RITOS Y DIOSES
Las fuentes de nuestro conocimiento de la religión griega
La religión griega clásica se nos aparece como estrechamente ligada al
grupo social. El individuo griego no se considera un individuo aislado,
cuyo estatuto personal pueda ser obtenido independientemente de los
grupos sociales a los que pertenece... La religión es el elemento
psicológico esencial que asegura la cohesión de los grupos y su
duración. En sus manifestaciones , si se dirigen a la divinidad, suponen
también un público que será su testimonio y en el cual, el autor del
acto piadoso ha pensado al realizarlo... Eso no quiere decir que el
sentimiento religioso elemental, en su forma individual y espontánea,
haya sido desconocido de los griegos. Al contrario, tenían una palabra,
tal vez tomada del vocabulario de una lengua prehelénica, para expresar
esa mezcla de respeto y de temor que el hombre concibe ante todo lo que
le parece revelar una fuerza misteriosa y sobrenatural, animada por una
voluntad que presiente sin que siempre pueda penetrar sus intenciones.
Ese sentimientos es el thambos.
La omnipresencia de la divinidad, experimentada con una intensidad
singular, ha proporcionado el elemento primero y durable de la religión
griega. Por esto, los dioses se encuentran en todas partes y son tan
numerosos.: el politeísmo tiene por origen el sentimiento muy vivo de
que la naturaleza entera está penetrada por lo divino. Ese pueblo,
profundamente religioso, estaba al mismo tiempo –una cosa no priva la
otra- enamorado hasta el mayor extremo del razonamiento lógico; su gusto
por la vida social y el discurso le llevan a ello. ... También la
presencia divina es muy frecuente y se tenía tendencia a fraccionarla.
De ahí el gran número de lugres de culto, los altares rústicos, los
montones de piedras, los árboles sagrados, las grutas de Pan, las
ofrendas a las ninfas, los héroes anónimos,
La pureza ritual. La plegaria. La ofrenda
La plegaria.
La ofrenda.
Los sacrificios.
Las fiestas públicas
Los juegos.
¿Qué es la pureza ritual, que interviene en todas esas operaciones como
una condición preliminar indispensable. Esta noción está ligada a la de
lo sagrado y lo profano. Si ciertos lugares o ciertos actos son
considerados sagrados, se concibe que para entrar en ellos o para
realizarlos sea preciso someterse a determinadas exigencias que
manifiestan el respeto que se merecen: exigencias de limpieza, de
decencia vestimentaria y de conducta. Quien prescinde de esas
prescripciones es impuro; no ha hecho desaparecer la mancha que le hace
impropio para acercarse a los dioses. Se trata, en principio, de una
suciedad material; la idea de una mancha moral, cuando interviene, no ha
debido aparecer sino más tarde. Por esto, pues, antes de todo gesto
piadoso se deben tomar precauciones de limpieza.... El uso de las
abluciones rituales (echarse agua en las manos...) se mantiene a través
de toda la época clásica; de ahí la presencia, en la puerta de los
santuarios, de una pila de agua lustral puesta a la disposición de los
visitantes. ... Entre las manchas, una de las más graves es debida a la
sangre vertida: a Hércules, su madre, que le invita a hacer una libación
a Zeus, Héctor, que acaba de retirarse momentáneamente del combate, le
dice que no se atrevería a hacer ni libación plegaria porque está
manchado de sangre... Lo mismo que la sangre, la muerte es causa de
impureza... La misma regla se aplicaba a las mujeres que habían de dar a
luz. Pues el alumbramiento, sin duda a causa de la sangre, llevaba
también impureza... De esta manera, para tener acceso a las ceremonias
religiosas, los individuos deben plegarse a condiciones precisas: han de
estar limpios de todo contacto con los misterios inquietantes del
nacimiento y de la muerte...
La plegaria
La plegaria es el acto religioso elemental por el cual el fiel entra en
comunicación expresa con un dios, sea que responde de esa manera a la
llamada interior que ha sentido, sea que inicia espontáneamente el
diálogo. En los dos casos, en efecto, es de un diálogo de lo que se
trata. El dios contesta o no a su voluntad, pero por lo menos ha oído lo
que el hombre ha formulado abiertamente. También la plegaria es
esencialmente verbal y proferida en voz alta. La Antigüedad griega casi
no ha conocido la plegaria muda, ni incluso hecha en voz baja: índice
revelador del carácter social de su comportamiento religioso. Sin duda
hay que ver en ello, además, el recuerdo de un sentimiento muy
primitivo, que atribuye a la palabra como una especia de virtud mágica.
Además de la invocación, la plegaria lleva de ordinario la expresión de
una petición dirigida al dios del que se reclama la protección; para
mejor alcanzar su benevolencia, se le recuerdan a veces los beneficios
que ha ya concedido anteriormente y que lo comprometen, o los gestos
piadosos que el solicitante le ha dirigido; en fin, se puede añadir la
promesa de liberalidades posteriores... La plegaria es pronunciada de
pie ante la estatua o el santuario, la mano diestra o las dos manos
levantadas, la palma girada hacia el dios. La prosternación no se emplea
más que en ciertos cultos funerarios o de divinidades del averno, en
cuyo caso se golpea la tierra con las manos mientras se ruega. El acto
de arrodillarse no interviene más que en ciertos ritos mágicos.
La ofrenda acompaña frecuentemente a la plegaria. ¿No es natural
conciliarse la buena voluntad de un ser poderoso ofreciéndole algún don?
No es que haya que interpretar siempre ese gesto como un trato conforme
a la concepción puramente jurídica (mi presente llama al tuyo como
cambio). Ciertamente, ese sentimiento no está ausente de muchas
ofrendas; pero de ordinario se trata simplemente de expresar de una
manera tangible el respeto o el reconocimiento que se siente hacia la
divinidad.
Además de la ofrenda ocasional, hay las que el uso prescribe. Es el
caso, por ejemplo, de las libaciones, con las que conviene satisfacer,
según los consejos de Hesíodo, cada mañana y cada noche, derramando en
tierra algunas gotas de vino. Se obraba de la misma manera en las
comidas antes de beber: el dios recibía, de esta forma, parte
privilegiada de la bebida que iba a alegrar el corazón del hombre...
Otras ofrendas respondían a tradiciones locales a las cuales el pueblo
permaneció largo tiempo fiel... En otros casos, eran objetos preciosos y
no alimentos los que se ofrecían a la divinidad. Los dones de vestidos
son frecuentes.
Panateneas. Cada cuatro años. Atenea, la diosa, recibía el peplos tejido
para ella por las ergastinas (muchachas de las más nobles familias del
Ática). La ciudad entera toma parte en la ofrenda. Así se constituyen
los tesoros sagrados, alimentados por los dones públicos y por los de
los particulares: vestidos, armas, vajillas de metales preciosos, joyas,
reservas de oro o de plata en lingotes o en monedas, objetos de toda
clase que la piedad de los fieles consagra a la divinidad. Se los guarda
en los templos o en edificios especiales, generalmente de pequeñas
dimensiones, muy semejantes a capillas, con la sola diferencia de que no
contienen estatua de culto, y que se llaman tesoros. Sacerdotes y
magistrados tienen la guarda de estas riquezas, de las que son
responsables no solamente ante el dios, sino también cerca de sus
conciudadanos, a los que rinden cuentas detalladas al cesar en su cargo.
... Una cantidad de esas ofrendas son propiamente exvotos: han sido
consagrados para testimoniar el reconocimiento de los fieles hacia el
dios por un servicio recibido.... Era uso ofrecer a la divinidad el
diezmo de todo provecho que sobrepasaba lo normal, caza o pesca, negocio
o botín de guerra...
Rituales y ceremonias religiosas
Lo que distingue el sacrificio de la ofrenda ordinaria es la importancia
del papel que juegan en ella las prescripciones rituales. Cada
sacrificio, público o privado, es una operación compleja que obedece a
reglas fijadas por una larga tradición. Consiste en ofrecer solemnemente
a la divinidad, conformándose con los ritos, bienes consumibles, granos,
vegetales, bebidas o víctimas animales. En este sentido, las libaciones
de leche o de vino o la oblación de tortas son ya sacrificios, a
condición de que sean hechas según los ritos que determinan la
naturaleza, la época y el procedimiento de esas ofrendas. Pero si los
sacrificios sin efusión de sangre existen en un cierto número de cultos,
los sacrificios sangrientos, con degollación (o incluso con
despedazamiento) de una víctima animal, son con mucho los más numerosos
y los más importantes; en la acepción corriente, estos últimos son los
sólo considerados y no se concibe corrientemente sacrificio sin víctima.
Los eruditos antiguos de baja época han creído poder establecer una
sucesión cronológica entre las formas no sangrientas del sacrificio, que
serían primitivas, y las formas sangrientas, introducidas
posteriormente...
Los principales momentos de la ceremonia se distinguen claramente. En
torno a un altar, se disponen en orden los animales a sacrificar; forman
una hecatombe, etimológicamente compuesta de cien bueyes, pero la
palabra ha tomado ya muy antiguamente, ya en el mismo Homero, un sentido
menos preciso y designa, simplemente, víctimas numerosas, trátese de
bóvidos o de ganado menor. Los asistentes se lavan las manos para
purificarse y toman en la mano granos de cebada. El sacerdote de Apolo
pronuncia una plegaria, se extienden los granos de cebada, que son una
primera ofrenda,y después se degüellan las víctimas levantando su morro
de manera que la sangre salte en el aire hacia el altar. Se despedaza
seguidamente a los animales muertos. Los muslos son dejados aparte,
recubiertos de grasa y quemados en el fuego encendido en el altar,
mientras que el sacerdote hace en él libaciones de vino. Una vez esos
trozos consumidos, el resto de la carne es cortado, puesto sobre las
brasas y asado inmediatamente, después de lo cual un festín reúne a
todos los asistentes, que consumen en común esos alimentos. Se encuentra
en la mayor parte de los sacrificios sangrientos esos caracteres
esenciales: un orden solemne, gestos de purificación, una plegaria, la
degollación de las víctimas ante el altar, la cremación de una parte del
animal, libaciones y, por último, la consumición inmediata del resto de
las carnes por todos los asistentes. Si es éste un proceso muy
frecuente, no es siempre rigurosamente respetado; la variedad de ritos
es extrema. En ciertos cultos, por ejemplo, la consumición de la carne
de las víctimas está proscrita y el animal es enteramente quemado (es lo
que se llama una cremación integral u holocausto). Es el caso,
ordinariamente, en los sacrificios que acompañan un juramento, en
ciertos ritos expiatorios, en los cultos de las divinidades de la tierra
y de los dioses infernales y en la mayor parte de los cultos heroicos y
funerarios.
La naturaleza de las víctimas puede ser precisada sea negativa o
positivamente. En Tasos, diversos reglamentos culturales del siglo V
prohíben sacrificar, a ciertas divinidades, cerdos o cabras... En otros
lugares el cerdo es habitualmente escogido para las ceremonias
purificadoras o expiatorias... En otros, el gallo... Existe, pues, una
gran variedad de ritos: transgredirlo, ofrecer una víctima no conforme
al uso, era cometer un sacrilegio, para el cual estaban previstas
sanciones pecuniarias y religiosas. La misma variedad en las libaciones:
el vino, con tanta frecuencia empleado con esa finalidad, estaba
proscrito en algunos cultos...
La complejidad misma de esas prácticas da a la operación sacrificial un
carácter técnico muy acusado. Se comprende que para evitar errores
considerados sacrilegios se haya recurrido a la intervención de
especialistas. No es una casualidad si, en griego, el verbo que quiere
decir “sacrificar”, hiereuein, esté estrechamente emparentado con el
nombre del sacerdote, hiereus. El sacerdote o la sacerdotisa,
generalmente único, está adscrito a un santuario para velar por la
ejecución del ritual. Escogido por elección o por sorteo entre las
mejores familias de la ciudad, ejerce funciones análogas a las de un
magistrado. Goza de un prestigio que se traduce por lugares de honor en
las ceremonias públicas y se beneficia de ciertas ventajas materiales,
como la atribución de una parte privilegiada de la carne de las
víctimas, la percepción de una contribución en dinero en los sacrificios
o exenciones en los impuestos. Por lo demás, los sacerdotes son
ciudadanos como los otros y no forman en manera alguna una casta
sacerdotal. Su sacerdocio es una función temporal y raramente vitalicia.
Les impone, ciertamente, reglas de limpieza y de dignidad que pueden a
veces traer consigo, por ejemplo, la obligación de llevar vestidos
blancos o el respeto de la castidad (caso frecuente entre las
sacerdotisas). Pero, en conjunto, es una magistratura de competencia
técnica lo que conviene asimilar al sacerdocio. La sociedad helénica no
ha conocido jamás una división rigurosa entre lo civil y lo sagrado...
En cuanto a la ciudad misma es El cuadro por excelencia de la vida
religiosa. Sus santuarios y sus cultos atraen el interés del ciudadano,
que no se siente miembro del cuerpo cívico sino en la medida en que
participa en sus creencias comunes. La patria, para él, es primeramente
la religión transmitida por los antepasados (“Combatiré para defender
los santuarios y la ciudad”... “Honraré los cultos ancestrales”
–juramento de los efebos atenienses, siglo IV)... Es por lo que los
griegos concedían tal importancia a las grandes ceremonias sagradas, en
las cuales el sacrificio público era el elemento esencial. Solamente
entonces, tenían el sentimiento de participar de una manera activa y
completa en la vida de la ciudad en lo que tenía de esencial y más
precioso. Ciertamente, esta participación se acompañaba de ventajas
concretas no despreciables. Por causa de la escasez del ganado mayor en
Grecia, muchas gentes no comían su carne sino en ocasión de los
sacrificios públicos, y el banquete sagrado, si era copioso, presentaba
también la ventaja de ser gratuito. Pero había también otra cosa. La
solemnidad y esplendor de las fiestas llenaba de gozo a un público cuyas
distracciones eran escasas y la vida diaria austera; el pueblo admiraba
en esta ocasión la dignidad de los magistrados, la prestancia de los
caballeros que caracoleaban, la belleza de las portantes de ofrendas o
canéforas y la buena apariencia de las víctimas destinadas al
sacrificio.
Toda fiesta comenzaba por una procesión, que podía tener una virtud
propiciatoria, pero que sobre todo ofrecía a los espectadores un cuadro
alegre y bien ordenado. Lejos de asistir pasivamente al desfile, los
mirones no se recataban, con su facundia mediterránea, para comentar sus
detalles... En ciertos casos, esas bromas eran incluso como una regla...
Después de la procesión venía el sacrificio, que tenía lugar cerca de un
altar. El altar está destinado a recibir el fuego que consumirá toda o
parte de la víctima. Puede ser simplemente un emplazamiento reservado, o
un agujero practicado en el suelo o un pequeño montón de tierra en forma
de cúpula, sin otro complemente arquitectónico. Se le llama entonces
ordinariamente con el mismo nombre del lugar, escara; es la forma
habitual de los altares para las divinidades..
Pero la mayor parte de los altares eran de piedra, monolitos o macizos
de mampostería. Tenían la forma de una mesa, cilíndrica o rectangular,
cuya cara superior recibía el fuego del sacrificio. Al lado de altares
modestos, simples cubos de piedra llevando a veces el nombre de la
divinidad grabado en una cra lateral, había en los santuarios
importantes altares monumentales. Son construcciones de grandes
dimensiones, compuestos de un macizo rectangular oblongo que sirve de
mesa, con frecuencia sobreelevado encima de un zócalo de varios
peldaños. Los rebordes laterales de la mesa pueden convertirse en altas
mamparas macizas para detener el viento y evitar que las cenizas caigan
del altar...
El altar, según las reglas, estaba al aire libre. Para ello había dos
razones: en primer lugar, el humo de los sacrificios pronto habría hecho
irrespirable la atmósfera de una construcción cerrada, y, por otra
parte, era preciso disponer en torno al altar del espacio necesario para
la multitud de los asistentes. .. En torno al altar, se dejaba libre,
las más veces, una explanada suficiente para acoger a los actores y a
los espectadores del sacrificio. Ante la mesa del altar se clavaba, ya
sea en el suelo, ya sea en la piedra misma (prótisis) donde se colocaba
el sacerdote sacrificador, un anillo de hierro que servía para atar a
las víctimas y mantenerlas en el momento del golpe fatal...
Ningún culto ha dado más importancia a esas representaciones rituales
que el culto de Dionisios. Ese dios de la vegetación, y más
especialmente de la viña y del vino, ha pasado largo tiempo por ser un
dios extranjero, tardíamente introducido en Grecia a partir de la Tracia
o de Oriente. La sorpresa se produjo cuando su nombre apareció en un
documento micénico. Desde ese momento, debe considerársele como uno de
los elementos antiguos del panteón helénico. De todas maneras, hasta el
fin del arcaísmo no aparecieron en su culto verdaderas representaciones
dramáticas. El ritual dionisíaco tenía, como muchos otros rituales,
coros cantando y danzando, así como procesiones. Los coros ejecutaban en
honor del dios un himno de un género particular, llamado el ditirambo.
Las procesiones, particularmente alegres y ruidosas , paseaban la imagen
de un sexo macho, el falos, símbolo de la fecundidad y de la renovación
universal. Más que los otros dioses, Dionisios incitaba a los fieles al
éxtasis místico, a las contorsiones violentas, al entusiasmo sin freno;
el vino contribuía con mucho a ello, pero también una tradición rural,
bien en su lugar en ese culto agrario, la tradición de las fiestas
alegre que siguen a los rudos trabajos del estío y del otoño.
Los juegos y su papel en la religión griega
Los concursos dramáticos, cuya importancia ha sido tan considerable para
el desarrollo de la literatura europea, no son más que un aspecto
particular de los concursos griegos; estos últimos representan un
elemento muy extendido de las fiestas religiosas, y su papel ha sido
esencial en la vida social y moral de los helenos. Estos concursos son,
primeramente y en su origen, competiciones atléticas; las pruebas
musicales, por ejemplo, no se introducen sino más tarde... Había juegos
por todas partes en el mundo helénico, adscritos a los cultos más
diversos... Estos juegos locales permitían a los jóvenes afrontarse en
pruebas variadas, individuales o por equipos. A veces, la prueba guarda
netamente el carácter de un rito religioso; es el caso, por ejemplo, de
las carreras de antorchas, o lampadedromías, carreras de relevos bien
conocidas en Atenas, o todavía la carrera del racimo de uvas o
stafilodromía, que formaba parte de la gran fiesta de las Carneanas de
Esparta, en honor de Apolo Carneios, dios agrario. Pero lo más frecuente
es que se trate de simples competiciones atléticas, en las que la
juventud hace homenaje a la divinidad de sus cualidades de fuerza y de
habilidad. Como se ve bien ya en Homero, a los ojos de los griegos la
victoria en los juegos, igual que en la guerra, depende esencialmente
del favor divino. El hombre hace todo lo que puede, pero el Destino y la
voluntad de los dioses disponen.... Es ese elemento contingente que
humilla su soberbia y que revela en los negocios humanos la soberana
intervención de un poder sobrenatural. En la competición atlética, por
lo menos en época antigua, antes que se degradase con la intervención de
atletas profesionales, había un reconocimiento implícito de las
voluntades divinas que le conferían nobleza y grandeza...
El vencedor en los juegos aparece, pues, como el favorito de los dioses,
como un individuo dotado de cualidades físicas excepcionales; de ahí el
uso de consagrar una ofrenda después de la victoria en el santuario del
dios que patrocinaba la competición. Ahora bien, entre todos los juegos
que solicitaban la ambición de los atletas, los había cuyo renombre
sobrepasaba ampliamente las fronteras de un Estado, para extenderse por
el mundo helénico entero. Cuatro entre ellos atraían particularmente a
las multitudes: los de Olimpia, de Delfos, del Istmo y de Nemea. Por la
brillantez de sus fiestas, por la calidad de los concurrentes que se
enfrentaban en ellos, por el número y variedad de los espectadores,
merecían verdaderamente el nombre de juegos panhelénicos con el cual se
los designa ordinariamente.
Los Juegos Olímpicos en honor del Zeus de Olimpia eran los más célebres.
Desde 776, según la cronología tradicional adoptada por el historiador
Timeo ... esos juegos eran celebrados cada cuatro años en pleno verano
(julio-agosto). En la época clásica, las fiestas duraban siete días.
Desde el 572 estaban patrocinadas por los eleos, que dominaban la región
y que designaban entre ellos el colegio de los Helanódicos o “jueces de
los griegos”, encargados de organizar los juegos. De este modo vemos que
incluso una ceremonia panhelénica, es decir, abierta a todos los
griegos, quedaba sometida a la responsabilidad de un solo pueblo,
conforme a la concepción política y religiosa que lo subordinaba todo a
la ciudad. Algún tiempo antes de la apertura de los juegos, unos
diputados, los espondóforos, eran enviados a todas las ciudades griegas
para anunciar el acontecimiento. En honor de Zeus, se observaba entonces
una tregua sagrada que suspendía las guerras intestinas por la duración
de las fiestas olímpicas. Atletas y curiosos tomaban el camino de la
Élida, donde estaban previstas instalaciones materiales para recibirlos:
una ciudad de tiendas y de barracones se elevaba para algunas semanas en
torno del santuario.
El primer día de los juegos estaba consagrado a los sacrificios y a la
prstación del juramento olímpico por los concurrentes. Éstos debían ser
griegos, libres de nacimiento e indemnes de toda contaminación. Más que
exigencias morales o políticas, hay que ver en ello exigencias
religiosas; los juegos forman parte del culto y no se puede participar
plenamente en el culto si no se pertenece a una comunidad cívica y si no
se está puro de toda mancha. He ahí por qué los bárbaros, los esclavos y
los condenados están excluidos. Es también una práctica religiosa la que
prohíbe a las mujeres la entrada en el santuario y la asistencia a las
competiciones; una sola excepción se hace a favor de la sacerdotisa de
Deméter Caminea, índice revelador del carácter sagrado de la
prohibición. La prestación del juramento era particularmente solemne.
Tenía lugar en el altar de Zeus Horkios, protector de los juramentos,
cuya estatua se elevaba en el Buleuterión (lugar del Senado local) y
tenía un rayo en cada mano, para fulminar a los perjuros. Sobre los
trozos de un verraco sacrificado en esta ocasión, los atletas, sus
padres y sus hermanos, ligados por l vieja solidaridad del clan
familiar, juraban respetar el reglamento del concurso... En caso de
fraude, se castigaba al culpable con una fuerte multa y lo excluían de
los juegos perpetuamente. Con el producto de la multa erigían una
estatua de Zeus en bronce; esos Zeus, los Zanes, estaban alineados en el
santuario, cerca de la entrada del estadio, al pie de la terraza de los
Tesoros. Se pueden ver todavía en este lugar algunas de las bases que
los sustentaban.
Después de la terminación de las competiciones, que duraban cinco días,
la última jornada estaba consagrada a la distribución de las
recompensas. En presencia de una multitud inmensa que los aclamaba, los
vencedores, que eran llamados los olimpiónicos, avanzaban al ser
llamados por su nombre para recibir su premio: una simple corona de
olivo silvestre, tejida con las hojas del árbol sagrado, que Heracles
había traído del país de los Hiperbóreos para plantarlo en Olimpia. Esas
coronas estaban colocadas en una suntuosa mesa de ofrendas incrustada de
marfil y oro...
De esa manera, el deseo de gloria, el apetito de elogios, el orgullo
nacional y la piedad sincera hacia el dios excitaban a la vez el ardor
de los concurrentes. Los espectadores estaban impulsados, además, por la
curiosidad de ver de cerca hombres célebres, pues a los atletas se
juntaban escritores, filósofos, retóricos o artistas, deseosos de
aprovecharse de esa gran multitud popular para hacer conocer sus obras
por medio de lecturas públicas o para obtener encargos. La animación, el
hacinamiento, las transacciones comerciales acompañaban necesariamente
el desarrollo de las pruebas deportivas y las ceremonias sagradas...
Al codearse durante cinco días, al tomar parte en los mismos
sacrificios, al vibrar de un mismo entusiasmo, hombres venidos de todos
los puntos del mundo helénico aprendían a conocerse mejor. Tenían
conciencia de una solidaridad profunda por encima de los intereses o las
rivalidades de amor propio que separaban sus respectivas ciudades. Daban
con ello un contenido más concreto a la noción misma de helenismo. Éste,
pues, se ha reforzada en esas grandes reuniones religiosas periódicas
que los griegos llamaron panegirias.
Los otros grandes juegos panhelénicos proporcionaban la ocasión de
panegíricos del mismo género. En Delfos, los Juegos Píticos habían sido
instituidos en honor de Apolo, después de la primera guerra sagrada, en
el 582. Se enriquecieron poco a poco de las mismas pruebas atléticas que
en Olimpia. Pero su originalidad consistió en conceder un lugar
considerable a los concursos musicales, cuya tradición era muy antigua
en Delfos; se contaba que Homero y Hesíodo habían querido los dos tomar
parte en el concurso y que habían sido descalificados ambos, el primero
por ser ciego y no poder tocar la cítara ; el segundo, porque, por buen
poeta que fuese, no era suficiente tocador de cítara. (Anécdota
apócrifa)., pero enseña bien que Apolo, dios de las artes, concedía
tanto interés a las composiciones musicales como a los concursos
atléticos.
Las fiestas tenían lugar cada cuatro años, el tercer año de cada
Olimpíada, por lo tanto dos años después de los Juegos Olímpicos, hacia
el fin del verano (agosto-septiembre). Algunos días antes los delfianos
enviaban delegaciones, los teores (o teares, como se decía en Delfos), a
las diversas regiones del mundo griego para anunciar oficialmente la
próxima apertura de los Pitia. En el curso de su embajada religiosa,
esos teores eran recibidos y alojados en cada ciudad soberana por
corresponsales oficiales encargados de facilitar su misión y que se
llamaban teodorocos.
Los Juegos Ístmicos y los Juegos Nemeos tenían lugar cada dos años,
alternando con los de Olimpia y Delfos, es decir, el segundo y cuarto
año de cada Olimpíada. Los primeros se celebraban en honor de Poseidón,
en su santuario del istmo de Corinto. Los corintios eran los
organizadores, pero entre todos los visitantes los atenienses tenían un
lugar privilegiado. La época de los juegos era la primavera
(abril-mayo). Se los anunciaba oficialmente y había con este motivo una
tregua sagrada que se respetó incluso en plena guerra del Peloponeso..
La admiración que suscitaban las victorias en los Grandes Juegos era
especialmente viva cuando un mismo atleta alcanzaba la corona en el
ciclo de las cuatro fiestas sucesivas; llevaba entonces el título de
periodónico, o “vencedor del ciclo”. El renombre de tales campeones
cruzaba los siglos y podía, en circunstancias favorables, hacer llegar
al atleta al rango de los dioses.
El culto de los muertos
Oráculos y adivinación. Santuarios oraculares. Asclepio
Excepción hecha de los Grandes Juegos, los únicos cultos que obtuvieron
una amplia difusión en el mundo helénico fueron los de las divinidades
provistas de dones adivinatorios, o sea, con oráculo adjunto, y, hacia
el final de la época clásica, los del dios que curaba. El deseo de
prever el porvenir y el de recobrar la salud son de tal manera naturales
en el corazón del hombre, que llevaron a los griegos, en algunos caos
privilegiados, a sobreponerse al particularismo tradicional de las
ciudades... El gran número de oráculos y la confianza que se concedía a
sus predicciones es causa de asombro. Es, no obstante, un hecho
indiscutible que los griegos, tan de buen grado escépticos y
razonadores, hicieron gran uso de las consultas de los oráculos, tanto
en los negocios públicos como para sus intereses privados.
¿Cómo se consultaba el oráculo?
No lo sabemos más que imperfectamente.
No se tenía permiso para hacerlo más que ciertos días favorables, lo
bastante escasos para que se hiciese cola en el santuario. Los delfianos
podían conceder, a cambio de servicios prestados al dios o a su ciudad,
el privilegio de la promancia, es decir, la prioridad para la consulta;
era un favor apreciado, que los beneficiarios recordaban con gusto por
medio de una inscripción... Los consultantes pagaban una cantidad de
dinero, el pelanos, así llamado porque reemplazaba la torta habitual
(sentido propio de la palabra pelanos) que había servido primitivamente
de ofrenda previa. Esta tasa podía variar de una ciudad a otra,
siguiendo las convenciones establecidas con los delfianos. Era
sensiblemente más cuantiosa cuando la consulta era hecha por una ciudad
y no por un particular. Después se ofrecía un sacrificio, una cabra,
según Plutarco. Antes de inmolarla, se la rociaba con agua fría; si no
temblaba bajo esta ducha, se consideraba que el dios rechazaba responder
y la consulta no tenía lugar. En caso contrario, los consultantes,
después de haber entregado por escrito el texto de la cuestión que
deseaban plantear al dios, eran introducidos en el templo donde el
oráculo iba a ser dado.
Parece que los consultantes no penetraban en la parte más oculta, que
era propiamente el aditon, el lugar de acceso prohibido, donde estaba la
Pitia. El papel de esta profetisa, que era el instrumento del dios, no
está completamente esclarecido. Escogida entre las delfianas, vivía
casta y retirada a partir del momento en que se la había designado para
esta función. En el momento de las consultas, se sentaba en el aditon
sobre un trípode, cerca de una piedra sagrada en forma de cúpula a la
que se llamaba el “ombligo” (onfalos) y que pasaba por indicar el centro
de la tierra. En el aditon se encontraba una grieta de la roca, de la
que, según ciertos autores, saldría una exhalación propia para suscitar
el delirio profético. A decir verdad, la realidad misma de esta
exhalación es muy discutida; es probable que no haya existido más que en
la imaginación de los asistentes, que la asociaban a la intervención
divina. Sentada en el trípode, la Pitia mascaba hojas de laurel y bebía
agua de una fuente sagrada que brotaba a alguna distancia por encima del
templo. Después la profetisa entraba en una especie de tránsito y
balbuceaba palabras confusas. Como la mayor parte de los oráculos
délficos que han sido conservados están en verso, es preciso admitir que
los vaticinios de la Pitia sufrían una elaboración ulterior antes de ser
entregados a los interesados. Se supone que los responsables de esa
“puesta en forma” eran funcionarios sacerdotales que se llamaban los
profetas. Una copia de cada oráculo era guardada en los archivos del
santuario.
La esperanza de curación ha sido siempre uno de los más poderosos
motivos de la creencia religiosa. Los griegos, en caso de enfermedad, se
dirigían, naturalmente, a sus dioses. El dios local, fuese el que fuese,
representaba un primer recurso. Pero Apolo, más especialmente, aparecía
como salutífero y muchos de sus epítetos culturales hacen alusión a esta
cualidad... Ciertos héroes jugaron también este papel... A partir del
siglo V, la boga de sus curaciones fue eclipsada por una divinidad
especializada en este oficio, Asclepio... Su nombradía creció gracias a
curaciones espectaculares. Es entonces, durante los treinta últimos años
del siglo V, cuando la medicina clínica se constituyó gracias a
Hipócrates de Cos. De Epidauro, el nuevo culto se extendió por el mundo
griego con una asombrosa rapidez.
El espíritu crítico contra la religión tradicional
En una religión sin dogmas, sin casta sacerdotal, sin libros sagrados,
se deja una gran libertad a la apreciación individual. ... El ateísmo no
era problema mas que en la medida que pensaban sustraerse a las
obligaciones que se imponían al ciudadano. La falta de creencias no
pasaba a ser un crimen sino cuando se convertía en impiedad... La
conciencia popular tenía el sentimiento de que la profanación cometida
por el culpable, si no era castigada de una manera ejemplar, provocaría
la cólera divina y que toda la ciudad sufriría de ella. Más que un
delito de opinión es, pues, un crimen contra la solidaridad cívica lo
que se quería castigar... Tal fue el caso en el proceso de Sócrates, en
el 399. El filósofo fue acusado de corromper a la juventud, de no creer
en los dioses de la ciudad y de introducir divinidades nuevas. La
acusación estaba sostenida por un joven sin notoriedad, Meletos,
asistido de un político, Anitos, que había jugado un papel importante en
el partido democrático en el curso de los años precedentes. Sócrates fue
condenado por 280 votos contra 220, ya que el tribunal estaba compuesto
de 500 jueces, por 30 votos habría sido absuelto ¿Por qué esta condena
de un moderado que la Pitia había designado como lemas sabio de los
hombres? ¿Cómo explicar una decisión que, según los panfletos de Platón
y de Jenofonte a favor de Sócrates, pasa por ser la vergüenza
inexplicable de la democracia ateniense? La consideración de las
circunstancias del proceso permite responde fácilmente.
Los honestos burgueses que componían el tribunal del Helié han
recordado, no sin sentir dudas, contra Sócrates la queja de haber
contribuido con sus conversaciones y su amistad a formar algunos de los
fríos ambiciosos de los que Atenas había sufrido tanto desde hacía
quince años. Alcibíades, el promotor de la desastrosa expedición de Sicilia, después el consejero demasiado hábil de los lacedemonios contra
su propia patria; Critias, el cínico y ávido jefe de los Treinta, que
hizo perecer a tantos atenienses después de haber derribado la
democracia. Las relaciones que unían al uno y al otro con Sócrates eran
conocidas de todos y los jueces no dejaban de tener motivo de cargar en
parte sobre el maestro la responsabilidad de los errores cometidos por
los discípulos. Tanto más que, durante sus años de juventud, los amigos
de Sócrates no habían disimulado en manera alguna gustos que el buen
pueblo de Atenas apreciaba poco: prejuicios a favor de Esparta,
considerada como una ciudad mejor gobernada que Atenas; una curiosa
filosofía y una virtuosidad dialéctica que el ejemplo de su maestro
había ampliamente desarrollado y que les daba en el diálogo una
superioridad tan neta que hacía que el interlocutor forzosamente se
sintiese humillado; una libertad de juicio que, unida al ardor juvenil,
les conducía a dudar de las cosas consideradas ciertas con más
fundamente; por último –y no era lo menos importante-, una tendencia
reconocida a la pederastia, el amor “dorio” tan en honor en Lacedemonia,
de la que se hablaba sin embozo en su pequeño grupo, como lo enseña
claramente El Banquete de Platón, y que se practicaba sin ningún
embarazo. Ahora bien, el ateniense medio, como se deduce bien de la
lectura de Aristófanes, sentía por ese vicio tanto horror como
desprecio; veía en él, no sin razón, además del desarreglo del espíritu
y de los sentidos, el signo de unión de la ”fraternidad” aristocrática,
de un gremio con aspiraciones políticas del que la democracia tenía
motivos de desconfiar. Todos esos jóvenes, excesivamente orgullosos de
sí mismos, en su mayor parte salidos de las familias más ricas de
Atenas, no despertaban en gran manera la simpatía de los que no
pertenecían a su círculo.
Se descargaba sobre Sócrates, al que rodeaban de una veneración poco
inteligible para los profanos, la hostilidad que inspiraban. Así la
acusación de corromper a la juventud parecía reposar sobre serias bases.
A través del honesto Jenofonte y de Platón aureolado de todo su genio,
no escuchamos hoy día más que una de las dos partes del proceso.
Además de esas circunstancias había el proceso religioso, que era al
mismo tiempo un proceso cívico. Y aquí hay que mirar de cara a la
realidad, sin adherirse con demasiada facilidad al rencor indignado de
los discípulos heridos en su admiración por un maestro que había sabido
seducirlos. ¿Representaba Sócrates un peligro para el equilibrio moral y
político de la democracia ateniense? Se puede responder afirmativamente
sin lugar a dudas. Al leer los primeros diálogos de Platón, Sócrates
aparece como un habilísimo sofista, capaz de poner en derrota a los más
retorcidos, un Protágoras, un Gorgias, por el empleo de una dialéctica
superior, que ella misma no está exenta de procedimientos discutibles,
como el equívoco sobre las diversas acepciones de una palabra, por
ejemplo. De esta arma que Sócrates maneja como un virtuoso, se sirve
para poner a su interlocutor en contradicción consigo mismo y
demostrarle que no está seguro de nada, posición poco confortable aunque
sea acaso el punto de partida necesario de toda verdadera filosofía,
pero que, impuesta a un espíritu insuficientemente vigoroso, puede
incitarlo al escepticismo o al desaliento, o incluso a rechazar todo
escrúpulo. Después de haber destruido, hay que reconstruir; ahora bien,
Sócrates no saca nunca ninguna conclusión. Conduce a la duda, pero no
propone ninguna certeza. Ciertamente, su noble vida de pensador y de
ciudadano, su participación sin reticencia en el servicio militar y en
las cargas cívicas (como en el asunto de las Arginusas), su desinterés,
su pobreza, su respeto religioso de la ley, su apego al pensamiento
recto y a la verdad, aunque fuese al precio de su propia cabeza, ofrecen
ejemplos admirables que las generaciones no han acabado de meditar.
Pero, ¿quién, entre sus contemporáneos, le veía de tal manera con la
excepción de sus íntimos? El público veía de él la apariencia exterior,
la pintoresca silueta evocando un Isleño, la habilidad en manejar las
preguntas embarazosas, la duda perpetuamente suscitada, la ausencia
regular de toda conclusión positiva. Le confundía fácilmente con los
filósofos de la naturaleza, como Anaxágoras, en otro tiempo condenado
por impiedad, o con los sofistas, como Protágoras, también expulsado en
razón de su escepticismo destructor. Sócrates hacía, es verdad,
frecuentemente alusión a esta voz interior, a ese demon familiar que le
aconsejaba en las circunstancias difíciles, y del que consideraba la
intervención como la manifestación de un dios. Pero la idea misma de
esta comunicación íntima y secreta con la divinidad, fuera de todo rito
concreto, desconcertaba al vulgo, que sospechaba en ello alguna amenaza
para la religión tradicional, como si los protectores antiguos de la
ciudad debiesen un día ceder el lugar a ese dios desconocido. ¿Cómo los
cuadros del Estado, que reposaban totalmente en la exacta y benévola
participación en los cultos, podrían subsistir si los ciudadanos de
mañana, vacilantes en sus convicciones por la enseñanza de Sócrates, se
ponían a dudar de todo, sin disponer de otro recurso que esa extraña voz
secreta que un solo viejo pretendía oír en su corazón?
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