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Irse sin lamentos

Nuestra época carece, más que ninguna otra, de familiaridad con la muerte.

En cambio, la preocupación por la muerte es una cuestión central para los antiguos. Contrariamente a nosotros, los griegos y los romanos consideran que el miedo a la muerte es el primer terror que hay que conjurar.

El ejemplo de Calano y Séneca

Nuestras costumbres, en lo tocante a la muerte, son algo descuidadas. Raras veces pensamos en ella, y lo hacemos de forma vaga; en general, preferimos dejar el tema de lado y ocuparnos de otra cosa.

Los hombres de la Antigüedad hacían exactamente lo contrario. Supieron conceder a la muerte una atención constante, diversa, aguda, tan exacta y precisa como fuese posible. Se esforzaron por grabarla en su espíritu y por extraer de ella todas las consecuencias. El pensamiento sobre la muerte ayuda a vivir mejor el presente.

La preocupación por la muerte

Nuestra época carece, más que ninguna otra, de familiaridad con la muerte. Los individuos continúan muriendo inexorablemente, por supuesto. Pero a escondidas, apartados, en el hospital, casi de prisa y corriendo. La espera de la muerte, su preparación, la celebración de su llegada, no figuran en el centro de nuestros desvelos. Es como si hubiésemos perdido la noción de que somos mortales. Cuando pensamos en ello, lo hacemos al desgaire, a ratos, de forma indirecta, casi vergonzante. Apartamos ese pensamiento. Nos esforzamos, pese a todo, por retrasar su llegada y por combatir los efectos del tiempo. Empujamos los límites, pero sin contemplarlos.

En cambio, la preocupación por la muerte es una cuestión central para los antiguos. Los griegos llaman a los hombres «los mortales», por oposición a los dioses que no mueren, naturalmente. Entre todos los seres vivos, destinados por tanto a perecer, los hombres son los únicos que tienen conciencia de que su fin llegará un día. Los únicos que anticipan su desaparición y que se interrogan sobre lo que ocurrirá después.

Contrariamente a nosotros, los griegos y los romanos consideran que el miedo a la muerte es el primer terror que hay que conjurar. Todas las escuelas de sabiduría se esfuerzan por dominarlo. Deshacerse de ese pánico equivale a vivir serenamente, puesto que se ha eliminado el obstáculo principal que nos lo impide. No temer a la muerte es el segundo de los cuatro elementos del remedio de Epicuro. Desea que se comprenda que la muerte no es nada, que solo es una privación definitiva de sensaciones. De esa ausencia completa no tenemos, en rigor, nada que temer. Por consiguiente, hay que desembarazarse (Epicuro insiste en ello, y también Lucrecio) de la ilusión frecuente que nos hace creer que una vez que hayamos muerto sentiremos algo. Es imposible, puesto que la destrucción de los órganos de los sentidos provoca la pérdida de toda sensación. Por definición, no sentirán nada.

Si la muerte no es nada, el momento de morir, en cambio, sí es importante. Ese momento de la muerte, a ojos de los antiguos, nos descubre de qué está hecha una vida. Es el instante capaz de revelar, sin escapatoria posible, qué tipo de individuo somos. De ahí el interés de los antiguos, que nosotros hemos perdido totalmente, por la forma de morir, por las últimas palabras que se pronuncian, por la actitud de cada uno durante su agonía. Para los hombres de la Antigüedad, es un momento verdaderamente crucial y revelador. Nosotros, por el contrario, tenemos la costumbre de morir más bien apartados, sin que nadie nos mire. Cuando alguien muere, no lo contemplamos. No observamos las agonías ajenas. Es exactamente lo contrario de lo que hacían los antiguos: el momento de la muerte, para el cual uno se ha estado preparando, permite demostrar lo que se es, de forma que los demás comprendan con quién han tenido tratos.

«Se ve el fondo del puchero», como dice Montaigne, perpetuando esa tradición. Por eso, los antiguos prestan tanta atención a la muerte de los sabios y los filósofos. Últimos momentos, últimas palabras: Empédocles arrojándose a la lava del Etna, dejando solo sus sandalias; Crisipo muerto de risa tras haber visto a un asno comiendo higos a su lado; Diógenes intoxicado por la ingestión de un pulpo crudo...

Sin olvidar a Sócrates, con su muerte forzosamente ejemplar y forzosamente sublime. Respetando las leyes en las que se ha criado, acepta la injusta condena a muerte pronunciada contra él por el pueblo de Atenas en asamblea. Se niega a evadirse, cuando era habitual que un condenado a muerte, especialmente por razones políticas, escapara antes de la ejecución de la sentencia y viviera en el exilio el resto de sus días. Sócrates rechaza esa solución que le proponen sus discípulos. Como ya hemos dicho, ingerirá la cicuta, un veneno que paraliza lentamente. El frío invade su cuerpo, que se va entumeciendo. El proceso dura varias horas. Sócrates es obligado a tomar varias dosis sucesivas y, durante ese tiempo (tema que ha inspirado numerosos cuadros clásicos), consuela a sus discípulos y les da algunas lecciones de filosofía, de sabiduría, de civismo y de grandeza humana.

Parece pues, que ilustra a la perfección la fórmula que Platón le atribuye en el Fedro: «Filosofar es aprender a morir». Una frase singular, paradójica, pues todo aprendizaje supone una repetición. Aprender a tocar la flauta es ensayar con ella muchas veces, volver a empezar una y otra vez. Pero nadie muere varias veces, ni empieza una y otra vez a morir. Es imposible aprender lo que solo se producirá una vez.

La fórmula significa tan solo que se trata de «prepararse para», de «preocuparse de». Melete thanaton designa la preocupación, el cuidado (melete) dedicado a la muerte (thanatos). Ese aprendizaje puede entenderse de dos maneras. En la primera, los filósofos «aprenden a morir» en el sentido de que se desvinculan progresivamente de los bienes de este mundo, se niegan a aferrarse a la vida y no se sumergen en los deseos, los placeres y las sensaciones.

Más vale comprender —y este es el segundo sentido posible— que se trata de pensar en la muerte, de vivir con esa preocupación, de no perder de vista el hecho de que uno va a morir. Este cuidado no significa que se viva con aprensión, que uno se deje invadir por el miedo o que esté obsesionado con esa idea. Al contrario: la conciencia del carácter finito de nuestra existencia, la meditación aplicada a nuestra finitud, las consecuencias que se pueden sacar para la conducta cotidiana, de cada hora, de cada día, nos liberarán de esa angustia.

Seguramente nosotros, que estamos tan lejos de todo ello, no somos capaces hoy de recuperar realmente la amplitud y la profundidad de esa preocupación liberadora. Porque una vida que ignora que va a morir, que elige no saberlo, que aparta su atención y su mirada, que se cree sin límites, sin tope alguno, y se imagina poder continuar indefinidamente, ya no es una vida humana.

UNA PIRA ESPECTACULAR

Calano, nacido en la India hacia el año 370 antes de nuestra era.

La muerte del indio Calano, célebre en la Antigüedad no ha dejado, en la cultura moderna, ninguna huella significativa. Razón de más para examinar los elementos que han sobrevivido. En las Vidas paralelas, Plutarco menciona, en un momento de la Vida de Alejandro, la presencia junto al joven conquistador de dos sabios indios, Dadamis y Calano. Son «gimnosofistas», como dicen los griegos, unos sabios (pues «sofistas» deriva de sophia, que significa «sabiduría») que viven desnudos (gumnoi). Esos sabios desnudos son unos ascetas indios que han hecho voto de desnudez.

La primera vez que Plutarco los menciona es para subrayar lo mucho que a Alejandro le interesa la filosofía. Ha seguido las lecciones de varios filósofos griegos y también se interesa por lo que piensan estos sabios de la India. Entre los griegos y los filósofos de la India, las relaciones fueron, en efecto, más numerosas de lo que generalmente se cree.

Calano recibió a Onesicrito, un discípulo de Diógenes, y lo primero que le pidió es que se desnudara si quería hablar con él. El otro sabio indio, Dandamis, tal vez más prudente, sostuvo que no era necesario. Calano aparece, pues, como un personaje rígido. Es dogmático hasta el punto de querer imponer a los griegos sus propias costumbres. Sin embargo, su presencia impresionó a los griegos, que lo mencionarán durante siglos como ejemplo de sabiduría.

Lo que más impresionó a los griegos fue la muerte de Calano. He aquí el relato que de ella hace Plutarco: «Allí Calano, habiendo sufrido algunos días una incomodidad de vientre, pidió que se le levantara una pira, y llevado hasta ella a caballo, hizo plegarias a los dioses y libaciones sobre sí mismo, saludó a los macedonios que se hallaban presentes, y los exhortó a que aquel día lo pasaran alegremente y en embriaguez con el rey, diciendo que a este lo vería dentro de poco tiempo en Babilonia. Luego que les hubo hablado de esta manera se reclinó sobre la pira y se cubrió la cara, y no hizo el menor movimiento cuando le quemó el fuego, sino que, manteniéndose en la misma postura en que se había recostado, se ofreció a sí mismo como víctima, según el uso ancestral de los sofistas de su país».

Esta escena se ha convertido en canónica para los griegos. Seguramente, quedaron tan impresionados por el espectáculo de aquel hombre muriendo entre las llamas sin un grito, delante de todo el ejército macedonio, que los textos no se cansaron de repetir que todos los indios morían así. La muerte de Calano dio lugar a un mito duradero sobre la muerte filosófica en la India. Muy tardíamente, a comienzos de la era bizantina, todavía se menciona a Calano para describir la forma en que mueren los brahmanes.

Lo que impresionó a los griegos no es el carácter extraño y casi exótico de ese presunto ritual. En esta muerte voluntaria veían realizarse, sobre todo, la voluntad más importante del sabio, suficientemente firme, suficientemente libre y fuerte como para decidir poner fin a su existencia si las circunstancias lo exigían. El estilo valiente, y también enigmático, del suicidio de Calano les pareció una muestra de autocontrol excepcional, la manifestación de una sabiduría superior.

Si prescindimos de la llegada a caballo, la cara cubierta y la pira grandiosa, Calano puede inscribirse en una tradición que recorre Grecia y Roma: la de la muerte voluntariamente asumida que uno se da a sí mismo cuando es necesario, y sin mayores alharacas. Esto se ve más claramente aún en el ejemplo, este sí bien conocido, de la muerte de Séneca.

UN SUICIDIO MUY LARGO

Séneca, nacido el año 4 antes de nuestra era en Córdoba.

El estoicismo es, en primer lugar, una filosofía del hacer, de la costumbre, del acto. Se trata de aplicar los preceptos. Lo esencial es la acción, lo que uno hace, más que las intenciones que se tengan. Este aspecto de la doctrina estoica, cuando se aplica a la muerte, puede entenderse de dos maneras.

Se puede comprender que morir es lo que hacemos de forma permanente, constante, prácticamente cotidiana. Así, la muerte, en el pensamiento de Séneca, no es ese punto final que llega, como por sorpresa o por añadidura, al final del recorrido. Todo lo contrario: la muerte nos acompaña de principio a fin, la vivimos día a día, progresamos hacia ella de hora en hora.

Por otra parte, es inexacto expresarse en esos términos de progreso o de trayecto hacia un final. Séneca insiste, más bien, en la coexistencia permanente de la vida y de la muerte, en una estrecha interrelación. O, más exactamente, en su coextensividad: desde el instante mismo en que uno ve la luz, toma el camino de la muerte, va hacia el inevitable final. El espacio de la vida y el de la muerte progresiva se superponen exactamente. Morir es una actividad de cada día. En este sentido, tenemos una costumbre de la muerte, una práctica permanente que no se puede reducir al instante en que morimos, ya que lo precede durante toda la existencia.

La otra forma de entender la relación de la muerte con esa filosofía de la acción es, evidentemente, el hecho de procurarse la muerte uno mismo, de forma soberana. Existe, sin duda, una larga fascinación de Séneca por el suicidio. Debemos ser libres de escoger nuestra muerte, pensaba él. Si bien nuestra vida afecta a los demás, nuestra muerte, en su opinión, no afecta a nadie más que a nosotros. Colecciona, por así decir, los suicidios de gladiadores, de bárbaros o de esclavos, de gentes oprimidas, dominadas y sometidas que, al decidir darse la muerte más que sufrirla, manifiestan, a través de este gesto, su libre humanidad, el último arrebato de su independencia.

Este pensamiento acompaña a Séneca a lo largo de su vida meditativa. Su texto, redactado para consolar a Marcia de la pérdida de su hijo, llega a contener un elogio de la muerte, «el más bello invento de la naturaleza».

De entrada, para Séneca, la vida solo es amable en la medida en que va seguida de la muerte. Esta nos permite escapar cuando sufrimos demasiado, igual que, con su sola presencia en el horizonte, nos incita a implicarnos más intensamente en lo que vivimos. Imaginemos que no muriéramos: seríamos otros. No seríamos verdaderos seres humanos. Porque lo que nos define ante todo, dice Séneca, es que «solo somos huéspedes de paso».

Por eso, hay que meditar constantemente sobre la muerte. En la carta 70, hacia el final de su vida, Séneca vuelve a repetir que la muerte es «el puerto», el lugar de destino de esa navegación que es nuestra existencia, sean cuales fueren la duración del viaje y los avatares del periplo.

Lo importante no es lo larga que sea una vida, el número de años que perdure, sino su intensidad y, sobre todo, su rectitud. En la carta 70 afirma que «lo que es un bien no es vivir, sino vivir bien, y hay que preocuparse sin cesar de lo que será la vida, no de lo que durará». Así mismo, no se trata de morir más o menos tarde, sino de «morir bien o morir mal». ¿Qué significa «morir bien» o «morir mal», según Séneca?

Morir bien es saber abandonar sin quejarse la mesa del banquete, no lamentar lo que es inexorable, haber vivido lo bastante de forma recta y libre para no sentirse apegado a lo que necesariamente se debe abandonar. «Morir bien» también es escoger la propia muerte antes que sufrir una muerte indigna.

Séneca había meditado mucho acerca de su suicidio y había repetido una y otra vez que era una forma libre y digna de salir de la existencia, y sabía que un día recibiría la orden de poner fin a su vida. Es lo que ocurría, bajo el Imperio, cuando el emperador quería deshacerse de alguien perteneciente a la élite. Séneca se lo esperaba, porque uno no podía ser, impunemente, el preceptor de Nerón. Entre el estoico Séneca y aquel monstruo se fue tejiendo una historia de fracaso y de odio.

Séneca intentó convertir a Nerón en un filósofo, un emperador ilustrado, una persona humana equilibrada. Aquello en lo que se convirtió finalmente el emperador significa el fracaso total de su pedagogía. Por su parte, Nerón sentía hacia su antiguo maestro un odio inextinguible: todo lo que Nerón deseaba ser es lo que Séneca no valoraba. Nerón se construyó a sí mismo en contra del filósofo. Tener ocasión de ordenar a su antiguo preceptor que se suicidara fue una satisfacción para él. El pretexto fue una conjura organizada por Pisón. Séneca no participó en ella, pero se mencionó su nombre...

El fin no se desarrolló como estaba previsto. Nos lo cuenta Tácito. Séneca va a consolar a su esposa y a dictar sus últimas voluntades; en ningún momento pierde la serenidad propia de los sabios. Mientras su sangre fluye y sus fuerzas van declinando, continúa transmitiendo a quienes lo acompañan sus últimos mensajes filosóficos. Esta constancia del sabio también es una forma de resistencia política al absolutismo del emperador.

Existe, sin embargo, una faceta menos estética de esa muerte. La agonía es larga y difícil. Probablemente a causa de su régimen de vida, su buena salud o su delgadez y su fortaleza, el cuerpo de Séneca resiste mucho rato a sus esfuerzos por hacerlo morir. Tácito cuenta que se abrió las venas, pero que salía poca sangre. Se hizo cortes en las piernas para aumentar la hemorragia. Pero eso tampoco fue suficiente. Tiene que tomar un veneno que guardaba por si acaso. Tampoco este hace el efecto deseado. Finalmente, introducen a Séneca en un baño caliente donde el vapor, combinado con los efectos del veneno y las hemorragias, termina por asfixiarlo.

QUÉ LECCIONES PODEMOS SACAR

Nuestra preocupación no es morir a la manera de Séneca de un suicidio lento, difícil, impuesto, y, al final, grandilocuente y penoso. Estamos, incluso, en las antípodas de esas escenas. Lo que nosotros necesitamos es otra cosa: recordar la necesidad de vivir dentro de nosotros en la proximidad, o incluso en presencia, de una muerte progresiva, inexorable y tenaz. La idea que debemos recuperar no es pues, en sentido estricto, ni la del suicidio ni la del terror a morir.

Es, ante todo, la de una íntima familiaridad con la muerte. Nuestra vida solo tiene peso verdaderamente, solo tiene lastre y sentido, si nos sabemos mortales. No con un saber abstracto, lejano y general, sino al contrario, con un conocimiento interno, continuo, fruto de un entrenamiento continuo. Es el ejercicio al que Séneca y muchos autores antiguos no cesan de convidarnos.

Este adiestramiento es indispensable. Es posible que tener la muerte en mente y esforzarse en prepararse para ella de forma continua, lenta y permanente sea un medio de contribuir a no asesinar al otro y a no olvidarse de uno mismo.

Fuente: Roger-Pol DROIT: Vivir hoy con Sócrates, Epicuro, Séneca y todos los demás. Cap.10: Irse sin lamentos

Ver también la sección: LA DIMENSIÓ TRANSCENDENT

Ver también: Ante el enigma de la muerte: razonabilidad de la respuesta cristiana


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