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El don de ser. Tomar conciencia

Cada cual escribe su propio guión, la trama de su propio camino.

La vida es camino, singladura, horizonte y meta. La trayectoria no siempre es recta, a veces nos despistamos, nos desorientamos, cogemos atajos inapropiados, nos desviamos… La vida no es sólo ajetreo, activismo, trajín, son también momentos de calma y sosiego, capacidad de reflexión, diálogo intimo con uno mismo, detección de errores, rectificación, reconfiguración del rumbo, cambio, transformación, actualización... Presentamos en forma resumida un texto de F. TORRALBA que de forma clara y lúcida nos puede ayudar a adentrarnos en los vericuetos y avatares de nuestra propia vida.

F. TORRALBA, filósofo, teólogo, escritor

La metáfora del teatro sirve para iluminar el periplo de la vida humana. Muchos creadores, dramaturgos, filósofos y teólogos la han empleado para describir la situación del ser humano en el mundo. Desde la tragedia griega de Sófocles y Eurípides, hasta las sutiles puestas en escena del teatro del absurdo del siglo XX de Samuel Beckett y Eugène Ionesco, pasando por los autos sacramentales del Barroco español, la representación teatral se ha convertido en un perfecto espejo de la condición humana, una expresión viva y, a la vez, plástica, de las grandes tensiones y polaridades de la vida humana. En ella se ha representado todo lo que afecta al ser humano: el nacimiento y la muerte, el amor y el odio, el perdón y la venganza, la ambición y la compasión, la fidelidad y el adulterio.

El actor principal del drama, el ser humano, irrumpe en el escenario en una cuna y se va envuelto en una mortaja. Entre el día del nacimiento y el día de la muerte, transcurre su vida. Éstos son los límites infranqueables y las dos cotas inalcanzables entre las cuales transcurre su vida. Plantado en medio del escenario, establecerá vínculos, sufrirá luchas de todo tipo y experimentará algún pequeño placer. También vivirá experiencias llenas de sentido, momentos culminantes, instantes tan dulces que recordará eternamente en su corazón. Sudará de firme para defender el derecho a vivir y buscará, con desespero, el reconocimiento de los demás.

Cada cual escribe su propio guión, la trama de su propio camino. Entre la primera escena, el día del nacimiento, y el último acto, ocurre sin embargo un momento especialmente interesante de remarcar: es aquel fragmento de tiempo en el cual el actor principal toma conciencia de ser. Llega un momento en el que el actor se da cuenta de que está en el Gran Teatro, experimenta el don de ser, pero también la terrible responsabilidad que esto comporta.

La conciencia de existir es un acto reflexivo que llega después de estar un tiempo en el escenario. Es difícil fijar el momento. Cada persona es un universo, y la conciencia de existir no obedece a patrones generales. Esta toma de conciencia exige una cierta capacidad de pensar, de distancia crítica, de reflexión y, por lo mismo, nunca es simultánea al nacimiento, sino que ocurre bastante tiempo después. Llega un día en que, por la razón que sea, el actor principal se da cuenta de que está y de que no ha hecho ningún mérito para estar. Toma conciencia de su existencia, queda como maravillado, espantado incluso, sintiéndose vivo en medio del Gran Teatro. Entonces, por primera vez, siente que su vida es un regalo, una posibilidad única y, a la vez, una responsabilidad.

Cuando el actor toma conciencia de estar en el escenario del mundo se da cuenta, asimismo, de que podría no haber estado nunca, que no era necesaria su existencia, que si sus padres no se hubiesen conocido y amado, él —sencillamente— no habría nacido. Se da cuenta de que es fruto de la casualidad de una sucesión de encuentros, de una íntima relación que tuvo lugar tiempo atrás y que, con certeza, podría no haberse producido nunca. Por primera vez capta que su existencia es relativa, heterónoma, que no se dio él mismo la vida, que se la dieron los otros. Toma conciencia de que existe gracias a los demás, que el don le ha precedido. Entonces se entera de que está en deuda, que aun con los avatares y las vicisitudes difíciles que ha vivido y tendrá que vivir, le han concedido la posibilidad de ser.

En los momentos más dramáticos de la obra, el actor sentirá, como Job, el asco de haber nacido; deseará, como Segismundo, no haber salido nunca del útero de su madre; incluso querrá dejar de ser, anihilarse. Pero en los momentos de máxima belleza, de bondad, de unidad y de armonía, en estallido del amor correspondido y en la primavera de los sentidos, experimentará la infinita gratitud de ser. Tal vez no lo expresará, pero sentirá la necesidad de comunicarlo, de agradecer el don de la vida a los que lo trajeron al mundo, la inmensa posibilidad de ser, incluso, a pesar de sus progenitores. Tal vez no estaba ni en la mente, ni en el corazón de sus padres que él empezara a existir, pero sea como fuere, se encuentra siendo, representando un papel en el Gran Teatro y se da cuenta de que es.

Vivir con sentido es buscar instantes de belleza, de bondad y de reconciliación; significa velar para que la propia vida sea una obra de arte maravillosa. Cada cual es el responsable de esta obra. No se puede imputar al otro el propio fracaso. No se puede responsabilizar a los demás del tedio de vivir. No valen las excusas, no vale el lamento inútil ni la conmiseración de sí mismo. Vivir la vida con sentido es convertir el don en una obra de arte, en una construcción única, hecha con amor y tenacidad, huyendo de la quimera de amargura y apostando definitivamente por cada momento que se nos regala.

Esta toma de conciencia que el actor hace en un momento dado es la vivencia de la contingencia del propio ser. Desde el punto de vista filosófico, la contingencia se opone a la necesidad. Decimos de un ser que es necesario cuando no puede pensarse en su no existencia, cuando, irremisiblemente, tenía que ser. Decimos, en cambio, de un ser que es contingente cuando sencillamente no tiene la necesidad de ser. Dicho de modo más claro, cuando podría no haber sido nunca. Nosotros somos contingentes.

El actor principal se da cuenta, en un momento dado de la obra que representa, que podría no haber existido nunca, pero hace extensiva esta reflexión a todo lo que ve y toca. Por primera vez, se siente sobrante, innecesario, superfluo en el mundo. Capta, a la vez, que todo lo que está a su alrededor está sometido a la misma situación: nada es necesario. No era necesario que naciera aquella flor ni aquel perro, tampoco aquel niño que juega en la plaza con una pelota. No era necesario que naciera su madre ni la madre de su madre. Llega, pues, a la conclusión de que todo lo que hay en el escenario del mundo podría, sencillamente, no haber sido nunca.

No es fácil llegar a este reconocimiento, porque el actor parte, de modo inconsciente, de la idea de que él es necesario, que obligatoriamente tenía que ser, que el mundo lo esperaba. Un pequeño orgullo instalado en su corazón le ciega y no capta con facilidad la terrible verdad que se intuye en el fondo del alma. No es sencillo admitir la irrelevancia del propio ser cuando se parte de la idea de que la propia presencia es totalmente necesaria en el mundo. Se necesita un aprendizaje. No basta con una intuición luminosa; hay que digerirlo poco a poco y extraer las conclusiones oportunas.

Mientas cavila sobre el porqué de todas las cosas, el actor principal cae en la cuenta, asimismo, de que hubo un tiempo en que él todavía no estaba en el Gran Teatro del mundo y que, después de un período de tiempo —el que dure su vida— no lo estará nunca más. Esta toma de conciencia lo inquieta, incluso lo angustia, pero abre la puerta a la búsqueda de una vida llena de sentido. Comprende que no puede malbaratar el tiempo, que debe encontrar un argumento a su vida, una razón por la cual valga la pena sufrir, esforzarse, trabajar; en definitiva, luchar. La conciencia de ser provisional desvela en él la búsqueda del sentido, el afán de escribir una historia bella, o mejor, maravillosa.

Sin embargo, ser contingente, irrelevante o innecesario no significa vivir los vínculos con relatividad. Tampoco significa dejar de sentir aprecio por uno mismo. Más bien es el camino para tener el aprecio adecuado, para no caer en un amor desordenado, para no tomarse ni a sí mismo ni a los demás con excesiva seriedad. El que sabe que no será siempre da mucho valor al hecho de vivir, pero no olvida la relatividad y la interdependencia de todos los seres.

Amar es sentir al otro como necesario, como un ser absolutamente vital. Percibimos las personas que amamos como totalmente necesarias para nuestro equilibrio emocional. Mendigamos su afecto, sus caricias, sus besos y abrazos. Querríamos que fueran siempre, que no murieran nunca. Amar a alguien es, como dice Gabriel Marcel, desear que no muera nunca, que no deje nunca de ser lo que ahora tan bellamente es. Queremos estar con las personas que amamos, deseamos su presencia; no podemos siquiera imaginarnos que un día ya no estarán. El amor querría hacer eterna a la amada, querría vencer su contingencia. No deja de ser curioso que un ser tan contingente y relativo como el ser humano experimente esta potencia de amor, este deseo de hacer al otro eterno. En el vientre de este ser tan limitado se aloja un inmenso deseo, desproporcionado por las medidas de su carne, que lo conduce a una lucha encarnizada contra la enfermedad, el dolor y la muerte de las personas que ama.

Cuesta mucho más aceptar la muerte de los seres queridos que la propia muerte. Quien ama a fondo percibe la persona amada como necesaria y no puede imaginar el vivir sin ella. Le resulta gravoso pensar que no será nunca más. El amor hace necesario lo que es contingente, pero al final la cruda realidad se impone, y el amor no puede transformar lo que es efímero en absoluto. Sólo el amor absoluto puede salvarnos de la fragilidad del ser.

Esta experiencia de la no necesidad o de la contingencia de todo, no sólo se hace extensiva a las personas, sino también a las naciones, las lenguas, las instituciones. Esta toma de conciencia conduce al actor a vivir con relatividad lo que tiene, lo que es, sus devociones y los vínculos que forja a lo largo de su vida. Es de sabios guardar distancia, pero es humano aferrarse a los vínculos como si fuesen tablas de salvación. La serena relatividad de todas las cosas, la ironía estoica o la paz interior son el resultado de una sabiduría casi sobrehumana que el que ama con pasión difícilmente puede hacer suya. La expresión de esta sabiduría práctica es la media risa que evoca Joan Maragall.

Cuando el actor principal del drama toma conciencia de ser, se da cuenta, asimismo, de que es gracias a otros que lo acogieron. Con toda probabilidad, fueron los mismos que lo engendraron —sus padres—, aunque no siempre es así. En ocasiones, otros han hecho la acogida y han permitido que aquel ser que, al nacer, era tan insosteniblemente ligero, sobreviviera a la dureza de la vida.

La acogida es fundamental para poder ser y seguir siendo. Si no hubiéramos sido acogidos, amados, acariciados, amamantados, vestidos y protegidos por alguien, simplemente no habríamos sobrevivido a la intemperie. Nuestro ser, tan vulnerable como es al nacer, era incapaz de seguir siendo sin el cuidado solícito, sin el generoso amor de alguien que dedicó su tiempo y esfuerzos para que llegáramos a ser lo que somos ahora. Somos el resultado de una acogida. Más claro: somos, sencillamente, porque otros nos acogieron en su casa.

Llega un momento en que el actor alcanza ciertas cuotas de autonomía: es capaz de valerse por sí mismo y de tomar decisiones libres y responsables. Ha aprendido los mecanismos para defenderse de los embates de la vida; ha aprendido de los mayores y sabe valerse por sí mismo. Pero nunca aprenderá a ser autosuficiente porque su naturaleza es demasiado frágil. Esta autonomía provisional que llega a adquirir no es nunca un mérito propio, sino el fruto de una acogida eficaz y eficiente por parte de los demás. Esta evidencia no se debería perder nunca; debería quedar para siempre en la memoria del actor y así sería más agradecido con todos los que hicieron posible su existencia y sería más humilde. Es inteligente transformar la conocida expresión cartesiana «Pienso, luego existo» en otra máxima tanto o más significativa que aquélla: «Soy acogido, luego existo».

Recapitulemos. Las fases de la conciencia existencial son las siguientes: primer momento, tomar conciencia de ser; segundo momento, tomar conciencia de la propia contingencia; tercer momento, darse cuenta de que la vida es un don generoso, no merecido; cuarto momento, caer en la cuenta de que sólo somos si otros nos han acogido primero; último momento, tomar conciencia de la libertad, de que la historia individual no está escrita y de que, si está escrita, no conocemos dónde se esconde el libro de la vida.

El actor se da cuenta de que podría vivir de otra manera, de que a su alrededor hay seres que toman opciones diferentes. No representa una tragedia, no cumple los imperativos del hado. El modo de vivir de los demás causa interrogación, hace pensar, provoca la reflexión. Observa una pluralidad de formas de vida y se ve llamado a escoger, a optar radicalmente, a jugársela. Se da cuenta de que no puede ser un puro espectador del mundo, que tiene que actuar. Pero ¿qué hay que hacer? No se trata de hacer por hacer, de hablar para no callar, de llenar el tiempo vital de cualquier manera. Hay que hacer lo que uno se siente llamado a hacer.

En definitiva, tomar conciencia de ser es despertarse de un sueño; es empezar a ver claro; despertarse y tocar con los pies en el suelo. Sin embargo, hay quien prefiere vivir en sus sueños, volverse el personaje ficticio de un mundo irreal y permanecer en la nube del no saber de manera permanente. Hay quienes se sienten incapaces de cambiar, de hacer un gesto libre, y prefieren volar, abandonar la tarima y construirse un paraíso artificial para instalarse. Cuando la realidad es tosca, sucia y mediocre, el actor siente la tentación de instalarse en los universos de la fantasía. Esta huida es, de hecho, una renuncia a vivir.

La tendencia a edificar paraísos artificiales, tomando prestada la expresión de Charles Baudelaire, es finalmente una actitud contra la autenticidad, un intento de escurrir el bulto. Cuando se percibe la vida como fatalidad, como la ejecución mecánica de un plan escrito, la única opción que queda es el trabajo edificador de la imaginación que da aliento a la pobre víctima para seguir viviendo. Entonces tiene necesidad de crear una segunda vida en el espacio virtual, de entrar en el voluble territorio de los sueños e instalar allí su cabaña. Esta divagación onírica no es otra cosa que la expresión de un fracaso, de una renuncia a vivir.

Sin embargo, la verdad se impone antes o después. El principio de realidad hace acto de presencia con toda su crudeza, y el globo se pincha; y cuando se pincha, empieza a hacer aquellos movimientos imprevisibles en el espacio hasta que sale la última gota de aire que le queda en el vientre. Al final, cae desplomado en el suelo.

Tomar conciencia de ser es empezar a interrogarse por las cosas. Sólo puede ejercer en plenitud su libertad quien se reconoce como una individualidad única e irrepetible en la historia, como una partícula de carne que busca, a ciegas, la felicidad.

En el mismo instante en que la persona toma conciencia de sí misma, una pregunta desciende a su conciencia: ¿Qué hago aquí? ¿Por qué me han puesto? ¿Qué tengo que ver yo con todo este montaje? Empieza entonces el vértigo, el miedo, el temor de no saber responder y, por consiguiente, la tendencia a arrinconar las preguntas incómodas y a distraerse con banalidades que colapsen el tiempo cotidiano.

Tomar conciencia es distanciarse de uno mismo y del círculo de los seres queridos; es abrir una hondonada entre el yo y los demás. Cuando tomamos distancia, no dejamos de ser, pero estamos como ausentes. Estamos y no estamos. No podemos excusarnos; no somos la pura prolongación de los genes de nuestros progenitores; sabemos que nuestra vida es el patrimonio más valioso del que disponemos, y por eso mismo no podemos dejar de vivirla sin coraje.

Al tomar conciencia hacemos inmediatamente valoración del tipo de papel que hemos representado hasta entonces, de lo que hacemos y dejamos de hacer. Es el momento de hacer balance de la vida pasada, de ponderar lo que se ha hecho y dejado de hacer; logros y fracasos; el sentido de todo el conjunto.

Hay quien, a pesar de no estar satisfecho con su tipo de vida, no está dispuesto a cambiar ni el menor acento. Es la salida cómoda, pero, en el fondo, es el camino hacia una vida frustrada, llena de amargura y resentimiento contra los que disfrutan del ahora eterno. Hay personas que experimentan la ruina de sus vínculos, pero en vez de reconocer la debilidad de sus lazos, se esconden detrás de la costra de la ignorancia y simulan que todo va bien.

Afrontar cara a cara el fracaso de un proyecto compartido es difícil, pero alargarlo sin sentido, por comodidad o dejadez, es una manera de malbaratar la vida. A veces, esta situación pasa también en el trabajo. Se vive el trabajo como una pura forma de ganarse la vida, de adquirir dinero, pero se descarta la posibilidad de cambiar, de abrir nuevos horizontes, de correr algún riesgo para encontrar un trabajo que tenga sentido.

La seguridad se convierte entonces en un asedio, en una prisión. De esta manera, sin mover ninguna pieza, se vacía la vida, pasan los años. Sin embargo, una insatisfacción recorre las venas de la persona que actúa así. Siente la necesidad de evadirse, de proyectarse hacia el exterior. Al permanecer inalterablemente igual, su vida deja de ser un juego de libertades y se convierte en una tragedia.

Es la renuncia a vivir con sentido lo que llena de amargura el corazón del hombre. En cambio, los que asumen el coraje de equivocarse, los que se liberan del yugo de la seguridad y buscan con decisión una vida que tenga sentido, que merezca ser vivida, son ejemplares.

Algunos, al hacer la revisión, desean cambiar radicalmente de estilo de vida o bien introducir correcciones para hacerla más exitosa en el futuro. Para poner en marcha estos cambios se necesitará mucho coraje, una voluntad decidida y, sobre todo, mucha tenacidad. En este camino fácilmente se abrirán heridas, se celebrarán rituales de despedida, y tal vez incluso se sentirá nostalgia de aquella vida anterior, sobre todo al principio, cuando la aridez del cambio se haga evidente.

Fuente: F. TORRALBA: El sentido de la vida. Cap.3: El don de ser. Tomar conciencia


Ver también:

SÉNECA: Sobre la brevedad de la vida

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