supone ser de igual intensidad 
		a la de otra, se tome tan en cuenta como la de ésta. Puesto que estas 
		condiciones se enuncian en el dicho de Bentham cada uno debe contar por 
		uno, nadie por más de uno, podría escribirse bajo el principio de 
		utilidad como comentario explicativo (2) El derecho que todo el mundo 
		tiene a la felicidad implica, según los moralistas y legisladores, un 
		derecho igual a todos los medios para alcanzar la felicidad, a menos que 
		las condiciones inevitables de la vida humana y el interés general, en 
		el cual está comprendido el interés del individuo, pongan límites a esta 
		máxima. Esos límites deben ser determinados estrictamente. Como todas 
		las otras máximas de justicia, ésta no se aplica, o no se juzga 
		aplicable universalmente; por el contrario, como ya he hecho notar, se 
		pliega a las ideas de cada uno sobre lo que es conveniencia social. Pero 
		entonces, como en todos los casos en que se la considera aplicable, se 
		juzga que está dictada por la justicia. Se estima que todas las personas 
		tienen derecho a un trato igual, excepto cuando alguna conveniencia 
		social reconocida exige lo contrario. De aquí que todas las 
		desigualdades sociales que han dejado de considerarse convenientes 
		asuman los caracteres, no de la simple inutilidad, sino de la 
		injusticia, por lo que parecen tan tiránicas que la gente llega a 
		preguntarse cómo pudo haberlas tolerado. 
		Olvidan así que quizá ellos 
		mismos toleran otras desigualdades a causa de una noción de la 
		conveniencia igualmente equivocada, y cuya corrección les haría 
		considerarla tan completamente monstruosa como la que acaban de aprender 
		a condenar. La historia entera del progreso social ha constituído una 
		serie de transiciones por las cuales una costumbre, o institución, tras 
		otra, han dejado de ser consideradas como una necesidad primaria de la 
		existencia social, para pasar a la categoría de la injusticia y la 
		tiranía universalmente estigmatizadas. Así ha ocurrido con las 
		distinciones de esclavos y hombres libres; nobles y siervos, patricios y 
		plebeyos; y lo mismo ocurrirá, y en parte ocurre ya, con las 
		aristocracias de color, la raza y el sexo. 
		Parece, pues, por lo que se ha dicho, que la justicia es el nombre que 
		se da a ciertas necesidades morales que, consideradas colectivamente, 
		ocupan un rango más elevado en la escala de la utilidad social y, por 
		tanto, poseen una obligatoriedad superior a la de las otras. Sin 
		embargo, pueden darse casos particulares en que algún otro deber social 
		sea tan importante como para predominar sobre cualquiera de las máximas 
		generales de justicia. Así, salvar una vida puede ser; no sólo 
		permisible, sino un deber y lo mismo robar o arrebatar por la fuerza la 
		medicina o los alimentos necesarios, hurtar y obligar a un médico a 
		ejercer su profesión. En tales casos, como no llamamos justicia a lo que 
		no sea virtud, solemos decir, no que la justicia debe ceder el paso a 
		algún otro principio moral, sino que lo que es justo en los casos 
		ordinarios, no es justo en un caso particular por razón de ese otro 
		principio. Por este útil acomodo del lenguaje, se salvaguarda el 
		carácter de inviolabilidad atribuído a la justicia, y nos libramos de la 
		necesidad de sostener que puede haber injusticias laudables. 
		Las consideraciones que acaban de aducirse resuelven, creo yo, la única 
		dificultad real de la teoría utiliíaria de la moral. Siempre ha sido 
		evidente que todos los casos de justicia son también casos de 
		conveniencia; la diferencia está en el sentimiento peculiar que se une a 
		la primera, contraponiéndola a la segunda. Si este sentimiento 
		característico ha sido suficientemente explicado, no hay ninguna 
		necesidad de asignarle un origen peculiar; si es simplemente el 
		sentimiento natural de la venganza, moralizado por hacérsele extensivo a 
		las exigencias del bien social; y si este sentimiento no sólo existe 
		sino que debe existir en todas las clases de casos a que corresponda la 
		idea de justicia, esa idea ya no se presenta más como la piedra de 
		escándalo de la ética utilitaria (3). La justicia sigue siendo el nombre 
		apropiado a ciertas utilidades sociales que son mucho más importantes y, 
		por ende, más absolutas e imperativas que todas las otras de la misma 
		clase (aun cuando las otras puedan serlo más en casos particulares). Por 
		ello, estas necesidades deben ser defendidas, como lo son naturalmente, 
		por un sentimiento no sólo diferente en grado, sino en especie. Deben 
		distinguirse del sentimiento más moderado que va añejo a la mera idea de 
		promoción del placer humano o conveniencia, ante todo por la naturaleza 
		más definida de sus mandatos y, después por el carácter más severo de 
		sus sanciones. 
		 
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		Notas 
		(1) Véase esta cuestión aclarada y confirmada por el profesor Bain en un 
		admirable capítulo (titulado Las emociones éticas o el sentido moral) 
		del segundo de los tratados que componen su profundo y elaborado estudio 
		sobre El Espíritu. 
		(2) Idem, págs 121 y 125. 
		(3) Esta implicación del primer principio del sistema utilitarista, la 
		imparcialidad perfecta entre las personas, es considerada por Mr. 
		Herbert Spencer (en su Social Statics) como una refutación de las 
		pretensiones de la utilidad a erigirse en guía suficiente del bien, ya 
		que -dice- el principio de utilidad presupone el principio anterior de 
		que todos tienen igual derecho a la felicidad. Se podría explicar más 
		correctamente diciendo que supone que cantidades iguales de felicidad 
		son igualmente deseables, sean alcanzadas por la misma o por distintas 
		personas. Sin embargo, esto no es un presupuesto; no es una premisa 
		necesaria para sostener al principio de utilidad, sino el principio 
		mismo, porque ¿en qué consiste el principio de utilidad sino en que 
		felicidad y deseable sean términos sinónimos? Si hubiera algún principio 
		anterior implícito, no podría ser más que éste: que las verdades de la 
		aritmética son aplicables a la valoración de la felicidad, lo mismo que 
		a todas las otras cantidades susceptibles de medida. 
		(Mr. Herbert Spencer, en una comunicación privada relativa a la Nota 
		precedente, pone objeciones a que se le considere contrario al 
		utilitarismo; y declara que considera la felicidad como el último fin 
		moral; pero estima que ese fin sólo se puede alcanzar parcialmente por 
		medio de generalizaciones empíricas de los resultados de la observación 
		de la conducta, y que no puede alcanzarse completamente más que 
		deduciendo de las leyes de la vida y de las condiciones de la existencia 
		qué clase de actos tienden, necesariamente, a producir felicidad y qué 
		clase tiende a producir la desdicha. Con excepción de la palabra 
		necesariamente, yo no tengo ninguna objeción que hacer a esta doctrina; 
		y (omitiendo ésa palabra) no sé de ningún abogado moderno del 
		utilitarismo que sea de diferente opinión. Ciertamente, Bentham, a quien 
		Mr. Spencer se refiere particularmente en la Social Statics, está más 
		dispuesto que ningún otro escritor a deducir, de las leyes de la 
		naturaleza humana y de las condiciones universales de la vida, el efecto 
		de las acciones sobre la felicidad. El cargo que comúnmente se le hace 
		es que confía excesivamente en esas deducciones, y se niega en absoluto 
		a limitarse a esas generalizaciones de la experiencia específica, en que 
		generalmente se encierran los utilitaristas, según Mr. Spencer. Mi 
		propia opinión (y, por lo que deduzco, la de Mr. Spencer), es que en 
		ética, lo mismo que en todas las otras ramas de los estudios 
		cientificos, la conciliación de los resultados de esos dos 
		procedimientos, que se corroboran y verifican mutuamente, es necesaria 
		para comunicar a las proposiciones generales la índole y el grado de 
		evidencia que constituyen una prueba científica). 
		 
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