Apunts Jota'O

Material de suport de l'assignatura de filosofia per alumnes de primer i segon de batxillerat

 

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L'empirisme
Hume on de rocs
Textos Hume
L'obediència útil
Del es al quiero
El Newton de la moral
Empirisme, progressista?
Exercicis

Visió desenfadada de la vida i obra de Hume.

O com explicar Hume a pedrades

Enllaços

Hume on de rocs
Paul Strathern


INTRODUCCIÓN Y ANTECEDENTS DE SU FILOSOFÍA

Los filósofos anteriores a Hume fueron frecuentemente acusados de ateísmo, pero Hume fue el primero en admitirlo.

El ser tildado de ateo no era un honor envidiable, ni para los filósofos ni para los que no lo eran; la sociedad tenía sus maneras de tratar a los pensadores heterodoxos, desde la Antigua Grecia (el veneno) hasta la Edad Media (la Inquisición). Los filósofos se esforzaban por tanto en convencer a todo el mundo –y a sí mismos- de que no eran ateos. La aceptación por parte de Hume de la quiebra teológica fue recibida como un escándalo público, pero los intentos que se hicieron por disuadirle lo fueron con argumentos filosóficos y no con el potro de tortura, lo cual dice tanto a favor de la sociedad británica del siglo XVIII como del propio Hume. Ahora bien, si quería ser consistente con su filosofía, Hume no podía adoptar otra posición.

Ya hacía tiempo que la filosofía se estaba acercando a ese punto; varios filósofos del mundo antiguo –algunos Estoicos y unos pocos Cínicos- estuvieron próximos, aunque Sócrates fue sentenciado a muerte por no respetar los dioses; en la Antigua Roma era a menudo imposible no creer en Dios, sobre todo cuando éste era también el emperador; de modo que la fe era esencial, si uno quería seguir pensando… o simplemente seguir.

Ya en los primeros tiempos de la era cristiana la filosofía fue engullida por la teología; Platón y Aristóteles se convirtieron en los Textos Sagrados de modo que la filosofía consistió mayormente en elaboraciones de esos textos. A esto siguieron elaboraciones de elaboraciones, y mucho trabajo heroico con el fin de conseguir que estas manipulaciones resultaran aceptables para el dogma cristiano; un trabajo paralelo se basaba en un mal uso de la lógica para tratar de demostrar la existencia de dios. Una parte de esta actividad resultó sumamente ingeniosa y hasta creadora, pero no era original; los supuestos básicos eran siempre los mismos.

Estos supuestos fueron cuestionados seriamente por primera vez en el siglo XVII, por Descartes, a quien se considera hoy como el fundador de la filosofía moderna. Descartes barrió con los viejos supuestos y basó su filosofía en la razón; en un proceso de duda racional, mostró que era posible negar todo, pero con una excepción, esto es, no puedo dudar de todo y al mismo tiempo dudar que estoy pensando; “pienso, luego existo” fue su célebre conclusión, y ésta fue la roca sobre la cual pudo construir la estructura racional de su filosofía.

Apenas medio siglo después, el filósofo británico John Locke dio un paso más con la introducción del empirismo, afirmando que el último fundamento de la filosofía no era la razón, sino la experiencia. Para Locke, todo lo que conocemos procede en última instancia de la experiencia, es decir, no tenemos ideas innatas, sólo sensaciones, y obtenemos las ideas reflexionando sobre estas sensaciones. Parecía como si la filosofía hubiera alcanzado su última frontera.

Pero no pasó mucho tiempo antes de que alguien diera un paso más. La tradición empirista británica traspasó el borde la locura con la llegada del irlandés Berkeley. Si nuestro conocimiento del mundo se basa sólo en la experiencia, ¿cómo sabemos si el mundo existe cuando no lo percibimos? El mundo quedaba así reducido a una ficción y la filosofía a un objeto de risa, pero, por suerte para el mundo, Berkeley era obispo y hombre temeroso de Dios. Claro que el mundo existe, declaró, aunque nadie lo esté percibiendo. ¿Cómo puede ser esto? Porque el mundo está siempre siendo percibido por Dios.

HUME. VIDA Y OBRAS

Hume es el único filósofo cuyas ideas nos parecen plausibles todavía hoy. Se puede leer a los antiguos griegos como se lee la gran literatura, pero su filosofía se nos asemeja a brillantes cuentos de hadas; los medievalismos de Agustín y de Aquino son ajenos a la sensibilidad moderna; Descartes y los racionalistas nos hacen ver que la condición humana no es racional; los primeros empiristas son, o bien obvios, o bien contumaces, o simplemente absurdos; todos los filósofos posteriores a Hume caen dentro de una de las dos últimas categorías.

Hume redujo la filosofía a ruinas. Hume dio un paso más por delante de Berkeley y condujo el empirismo hasta su conclusión lógica; negó la existencia de todo salvo nuestras percepciones, colocándonos así en una posición difícil, es decir, en el solipsismo: Sólo yo existo y el mundo no es más que parte de mi conciencia. Llegamos así al movimiento final en la partida de la filosofía, un movimiento que no permite escapatoria. Jaque mate.

Pero de pronto, nos damos cuenta de que esto no importa tanto; el mundo permanece ahí, sin interesar lo que digan los filósofos; estamos, pues, como antes. Y esto es lo que hizo Hume, cuya contextura gargantuesca y su ágil ingenio estaban lejos de un perplejo solipsista al estilo de Becket, pensándose a sí mismo hasta despedazarse. Lo que Hume pretendía expresar era el estado de nuestro conocimiento del mundo, que consiste en que ni la religión la ciencia son ciertas; podemos elegir creer en la religión, si queremos, pero no lo hacemos fundados en una evidencia cierta, o podemos elegir hacer deducciones científicas con el fin de imponer nuestra voluntad sobre el mundo, pero ni la religión ni la ciencia existen en sí mismas, sino que son simplemente nuestra reacción ante la experiencia, una de las muchas reacciones posibles.

Hume descendía de una antigua familia escocesa, tan vieja, que su biógrafo E. C. Mossner muestra un árbol genealógico que llega hasta el Home de Home, que murió en 1424. Posteriores antepasados del filósofo respondían a poco atractivos, aunque quizá distinguidos, nombres escoceses, tales como Belcher of Tofts (Eructador de Tofts), Home of Blackadder (Home de la Víbora Negra) o Norvell of Goghall (Norvell de la Casa de la Ciénaga). (A una de las ramas de la familia pertenecía el primer ministro británico más ridículo de la posguerra.).

David Hume nació el 24 de abril de 1711 en Edimburgo. Su padre murió cuando él tenía tres años. Cuando David Hume parece en escena, su rama del distinguido árbol familiar había descendido hasta el punto de que estaba viviendo en la fría y pequeña propiedad en Ninewells, cerca de la frontera escocesa.

Hume fue criado por su tío, párroco local, que había sucedido al padre del filósofo como señor de Ninewells. Las condiciones de vida en Ninewells eran las del ambiente rural, austeras desde el punto de vista moderno: criados descalzos, gallinero y establo de invierno en la planta baja, una dieta basada casi exclusivamente en harina de avena, gachas y kale (caldo típico muy nutritivo, o repugnante sopa aguada de repollo, según los gustos de cada cual); pero Hume no pensó, ni en su momento ni después, que su infancia estuviera llena de privaciones. Recibió educación en la casa del maestro local, junto con los niños de la aldea vecina, según la tradición igualitaria escocesa, que, por mucho tiempo, aventajó a la que prevalecía al sur de la frontera; después, desde los doce a los quince años, fue a la Universidad de Edimburgo. (Tan temprana edad de entrada a la universidad era normal en la época). La idea era que Hume estudiara leyes después, pero él ya tenía otras inclinaciones, y se puso a leer vorazmente sobre toda clase de temas; sólo con mucha desgana dedicaba algún tiempo al estudio del derecho, de manera que vivió en un conflicto de intereses durante tres años, en los que, gradualmente, sus lecturas se iban concentrando más y más en temas filosóficos, hasta que, un día, “pareció que se me abría un Nuevo Escenario de Pensamientos”. Sus ideas filosóficas comenzaban a cristalizar a la vez que el propósito de componer un sistema. Por entonces, “el derecho me producía náuseas”, así que decidió abandonarlo.

Ésta no era una decisión fácil, pues con ella eliminaba la posibilidad de ganarse la vida con una profesión; tuvo una larga lucha interior que le hizo sufrir mucho y que le puso al borde de una crisis nerviosa.

Hume regresó a Ninewells; su recuperación era sólo intermitente aunque, entre episodios depresivos, prosiguió excitadamente con sus nuevas ideas. Varias veces se llamó al médico del lugar, quien diagnosticó que Hume sufría de “la enfermedad de los instruidos” y prescribió “un régimen a base de cerveza y píldoras antihistéricas”. También aconsejó a Hume tomar “una pinta inglesa de clarete al día” y hacer ejercicio regularmente con largas marchas a caballo.

Hume había sido hasta entonces alto y delgado, un tipo desgarbado y algo torpe, pero comenzó a engordar, a pesar del régimen de ejercicio. Las cabalgatas diarias en las colinas desnudas de los campos vecinos iban adelgazando al caballo, a la vez que el caballero se expandía y alcanzaba la figura corpulenta que mantuvo toda su vida, lo cual sugiere que los problemas de Hume en este tiempo pueden, al menos en parte, haber tenido un origen glandular.

La recuperación de Hume fue paulatina y quizá no llegó a ser del todo completa, pues algunos episodios posteriores apuntan a una recurrente inestabilidad mental.

Hume no tenía ningún deseo de permanecer con su madre en Ninewells. En 1734, un amigo de la familia le encontró un trabajo como oficinista con un agente marítimo en Bristol. Tenía varios motivos para aceptar el puesto; en primer lugar, necesitaba el dinero, pero, además, creyó que el trabajo implicaba viajes al extranjero, lo que atraía a sus deseos de aventura a la par que, pensaba, sería beneficioso para su salud mental.

Hay evidencias de que la estabilidad de sus nervios le continuó preocupando. Hume pasó en su camino hacia Bristol por Londres y estando allí compuso una larga carta dirigida al Dr. Arbuthnott, quien era uno de los más destacados médicos de entonces. En la carta, Hume trata de describir su enfermedad, aunque la descripción adolece del conocimiento limitado y de los conceptos inadecuados de la época; describe su mal como “esta destemplanza” y se refiere a sus ”inflamadas imaginaciones”. Dice: “Trato continuamente de fortalecerme con reflexiones contra la muerte, la pobreza, la vergüenza, el dolor y todas las demás calamidades de la vida”. Después de enumerar los remedios prescritos por su médico, pasa, sin solución de continuidad, a hacer algunas consideraciones filosóficas: “Creo que es un hecho cierto que la mayoría de los filósofos del pasado resultaron en última instancia derribados precisamente por la grandeza de su genio, y que para tener éxito en este estudio se requiere poco más que dejar de lado todos los prejuicios, tanto de la propia opinión como de la ajena”. Hume termina haciendo algunas preguntas sobre su mal (“¿Puedo tener esperanza en una recuperación?”) a las que se responde (“Seguramente sí”). Y esto pareció ser el remedio; Hume nunca envió la carta, aunque la conservó durante toda su vida; es como si el haberla escrito fuera en sí mismo una curación o, al menos, la curación que cabía esperar.

Hume se dispuso a trabajar en Bristol, pero pronto descubrió que era improbable que su trabajo de oficinista implicara viajes al extranjero. Las relaciones con su patrón se fueron deteriorando paulatinamente y terminó por renunciar; al cumplir veinticuatro años estaba de regreso en Ninewells, donde comenzó a hacerse mala fama por sus “modos superiores e irreligiosos”. Por ese tiempo, Hume había heredado el reducido ingreso de cuarenta libras al año, lo que le permitiría vivir frugalmente sin trabajar.

Se dispuso entonces a escribir sus observaciones filosóficas, con la intención de crear una nueva filosofía que le haría famoso. De hecho, Hume habría de alcanzar la fama más como figura literaria que como filósofo; más tarde, Boswell se referiría a él como “el mejor escritor británico” y hoy mismo, en el catálogo de la Biblioteca Británica aparece como “David Hume, historiador”.) Después de unos pocos meses, Hume decidió partir hacia Francia, donde podría vivir bien con sus reducidos ingresos y podría concentrarse, en aislamiento, en su nueva filosofía, sin interrupciones ni especulaciones de naturaleza más práctica. (En Ninewells estaban siempre Madre y su tío, ninguno de los dos entusiastas de la filosofía).

Hay una historia que asegura que Hume tuvo que abandonar Ninewells a toda prisa; poco después de su partida para Francia, una joven del lugar, de nombre Agnes, de quien se decía que tenía “un mal historial en tal género de asuntos”, anunció que estaba encinta. Entonces dio el nombre de Hume como presunto padre de la criatura, probablemente para proteger al padre auténtico. En fin…

Hume fue primero a vivir a Reims, pero se trasladó enseguida a La Flèche, seguramente, por su asociación inspiradora con Descartes, que fue educado allí en el Colegio de los Jesuitas.

Hume terminó su “Tratado de la Naturaleza Humana” en tres años; más tarde habló con desdén de esta obra, a la que achacaba ser una extravagancia juvenil, pero no repudió su filosofía, que contiene casi todas las ideas filosóficas originales por las que él es todavía recordado. Bertrand Russell, en su “Historia de la Filosofía Occidental”, piensa incluso que esta obra contiene la mejor parte de la filosofía de Hume, una hazaña para alguien que no había cumplido todavía los treinta.

En el “Tratado de la Naturaleza humana” Hume intentó definir los principios básicos del conocimiento humano. ¿Cómo podemos conocer algo con certeza? Y ¿qué es exactamente eso que conocemos con certeza? Al tratar de contestar estas preguntas se mantuvo dentro de la tradición empirista, que afirma que todo nuestro conocimiento está en última instancia basado en la experiencia. Para Hume, la experiencia consiste en percepciones, de las cuales hay dos tipos: impresiones e ideas. “A aquellas percepciones que entran con más fuerza y violencia las podemos llamar impresiones; bajo este nombre se engloban todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones, tal como aparecen por primera vez en el alma. Llamo ideas a sus tenues imágenes en el pensar y razonar”

Explica: “A toda idea simple corresponde una impresión simple, que se le asemeja”. También podemos formar ideas complejas, que se derivan de las impresiones a través de ideas simples, pero que no están necesariamente en conformidad con una impresión; por ejemplo, podemos imaginar una sirena combinando la idea de pez con la idea de mujer. Por su adhesión estricta a esta noción de impresiones e ideas como única base para nuestro conocimiento, Hume llega a algunas conclusiones sorprendentes: los objetos, la continuidad, la identidad, incluso causa y efecto son nociones erróneas; nunca tenemos la experiencia real de un objeto, sólo impresiones de color, forma, consistencia, gusto, etc., de la misma manera que no tenemos una impresión real que corresponda a la continuidad –las cosas simplemente suceden una después de otra. Ni siquiera podemos decir que una cosa sea causa de que otra ocurra; podemos observar que una cosa sigue constantemente a otra (pólvora encendida, explosión) pero no hay conexión lógica entre las dos, ni razón lógica por la cual deba suceder esa secuencia en el futuro. “No tenemos noción de causa y efecto, sino la de ciertos objetos que han ocurrido siempre juntos”. La inducción es un proceso de mera enumeración y no tiene ninguna fuerza lógica; todos los cisnes habían sido blancos antes del descubrimiento de cisnes negros en Australia, en tiempos de Hume. Los cisnes no habían sido necesariamente blancos, al igual que la llama no causa necesariamente que la pólvora explote.

Hay muchas limitaciones en la visión de Hume, y no sólo las que chocan con el sentido común. ¿Cómo podemos seguir viviendo, si esto es lo único que sabemos con certeza? Hume conocía esta objeción a su filosofía. “Tan pronto como salimos de nuestro gabinete y unos ocupamos de los asuntos corrientes de la vida, se desvanecen las conclusiones a las que habíamos llegado con tanta dificultad, como fantasmas nocturnos a la luz del alba, de manera que nos es difícil mantener aquella convicción”. Hume se estaba refiriendo aquí a la extrema precariedad de la condición humana respecto del conocimiento; creemos que sabemos mucho, pero en realidad mucho de lo que creemos saber es mera suposición, confiable, pero suposición, después de todo.

Esta suposición es curiosamente similar al estado actual del conocimiento, cuando las últimas verdades de la ciencia hace mucho tiempo que se han alejado de los dominios de la credibilidad o del sentido común; aceptamos de mala gana las verdades de la ciencia, que pretenden hacernos creer que un torrente de partículas subatómicas atraviesa nuestra sólida tierra, sombras de antimateria nos acechan a cada paso y una pelota-curva del espacio puede trasladarnos al pasado, y, sin embargo, seguimos viviendo nuestras vidas en un universo newtoniano, con manzanas maduras que caen por gravedad en las confortables praderas de la realidad. Hoy, lo que se nos asegura es la más alta verdad no es menos sinsentido que la filosofía de Hume pero, como siempre. Nos siguen bastando las nociones ridículamente inadecuadas del sentido común.

A pesar de la destrucción que hizo Hume de las bases de toda ciencia, tenía la más alta estima por Newton y sus métodos experimentales, de hecho, la noción de las impresiones de Hume puede haber sido inspirada por un pasaje de la “Óptica” de Newton sobre los rayos de luz y los objetos. “En ellos no hay nada más que un cierto poder y disposición para excitar sensaciones de tal o cual color”. (Con otras palabras, no experimentamos el objeto en sí mismo). Hume admiraba profundamente la ciencia, en particular por el rigor de sus métodos; estaba seguro de que ése era el camino hacia un futuro mejor pero, paradójicamente, la filosofía de Hume arroja la humanidad al pasado, a una posición que no había ocupado desde la Edad Media. Copérnico había desplazado la humanidad y la tierra fuera del centro del Universo mientras que el empirismo solipsista de Hume restablecía a la humanidad en el centro de los acontecimientos, cualesquiera que fuesen, si bien éstos no inclúyanla tierra y, menos aún, el Universo.

La posición de Hume no deja de presentar algunas anomalías interesantes. Berkeley había confiado a Dios la tarea de sostener el mundo cuando no estamos mirándolo, mientras que con Hume no hay mundo que sostener, y si no hay cosas tales como cuerpos, continuidad, o causa y efecto, apenas hay espacio para Dios. Puede que Hume no creyera en Dios, pero su filosofía nos reduce a una situación notablemente próxima a la de ciertos místicos budistas. Allí donde Berkeley había reducido la filosofía a un chiste, Hume explicó el chiste, deshaciéndolo.

Hume regresó a Gran Bretaña en 1739 para publicar su “Tratado”; se sentó a esperar los ataques salvajes y vitriólicos que inevitablemente le harían los críticos, a los que él respondería con brillantez consumada, garantizándose así fama, dinero, notoriedad pública, la aprobación generalizada de poetas y financieros, el amor de hermosas mujeres y viudas ricas y demás señales de reconocimiento a que aspira todo filósofo novato. Esto no ocurriría así, tristemente; la obra maestra de Hume “nació muerta para la prensa”, según escribió él; su obra sufrió el peor destino de todos: nadie notó su existencia. ¿Cómo reaccionó Hume? “Siendo de temperamento natural alegre y sanguíneo, me recuperé muy pronto del golpe”. Regresó a Edimburgo y comenzó a escribir ensayos sobre tópicos morales y políticos, consiguiendo así algún reconocimiento, de modo que en 1744 se postuló como candidato a la Cátedra de Filosofía Moral en la Universidad de Edimburgo. Por desgracia, resultó que al menos una persona había leído su “Tratado de la Naturaleza Humana”, después de todo, y formuló una vehemente objeción contra la candidatura de Hume, citando su “Tratado” y afirmando que era una obra a favor de la herejía y el ateísmo; no era fácil negar estos cargos ante alguien que evidentemente había leído el libro. (La intención primera de Hume de deslumbrar con réplicas brillantes a los críticos resentidos quizá se había basado en la suposición de que los críticos no darían el paso de leer el libro, algo que no tenía precedentes.). No dieron a Hume el puesto en la universidad donde había estudiado y abandonó, disgustado, Edimburgo.

Hume decidió buscar un trabajo más acorde con sus capacidades; le ofrecieron el empleo de tutor del Marqués de Anandale, que estaba loco, en casa cerca de St. Albans, con no mal sueldo y Hume aceptó. El estudio de la filosofía había sido recomendado como último recurso, pero, durante largos periodos, su excelencia se encontraba no apto ni para la instrucción filosófica, de modo que Hume pudo empezar a escribir una “Historia de Inglaterra”, pero se desanimó pronto y abandonó, prometiéndose a sí mismo que volvería al proyecto más adelante.

También el país se veía por entonces poseído por su propia locura, con la rebelión Jacobita de 1745. Un ejército escocés de 5.000 hombres invadió Inglaterra con éxito, para retirarse después desconcertado y ser finalmente masacrado en la Batalla de Culloden. Por suerte para Hume, se encontraba en Inglaterra durante la rebelión y pudo observarla así con objetividad; muchos de sus amigos en Edimburgo se habían visto obligados a tomar partido, con desagradables consecuencias; el seco comentario de Hume sobre todo el asunto fue “ocho millones de personas pudieron haber sido sojuzgadas y reducidas a la esclavitud por cinco mil, los más valientes, pero también los más despreciables, de entre ellos”.

Este episodio surtió un profundo efecto en Hume. Había visto la historia desplegándose a su alrededor, si bien él no había estado involucrado directamente. Esta deficiencia se corregiría pronto al ser despedido de su trabajo como tutor de un lunático y obligado a bajar todavía más sus aspiraciones, convirtiéndose en secretario de un general.

El general James St. Clair estaba listo para lanzarse a una expedición militar contra los franceses en Canadá, cuando recibió a su nuevo secretario. El ministro de la Guerra, sin embargo, le ordenó al general St. Clair que la expedición se hiciera a la mar y atacara a los franceses, pero no en Canadá, sino en Francia. Después de una serie de peripecias propias de los hermanos Marx, en la que cayeron prisioneros muchísimos soldados británicos, el general St. Clair fue recompensado con la jefatura de una importante misión diplomática en Viena y Turín y hacia allí se dirigió, acompañado por su secretario y un estado mayor de consejeros diplomáticos.

Hume reaccionó según las circunstancias en este viaje a través de Europa. “Alemania está llena de entes industriosas y honestas; si estuviera unida sería la mayor potencia que nunca hubo en este mundo”, anotó con perspicacia. “La gente corriente se ve aquí, casi en todas partes, mucho mejor tratada y con más libertad que en Francia y no muy por debajo de los ingleses, a pesar de los aires que éstos se dan”.

Hume cayó enfermo a la llegada de la misión a Turín; un miembro de la misión escribió: “Se vio afectado de una fiebre muy violenta, acompañada de sus síntomas naturales, desvaríos y delirio. En el paroxismo de su trastorno hablaba con perturbación evidente del demonio, del infierno y de la condenación, y una noche, aprovechando que su enfermero dormía, se levantó de la cama y se dirigió hacia un pozo que había en el patio, con la supuesta intención de ahogarse pero, al hallar la puerta trasera cerrada, corrió hacia una habitación, donde, sobre un sofá, él sabía que los caballeros de la familia solían dejar sus espadas, y allí le encontraron los criados, despertados por el ruido; había llegado hasta la puerta y se esforzaba en abrirla, cuando fue llevado a su cama por la fuerza”.

Hume se recuperó rápidamente y esta “fantástica aventura” sirvió de regocijo entre la comitiva. Hume parece haber sido consciente de su, en gran parte latente, trastorno mental, y lo temía; sólo podemos especular acerca de un posible efecto en su actividad intelectual, pero no deja de ser curioso que un ateo tan concienzudo revelara temores maníacos del demonio, el infierno y la condenación; igualmente puede uno preguntarse si hubo episodios similares que no fueron registrados.

El general St. Clair y su secretario cumplieron su misión con éxito, después de viajar por toda Europa sin conseguir nada. Hume estaba ya harto de aprendizajes, después de educar a un loco y de servir como secretario a un general y pensó que ya tenía las cualidades suficientes para volver al combate filosófico, así que regresó a Edimburgo, donde se puso a reescribir su gran fracaso filosófico anterior; convirtió la primera parte en la “Investigación sobre el Entendimiento Humano”, la obra que habría de expandir sus ideas por Europa, mientras que con la última parte compuso su “Investigación sobre los Principios de la Moral”, que él tuvo siempre, erróneamente, por su mejor obra.

A muchos les será difícil entender cómo un filósofo solipsista, que había hecho saltar en pedazos las nociones de causa y efecto, de continuidad y hasta de cuerpo, se pudiera embarcar a escribir una filosofía moral, pero en lo concerniente a la ética, Hume prefirió ignorar las conclusiones del empirismo estricto, aunque sí relaciona ética con la estructura de su empirismo; así, las pasiones que observamos en los otros se reciben como impresiones; la compasión, por otra parte, empieza como una idea, pero puede convertirse en impresión si es lo suficientemente intensa y viva. La filosofía moral de Hume es esencialmente humana, como no podía menos que esperarse de su temperamento. La compasión, o simpatía, es la base de todas las cualidades morales y es lo que trae la felicidad personal a la vez que el beneficio social. Hume estima las cualidades morales según su utilidad o su capacidad de causar agrado, tanto con respecto del individuo como de la sociedad. Estas ideas venían del liberalismo democrático de Locke, que ponía el énfasis sobre un contrato social que garantizara, bajo la ley, los derechos naturales de los ciudadanos. Las ideas de Hume habían de influir en los utilitaristas del siglo XIX, tales como Bentham y Mill, que las condensarían en la fórmula: “la mayor felicidad para el mayor número”. No obstante, este encomiable deseo de felicidad social tenía un defecto inherente: Reducir la moralidad pública a una ecuación matemática, con la mayoría decidiendo sobre todos los asuntos, deja a las minorías vulnerables ante la discriminación.

En 1752, Hume fue nombrado archivero de la Biblioteca de los Abogados de Edimburgo, un trabajo, que lejos de ser pesado, le permitió escribir más ensayos filosóficos sobre una variedad de tópicos. El ensayo literario causaba furor como la forma literaria de última moda. Los temas de sus ensayos van desde asuntos tan dispares como la política y los patrones del gusto público, pasando por cuestiones de índole análoga como el matrimonio y la tragedia, hasta materias tan similares como la poligamia y el estoicismo. Sus ensayos sobre economía incluían muchas ideas formativas para esta seudociencia en embrión; y sus ensayos sobre los milagros (no hay tales), el suicidio (asunto de cada cual) habían de causar sensación cuando fueron finalmente publicados.

De resultas de su empleo con el general St. Clair, Hume había adquirido conocimientos de primera mano sobre las vicisitudes de que trata la historia y, animado por esas penetrantes visiones, se decidió a embarcarse de nuevo en su “Historia de Inglaterra”; ésta comienza con la invasión de Julio César en el año 55 a C. Y termina con la Revolución Gloriosa de 1688. Hume dio por acabada su historia en 1762; había progresado al ritmo de un siglo por año, el mismo de Gibbon para escribir su “Decadencia y Caída del Imperio Romano”, que fue publicada cuatro años más tarde. La “Historia” de Hume fue considerada no mejor obra que la de Gibbon, pero sí se vendió mejor durante casi un siglo.

La “Historia de Inglaterra” de Hume se lee con agrado; fue una de las primeras en ensanchar su campo, al incluir los intereses culturales y científicos del periodo, pero rehusaba suscribir los prejuicios contemporáneos y fue tildada por tanto de demasiado sesgada. Un año después de la publicación de este libro, Hume recibió el honor de tener todas sus obras en el Índice Católico Romano de Libros Prohibidos. En 1763 Hume fue nombrado secretario del embajador británico en Francia. (La guerra había sido finalmente detenida por las fuerzas de la cordura). El nombramiento de Hume tuvo un gran éxito en París; se le tenía por el Voltaire británico y fue tratado como una celebridad por la sociedad elegante; el embajador se dio cuenta enseguida de que la presencia en los salones de su secretario valía más para promover los intereses británicos que cualquier otra cosa que él pudiera ofrecer y le animó a tantas fiestas como le fuera posible.

Por entonces, la figura de Hume era repulsiva; su cara estaba abotargada y roja, comía demasiado, gustaba de la bebida y se movía torpemente, pero, por otra parte, era muy inteligente y tenía mucho y gracioso ingenio. Los franceses no habían visto nada parecido; para ellos la elegancia y el ingenio eran prácticamente sinónimos y el que uno apareciera sin la compañía del otro les parecía una excentricidad británica. Debido a su falta de garbo, se eximió a Hume de hacer reverencias en la Corte y, después de un hilarante desastre, se le permitió retirarse sin tener que retroceder hasta la puerta. Hume fue presentado al Rey y a todos los miembros de su familia, hasta los pequeños nietos, que tuvieron que memorizar un breve discurso en honor de “M’sieur Yum” y decir que estaban ansiosos por leer su ”Historia de Inglaterra”.

A pesar de las apariencias y de su disfrute de la vida social, Hume no era lo que se dice un hombre feliz; en su interior, no soltaba las riendas de sus emociones. Disfrutaba de la compañía de mujeres, pero se caracterizaba a sí mismo como “un hombre galante que no ofende a maridos ni amantes”.Pero tanta celebridad le hizo bajar momentáneamente la guardia y, siempre que encontraba una mujer bella e inteligente que le demostrara sentirse atraída por él físicamente, se enamoraba rápidamente.

Y eso le pasó con la Condesa de Boufflers. La Condesa de Boufflers hizo de intermediaria para el encuentro de Hume con Jean-Jacques Rousseau, el gran teórico de la política y filósofo francés. Rousseau era mentalmente inestable, entregó al hospicio más próximo, uno tras otro según iban naciendo, los cinco hijos que tuvo con su amante. Las ideas de Rousseau inspirarían la gloria y también los excesos de la Revolución Francesa y desempeñarían un papel similar en el siglo XX.

El Rousseau que conoció Hume era algo más que una bomba de tiempo cargada de ideas explosivas. En cuanto hombre, fue el genio que inspiró el Movimiento Romántico y en lo personal, fue una especie de sensibilidad desnuda andante. Era lo opuesto de Hume, temperamental y filosóficamente y, sin embargo, estaban ambos del mismo lado; ambos luchaban por conseguir reformas. La vieja Europa de las monarquías absolutas y la nobleza terrateniente estaba retrocediendo ante una sociedad urbana más comunitaria, con tendencias liberales y democráticas. Un proceso evolutivo había comenzado con Descartes y progresado con el auge de la novela introspectiva. Europa era testigo de la llegada de una autoconciencia generalizada: el nacimiento de una individualidad que pensaba por sí misma. El interés de Rousseau era la individualidad misma, su expresión y su realización, mientras que el de Hume era la condición del pensar y el tratar de ver el mundo liberado de los viejos prejuicios. Para Hume no existía nada parecido al alma, nadie había percibido jamás una “mente”, no tenemos experiencia de la causalidad, ni de Dios. Rousseau, por su parte, no produjo una filosofía coherente, pero será siempre recordado por ideas tan resonantes como “el noble salvaje” y “la voluntad general”.

Rousseau andaba huido después de la publicación del “Emilio”, en donde negaba el derecho divino de los reyes y abogaba por la democracia; Hume le ofreció su ayuda, pero cuando Rousseau llegó a Inglaterra estaba ya trastornado por las persecuciones, de modo que abrazó a Hume, diciéndole cuánto le estimaba, para enseguida mostrarse convencido de que Hume estaba en liga con sus enemigos y conspiraba contra él. Hume se comportó lo mejor que pudo, y Rousseau lo peor, hasta que, para alivio de todos, Rousseau se refugió finalmente en Francia, donde se dedicó a difundir toda clase de calumnias sobre Hume. El filósofo se había tropezado con el genio, y ninguno de los dos había comprendido al otro; la naturaleza de su encuentro fue en cierta forma simbólica, pues la lucha entre las dos posiciones continúa hasta el día de hoy.

En 1769, Hume volvió a instalarse en Edimburgo. Para entonces era ya enorme. “El más gordo entre los cerdos de Epicuro”, según Gibbon, que no era él mismo un peso ligero (su comentario sobre Hume pretendía ser un cumplido). Hume se puso a trabajar con tesón, revisando y reescribiendo su “Historia” y sus obras filosóficas y escribiendo ensayos. Escribió también una breve autobiografía, evasiva y curiosamente objetiva –quizá no quería suministrar munición a sus enemigos, que eran muchos-. Seguía siendo anatema para los elementos conservadores de los poderes establecidos: la Iglesia, los profesores ortodoxos, etc.. Por otra parte, un panfleto anónimo, seguramente sobre Hume, y casi con certeza de su propia mano, titulado “Carácter de… por él mismo”, contiene una profunda visión de su carácter y de su propia valoración. “Un hombre muy bueno, cuyo propósito constante en la vida es hacer travesuras”. “Un entusiasta sin religión, un filósofo que no espera alcanzar la verdad”. “Exento de los prejuicios vulgares, lleno de los propios”.

Así llegó Hume a convertirse en el viejo famoso de Edimburgo. Le encantaban las largas comidas con sus amigos, que eran conocidos como los “Eaterati” (de “eat”, comer; juego de palabras con Literati), pero seguía discutiendo con sus iguales intelectuales, tales como su amigo de muchos años, Adam Smith, el filósofo social innovador de la teoría económica. Hume y Smith compartían muchas ideas sobre filosofía social; se ha dicho incluso que Hume inspiró a Smith su teoría de que “la mano invisible” de la competencia es la mejor guía para los intereses de la sociedad.

Las ideas de Hume están en profundo acuerdo con la mentalidad actual.”Cuando tomamos en nuestras manos un libro de teología o metafísica escolar, por ejemplo, preguntemos: “¿Contiene razonamientos abstractos que se refieran a cantidad, o número?”. No. “¿Contiene razonamientos basados en la experiencia que se refieran a hechos o a su existencia?”. No. Destinadlo a las llamas, pues no contiene otra cosa que sofismas e ilusiones”, y: “El mundo todo no ofrece sino la idea de una Naturaleza ciega (…) vertiendo desde su seno, sin discernimiento ni cuidado paternal alguno, sus hijos tullidos y abortivos”. Tales opiniones eran raras a mediados del siglo XVIII.

La naturaleza física de Hume y su estilo de vida empezaron a pasar factura gradualmente. Caía enfermo cada vez con mayor frecuencia, hasta que dos eminentes cirujanos fueron llamados para examinarle. Uno tras otro metieron sus dedos en su abultado estómago, lo estrujaron, y finalmente concluyeron que sufría de un tumor en el hígado. Atrevido y escéptico buscador de la verdad hasta el fin, Hume metió también sus propios dedos en su estómago y confirmó personalmente el diagnóstico, descubriendo un tumor “del tamaño de un huevo”, que era “plano y redondo”.

Su salud empeoraba y perdía mucho peso. Se corrió la voz de que Hume se estaba muriendo y acudió gente de todas partes para ver si el gran ateo se arrepentía en su lecho de muerte. Boswell vino y lo encontró “flaco, cadavérico y con una apariencia como de tierra”. Cuando Boswell le preguntó si creía en una vida futura, Hume “respondió que era posible que un trozo de carbón puesto al fuego no ardiera”.

Hume murió, después de una larga enfermedad, el 25 de agosto de 1776 (sin arrepentirse). Una muchedumbre considerable se agolpó a su muerte para ver la procesión funeraria del “Ateo”; pero no era una figura impopular entre la gente común, sólo para la Iglesia; a diferencia con los filósofos que le seguirán, su filosofía sigue siendo plausible, con un único obstáculo: Cuando leemos la filosofía de Hume, reconocemos que pensamos así, pero sabemos que no vivimos así. ¿Puede ser que, por una vez, la filosofía esté en lo correcto y seamos nosotros los equivocados?


 

 

 

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