L'OBJECCIÓ DE
CONSCIÈNCIA
José Luis Gordillo, 1993.
I N D I C E
- Introducción
- Historia del
reclutamiento y de la objeción
El Reclutamiento
antes y después de la Revolución Francesa.
- Aproximación a la Historia Moderna de la Objección de conciencia.
- Objeción de conciencia, estado representativo y legitimidad del
servicio militar.
Características
comunes a las leyes de objeción de conciencia.
Objeción de
conciencia y estado representativo.
Sobre el supuesto
carácter insolidario de la objeción de conciencia.
Objeción de
conciencia y legitimidad de la guerra en la era nuclear.
Del pacifismo
accidental al pacifismo radical.
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INTRODUCCION
Algunos sociólogos militares, hacia el final de la década de los sesenta,
comenzaron a llamar la atención sobre la existencia entre los jóvenes
occidentales de un creciente sentimiento de desconfianza y animadversión
hacia los ejércitos. La impopularidad de lo militar entre los jóvenes
debía verse como un grave síntoma de la pérdida de la autoridad moral
del ejército en tanto que institución de control social.
A principios de la década de los ochenta se confirmaba la profundización
de las tendencias detectadas en la década anterior, y vaticinaba la
progresiva implantación de ejércitos totalmente profesionales. Dicho
fenómeno se debería básicamente a la necesidad de personal especializado
exigida por los avances técnicos introducidos en el armamento y al
declive de la legitimación del servicio militar obligatorio.
Este cambio de actitud, en sectores amplios de la juventud de los
Estados de capitalismo industrializado, se ha traducido, entre otras
cosas, en un lento pero constante aumento de los casos de objeción de
conciencia al servicio militar.
A lo largo de este siglo, la objeción de conciencia al alistamiento
militar ha sido reconocida como un derecho individual por varios Estados
representativos. Diversas organizaciones internacionales (entre ellas la
Comisión de Derechos Humanos de la O.N.U., el Consejo de Europa y el
Parlamento de las Comunidades Europeas) han emitido resoluciones o
recomendaciones favorables (aunque no vinculantes para los Estados) al
reconocimiento de este derecho. Ahora bien, el reconocimiento jurídico
de la objeción de conciencia como derecho individual no ha sido ni
muchos menos pacífico.
El servicio militar comporta una serie de sacrificios personales e
incluso un riesgo para la integridad física y psíquica de las personas
que lo cumplen. Además, el servicio militar tiene como principal
finalidad adiestrar a los jóvenes para que, llegado el caso, no duden en
provocar la muerte de otras personas si así se lo ordena la autoridad
militar.
Y ante una actividad de esta naturaleza no debería verse como algo
excepcional, ni como una actitud propia de utópicos moralistas, que las
personas susceptibles de ser reclutadas se formulen preguntas tan
razonables como: ¿por qué debo aceptar estos sacrificios personales que
me exige el Estado ? ¿por qué debo correr el riesgo de poner en peligro
mi integridad física y psíquica o incluso mi vida ? Y la más importante
desde el plano de la reflexión moral: ¿qué razones pueden justificar que
yo aprenda a matar gente por orden de un superior ?
Tradicionalmente se ha fundamento el reconocimiento legal de la objeción
de conciencia en el principio de la libertad de conciencia. Pero a
partir de esta fundamentación se acaba concluyendo que el respeto y la
protección de la libertad de conciencia es sólo una protección que puede
ser subordinada si entra en conflicto con la protección de otros valores
estimados como superiores o prioritarios: la vida, la libertad, la
seguridad o los derechos fundamentales de todos los ciudadanos de un
Estado. Así se justificaría el carácter acusadamente restrictivo de las
leyes sobre objeción de conciencia al servicio de armas.
HISTORIA DEL
RECLUTAMIENTO Y DE LA OBJECION
EL RECLUTAMIENTO ANTES Y DESPUES DE LA REVOLUCION FRANCESA
Las novedades introducidas por la Revolución francesa en la organización,
composición y legitimación de los ejércitos fueron varias. En primer
lugar en dar prioridad al reclutamiento de las personas naturales de los
territorios controlados por los Estados frente a la contratación de
mercenarios. En segundo lugar en la apelación al principio de la "nación
en armas" para justificar la obligatoriedad del servicio militar. Por
último, en un crecimiento del tamaño de las fuerzas militares.
No es una innovación de la Revolución francesa, en cambio, la
obligatoriedad del reclutamiento en sí misma. Algunas monarquías
absolutistas ya habían impuesto a sus súbditos el reclutamiento forzoso,
pese a que, en general, se tendía a la contratación de mercenarios
extranjeros. Tampoco fue una novedad de la Revolución francesa que el
servicio militar fuera "universal", como suele decirse. Esta supuesta
novedad nunca existió por una razón obvia: las mujeres estaban excluidas
de la conscripción impuesta tras la caída de la monarquía (aunque
también se les asignara un papel en la defensa de la "nación").
La formación de ejércitos permanentes fue uno de los factores que
influyeron más decisivamente en la centralización del poder perseguida
por los monarcas absolutistas. Para justificar la acumulación de poder,
los monarcas absolutistas apelaron a la idea de soberanía, de origen
romano, según la cual a una comunidad debía corresponderle una única
fuente de autoridad. Con la misma finalidad invocaron el "derecho
divino" y se presentaron como personas elegidas directamente por Dios.
Pero uno de los obstáculos a los que hubieron de enfrentarse para
alcanzar dicho objetivo fue la resistencia de los señores feudales a
poner bajo sus órdenes las fuerzas militares que éstos reunían
directamente.
Los monarcas absolutistas podían, en principio, recurrir a tres métodos
diferentes para reclutar soldados: la coacción,a la comisión o el
asiento. El primero consistía en el alistamiento forzoso de sus súbditos;
el segundo, en el alistamiento voluntario a cambio de una paga; el
tercer método consistía en contratar los servicios de un "asentador" o
empresario militar, el cual se comprometía a suministrar un número
determinado de soldados en un plazo acordado.
En términos generales, el alistamiento forzoso entró en desuso a partir
del siglo XVI y no volvió a utilizarse masivamente hasta el siglo XVIII.
Un ejército de mercenarios extranjeros constituía un buen antídoto
contra los temores que suscitaba entre la aristocracia la posibilidad de
armar a los campesinos de los propios territorios, que solían
protagonizar revueltas y de cuya explotación dependía su prosperidad
económica.
La fidelidad condicional
de los soldados mercenarios, su temperamento a menudo anárquico, así
como la necesidad de aumentar la eficacia de los ejércitos a medida que
se introducían innovaciones en el armamento y en la táctica militar,
fueron las principales razones que obligaron a dar mucha importancia al
mantenimiento de la disciplina en los ejércitos del Antiguo Régimen.
Para ello se idearon nuevas ténicas de organización interna tendentes a
asegurar la obediencia ciega de los soldados. Muchas de esas técnicas se
han mantenido hasta nuestros días.
Cuando las monarquías
del Antiguo Régimen consiguieron afianzar su poder se decidieron a
aumentar el cupo de reclutas forzosos. El ejemplo más significativo de
esta tendencia lo constituyó Prusia, una de las primeras potencias
militares del continente europeo en la etapa anterior a la Revolución
francesa. El sistema, a partir de los decretos de 1732-1733, consistía
en que cada regimiento tenía a su disposición la posibilidad de alistar
a los hombres de una determinada región. Todos los hombres jóvenes
debían registrarse en el regimiento y se podía recurrir a ellos en caso
de que éste no pudiera cubrir el cupo de soldados mercenarios. Los
jóvenes registrados obligatoriamente constituían una fuerza de reserva y
todos ellos, con independencia de si serían o no llamados a filas,
debían someterse obligatoriamente a ejercicios militares durante dos
meses al año.
El reclutamiento tras la
Revolución Francesa
En principio el ideario de los revolucionarios franceses no fue ni
chovinista ni militarista, sino más bien universalista y explícitamente
contrario al belicismo agresivo de las monarquías del Antiguo Régimen.
La inclusión en la Constitución de 1789 del principio según el cual
Francia se comprometía a no emprender jamás una guerra de conquista,
equivalía a deslegitimar cualquier guerra que no fuera estrictamente
defensiva. Los constituyentes de 1789 rechazaron el reclutamiento
obligatorio y propugnaron la creación de un ejército de voluntarios. Los
constituyentes de 1789, procedentes de la aristocracia ilustrada y de la
alta y media burguesía, sentían la necesidad de defenderse de los
partidarios nacionales y extranjeros del Antiguo Régimen, pero también
contemplaban a las masas populares que habían tomado la Bastilla como
una amenaza potencial a su recién conquistado poder político. En ese
sentido, los constituyentes de la primera época de la Revolución sentían
tantos temores ante la posibilidad de formar un ejército integrado
mayoritariamente por personas de baja extracción social como la
aristocracia del Antiguo Régimen.
Es importante subrayar que el ejercicio de los derechos políticos
llevaba aparejado el requisito de inscribirse en la Guardia Nacional,
pues muestra la relación de ambas cosas en el pensamiento de los
revolucionarios franceses de 1789: eran los que podían pagar una
contribución o "censo" equivalente al valor local de tres días de
trabajo, lo cual les daba derecho al voto. Más tarde, en la etapa de la
Revolución en la que los jacobinos se hicieron con el poder, se
ampliaría el sufragio hasta alcanzar a los considerados hasta entonces
ciudadanos pasivos y se implantaría la leva en masa.
Para los desarrapados,
enrolarse en el ejército, además del reconocimiento como ciudadanos
activos que ello implicaba, suponía también ejercer un poder -el que
daban las armas- con el que satisfacer sus necesidades como grupo
social. Éste era un objetivo que identificaban con los fines de la
Revolución y por el cual estaban dispuestos a matar y a morir. La
carrera militar, desde la primera época de la Revolución, ya no estaba
reservada exclusivamente a las personas de origen aristocrático: se
había convertido en una profesión más a la que se podía acceder
demostrando el talento personal necesario.
También se estableció el principio de elección de los jefes militares
que, no obstante, se llevó a la práctica de forma desigual. Para cubrir
una parte de los grados superiores, los soldados designaban a tres
candidatos entre los graduados de categoría inmediatamente inferior. Los
oficiales de la misma clase eran quienes elegían al que debía ocupar el
puesto. Otra parte de los grados superiores se elegía por antigüedad.
Los generales, sin embargo, eran nombrados por el poder ejecutivo. ("La
elección de los jefes particulares de los regimientos es derecho cívico
de los soldados" y "la elección de los generales es derecho de la nación
entera").
APROXIMACION A LA HISTORIA MODERNA DE LA OBJECION DE CONCIENCIA AL
SERVICIO DE ARMAS.
En 1757, en la colonia británica de Pennsylvania aparece la expresión "objeción
de conciencia" para referirse precisamente a la facultad de rechazar el
reclutamiento militar por razones de fe religiosa. Resulta más probable
que la expresión "conscientious objector" se utilizase por primera vez
en Norteamérica, ya que muchos de los grupos religiosos que profesaban
un pacifismo absoluto emigraron al Nuevo Mundo para huir de las
persecuciones políticas o religiosas de que eran objeto en Europa.
Durante la primera guerra mundial dicha expresión se popularizó y pasó a
utilizarse para designar exclusivamente a la persona que se negaba a
alistarse en el ejército por razones de conciencia.
En Europa, en los Estados Unidos o en lo que fueron colonias británicas
como Australia o Nueva Zelanda, los antepasados próximos de los
objetores de conciencia de la Gran Guerra fueron los miembros de
determinados grupos religiosos heterodoxos surgidos a raíz de la Reforma
protestante que, durante el proceso de formacióndel Estado moderno y de
sus correspondientes ejércitos permanentes, profesaron creencias que les
inducían a rechazar el uso de las armas y, en general, el ejercicio de
la violencia física contra otras personas.
La "prehistoria" próxima del pacifismo contemporáneo puede contribuir a
recordar la existencia de una actitud que desconfía de la supuesta
función civilizadora de los Estados y de sus respectivos ejércitos
permanentes.
La disidencia religiosa y pacifista en el Estado moderno
Los reformadores luteranos apelaron a los textos de la Biblia para
justificar su rebelión contra la autoridad del papa. De ahí que
invitasen a las personas a leer e interpretar personalmente los textos
bíblicos. A partir de ese momento los sacerdotes perdieron autoridad
como mediadores privilegiados entre Dios y los hombres. Se pasó a
considerar que existía una relación directa entre ambos, por lo que la
conciencia individual pasó a concebirse como la guía última de la propia
conducta y de la de los demás. Surgieron así grupos o "sectas" que
desafiaron la autoridad del papa de Roma y de las Iglesias reformadas, y
también la autoridad de las nacientes monarquías absolutistas.
Los miembros de algunos
de estos grupos o "sectas" adoptaron formas de vida sencillas y
pacíficas inspirándose en el ejemplo de las primitivas comunidades
cristianas, a las que consideraban el mejor testimonio de cristianismo "auténtico"
frente a la degeneración y corrupción eclesiásticas. Por razones
similares se negaron a ocupar puestos oficiales en los incipientes
Estados, a reconocer a éstos algún tipo de potestad en materia religiosa
o a empuñar las armas en su defensa.
RESUMEN
Desde el punto de vista de la historia de la cultura, el origen
histórico del reconocimiento de la objeción de conciencia al servicio
militar en el mundo moderno se encuentra en el valor de la tolerancia
religiosa tras la Reforma protestante. De ser concebido únicamente como
un acto realizado para alcanzar la "salvación individual", se pasó a
asumir las consecuencias colectivas de ese acto y a encuadrarlo en una
estrategia de transformación total de la sociedad.
Frente al pacifismo catastrofista, Tolstoi y los cuáqueros rechazan que
la "salvación" de los hombres pueda darse después de algo parecido a la
"segunda venida de Cristo a la Tierra". Sostienen que el "Reino de los
Cielos" puede establecerse "aquí abajo" y que se encuentra ya
germinalmente en la moralidad cristiana "innata" en el corazón de todos
los hombres. Tolstoi cree que los actos realizados en función de unos
determinados principios morales (entre los que se encuentra el de
negarse al reclutamiento), pueden tener una influencia benéfica en la
vida de la colectividad. Tolstoi pretende transformar radicalmente la
sociedad entera; los cuáqueros se proponen solamente reformarla. En este
sentido, el pacifismo de Tolstoi estaá muy próximo a una de las grandes
corrientes del pacifismo no violento del siglo veinte, esto es, el
pacifismo de inspiración gandhiana.
El pensamiento pacifista de Tolstoi puede verse como un puente
intelectual y como uno de los eslabones más importantes de la evolución
que va del pacifismo de las sectas surgidas tras la Reforma protestante
-uno de cuyos rasgos más emblemáticos es la negativa a incorporarse al
ejército de los Estados- hacia el pacifismo gandhiano que ha influido en
buena parte de los objetores al servicio militar del presente siglo.
No obstante, Tolstoi y Gandhi siguen compartiendo con las sectas
pacifistas dos características comunes: la fundamentación teológica de
su pensamiento y la negativa a aceptar la distinción entre lo público y
lo privado. Tanto en las sectas pacifistas como en Tolstoi y Gandhi,
está presente la convicción según la cual sólo la virtud individual
puede conducir a una vida pública en la que no esté presente el mal
social. Y, por tanto, que la conciencia y la consecución de la virtud
individual debía estar por encima de todas las órdenes del Estado.
En el siglo veinte, las diversas corrientes pacifistas influidas por el
pensamiento y la acción de Gandhi han propugnado y practicado la acción
no violenta para la consecución de objetivos claramente políticos como
la independencia de la India, el reconocimiento de los derechos civiles
de los negros norteamericanos, el mismo reconocimiento del derecho a
objetar las obligaciones militares o, más recientemente, la creación en
Europa de una fuerte corriente de opinión pública favorable al desarme
nuclear y a la distensión entre los bloques militares enfrentados en la
guerra fría.
Gandhi se esforzó, a lo largo de su vida, en explicar y mostrar en la
práctica que la no violencia no debía conducir a separarse del mundo y
desentenderse de los problemas sociales sino todo lo contrario, debía
traducirse en una constante actividad pública, la cual, no obstante,
debía estar limitada y ser coherente con el principio ético de la no
violencia.
La concepción de la
actuación no violenta como actividad con trascendencia colectiva
consciente y buscada fue, precisamente, la que condujo a algunos
pacifistas ingleses que se negaron a incorporarse al ejército durante la
primera guerra mundial a rechazar la expresión "objetores de conciencia"
para identificarse a sí mismos, al considerar que dicha expresión se
había convertido para mucha gente en sinónimo de individualismo y
pasividad frente a los problemas políticos o sociales.
Al acabar la Primera Guerra Mundial, los "warresister" (resistentes a la
guerra) británicos, junto con pacifistas de otros países fundaron en
Holanda en 1921 la War Resister's International ("Internacional de
Resistentes a la Guerra").
Por otro lado, los
pacifistas de inspiración exclusivamente religiosa (mayormente
protestante) fundaron, a su vez y por la misma época, otra organización
internacional: El Moviment for Inteernational Reconciliation
("Movimiento por la Reconciliación Internacional"), uno de cuyos
miembros más conocidos fue Martin Luther King.
La intención política en
el rechazo al servicio militar está aún mucho más clara en el
antimilitarismo de inspiración marxista de un Karl Liebknecht, por
ejemplo, el cual también propugnó la práctica de negarse a cumplir el
servicio militar o la deserción durante la primera guerra mundial. El
antimilitarismo marxista de Liebknecht o Rosa Luxemburg, así como el
antimilitarismo de inspiración libertaria, también han tenido mucha
influencia en buena parte de los objetores del siglo XX, a menudo en
combinación con el gandhismo o el tolstoismo, aunque de estos tipos de
antimilitarismo no se siguiese un rechazo general de la violencia
armada.
OBJECION DE CONCIENCIA.
ESTADO REPRESENTATIVO Y LEGITIMIDAD
DEL SERVICIO MILITAR
CARACTERISTICAS COMUNES A LAS LEYES DE
OBJECION DE CONCIENCIA AL SERVICIO MILITAR.
Desde los tiempos de la aparición de los Estados modernos y de sus
correspondientes ejércitos permanentes, existe constancia de algunas
medidas administrativas o de decisiones ad hoc mediante las cuales se
permitía, a modo de privilegio, la exención del reclutamiento forzoso a
personas pertenecientes a las sectas pacifistas surgidas de la Reforma
luterana. Pero es a comienzos del siglo XX cuando la objeción de
conciencia al servicio militar comienza a ser reconocida por algunos
Estados en normas jurídicas con rango de ley, y no ya, por tanto,
mediante normas jurídico-administrativas o dispensas ad hoc.
Así sucedió primero en Australia en 1903, y le siguieron a continuación
Nueva Zelanda en 1912, Sudáfrica en 1913 y tres años más tarde en Gran
Bretaña en 1916 durante la Gran Guerra. En 1917 fue reconocido en normas
con rango de ley por Dinamarca, Canadá y los Estados Unidos. Aunque en
estos dos últimos Estados los motivos aceptados seguían siendo sólo los
religiosos. Al acabar la guerra, la Rusia postrevolucionaria también
reconoció jurídicamente la objeción de conciencia por razones de
convicción religiosa, aprobado el 4.1.1919 y firmado de puño y letra por
Lenin. Este Decreto mantuvo su vigencia, con una aplicación cada vez más
restrictiva, hasta la aprobación de la ley del servicio militar de 1939
que lo derogó tácitamente.
Nuevas leyes sobre objeción de conciencia se aprobaron en varios Estados
durante el período de entreguerras: en Suecia en 1920, en Holanda en
1921, en Noruega y en Finlandia en 1922. En todas ellas se aceptaban
motivos no religiosos como fundamento legítimo de la negativa a
incorporarse a filas. En Paraguay en 1921 y en Bolivia en 1936, sólo
para los menonitas. En Uruguay en 1940.
La ulterior extensión
del reconocimiento del derecho de objeción de conciencia se dio después
de la segunda guerra mundial y en Europa principalmente: Austria en
1955, la República Federal Alemana en 1956, Francia y Luxemburgo en
1963, Bélgica y la República Democrática Alemana en 1964 (único estado
del Este que lo hizo), Italia en 1972, Portugal en 1976 y España en 1976
mediante un restrictivo Decreto-Ley.
A partir de los datos contenidos en el informe de Amnistía Internacional
publicado en enero de 1991, se puede afirmar que la inmensa mayoría de
los Estados que imponen un servicio militar obligatorio no reconocen el
derecho de objeción de conciencia; antes bien, quienes pretenden
exonerarse del servico de armas por razones de conciencia son tratados,
por regla general, como delincuentes comunes. Solamente quince Estados,
en todo el mundo reconocen actualmente un derecho a la objeción que
incluye además la alternativa de cumplir un servicio civil totalmente
ajeno a la institución militar. Dichos Estados son: Austria, Bélgica,
Checoslovaquia, Dinamarca, España, Finlandia, Francia, Holanda, Hungría,
Italia, Noruega, Polonia, Portugal, República Federal de Alemania y
Suecia.
En los quince Estados mencionados se exige la presentación de una
solicitud ante un organismo administrativo o judicial para poder ser
reconocido oficialmente como objetor de conciencia. esto es, un objetor
al servicio militar no adquiere jurídicamente la condición de tal hasta
que la autoridad estatal lo haya dictaminado. Solamente en los casos de
Austria, Bélgica, Noruega y Portugal el Ministerio de Defensa o los
miembros del ejército no participan de ninguna forma en los órganos o en
el procedimiento de aceptación o rechazo de las solicitudes de los
objetores.
Por otra parte en casi
todos los Estados mencionados (la única excepción es Francia) el objetor
debe exponer los motivos por los cuales rechaza su integración en el
ejército en su solicitud. En España, Checoslovaquia, Finlandia, Italia,
Noruega y Portugal, las leyes exigen que estos motivos sean de un tipo
determinado (éticos, religiosos, humanitarios, filosóficos, pacifistas,
etc). El organismo encargado de resolver las instancias decide si los
motivos alegados por el solicitante se adecuan a los mencionados en las
leyes. Lo cual implica que estos organismos necesariamente parten, para
tomar su decisión, de unas determinadas concepciones acerca de lo que es
la "ética", la "religión", el "pacifismo", lo "humanitario", lo
"filosófico", etc. En los restantes Estados que reconocen la objeción de
conciencia se establecen formulaciones genéricas que permiten alegar
todo tipo de motivos.
Ahora bien, tanto en este último caso como en algunos de los Estados que
determinan concretamente los motivos admisibles, se señalan una serie de
condiciones negativas que deben cumplir los solicitantes.
En ninguno de estos Estados se admite la llamada objeción "selectiva",
esto es, el rechazo al uso de determinadas armas (las de destrucción
masiva, por ejemplo) o de determinados métodos de guerra (el bombardeo
indiscriminado de civiles por ejemplo) o el rechazo a participar en
determinadas guerras por razones políticas.
El establecimiento de estas condiciones negativas, así como la fijación
de una serie de motivos tasados, lleva aparejado (con la única excepción
de Francia) el establecimiento de procedimientos tendentes a verificar
la sinceridad de lo declarado por el objetor en su solicitud. De ahí
que, con frecuencia, se autorice a las instancias encargadas de resolver
las demandas a indagar -de una u otra forma- en la vida privada del
objetor y se exige que éste aporte testimonios o pruebas sobre la
sinceridad de sus convicciones o sobre la coherencia entre éstas y su
conducta personal. Asimismo, en algunos casos, se ordena que
funcionarios civiles o policiales elaboren informes sobre la conducta
del objetor.
La fijación de una serie de motivos tasados o bien la exigencia de una
serie de condiciones negativas para aceptar los motivos alegados,
constituyen limitaciones al derecho a la libertad de conciencia,
limitaciones al derecho a la intimidad. Las dos cosas -limitaciones a la
libertad de conciencia individual y/o limitaciones del derecho a la
intimidad- se dan, juntas o separadas y con mayor o menor intensidad, en
todos los Estados mencionados. Otra limitación importante consiste en la
negativa a aceptar la solicitud de objeción durante el tiempo de
permanencia en filas. Sin embargo, esto no puede considerarse una
característica común a todos los Estados aludidos, aunque sí una
característica que se da en la mayoría de ellos. Sólo Austria,
Dinamarca, Suecia, Finlandia, Holanda, Noruega y Alemania aceptan las
solicitudes de objeción presentadas durante el cumplimiento del servicio
militar.
Lo mismo puede decirse por lo que se refiere a la duración del servicio
civil en relación a la del servicio militar. No todos, pero sí la
mayoría prevén la realización de un servicio civil sustitutorio con una
duración más larga que la del servicio militar. Sólo tres países igualan
el tiempo entre ambos: Portugal, Dinamarca e Italia desde 1989.
En España, la ley de 1984 autoriza al Gobierno a imponer una prestación
sustitutoria cuya duración puede oscilar entre el 50 o 100 % más que la
del servicio militar. Tras las últimas reformas legislativas del
servicio militar, parece probable que en la práctica la prestación
sustitutoria durará cuatro meses más que el servicio de armas. También
constituye un factor disuasorio, ya que el menor tiempo del servicio
militar es un incentivo para cumplir éste antes que el servicio civil y
una sanción de hecho para los objetores de conciencia.
Todo lo anterior muestra que el ejercicio efectivo de la objeción de
conciencia al servicio militar, a pesar de estar regulado con normas con
rango de ley y haber alcanzado en bastantes países el tratamiento de
derecho individual, se ve constreñido por una serie de importantes
restricciones. Así, por ejemplo, ninguna de las normativas aludidas
cumple todas las exigencias contenidas en las resoluciones del
Parlamento Europeo del 7 de febrero de 1983 y del 13 de octubre de 1989
sobre objeción de conciencia.
a) la mera presentación
de la solicitud debería ser suficiente para obtener el reconocimiento
del status jurídico de objetor de conciencia.
b) debería contemplarse
la posibilidad de declararse objetor antes, durante y después del
cumplimiento del servicio militar;
c) la duración del
servicio civil no debería ser concebida como una sanción para el objetor
de conciencia.
Estas restricciones que se imponen a la objeción de conciencia al
servicio militar no se dan en el caso de otros derechos.
No se impone la obligación de realizar algún tipo de prestación social
sustitutoria al personal sanitario que se niega a practicar abortos por
motivos de conciencia. En ninguno de los ordenamientos tiene que ser
reconocida la condición de objetor por parte del Estado para poder
ejercer el derecho. Tampoco se autoriza a realizar indagaciones para
comprobar el grado de sinceridad de lo declarado por el objetor, etc.
Buena parte de la literatura que se ha producido desde el ámbito de la
filosofía jurídica y política sobre este asunto tiende a justificar, en
el marco de un Estado representativo, todas o algunas de tales
restricciones, así como en general ese tratamiento de "tolerancia
represiva" dado a los objetores al ejército.
OBJECION DE CONCIENCIA Y
ESTADO REPRESENTATIVO.
La justificación moral, en primera instancia, de cualquier caso de
objeción de conciencia descansa en el mismo principio en el que, en
teoría, se basa la legitimidad de cualquier Estado representativo: el
principio de la libertad de conciencia.
La formación del Estado fue concebida por el pensamiento ilustrado como
una condición previa y necesaria para poder acceder a un estadio de la
civilización en el que la vida humana estuviese garantizada y donde se
respetasen los derechos llamados "naturales". Esta función civilizatoria,
atribuida a la formación del Estado moderno, ya era un primer elemento
que justificaba la obediencia a sus mandatos jurídicos, entre los cuales
podía encontrarse, llegado el caso, el deber de matar y morir por la
defensa del Estado. En teoría, obedeciendo a un Estado en el que todos
participan en la formación de su voluntad política, en realidad, los
individuos se obedecen a sí mismos. De esta manera, estaba justificado
obligar a las personas a luchar en una guerra o disponer de ellas para
un servicio peligroso si se cumplía un requisito previo: que sus
representantes políticos hubiesen mostrado su acuerdo con dicha
decisión.
En consecuencia, en tiempo de guerra lo más normal será que el gobierno
restrinja el ejercicio del derecho a la objeción de conciencia en
función de la necesidad de disponer de hombres suficientes para el
ejército. Se puede reconocer formalmente dicho derecho pero impidiendo,
por la vía legal por supuesto, que rápidamente haya miles de objetores.
También puede decidir hacer lo mismo en tiempo de paz por otras razones
que no sean tan perentorias.
¿A qué se puede deber la disparidad tan notoria entre todos aquellos
autores que definen la objeción de conciencia como un acto privado y
apolítico y el punto de vista de otros autores o buena parte de los
movimientos de objetores al ejército que aceptan o defienden la
existencia de una objeción de conciencia por motivos éticos-políticos e
incluso exclusivamente políticos?
La objeción de conciencia no es solamente la manifestación de una simple
opinión, es también un acto. Y un acto con consecuencias para los demás.
El acto de objetar consiste en negarse a formar parte del principal
aparato de coerción del que dispone un Estado. Si en determinadas
situaciones críticas ese acto es practicado simultáneamente por muchas
personas, sus consecuencias colectivas pueden ser graves y decisivas,
con independencia además de las intenciones subjetivas e individuales de
todos y cada uno de los objetores. Y son en realidad estas consecuencias
objetivas del acto de objetar las que parecen conducir a estos autores
por razones claramente políticas a considerar conveniente, en el marco
de un Estado representativo, la imposición de limitaciones al ejercicio
de la objeción de conciencia.
Se muestran favorables al reconocimiento de la objeción de conciencia al
servicio militar pero siempre y cuando quienes ejerzan este derecho no
sean muchos. Y para que los objetores no sean muchos es preciso
establecer una serie de mecanismos legales que dificulten su ejercicio
real.
Si además de ser una forma de proteger la moralidad individual frente al
Estado, la objeción de conciencia es un acto con trascendencia colectiva
y en última instancia política, el derecho a la objeción de conciencia
al servicio de armas reconocido jurídicamente también puede concebirse y
ejercerse entonces como un derecho político.
Aunque en ese caso
resulta difícil ciertamente encajarlo en los modelos teóricos de
democracia representativa manejados por quienes la definen como algo
privado y apolítico, porque implica que respecto a la política militar
de los Estados son los llamados a filas quienes tienen la última palabra
y no el gobierno del Estado en cuestión. Y según los modelos de
democracia representativa utilizados habitualmente en la tradición
liberal, la participación en la toma de decisiones se hace mediante el
ejercicio de derechos tales como la libertad de expresión, el derecho de
asociación y, sobre todo, mediante el derecho de voto, pero no negándose
a formar parte del ejército.
Sobre el supuesto carácter insolidario de la
objeción de conciencia al servicio militar.
El deber moral de solidaridad "nacional" es uno de los fundamentos más
habituales a los que tradicionalmente se ha apelado para legitimar el
servicio militar obligatorio desde los tiempos de la Revolución
Francesa.
De ahí parece fácil
deducir, como se acostumbra a hacer, que lo que reclama el objetor en
realidad es un "privilegio" pues se niega a asumir una carga que
supuestamente se impone a todos por igual como consecuencia de la
necesaria "solidaridad nacional". A partir de la misma premisa se podría
afirmar que los objetores serían en realidad unos "aprovechados", pues
se beneficiarían del sistema de la defensa de la comunidad en la que
viven, pero al mismo tiempo se negarían a contribuir personalmente a él
frente a los enemigos que supuestamente la pueden amenazar.
Pero para poder afirmar
tal cosa debería ser incuestionable previamente que formar parte de los
ejércitos por imposición del Estado sea en algún sentido un acto
solidario y, para ello, debería ser incuestionable, a su vez, que la
función real de los ejércitos haya sido alguna vez la de defender
solidariamente a todos los miembros de una determinada sociedad.
Ser soldado implica estar dispuesto a matar y a morir pero no por
decisión propia, sino por decisión de los mandos a cuyas órdenes se
encuentre el soldado. De ahí que el principal cometido de todo ejército
sea inculcar la "obediencia ciega" a las personas, de tal forma que
éstos, de forma "cuasi-automática", no ofrezcan resistencia alguna a
matar y a morir.
Una ojeada a la historia nos muestra que la aceptación de los
sacrificios ha tenido que ver, principalmente, con la percepción que
cada persona tiene de los beneficios individuales o colectivos que se
pueden obtener a cambio de aceptar dichos sacrificios. Y estos
"beneficios" han tenido que ver normalmente, a su vez, con la posición
social de cada cual. De ahí que parezca ineludible relacionar la
presunta legitimidad del deber de servir en los ejércitos con el amplio
tema de la desigualdad social.
La misma formación, composición, organización interna y legitimación de
los modernos ejércitos permanentes estuvieron intensamente condicionadas
por la desigualdad social. El mismo factor desempeñó un papel muy
importante en la introducción del servicio militar obligatorio en la
etapa jacobina de la Revolución francesa. Y, por supuesto, la
desigualdad social también continuó influyendo en la composición,
organización y legitimación de los ejércitos después de la caída de los
jacobinos.
Con la caída de los jacobinos y el retorno al poder de la burguesía
moderada en 1795 se volvió a restringir el derecho al voto y los
intereses sociales a los que sirvió el nuevo gobierno fueron los de la
alta y media burguesía. No obstante, y a pesar de ello, se continuó
manteniendo el servicio militar obligatorio.
La Comuna de París fue una experiencia histórica que, a los ojos de Marx,
mostraba hasta qué punto era engañosa la retórica de las llamadas
"guerras nacionales". El apoyo de las tropas prusianas en el
aplastamiento de la Comuna mostraba cómo un ejército vencedor y otro
vencido podían confraternizar "para masacrar en común al proletariado",
y también, en palabras de Marx, que "la dominación de clase ya no puede
ocultarse bajo un uniforme nacional.
Rosa Luxemburg
insistiría en las mismas ideas durante la primera guerra mundial. Para
la Luxemburg -en un artículo publicado en 1916-, cuando las clases
dirigentes habían visto amenazado su poder político y social no habían
dudado en olvidarse del "patriotismo" y solicitar la ayuda de tropas
extranjeras para restablecer su orden. Así sucedió durante la misma
Revolución francesa. Desde la primera guerra mundial hasta hoy se
podrían citar muchos más ejemplos en los que se han dado situaciones
análogas a las recordadas por Rosa Luxemburg; empezando por la
colaboración estrecha entre generales rusos contrarrevolucionarios y
tropas francesas, inglesas o norteamericanas durante la guerra civil que
siguió a la Revolución de 1917 en Rusia; pasando por la intervención de
unidades militares alemanas o italianas en la guerra civil española; y
acabando por la colaboración activa de la CIA norteamericana en el
derrocamiento del gobierno de Salvador Allende, en la invasión de Bahía
de Cochinos, en la dirección y aprovisionamiento del ejército
salvadoreño o de la "Contra" nicaragüense.
Además, las
desigualdades sociales quedaron reflejadas en la misma organización del
reclutamiento y en la estructura interna de los nuevos ejércitos de
masas. Hasta bien entrado el siglo XX, en bastantes de los Estados en
donde se implantó el servicio militar obligatorio, los poseedores de
bienes y fortunas tenían la posibilidad legal de ahorrar a sus hijos el
mal trago del servicio de armas mediante el pago en metálico de una
cantidad al Estado o mediante la presentación de un sustituto. Asimismo
quienes procedían de los estratos inferiores de la sociedad tendían a
ocupar obviamente los estratos inferiores en los ejércitos. Y quienes
ocupaban los puestos dirigentes como militares profesionales en los
ejércitos tendían a pertenecer a los mismos estratos sociales que
detentaban los puestos dirigentes en la industria y el Estado. Asimismo,
las personas procedentes de las clases subalternas eran quienes más
probabilidades tenían de ser la "carne de cañón" de las guerras y por lo
tanto de pasar a engrosar las listas de bajas provocadas por los
combates.
En los momentos de crisis social o política, ningún ejército del mundo
se ha mantenido neutral frente a los conflictos sociales o políticos. La
reciente historia de España es un buen ejemplo de ello. En realidad, a
partir del momento en que se formaron los ejércitos de masas de acuerdo
con el principio de la "nación en armas", las clases dirigentes de los
diferentes Estados se enfrentaron al problema de tener que persuadir o
coaccionar a las clases subalternas para que no se resistiesen a ser los
peones de sus proyectos políticos y militares. En este contexto, la
apelación al "patriotismo", a la "igualdad", a la "lealtad" o a la
"solidaridad nacional", no tenían otra función que la de servir como
ideologías autoritarias justificatorias del encuadramiento militar de
las clases bajas.
Después de la constitución de partidos de orientación socialista o de
sindicatos obreros y la conquista de determinadas libertades políticas,
la burguesía necesitó hacer concesiones y pactos con las organizaciones
obreras para intentar asegurarse su lealtad y su obediencia durante las
guerras. Precisamente la comprensión de este problema fue una de las
razones que llevó a Marx y Engels a valorar positivamente, desde un
punto de vista estrictamente político, la progresiva implantación del
servicio militar obligatorio en los países de capitalismo
industrializado: la implantación de la conscripción era positiva porque
permitía a los trabajadores recibir la instrucción militar que
necesitaban para coronar con éxito la futura revolución social.
La ampliación del sufragio más el advenimiento del llamado "Estado del
bienestar" en los países del capitalismo industrializado comportó, desde
luego, una mitigación de las desigualdades jurídico-políticas y
sociales. Y se dieron también las condiciones que hacían más creíble el
discurso de legitimación del deber de servir en los ejércitos que tiene
su origen en las revoluciones burguesas. Pero hay que subrayar que el
"Estado del bienestar" mitigó las desigualdades sociales pero no acabó
con ellas ni mucho menos. El final de la época de la energía barata
junto con la ofensiva neoliberal de los años ochenta, entre otros
factores, han cristalizado en un progresivo desmantelamiento del "Estado
del bienestar" y, desde un punto de vista ideológico, en una auténtica
apología de la desigualdad social. Pero si se rechaza la igualdad
social, incluso como ideal deseable a conseguir en el futuro, ¿no es
vistosamente incoherente, desde un punto de vista moral, exigir igualdad
y solidaridad ante la muerte ?
Sobre el supuesto carácter antidemocrático, en la era nuclear, de la
objeción de conciencia.
La enorme distancia entre el funcionamiento real de los Estados
representativos y los abstractos modelos democráticos es particularmente
evidente en todo aquello que hace referencia a la toma de decisiones
militares. Desde los tiempos de la primera guerra mundial, como mínimo,
se ha incrementado la tendencia de los Estados a no declarar formalmente
las guerras y a seguir, por regla general, una política de hechos
consumados en los asuntos militares. Por otra parte, la formación, tras
el final de la segunda guerra mundial, de dos grandes bloques militares
supuso un recorte en la soberanía de sus Estados miembros y también de
aquellos Estados que se encontraban en la órbita de influencia de alguna
de las dos grandes superpotencias.
Muchos movimientos
populares de objeción de conciencia y de desobediencia civil surgieron y
crecieron, entre otras cosas, por la incapacidad de los Estados
representativos para responder y dar cauce a determinadas demandas
sociales a través de los mecanismos legales de participación política, o
bien por chocar frontalmente con las opacas e impenetrables estructuras
militares que fueron creciendo tentacularmente durante la guerra fría en
los Estados de capitalismo industrializado.
OBJECION DE CONCIENCIA Y
LEGITIMIDAD DE LA GUERRA EN LA ERA NUCLEAR.
Si un Estado emprendiese acciones bélicas agresivas contra ciudadanos
extranjeros, por muy democrático que fuera en su interior, con dichas
acciones estaría violando hacia fuera un principio básico de la
democracia, a saber, el principio según el cual los individuos afectados
por las medidas que adopte un Estado deben participar previamente en el
proceso de toma de decisiones. Ningún Estado tiene el más mínimo derecho
a realizar una política militar ofensiva, por más que esté apoyada por
el noventa y nueve por ciento de la población: esa inmensa mayoría es,
en realidad, un conjunto de ciudadanos que no tienen justificación para
vulnerar derechos ajenos mediante una política militar ofensiva. Nos
topamos, pues, con una primera limitación a la fuerza legitimadora de la
regla de las mayorías en la que supuestamente se fundamentaría la
legitimidad del servicio militar.
Según algunos autores, la única causa que podría justificar reclutar
hombres para una guerra sería la legítima defensa. Ahora bien, cuando se
intenta definir lo que puede ser una política militar de "legítima
defensa" en una era en la que varios Estados disponen de armamento de
destrucción masiva, ¿no hay que aludir también a los medios más aptos
para llevarla a la práctica ? No es posible considerar legítima desde
ningún punto de vista la utilización del armamento nuclear. Las
mayorías, de acuerdo con la teoría de la democracia, no pueden tomar
decisiones cuyos efectos sean irreversibles para las generaciones
venideras. Podría existir una futura mayoría de signo diferente (y que
en el momento de tomarse la decisión pudiera ser todavía una minoría o
simplemente no haber nacido). La seguridad del sistema ecológico y la
paz representan en la actualidad, dos valores cuyo mantenimiento impone
limitaciones al poder legitimador de las mayorías.
No se puede por tanto sostener la compatibilidad de una política de
"legítima defensa" con aquellas estrategias militares que no descartan,
ni siquiera en el plano puramente retórico, la utilización real del
armamento nuclear. Así, se podría afirmar que, en un Estado
representativo, la imposición del servicio militar podría estar
justificada siempre y cuando no fuese utilizada para llevar a cabo una
política agresiva contra otros Estados y en el bien entendido de que no
sirviese para preparar y llevar a cabo ataques nucleares.
¿Es realista pensar en guerras justas libradas con medios
humanitarios ?
La historia reciente muestra que la mayoría de los conflictos bélicos de
esta centuria han acabado convirtiéndose en auténticas matanzas
indiscriminadas. Las aproximadamente 207 guerras del siglo XX han
provocado algo más de 78 millones de víctimas (más un sinnúmero de
heridos, mutilados, etc.), seis veces más, por cierto, que las guerras
del siglo XIX. De esta cifra, aproximadamente 35 millones han sido
víctimas civiles, es decir casi la mitad, según un cálculo ciertamente
conservador. Además, el número de civiles muertos en el transcurso de
las guerras se ha incrementado desde el final de la segunda guerra
mundial. Así tenemos que en las guerras modernas, resulta más seguro ser
un soldado en el campo de batalla que un civil en la llamada
retaguardia.
¿A qué puede deberse esa transgresión reiterada de los tratados de
Derecho Humanitario bélico, y especialmente de la prohibición de no
atacar o considerar objetivo bélico -aunque sea potencialmente- a la
población civil ?
Es una ingenuidad sostener que siempre e inevitablemente el modo de
hacer la guerra ha estado, está y estará totalmente subordinado y
determinado por las decisiones políticas de los gobernantes. Lo que
habría que presuponer, más bien, es que la lógica técnico-militar del
modo de hacer la guerra reduce y limita el margen de maniobra de los
dirigentes políticos para controlar el desarrollo y la destructividad de
las guerras. El ejemplo más claro y más nítido que se puede poner de
ello sería una guerra nuclear general. Su previsible desarrollo y sus
aterradoras consecuencias difícilmente pueden concebirse como
funcionales respecto de las necesidades de esta o aquella clase social,
o de esta o aquella formación social. De hecho, una guerra nuclear
general, sería, en realidad, un fin en sí misma y no guardaría ninguna
relación con los planes y fines declarados previamente para iniciarla.
Si se tiene en cuenta esta idea -la mútua interacción entre el modo de
producción, decisiones políticas y el modo de hacer la guerra-, entonces
se dispone de una importante clave de comprensión que permite entender
los motivos por los cuales, con independencia de la mala o buena
voluntad de los dirigentes políticos de los Estados, la evolución de la
"lógico técnico-militar" del modo de hacer la guerra ha sido un poderoso
factor que ha contribuido a transformar la mayor parte de las guerras de
este siglo en matanzas indiscriminadas.
DEL PACIFISMO
ACCIDENTAL AL PACIFISMO RADICAL.
Evolución del modo de hacer la guerra desde el siglo XIX hasta la era
nuclear.
La auténtica fractura histórica en el orden militar tradicional hay que
situarla en la etapa comprendida entre 1840 y 1884. Durante ese período
de los avances de la revolución Industrial, junto a la extensión de
determinados cambios políticos, comenzaron a afectar de forma radical,
profunda y generalizada a la organización y al equipamiento de las
fuerzas armadas de los países industrializados. Los modelos de
armamento, que habían permanecido prácticamente estables desde el siglo
XVII, comenzaron a sufrir una serie de innovaciones técnicas a un ritmo
vertiginoso. No incorporarlas al propio ejército significaba la derrota
segura en el campo de batalla. Una de esas importantes innovaciones fue
la producción en serie de armas ligeras.
Esto abrió la posibilidad de aumentar el volumen de producción de armas
hasta extremos hasta entonces inimaginables y, por tanto, de armas a
millones de hombres sin muchas dificultades ni excesivos costes, así
como renovar en poco tiempo los viejos arsenales y adaptarlos
rápidamente a los sucesivos avances técnicos.
El otro factor influyente en las transformaciones del poderío militar
fue el desarrollo de los medios de transporte. A mediados de la década
de los cincuenta del siglo pasado ya era posible trasladar con rapides
inusitada toda clase de suministros y miles de soldados a puntos muy
alejados de su lugar de origen.
Otra de las innovaciones importantes, que contribuyó a cambiar la
naturaleza de las fuerzas armadas y de la guerra misma, fue el
descubrimiento del acero y su posterior aplicación a la artillería y al
acorazamiento de buques.
Por lo que se refiere a cambios políticos, en las últimas décadas del
siglo XIX, tuvieron lugar las suficientes reformas institucionales y
ampliaciones del sufragio como para conseguir una mayor, aunque
relativa, homogeneidad política interna que favoreció la implantación
del reclutamiento masivo sin peligros aparentes para el statu quo
Por esta razón, las transnformaciones en el poderío militar de los
países industrializados tuvieron, a medio plazo, consecuencias de
alcance planetario. Reducidos destacamentos de tropas de dichos países,
bien pertrechados y mejor organizados, se encontraban en disposición de
derrotar con facilidad a contingentes militares mucho más numerosos de
Asia, Africa o América. Las mencionadas transformaciones se
convirtieron, pues, en uno de los principales factores que determinaron
la perpetuación y la expansión de la dominación colonial por parte de
las potencias industriales europeas y, por consiguiente, la extensión
del modo de producción capitalista a nivel mundial.
Precisamente la cuestión
colonial formaba parte del transfondo en el que se desarrolló la carrera
armamentista naval entre Alemania y Gran Bretaña, iniciada a mediados de
la década de los ochenta. Sus motivaciones políticas más o menos
explícitas fueron la pugna por la hegemonía en Europa, pero también la
lucha por el control de las vías marítimas de acceso a las colonias.
Esta carrera armamentista dio nuevos impulsos a la producción de
armamento, dando lugar a la entrada de la gran industria privada en la
producción bélica. En ambos países comenzó a darse el fenómeno del
trasvase del funcionariado civil o militar, a la dirección de las
grandes empresas navales, y viceversa. Ahí se encuentran los orígenes de
lo que más tarde habría de recibir el nombre de "complejo
militar-industrial".
Desde el punto de vista de la historia militar, la época de los
ejércitos de masas alcanzó su punto culminante con la Gran Guerra, la
cual bien puede considerarse el punto de llegada de todo este proceso de
cambio y transformación en la organización, composición, estrategia y
armamento de los ejércitos que se inició a partir de la revolución
Francesa y la Revolución Industrial.
En una guerra moderna, tan determinante es la situación en los frentes
militares como lo que sucede en la retaguardia civil. Por lo tanto, el
desenlace de las guerras no depende ya exclusivamente de la actuación de
los ejércitos, sino también de la participación de la población civil en
el mantenimiento de la actividad económica en general y de la producción
de armamentos en particular, así como de su capacidad de soportar los
sacrificios impuestos por la guerra. Por ello, se considera que la
"naturaleza" de los conflictos bélicos modernos ha eliminado la
distinción entre combatientes y no combatientes.
Pero si en la guerra moderna la voluntad popular de colaborar y
participar en el esfuerzo bélico se ha convertido en uno de los
elementos decisivos de su desarrollo y de su desenlace, atacar
directamente a la población civil del enemigo puede ser también una de
las formas más eficaces de recuperar la capacidad ofensiva e incluso de
alcanzar rápidamente la victoria. De ahí que el objetivo de las guerras
futuras no debería ser la total destrucción del ejército adversario,
sino preferentemente destruir, mediante el terror, lo que
eufemísticamente se denomina la "resistencia moral de la Nación
enemiga".
En consecuencia, la
población no combatiente se ha constituido en objetivo preferente de los
ataques aéreos. Según algunos teóricos militares, dada la atrocidad de
tales acciones, las guerras se decidirían en un corto período de tiempo
y, por lo tanto, producirían menos víctimas que las guerras en las que
el estancamiento en los frentes había favorecido la prolongación
interminable de las hostilidades. Pero para asegurar la victoria era
asimismo necesario preservar la unidad interna de la propia población
ante la eventualidad de que el enemigo intentara a su vez "despedazar"
su resistencia "moral". Una forma eficaz de impedirlo era la
implantación de un régimen político que asegurara la "unidad de mando"
y, por consiguiente, la obediencia y la disciplina de toda la población.
Los habitantes de
Guernika, Madrid, Barcelona, Varsovia, Rotterdam, Londres, Berlín,
Dresde, Hamburgo, Tokio y de otras muchas ciudades y pueblos padecieron
durante la guerra civil española y la segunda guerra mundial, los
experimentos de estos teóricos militares de la guerra aérea. Los
habitantes de Hiroshima y Nagasaki padecieron su aplicación más
espantosa. Y, dicho sea de paso, quienes más sufrieron intensamente los
efectos de los bombardeos fueron los trabajadores urbanos. Un informe
sobre los efectos de los bombardeos masivos realizados durante la
segunda guerra mundial contiene lo siguiente: "Tanto en Alemania como en
Londres, el bombardeo adoptó un comportamiento indecentemente clasista.
Los barrios de la clase obrera, de población más densa, recibían toda la
fuerza de las bombas; los distritos de los ricos, situados en los
extrarradios, se salvaron a menudo".
La bomba atómica superó en destructividad a todos los medios conocidos.
Pero no fue solamente una consecuencia espantosa y miserable del cinismo
político de los dirigentes norteamericanos, sino también la aplicación
más espectacular y terrible de una estrategia militar compartida por los
dos bandos enfrentados en la segunda guerra mundial. Y el pensamiento
estratégico de la segunda guerra mundial no es nada más que la
aplicación de las soluciones dadas por determinados estrategas militares
que prescinden de principios éticos o jurídicos.
Las tesis de estos
teóricos de la guerra aérea inspiraron directamente la estrategia de la
disuasión nuclear adoptada por los dos bloques militares que se formaron
pocos años después de acabar la guerra. La supuesta eficacia de la
disuasión nuclear, en el enfrentamiento entre los EE.UU. y la URSS, se
fundamentaba en la amenaza de utilizar unas armas especialmente
diseñadas para matar rápida y masivamente a civiles indefensos. Por
consiguiente, y dado su potencial destructivo, mediante la simple
amenaza de utilizarlas ya se podía aterrorizar a la población civil del
adversario, lo que, a su vez, permitía "jugar" política y militarmente
con dicha amenaza.
ALGUNAS BUENAS RAZONES A
FAVOR DE UN PACIFISMO RADICAL.
La formación de ejércitos de masas de acuerdo con el principio de la
"nación en armas" y mediante la implantación del servicio militar
obligatorio, la fabricación industrial y en serie del armamento, su cada
vez mayor poder destructivo como consecuencia de la aplicación a la
actividad militar del saber técnico-científico y la participación
directa o indirecta de toda la población en el esfuerzo de guerra,
plantearon unos problemas técnico-militares que los estrategas
intentaron "superar" mediante la matanza indiscriminada de civiles. Y,
al fin y al cabo, si la guerra se convierte en un asunto en el que, de
una u otra forma, toda la población está implicada, ¿no es cierto acaso
que la voluntad popular se convierte en un elemento determinante del
desenlace de las guerras ? Y si esto es verdad, ¿por qué no atacarla, si
se disponen de los medios técnicos para poder hacerlo rápida y
eficazmente ? La conclusión es obligada: la destrucción de un ejército
moderno requiere la destrucción de la sociedad moderna.
Algunos grupos de científicos, en los años cincuenta, siendo totalmente
conscientes de la especial responsabilidad que ellos mismos tenían en el
descubrimiento y producción de las armas nucleares ya afirmaron que la
existencia del armamento de destrucción masiva debía conducir no a
establecer claramente cuándo una guerra podía considerarse justa o
injusta, sino a pensar de un modo nuevo con el objetivo último de
conseguir la abolición de la guerra de toda guerra.
Las crisis personales de algunos de los científicos que habían
participado en el Proyecto Manhattan (Primera bomba atómica) abrieron
una brecha profunda en la conciencia de la comunidad científica
internacional. El poder político intentó reaccionar con la campaña
"átomos para la paz". Estos científicos se preguntaban: "¿en base a qué
podía justificar ahora el científico nuclear su trabajo? ¿Podía
considerarlo como un trabajo puesto al servicio de algún ideal?".
De todas las reflexiones, destaca, por su contenido y por el impacto que
tuvo en la opinión pública, el Manifiesto "Rusell-Einstein". El
Manifiesto se dirigía principalmente a la comunidad científica y
comenzaba constatando que la humanidad atravesaba una situación trágica
como consecuencia del desarrollo de armas para la destrucción masiva.
Los signatarios del Manifiesto consideraban absolutamente imprescindible
un cambio cualitativo en la visión tradicional de la eficacia y la
utilidad de la guerra como medio para resolver los conflictos entre los
humanos : "¿Debemos poner fin a la especie humana, o deberá la humanidad
renunciar a la guerra ?".
A continuación
calificaban de ilusoria la esperanza de aquellos que confiaban en poder
prohibir primero las armas nucleares para poder seguir utilizando
después la guerra como medio para resolver los conflictos ya que, a
pesar de ser posible un acuerdo de prohibición en tiempos de paz, éste
no tendría ninguna validez en tiempo de guerra y los dos bandos se
dedicarían a fabricar bombas atómicas tan pronto como estallaran las
hostilidades, pues si un bando las fabricara y el otro no, el primero
alcanzaría rápidamente la victoria.
Pensar de un modo nuevo para desinventar la guerra.
El armamento de destrucción masiva no surgió en el vacío histórico, sino
que ha sido, al mismo tiempo, efecto y causa de la evolución del modo de
hacer la guerra y, más en concreto, de las diversas concepciones de la
"guerra total" que negaban validez a la distinción entre combatientes y
no combatientes. Si se tiene esto en cuenta y si se tiene en cuenta la
lógica "técnico-militar" que se pone en funcionamiento cuando estalla
una guerra, entonces parece más fácil comprender por qué cada guerra,
después del seis de agosto de 1945, plantea un riesgo totalmente
desconocido con anterioridad a dicha fecha: el riesgo de que a raíz de
una guerra "limitada", intencionalmente no nuclear, se desencadene una
escalada que conduzca a una guerra nuclear. En la era nuclear, con cada
nueva guerra, por decirlo así, la humanidad está tentando su suerte. Si
hemos de escapar de catástrofes inimaginables, debemos encontrar una vía
de evitar todas las guerras, sean grandes o pequeñas, sean
intencionalmente nucleares o no.
Aunque, claro está, los dirigentes políticos y militares de los Estados
han intentado, por todos los medios, hacer creer a sus poblaciones que
ellos disponen de los medios y los métodos necesarios para "controlar"
los niveles de escalada militar
Ahora, tras la desaparición del Pacto de Varsovia y de la Unión
Soviética, puede que, de momento, las llamadas guerras regionales o
"limitadas" no sean tan peligrosas. Sin embargo, cada nueva guerra
contribuye, al menos, a incrementar otro riesgo directamente relacionado
con el anterior: el riesgo de que éstas se conviertan en estímulos para
la proliferación de armamento de destrucción masiva. El bando perdedor
de cualquier guerra siempre puede llegar a la conclusión de que la
posesión de armamento de destrucción masiva le puede conducir a la
victoria en una guerra futura, e incluso que le puede convertir en
invulnerable desde un punto de vista militar. De ahí el anacronismo de
toda doctrina de la guerra justa. En una época en que la humanidad
dispone de los medios técnicos para autodestruirse y en la que toda
guerra incrementa el riesgo de que éstos sean utilizados o proliferen,
se debería abandonar definitivamente todo intento de legitimar las
guerras. La reflexión, por el contrario, se debería orientar en la línia
de averiguar los pasos que deberían darse para abolir o desinventar la
guerra como medio de resolución de los conflictos entre los humanos.
Reconocer como algo sensato, razonable y conveniente a medio plazo para
la supervivencia de la humanidad, el objetivo de desinventar la guerra
no equivale a desconocer, al mismo tiempo, que se trata de un objetivo
muy difícil de alcanzar. Y la historia de nuestra especie constituye un
buen recordatorio de ello.
En el contexto actual lo
irrazonable, lo infundadamente optimista, lo ingenuo, lo ilusorio, lo
utópico, lo que constituye un auténtico despropósito, es sostener, por
activa o por pasiva, que la persistencia de la guerra no supone una
seria amenaza a la supervivencia de la humanidad. En este contexto
adquiere un valor positivo la paz entendida incluso simplemente como "no
guerra", además de como supresión de las causas políticas, económicas o
sociales que pueden crear un clima belicista potencialmente legitimador
de la guerra y de la existencia de ejércitos.
La experiencia bélica de este siglo nos debería sugerir que no resulta
tan fácil escapar a esa "lógica técnico-militar", que condujo, por
ejemplo, a algunos Estados que combatieron al nazismo y a sus aliados, a
llevar a cabo matanzas de civiles que presuponían, por activa o por
pasiva, la adopción del mismo desprecio por la vida humana inherente al
pensamiento racista del nacionalsocialismo. La primera utilización de la
bomba atómica se inspiró en las ideas de estrategas como Douhet, es
decir, de un admirador del fascismo., pero la bomba atómica no la
fabricaron los nazis, sino un Estado con democracia representativa,
aunque inicialmente muchos de los científicos que participaron en el
Proyecto Manhattan lo hicieran precisamente por temor a que los nazis la
construyeran primero.
Gandhi fue muy consciente de esa "lógica técnico-militar" y de ese
"proceso de retroalimentación mútua", que se pone en funcionamiento
cuando estalla una guerra, y de adónde podía conducir su reproducción
indefinida. Con motivo del lanzamiento de las dos bombas atómicas,
Gandhi escribió que eso mostraba cómo "... una bomba no puede ser
destruida por otra bomba, cómo la violencia no puede ser eliminada
mediante la violencia".
Gandhi también fue muy consciente de los dramáticos dilemas que todo
esto planteaba a aquellos que no quisiesen permanecer pasivos ante las
injusticias políticas y sociales. Gandhi preconizó intervenir en los
asuntos públicos "de otra manera", intentó proponer y poner en práctica
"otra forma de hacer política". Su propuesta fue la no violencia activa.
El dirigente hindú sabía perfectamente que proponer la no violencia
activa como método para luchar contra la opresión y la injusticia
suponía, a corto plazo, el sacrificio consciente y voluntario de, tal
vez, decenas de miles de personas. Pero Gandhi, como Tolstoi, pensaba
también que esos sacrificios podían tener un fuerte y eficaz significado
moral y simbólico y que podían conducir al bando agresor a reconsiderar
su actitud por motivos de piedad y compasión; es decir, y dicho muy
simplificadamente, para Gandhi, no se trataba de vencer por la fuerza al
enemigo, sino de intentar convencerle persuasivamente mediante el
testimonio del propio sacrificio.
Claro está que la validez de la no violencia depende de ciertas virtudes
que deben tener aquellos contra quienes se emplea. Cuando los indios se
tumbaban sobre las vías del ferrocarril y desafiaban a las autoridades a
ser arrollados por los trenes, los británicos consideraron intolerable
semejante crueldad. Pero en situaciones análogas, los nazis no tuvieron
escrúpulos.
Ahora la razón también nos indica que las cosas son mucho más
complicadas que en los tiempos de la segunda guerra mundial. Un nuevo
Hitler, por ejemplo, agudizaría mucho más el dilema. Frente a un nuevo
régimen nazi con armas nucleares, ¿cómo nos podríamos defender sin
utilizar nosotros a su vez armamento atómico, aunque sólo fuese como
arma disuasoria ?, y si la utilizásemos como arma disuasoria, ¿no
correríamos el riesgo de reproducir otra vez todos los peligros que ya
se han dado con la guerra fría entre la OTAN y el Pacto de Varsovia ?
Algo muy similar se podría decir, en realidad, de cualquier conflicto
bélico entre Estados industrializados, con independencia de si son
dictatoriales o representativos.
También es preciso tener en cuenta la intensa interdependencia que
existe actualmente entre todas las regiones del planeta y en el hecho de
que estamos entrando en una etapa acelerada de la historia de la
humanidad en la que se sucederán grandes cambios y transformaciones a
nivel mundial. Estas transformaciones tienen que ver con las nuevas
tecnologías, la explosión demográfica en la región Sur del planeta, las
alteraciones en el clima mundial, la inseguridad alimentaria de buena
parte de la población del planeta, las crisis energéticas o los cambios
geopolíticos. Hay que dar por sentado que esta etapa va a ser muy
conflictiva y que vamos a asistir a grandes catástrofes, lo cual la
convertirá en un terreno abonado para que los conflictos derivados de
los múltiples problemas globales se acaben transformando en conflictos
armados. Cada uno de ellos supondrá nuevos riesgos de utilización o de
proliferación del armamento de destrucción masiva.
Los bien alimentados habitantes de las metrópolis industriales sólo
podemos impugnar de buena fe la resistencia armada de los pobres que
luchan por salir de la tiranía y la miseria, si previamente hemos hecho
todo lo posible por debilitar las líneas de abastecimiento de armas o
los apoyos económicos o diplomáticos que dichas juntas militares reciben
normalmente de los gobiernos de los Estados industrializados, y si
previamente hemos denunciado además la criminalidad directa del comercio
de armas entre loe Estados industrializados y los gobiernos de los no
industrializados.
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