Apunts Jota'O

Material de suport de l'assignatura de filosofia per alumnes de primer i segon de batxillerat

 

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"Los Hados son tres diosas, llamadas las Moiras. Cloto que teje, Laquesis que determina su longitud, y Atropos, que corta el hilo de la vida"

RITOS Y DIOSES


Las fuentes de nuestro conocimiento de la religión griega
La religión griega clásica se nos aparece como estrechamente ligada al grupo social. El individuo griego no se considera un individuo aislado, cuyo estatuto personal pueda ser obtenido independientemente de los grupos sociales a los que pertenece... La religión es el elemento psicológico esencial que asegura la cohesión de los grupos y su duración. En sus manifestaciones , si se dirigen a la divinidad, suponen también un público que será su testimonio y en el cual, el autor del acto piadoso ha pensado al realizarlo... Eso no quiere decir que el sentimiento religioso elemental, en su forma individual y espontánea, haya sido desconocido de los griegos. Al contrario, tenían una palabra, tal vez tomada del vocabulario de una lengua prehelénica, para expresar esa mezcla de respeto y de temor que el hombre concibe ante todo lo que le parece revelar una fuerza misteriosa y sobrenatural, animada por una voluntad que presiente sin que siempre pueda penetrar sus intenciones. Ese sentimientos es el thambos.

La omnipresencia de la divinidad, experimentada con una intensidad singular, ha proporcionado el elemento primero y durable de la religión griega. Por esto, los dioses se encuentran en todas partes y son tan numerosos.: el politeísmo tiene por origen el sentimiento muy vivo de que la naturaleza entera está penetrada por lo divino. Ese pueblo, profundamente religioso, estaba al mismo tiempo –una cosa no priva la otra- enamorado hasta el mayor extremo del razonamiento lógico; su gusto por la vida social y el discurso le llevan a ello. ... También la presencia divina es muy frecuente y se tenía tendencia a fraccionarla. De ahí el gran número de lugres de culto, los altares rústicos, los montones de piedras, los árboles sagrados, las grutas de Pan, las ofrendas a las ninfas, los héroes anónimos,

La pureza ritual. La plegaria. La ofrenda
La plegaria.
La ofrenda.
Los sacrificios.
Las fiestas públicas
Los juegos.

¿Qué es la pureza ritual, que interviene en todas esas operaciones como una condición preliminar indispensable. Esta noción está ligada a la de lo sagrado y lo profano. Si ciertos lugares o ciertos actos son considerados sagrados, se concibe que para entrar en ellos o para realizarlos sea preciso someterse a determinadas exigencias que manifiestan el respeto que se merecen: exigencias de limpieza, de decencia vestimentaria y de conducta. Quien prescinde de esas prescripciones es impuro; no ha hecho desaparecer la mancha que le hace impropio para acercarse a los dioses. Se trata, en principio, de una suciedad material; la idea de una mancha moral, cuando interviene, no ha debido aparecer sino más tarde. Por esto, pues, antes de todo gesto piadoso se deben tomar precauciones de limpieza.... El uso de las abluciones rituales (echarse agua en las manos...) se mantiene a través de toda la época clásica; de ahí la presencia, en la puerta de los santuarios, de una pila de agua lustral puesta a la disposición de los visitantes. ... Entre las manchas, una de las más graves es debida a la sangre vertida: a Hércules, su madre, que le invita a hacer una libación a Zeus, Héctor, que acaba de retirarse momentáneamente del combate, le dice que no se atrevería a hacer ni libación plegaria porque está manchado de sangre... Lo mismo que la sangre, la muerte es causa de impureza... La misma regla se aplicaba a las mujeres que habían de dar a luz. Pues el alumbramiento, sin duda a causa de la sangre, llevaba también impureza... De esta manera, para tener acceso a las ceremonias religiosas, los individuos deben plegarse a condiciones precisas: han de estar limpios de todo contacto con los misterios inquietantes del nacimiento y de la muerte...

La plegaria

La plegaria es el acto religioso elemental por el cual el fiel entra en comunicación expresa con un dios, sea que responde de esa manera a la llamada interior que ha sentido, sea que inicia espontáneamente el diálogo. En los dos casos, en efecto, es de un diálogo de lo que se trata. El dios contesta o no a su voluntad, pero por lo menos ha oído lo que el hombre ha formulado abiertamente. También la plegaria es esencialmente verbal y proferida en voz alta. La Antigüedad griega casi no ha conocido la plegaria muda, ni incluso hecha en voz baja: índice revelador del carácter social de su comportamiento religioso. Sin duda hay que ver en ello, además, el recuerdo de un sentimiento muy primitivo, que atribuye a la palabra como una especia de virtud mágica.
Además de la invocación, la plegaria lleva de ordinario la expresión de una petición dirigida al dios del que se reclama la protección; para mejor alcanzar su benevolencia, se le recuerdan a veces los beneficios que ha ya concedido anteriormente y que lo comprometen, o los gestos piadosos que el solicitante le ha dirigido; en fin, se puede añadir la promesa de liberalidades posteriores... La plegaria es pronunciada de pie ante la estatua o el santuario, la mano diestra o las dos manos levantadas, la palma girada hacia el dios. La prosternación no se emplea más que en ciertos cultos funerarios o de divinidades del averno, en cuyo caso se golpea la tierra con las manos mientras se ruega. El acto de arrodillarse no interviene más que en ciertos ritos mágicos.

La ofrenda acompaña frecuentemente a la plegaria. ¿No es natural conciliarse la buena voluntad de un ser poderoso ofreciéndole algún don? No es que haya que interpretar siempre ese gesto como un trato conforme a la concepción puramente jurídica (mi presente llama al tuyo como cambio). Ciertamente, ese sentimiento no está ausente de muchas ofrendas; pero de ordinario se trata simplemente de expresar de una manera tangible el respeto o el reconocimiento que se siente hacia la divinidad.

Además de la ofrenda ocasional, hay las que el uso prescribe. Es el caso, por ejemplo, de las libaciones, con las que conviene satisfacer, según los consejos de Hesíodo, cada mañana y cada noche, derramando en tierra algunas gotas de vino. Se obraba de la misma manera en las comidas antes de beber: el dios recibía, de esta forma, parte privilegiada de la bebida que iba a alegrar el corazón del hombre... Otras ofrendas respondían a tradiciones locales a las cuales el pueblo permaneció largo tiempo fiel... En otros casos, eran objetos preciosos y no alimentos los que se ofrecían a la divinidad. Los dones de vestidos son frecuentes.

Panateneas. Cada cuatro años. Atenea, la diosa, recibía el peplos tejido para ella por las ergastinas (muchachas de las más nobles familias del Ática). La ciudad entera toma parte en la ofrenda. Así se constituyen los tesoros sagrados, alimentados por los dones públicos y por los de los particulares: vestidos, armas, vajillas de metales preciosos, joyas, reservas de oro o de plata en lingotes o en monedas, objetos de toda clase que la piedad de los fieles consagra a la divinidad. Se los guarda en los templos o en edificios especiales, generalmente de pequeñas dimensiones, muy semejantes a capillas, con la sola diferencia de que no contienen estatua de culto, y que se llaman tesoros. Sacerdotes y magistrados tienen la guarda de estas riquezas, de las que son responsables no solamente ante el dios, sino también cerca de sus conciudadanos, a los que rinden cuentas detalladas al cesar en su cargo. ... Una cantidad de esas ofrendas son propiamente exvotos: han sido consagrados para testimoniar el reconocimiento de los fieles hacia el dios por un servicio recibido.... Era uso ofrecer a la divinidad el diezmo de todo provecho que sobrepasaba lo normal, caza o pesca, negocio o botín de guerra...

Rituales y ceremonias religiosas

Lo que distingue el sacrificio de la ofrenda ordinaria es la importancia del papel que juegan en ella las prescripciones rituales. Cada sacrificio, público o privado, es una operación compleja que obedece a reglas fijadas por una larga tradición. Consiste en ofrecer solemnemente a la divinidad, conformándose con los ritos, bienes consumibles, granos, vegetales, bebidas o víctimas animales. En este sentido, las libaciones de leche o de vino o la oblación de tortas son ya sacrificios, a condición de que sean hechas según los ritos que determinan la naturaleza, la época y el procedimiento de esas ofrendas. Pero si los sacrificios sin efusión de sangre existen en un cierto número de cultos, los sacrificios sangrientos, con degollación (o incluso con despedazamiento) de una víctima animal, son con mucho los más numerosos y los más importantes; en la acepción corriente, estos últimos son los sólo considerados y no se concibe corrientemente sacrificio sin víctima. Los eruditos antiguos de baja época han creído poder establecer una sucesión cronológica entre las formas no sangrientas del sacrificio, que serían primitivas, y las formas sangrientas, introducidas posteriormente...

Los principales momentos de la ceremonia se distinguen claramente. En torno a un altar, se disponen en orden los animales a sacrificar; forman una hecatombe, etimológicamente compuesta de cien bueyes, pero la palabra ha tomado ya muy antiguamente, ya en el mismo Homero, un sentido menos preciso y designa, simplemente, víctimas numerosas, trátese de bóvidos o de ganado menor. Los asistentes se lavan las manos para purificarse y toman en la mano granos de cebada. El sacerdote de Apolo pronuncia una plegaria, se extienden los granos de cebada, que son una primera ofrenda,y después se degüellan las víctimas levantando su morro de manera que la sangre salte en el aire hacia el altar. Se despedaza seguidamente a los animales muertos. Los muslos son dejados aparte, recubiertos de grasa y quemados en el fuego encendido en el altar, mientras que el sacerdote hace en él libaciones de vino. Una vez esos trozos consumidos, el resto de la carne es cortado, puesto sobre las brasas y asado inmediatamente, después de lo cual un festín reúne a todos los asistentes, que consumen en común esos alimentos. Se encuentra en la mayor parte de los sacrificios sangrientos esos caracteres esenciales: un orden solemne, gestos de purificación, una plegaria, la degollación de las víctimas ante el altar, la cremación de una parte del animal, libaciones y, por último, la consumición inmediata del resto de las carnes por todos los asistentes. Si es éste un proceso muy frecuente, no es siempre rigurosamente respetado; la variedad de ritos es extrema. En ciertos cultos, por ejemplo, la consumición de la carne de las víctimas está proscrita y el animal es enteramente quemado (es lo que se llama una cremación integral u holocausto). Es el caso, ordinariamente, en los sacrificios que acompañan un juramento, en ciertos ritos expiatorios, en los cultos de las divinidades de la tierra y de los dioses infernales y en la mayor parte de los cultos heroicos y funerarios.
La naturaleza de las víctimas puede ser precisada sea negativa o positivamente. En Tasos, diversos reglamentos culturales del siglo V prohíben sacrificar, a ciertas divinidades, cerdos o cabras... En otros lugares el cerdo es habitualmente escogido para las ceremonias purificadoras o expiatorias... En otros, el gallo... Existe, pues, una gran variedad de ritos: transgredirlo, ofrecer una víctima no conforme al uso, era cometer un sacrilegio, para el cual estaban previstas sanciones pecuniarias y religiosas. La misma variedad en las libaciones: el vino, con tanta frecuencia empleado con esa finalidad, estaba proscrito en algunos cultos...

La complejidad misma de esas prácticas da a la operación sacrificial un carácter técnico muy acusado. Se comprende que para evitar errores considerados sacrilegios se haya recurrido a la intervención de especialistas. No es una casualidad si, en griego, el verbo que quiere decir “sacrificar”, hiereuein, esté estrechamente emparentado con el nombre del sacerdote, hiereus. El sacerdote o la sacerdotisa, generalmente único, está adscrito a un santuario para velar por la ejecución del ritual. Escogido por elección o por sorteo entre las mejores familias de la ciudad, ejerce funciones análogas a las de un magistrado. Goza de un prestigio que se traduce por lugares de honor en las ceremonias públicas y se beneficia de ciertas ventajas materiales, como la atribución de una parte privilegiada de la carne de las víctimas, la percepción de una contribución en dinero en los sacrificios o exenciones en los impuestos. Por lo demás, los sacerdotes son ciudadanos como los otros y no forman en manera alguna una casta sacerdotal. Su sacerdocio es una función temporal y raramente vitalicia. Les impone, ciertamente, reglas de limpieza y de dignidad que pueden a veces traer consigo, por ejemplo, la obligación de llevar vestidos blancos o el respeto de la castidad (caso frecuente entre las sacerdotisas). Pero, en conjunto, es una magistratura de competencia técnica lo que conviene asimilar al sacerdocio. La sociedad helénica no ha conocido jamás una división rigurosa entre lo civil y lo sagrado...

En cuanto a la ciudad misma es El cuadro por excelencia de la vida religiosa. Sus santuarios y sus cultos atraen el interés del ciudadano, que no se siente miembro del cuerpo cívico sino en la medida en que participa en sus creencias comunes. La patria, para él, es primeramente la religión transmitida por los antepasados (“Combatiré para defender los santuarios y la ciudad”... “Honraré los cultos ancestrales” –juramento de los efebos atenienses, siglo IV)... Es por lo que los griegos concedían tal importancia a las grandes ceremonias sagradas, en las cuales el sacrificio público era el elemento esencial. Solamente entonces, tenían el sentimiento de participar de una manera activa y completa en la vida de la ciudad en lo que tenía de esencial y más precioso. Ciertamente, esta participación se acompañaba de ventajas concretas no despreciables. Por causa de la escasez del ganado mayor en Grecia, muchas gentes no comían su carne sino en ocasión de los sacrificios públicos, y el banquete sagrado, si era copioso, presentaba también la ventaja de ser gratuito. Pero había también otra cosa. La solemnidad y esplendor de las fiestas llenaba de gozo a un público cuyas distracciones eran escasas y la vida diaria austera; el pueblo admiraba en esta ocasión la dignidad de los magistrados, la prestancia de los caballeros que caracoleaban, la belleza de las portantes de ofrendas o canéforas y la buena apariencia de las víctimas destinadas al sacrificio.

Toda fiesta comenzaba por una procesión, que podía tener una virtud propiciatoria, pero que sobre todo ofrecía a los espectadores un cuadro alegre y bien ordenado. Lejos de asistir pasivamente al desfile, los mirones no se recataban, con su facundia mediterránea, para comentar sus detalles... En ciertos casos, esas bromas eran incluso como una regla... Después de la procesión venía el sacrificio, que tenía lugar cerca de un altar. El altar está destinado a recibir el fuego que consumirá toda o parte de la víctima. Puede ser simplemente un emplazamiento reservado, o un agujero practicado en el suelo o un pequeño montón de tierra en forma de cúpula, sin otro complemente arquitectónico. Se le llama entonces ordinariamente con el mismo nombre del lugar, escara; es la forma habitual de los altares para las divinidades..
Pero la mayor parte de los altares eran de piedra, monolitos o macizos de mampostería. Tenían la forma de una mesa, cilíndrica o rectangular, cuya cara superior recibía el fuego del sacrificio. Al lado de altares modestos, simples cubos de piedra llevando a veces el nombre de la divinidad grabado en una cra lateral, había en los santuarios importantes altares monumentales. Son construcciones de grandes dimensiones, compuestos de un macizo rectangular oblongo que sirve de mesa, con frecuencia sobreelevado encima de un zócalo de varios peldaños. Los rebordes laterales de la mesa pueden convertirse en altas mamparas macizas para detener el viento y evitar que las cenizas caigan del altar...

El altar, según las reglas, estaba al aire libre. Para ello había dos razones: en primer lugar, el humo de los sacrificios pronto habría hecho irrespirable la atmósfera de una construcción cerrada, y, por otra parte, era preciso disponer en torno al altar del espacio necesario para la multitud de los asistentes. .. En torno al altar, se dejaba libre, las más veces, una explanada suficiente para acoger a los actores y a los espectadores del sacrificio. Ante la mesa del altar se clavaba, ya sea en el suelo, ya sea en la piedra misma (prótisis) donde se colocaba el sacerdote sacrificador, un anillo de hierro que servía para atar a las víctimas y mantenerlas en el momento del golpe fatal...

Ningún culto ha dado más importancia a esas representaciones rituales que el culto de Dionisios. Ese dios de la vegetación, y más especialmente de la viña y del vino, ha pasado largo tiempo por ser un dios extranjero, tardíamente introducido en Grecia a partir de la Tracia o de Oriente. La sorpresa se produjo cuando su nombre apareció en un documento micénico. Desde ese momento, debe considerársele como uno de los elementos antiguos del panteón helénico. De todas maneras, hasta el fin del arcaísmo no aparecieron en su culto verdaderas representaciones dramáticas. El ritual dionisíaco tenía, como muchos otros rituales, coros cantando y danzando, así como procesiones. Los coros ejecutaban en honor del dios un himno de un género particular, llamado el ditirambo. Las procesiones, particularmente alegres y ruidosas , paseaban la imagen de un sexo macho, el falos, símbolo de la fecundidad y de la renovación universal. Más que los otros dioses, Dionisios incitaba a los fieles al éxtasis místico, a las contorsiones violentas, al entusiasmo sin freno; el vino contribuía con mucho a ello, pero también una tradición rural, bien en su lugar en ese culto agrario, la tradición de las fiestas alegre que siguen a los rudos trabajos del estío y del otoño.

Los juegos y su papel en la religión griega
Los concursos dramáticos, cuya importancia ha sido tan considerable para el desarrollo de la literatura europea, no son más que un aspecto particular de los concursos griegos; estos últimos representan un elemento muy extendido de las fiestas religiosas, y su papel ha sido esencial en la vida social y moral de los helenos. Estos concursos son, primeramente y en su origen, competiciones atléticas; las pruebas musicales, por ejemplo, no se introducen sino más tarde... Había juegos por todas partes en el mundo helénico, adscritos a los cultos más diversos... Estos juegos locales permitían a los jóvenes afrontarse en pruebas variadas, individuales o por equipos. A veces, la prueba guarda netamente el carácter de un rito religioso; es el caso, por ejemplo, de las carreras de antorchas, o lampadedromías, carreras de relevos bien conocidas en Atenas, o todavía la carrera del racimo de uvas o stafilodromía, que formaba parte de la gran fiesta de las Carneanas de Esparta, en honor de Apolo Carneios, dios agrario. Pero lo más frecuente es que se trate de simples competiciones atléticas, en las que la juventud hace homenaje a la divinidad de sus cualidades de fuerza y de habilidad. Como se ve bien ya en Homero, a los ojos de los griegos la victoria en los juegos, igual que en la guerra, depende esencialmente del favor divino. El hombre hace todo lo que puede, pero el Destino y la voluntad de los dioses disponen.... Es ese elemento contingente que humilla su soberbia y que revela en los negocios humanos la soberana intervención de un poder sobrenatural. En la competición atlética, por lo menos en época antigua, antes que se degradase con la intervención de atletas profesionales, había un reconocimiento implícito de las voluntades divinas que le conferían nobleza y grandeza...

El vencedor en los juegos aparece, pues, como el favorito de los dioses, como un individuo dotado de cualidades físicas excepcionales; de ahí el uso de consagrar una ofrenda después de la victoria en el santuario del dios que patrocinaba la competición. Ahora bien, entre todos los juegos que solicitaban la ambición de los atletas, los había cuyo renombre sobrepasaba ampliamente las fronteras de un Estado, para extenderse por el mundo helénico entero. Cuatro entre ellos atraían particularmente a las multitudes: los de Olimpia, de Delfos, del Istmo y de Nemea. Por la brillantez de sus fiestas, por la calidad de los concurrentes que se enfrentaban en ellos, por el número y variedad de los espectadores, merecían verdaderamente el nombre de juegos panhelénicos con el cual se los designa ordinariamente.

Los Juegos Olímpicos en honor del Zeus de Olimpia eran los más célebres. Desde 776, según la cronología tradicional adoptada por el historiador Timeo ... esos juegos eran celebrados cada cuatro años en pleno verano (julio-agosto). En la época clásica, las fiestas duraban siete días. Desde el 572 estaban patrocinadas por los eleos, que dominaban la región y que designaban entre ellos el colegio de los Helanódicos o “jueces de los griegos”, encargados de organizar los juegos. De este modo vemos que incluso una ceremonia panhelénica, es decir, abierta a todos los griegos, quedaba sometida a la responsabilidad de un solo pueblo, conforme a la concepción política y religiosa que lo subordinaba todo a la ciudad. Algún tiempo antes de la apertura de los juegos, unos diputados, los espondóforos, eran enviados a todas las ciudades griegas para anunciar el acontecimiento. En honor de Zeus, se observaba entonces una tregua sagrada que suspendía las guerras intestinas por la duración de las fiestas olímpicas. Atletas y curiosos tomaban el camino de la Élida, donde estaban previstas instalaciones materiales para recibirlos: una ciudad de tiendas y de barracones se elevaba para algunas semanas en torno del santuario.

El primer día de los juegos estaba consagrado a los sacrificios y a la prstación del juramento olímpico por los concurrentes. Éstos debían ser griegos, libres de nacimiento e indemnes de toda contaminación. Más que exigencias morales o políticas, hay que ver en ello exigencias religiosas; los juegos forman parte del culto y no se puede participar plenamente en el culto si no se pertenece a una comunidad cívica y si no se está puro de toda mancha. He ahí por qué los bárbaros, los esclavos y los condenados están excluidos. Es también una práctica religiosa la que prohíbe a las mujeres la entrada en el santuario y la asistencia a las competiciones; una sola excepción se hace a favor de la sacerdotisa de Deméter Caminea, índice revelador del carácter sagrado de la prohibición. La prestación del juramento era particularmente solemne. Tenía lugar en el altar de Zeus Horkios, protector de los juramentos, cuya estatua se elevaba en el Buleuterión (lugar del Senado local) y tenía un rayo en cada mano, para fulminar a los perjuros. Sobre los trozos de un verraco sacrificado en esta ocasión, los atletas, sus padres y sus hermanos, ligados por l vieja solidaridad del clan familiar, juraban respetar el reglamento del concurso... En caso de fraude, se castigaba al culpable con una fuerte multa y lo excluían de los juegos perpetuamente. Con el producto de la multa erigían una estatua de Zeus en bronce; esos Zeus, los Zanes, estaban alineados en el santuario, cerca de la entrada del estadio, al pie de la terraza de los Tesoros. Se pueden ver todavía en este lugar algunas de las bases que los sustentaban.

Después de la terminación de las competiciones, que duraban cinco días, la última jornada estaba consagrada a la distribución de las recompensas. En presencia de una multitud inmensa que los aclamaba, los vencedores, que eran llamados los olimpiónicos, avanzaban al ser llamados por su nombre para recibir su premio: una simple corona de olivo silvestre, tejida con las hojas del árbol sagrado, que Heracles había traído del país de los Hiperbóreos para plantarlo en Olimpia. Esas coronas estaban colocadas en una suntuosa mesa de ofrendas incrustada de marfil y oro...

De esa manera, el deseo de gloria, el apetito de elogios, el orgullo nacional y la piedad sincera hacia el dios excitaban a la vez el ardor de los concurrentes. Los espectadores estaban impulsados, además, por la curiosidad de ver de cerca hombres célebres, pues a los atletas se juntaban escritores, filósofos, retóricos o artistas, deseosos de aprovecharse de esa gran multitud popular para hacer conocer sus obras por medio de lecturas públicas o para obtener encargos. La animación, el hacinamiento, las transacciones comerciales acompañaban necesariamente el desarrollo de las pruebas deportivas y las ceremonias sagradas...

Al codearse durante cinco días, al tomar parte en los mismos sacrificios, al vibrar de un mismo entusiasmo, hombres venidos de todos los puntos del mundo helénico aprendían a conocerse mejor. Tenían conciencia de una solidaridad profunda por encima de los intereses o las rivalidades de amor propio que separaban sus respectivas ciudades. Daban con ello un contenido más concreto a la noción misma de helenismo. Éste, pues, se ha reforzada en esas grandes reuniones religiosas periódicas que los griegos llamaron panegirias.

Los otros grandes juegos panhelénicos proporcionaban la ocasión de panegíricos del mismo género. En Delfos, los Juegos Píticos habían sido instituidos en honor de Apolo, después de la primera guerra sagrada, en el 582. Se enriquecieron poco a poco de las mismas pruebas atléticas que en Olimpia. Pero su originalidad consistió en conceder un lugar considerable a los concursos musicales, cuya tradición era muy antigua en Delfos; se contaba que Homero y Hesíodo habían querido los dos tomar parte en el concurso y que habían sido descalificados ambos, el primero por ser ciego y no poder tocar la cítara ; el segundo, porque, por buen poeta que fuese, no era suficiente tocador de cítara. (Anécdota apócrifa)., pero enseña bien que Apolo, dios de las artes, concedía tanto interés a las composiciones musicales como a los concursos atléticos.

Las fiestas tenían lugar cada cuatro años, el tercer año de cada Olimpíada, por lo tanto dos años después de los Juegos Olímpicos, hacia el fin del verano (agosto-septiembre). Algunos días antes los delfianos enviaban delegaciones, los teores (o teares, como se decía en Delfos), a las diversas regiones del mundo griego para anunciar oficialmente la próxima apertura de los Pitia. En el curso de su embajada religiosa, esos teores eran recibidos y alojados en cada ciudad soberana por corresponsales oficiales encargados de facilitar su misión y que se llamaban teodorocos.

Los Juegos Ístmicos y los Juegos Nemeos tenían lugar cada dos años, alternando con los de Olimpia y Delfos, es decir, el segundo y cuarto año de cada Olimpíada. Los primeros se celebraban en honor de Poseidón, en su santuario del istmo de Corinto. Los corintios eran los organizadores, pero entre todos los visitantes los atenienses tenían un lugar privilegiado. La época de los juegos era la primavera (abril-mayo). Se los anunciaba oficialmente y había con este motivo una tregua sagrada que se respetó incluso en plena guerra del Peloponeso..

La admiración que suscitaban las victorias en los Grandes Juegos era especialmente viva cuando un mismo atleta alcanzaba la corona en el ciclo de las cuatro fiestas sucesivas; llevaba entonces el título de periodónico, o “vencedor del ciclo”. El renombre de tales campeones cruzaba los siglos y podía, en circunstancias favorables, hacer llegar al atleta al rango de los dioses.

El culto de los muertos
Oráculos y adivinación. Santuarios oraculares. Asclepio
Excepción hecha de los Grandes Juegos, los únicos cultos que obtuvieron una amplia difusión en el mundo helénico fueron los de las divinidades provistas de dones adivinatorios, o sea, con oráculo adjunto, y, hacia el final de la época clásica, los del dios que curaba. El deseo de prever el porvenir y el de recobrar la salud son de tal manera naturales en el corazón del hombre, que llevaron a los griegos, en algunos caos privilegiados, a sobreponerse al particularismo tradicional de las ciudades... El gran número de oráculos y la confianza que se concedía a sus predicciones es causa de asombro. Es, no obstante, un hecho indiscutible que los griegos, tan de buen grado escépticos y razonadores, hicieron gran uso de las consultas de los oráculos, tanto en los negocios públicos como para sus intereses privados.

¿Cómo se consultaba el oráculo?

No lo sabemos más que imperfectamente. No se tenía permiso para hacerlo más que ciertos días favorables, lo bastante escasos para que se hiciese cola en el santuario. Los delfianos podían conceder, a cambio de servicios prestados al dios o a su ciudad, el privilegio de la promancia, es decir, la prioridad para la consulta; era un favor apreciado, que los beneficiarios recordaban con gusto por medio de una inscripción... Los consultantes pagaban una cantidad de dinero, el pelanos, así llamado porque reemplazaba la torta habitual (sentido propio de la palabra pelanos) que había servido primitivamente de ofrenda previa. Esta tasa podía variar de una ciudad a otra, siguiendo las convenciones establecidas con los delfianos. Era sensiblemente más cuantiosa cuando la consulta era hecha por una ciudad y no por un particular. Después se ofrecía un sacrificio, una cabra, según Plutarco. Antes de inmolarla, se la rociaba con agua fría; si no temblaba bajo esta ducha, se consideraba que el dios rechazaba responder y la consulta no tenía lugar. En caso contrario, los consultantes, después de haber entregado por escrito el texto de la cuestión que deseaban plantear al dios, eran introducidos en el templo donde el oráculo iba a ser dado.

Parece que los consultantes no penetraban en la parte más oculta, que era propiamente el aditon, el lugar de acceso prohibido, donde estaba la Pitia. El papel de esta profetisa, que era el instrumento del dios, no está completamente esclarecido. Escogida entre las delfianas, vivía casta y retirada a partir del momento en que se la había designado para esta función. En el momento de las consultas, se sentaba en el aditon sobre un trípode, cerca de una piedra sagrada en forma de cúpula a la que se llamaba el “ombligo” (onfalos) y que pasaba por indicar el centro de la tierra. En el aditon se encontraba una grieta de la roca, de la que, según ciertos autores, saldría una exhalación propia para suscitar el delirio profético. A decir verdad, la realidad misma de esta exhalación es muy discutida; es probable que no haya existido más que en la imaginación de los asistentes, que la asociaban a la intervención divina. Sentada en el trípode, la Pitia mascaba hojas de laurel y bebía agua de una fuente sagrada que brotaba a alguna distancia por encima del templo. Después la profetisa entraba en una especie de tránsito y balbuceaba palabras confusas. Como la mayor parte de los oráculos délficos que han sido conservados están en verso, es preciso admitir que los vaticinios de la Pitia sufrían una elaboración ulterior antes de ser entregados a los interesados. Se supone que los responsables de esa “puesta en forma” eran funcionarios sacerdotales que se llamaban los profetas. Una copia de cada oráculo era guardada en los archivos del santuario.

La esperanza de curación ha sido siempre uno de los más poderosos motivos de la creencia religiosa. Los griegos, en caso de enfermedad, se dirigían, naturalmente, a sus dioses. El dios local, fuese el que fuese, representaba un primer recurso. Pero Apolo, más especialmente, aparecía como salutífero y muchos de sus epítetos culturales hacen alusión a esta cualidad... Ciertos héroes jugaron también este papel... A partir del siglo V, la boga de sus curaciones fue eclipsada por una divinidad especializada en este oficio, Asclepio... Su nombradía creció gracias a curaciones espectaculares. Es entonces, durante los treinta últimos años del siglo V, cuando la medicina clínica se constituyó gracias a Hipócrates de Cos. De Epidauro, el nuevo culto se extendió por el mundo griego con una asombrosa rapidez.

El espíritu crítico contra la religión tradicional

En una religión sin dogmas, sin casta sacerdotal, sin libros sagrados, se deja una gran libertad a la apreciación individual. ... El ateísmo no era problema mas que en la medida que pensaban sustraerse a las obligaciones que se imponían al ciudadano. La falta de creencias no pasaba a ser un crimen sino cuando se convertía en impiedad... La conciencia popular tenía el sentimiento de que la profanación cometida por el culpable, si no era castigada de una manera ejemplar, provocaría la cólera divina y que toda la ciudad sufriría de ella. Más que un delito de opinión es, pues, un crimen contra la solidaridad cívica lo que se quería castigar... Tal fue el caso en el proceso de Sócrates, en el 399. El filósofo fue acusado de corromper a la juventud, de no creer en los dioses de la ciudad y de introducir divinidades nuevas. La acusación estaba sostenida por un joven sin notoriedad, Meletos, asistido de un político, Anitos, que había jugado un papel importante en el partido democrático en el curso de los años precedentes. Sócrates fue condenado por 280 votos contra 220, ya que el tribunal estaba compuesto de 500 jueces, por 30 votos habría sido absuelto ¿Por qué esta condena de un moderado que la Pitia había designado como lemas sabio de los hombres? ¿Cómo explicar una decisión que, según los panfletos de Platón y de Jenofonte a favor de Sócrates, pasa por ser la vergüenza inexplicable de la democracia ateniense? La consideración de las circunstancias del proceso permite responde fácilmente.

Los honestos burgueses que componían el tribunal del Helié han recordado, no sin sentir dudas, contra Sócrates la queja de haber contribuido con sus conversaciones y su amistad a formar algunos de los fríos ambiciosos de los que Atenas había sufrido tanto desde hacía quince años. Alcibíades, el promotor de la desastrosa expedición de Sicilia, después el consejero demasiado hábil de los lacedemonios contra su propia patria; Critias, el cínico y ávido jefe de los Treinta, que hizo perecer a tantos atenienses después de haber derribado la democracia. Las relaciones que unían al uno y al otro con Sócrates eran conocidas de todos y los jueces no dejaban de tener motivo de cargar en parte sobre el maestro la responsabilidad de los errores cometidos por los discípulos. Tanto más que, durante sus años de juventud, los amigos de Sócrates no habían disimulado en manera alguna gustos que el buen pueblo de Atenas apreciaba poco: prejuicios a favor de Esparta, considerada como una ciudad mejor gobernada que Atenas; una curiosa filosofía y una virtuosidad dialéctica que el ejemplo de su maestro había ampliamente desarrollado y que les daba en el diálogo una superioridad tan neta que hacía que el interlocutor forzosamente se sintiese humillado; una libertad de juicio que, unida al ardor juvenil, les conducía a dudar de las cosas consideradas ciertas con más fundamente; por último –y no era lo menos importante-, una tendencia reconocida a la pederastia, el amor “dorio” tan en honor en Lacedemonia, de la que se hablaba sin embozo en su pequeño grupo, como lo enseña claramente El Banquete de Platón, y que se practicaba sin ningún embarazo. Ahora bien, el ateniense medio, como se deduce bien de la lectura de Aristófanes, sentía por ese vicio tanto horror como desprecio; veía en él, no sin razón, además del desarreglo del espíritu y de los sentidos, el signo de unión de la ”fraternidad” aristocrática, de un gremio con aspiraciones políticas del que la democracia tenía motivos de desconfiar. Todos esos jóvenes, excesivamente orgullosos de sí mismos, en su mayor parte salidos de las familias más ricas de Atenas, no despertaban en gran manera la simpatía de los que no pertenecían a su círculo.

Se descargaba sobre Sócrates, al que rodeaban de una veneración poco inteligible para los profanos, la hostilidad que inspiraban. Así la acusación de corromper a la juventud parecía reposar sobre serias bases. A través del honesto Jenofonte y de Platón aureolado de todo su genio, no escuchamos hoy día más que una de las dos partes del proceso.

Además de esas circunstancias había el proceso religioso, que era al mismo tiempo un proceso cívico. Y aquí hay que mirar de cara a la realidad, sin adherirse con demasiada facilidad al rencor indignado de los discípulos heridos en su admiración por un maestro que había sabido seducirlos. ¿Representaba Sócrates un peligro para el equilibrio moral y político de la democracia ateniense? Se puede responder afirmativamente sin lugar a dudas. Al leer los primeros diálogos de Platón, Sócrates aparece como un habilísimo sofista, capaz de poner en derrota a los más retorcidos, un Protágoras, un Gorgias, por el empleo de una dialéctica superior, que ella misma no está exenta de procedimientos discutibles, como el equívoco sobre las diversas acepciones de una palabra, por ejemplo. De esta arma que Sócrates maneja como un virtuoso, se sirve para poner a su interlocutor en contradicción consigo mismo y demostrarle que no está seguro de nada, posición poco confortable aunque sea acaso el punto de partida necesario de toda verdadera filosofía, pero que, impuesta a un espíritu insuficientemente vigoroso, puede incitarlo al escepticismo o al desaliento, o incluso a rechazar todo escrúpulo. Después de haber destruido, hay que reconstruir; ahora bien, Sócrates no saca nunca ninguna conclusión. Conduce a la duda, pero no propone ninguna certeza. Ciertamente, su noble vida de pensador y de ciudadano, su participación sin reticencia en el servicio militar y en las cargas cívicas (como en el asunto de las Arginusas), su desinterés, su pobreza, su respeto religioso de la ley, su apego al pensamiento recto y a la verdad, aunque fuese al precio de su propia cabeza, ofrecen ejemplos admirables que las generaciones no han acabado de meditar. Pero, ¿quién, entre sus contemporáneos, le veía de tal manera con la excepción de sus íntimos? El público veía de él la apariencia exterior, la pintoresca silueta evocando un Isleño, la habilidad en manejar las preguntas embarazosas, la duda perpetuamente suscitada, la ausencia regular de toda conclusión positiva. Le confundía fácilmente con los filósofos de la naturaleza, como Anaxágoras, en otro tiempo condenado por impiedad, o con los sofistas, como Protágoras, también expulsado en razón de su escepticismo destructor. Sócrates hacía, es verdad, frecuentemente alusión a esta voz interior, a ese demon familiar que le aconsejaba en las circunstancias difíciles, y del que consideraba la intervención como la manifestación de un dios. Pero la idea misma de esta comunicación íntima y secreta con la divinidad, fuera de todo rito concreto, desconcertaba al vulgo, que sospechaba en ello alguna amenaza para la religión tradicional, como si los protectores antiguos de la ciudad debiesen un día ceder el lugar a ese dios desconocido. ¿Cómo los cuadros del Estado, que reposaban totalmente en la exacta y benévola participación en los cultos, podrían subsistir si los ciudadanos de mañana, vacilantes en sus convicciones por la enseñanza de Sócrates, se ponían a dudar de todo, sin disponer de otro recurso que esa extraña voz secreta que un solo viejo pretendía oír en su corazón?
 

 

 

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