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Elecciones: el factor humano

Si la política es el arte de hacer realidad lo posible, construir sobre valores es siempre un arte posible.

  • Construir sobre valores. Elogio del buen gobernante
  • La credibilidad personal del dirigente político debería constituir un factor clave para su elección.
  • Necesitamos superar cierta mediocridad en la que parecen instalados nuestros actuales aspirantes a gestores públicos.
  • Precisamos políticos que nos representen dignamente y que rezumen autenticidad y credibilidad.
  • La solución efectiva de nuestros grandes problemas de fondo requerirá mayores dosis de perspectiva ética.
  • La vida pública necesita, pues, de políticos coherentes, consecuentes con sus ideas y con sus acciones, personas nobles, cabales, honestas e íntegras.

El panorama político español no está para bollos. Nuestra vida política necesita de una profunda renovación, una “regeneración” democrática, institucional, social, educativa, cultural… Ni la vieja ni la nueva política parecen traernos lo que necesitamos. Otra concepción de la política es lo que anhelamos y de la que nuestros aspirantes a gestores públicos andan faltos. La política como gestión de la vida diaria de la gente, afrontando sus problemas cotidianos concretos sí, pero también creadora e impulsora de grandes e ilusionantes proyectos comunes orientados a nobles horizontes y guiados por altos ideales colectivos.

Pero nuestra realidad es otra: por una parte, nos encontramos con una derecha, que pretende "aparentar" pero ya poco presentable, con unos dirigentes con escasa credibilidad a tenor de lo que presuntamente van destapando los tribunales, aferrada al poder del que no quiere desprenderse, y resistiéndose a someterse desde la oposición a una verdadera y necesaria regeneración y catarsis colectiva. Por otra, una izquierda ávida de poder, con grandes eslóganes sobre la necesidad de “cambio” ofertados por la izquierda moderada y la radical, envueltas en un discurso pseudoprogresista falaz, muy poco fiable, cuyos antecedentes nada bueno auguran, y con inusitadas ganas de hincar el diente al poder para desde allí implementar “su” revolución. Hay cúpulas partidistas cuya credibilidad está bajo mínimos. Mucho postureo cara la galería, sin que nadie destaque por su credibilidad y altura de miras. Seguridad y estabilidad frente a inestabilidad e incertidumbre, los de arriba o los de abajo, derecha o izquierda, vieja o nueva política… son algunos de los posibles ejes sobre los que puede girar la campaña electoral.   

Se dice que existe una decadencia de valores entre la población y en los líderes políticos, tanto en los que ocupan algún cargo público como en los de la oposición. La corrupción es un síntoma paradigmático. La actividad pública no puede quedar al margen de las exigencias éticas. Las elecciones deberían permitirnos escoger a los mejores para representarnos y a los más capacitados para la gestión de la cosa pública. Necesitamos políticos que nos representen dignamente y que rezumen autenticidad y credibilidad. De sus filias, pero también de sus fobias, individuales o de partido, dependerán muchas de las decisiones que tomen y sus posibles consecuencias para los ciudadanos. Aunque no siempre lo tengamos en cuenta a la hora de votar, el factor humano, el conocimiento de la dimensión humana de los candidatos, contrastado con el perfil del buen gobernante y la credibilidad que nos merezca, puede resultar suficientemente ilustrativo a la hora de emitir nuestro voto y escoger a nuestros representantes.

1. Baja y alta política

Existe la baja y la alta política. En general nuestros políticos parecen más adscritos a la primera que a la segunda. En nuestro país los grandes déficits de nuestra política (mediocridad, corrupción, falta de credibilidad, incoherencia entre lo prometido y lo realizado, cortoplacismo, falta de altura de miras, soterrada pero encarnizada lucha por el poder, falta de proyecto colectivo atractivo, ni reconocimiento ni respeto estatal a la pluralidad y diversidad nacional…) se hallan en el otro extremo de las actitudes referenciales del buen político, no casan demasiado con el ideal del buen gobernante. Las sociedades democráticas no necesitan de líderes carismáticos, salvadores de patrias, pero sí superar cierta mediocridad en la que parecen instalados nuestros actuales aspirantes a gestores públicos.

Una verdadera «regeneración» pasa por la restauración de algunos valores de fondo, algunos ellos de naturaleza incluso pre-política.

El diagnóstico que desde la política se hace sobre los grandes problemas colectivos no siempre resulta acertado. Por una parte, la perspectiva de nuestros políticos aparece diluida frente a las grandes cuestiones de nuestro tiempo, a los grandes retos que tienen planteados las sociedades occidentales en torno, por ejemplo, al modelo de sociedad que estamos construyendo y sus fundamentos. Pan sí, pero auténtico progreso también: ECOLOGIA, VIDA, FAMILIA, TRABAJO, JUSTA DISTRIBUCIÓN DE LA RIQUEZA, REGENERACIÓN...: la concepción de la política como servicio al bien común, la superación de una concepción antropológica reduccionista, el reconocimiento y respeto a la Ley natural no legislando en contra ella, una menguada idea de progreso, la implementación de una concepción ecológica integral, el cuidado de la vida humana en toda su amplitud y extensión, la restauración y respeto de la naturaleza antropológica del ser humano, la protección de la familia nuclear, el estímulo a la natalidad para revertir el invierno demográfico en el que nos hallamos inmersos, el apoyo político, social y económico a la maternidad, una distribución más justa y equitativa de la riqueza, la regeneración política, democrática e institucional de la vida pública, la regeneración social…

Por otra parte, a nivel más doméstico el mensaje de nuestros políticos es poco atractivo y deja mucho que desear. En lugar de grandes proyectos e ilusionantes metas, de importantes y regeneradoras propuestas de nuestra vida colectiva, nos enzarzamos en nimiedades y banalidades, en peleas domésticas más propias de patios de colegio que en perspectivas de grandes estadistas. Entre nosotros hay quienes cierran los ojos a lo que pasa a nuestro alrededor. Parecen empeñados en no ver o, peor aún, en negar la realidad, y en muchos aspectos presentan una imagen (¿interesadamente?) sesgada de la realidad, como si determinadas maquinarias partitocráticas padecieran ya de una cierta esclerosis o incapacidad mental para afrontar imaginativamente los problemas, no con parámetros decimonónicos sino con los propios del s. XXI. Se pretende inducir el debate público reductivamente a las cuestiones económicas-financieras y el progreso social circunscribirlo a la esfera del bienestar material (así nos quedamos siempre en la superficie de los problemas y orillamos los grandes debates de fondo, aquéllos que verdaderamente vertebran una sociedad).

Pero no, la focalización del debate en los asuntos económico-financieros-laborales, con ser éstos muy importantes, resulta sesgado y reduccionista, además de escasamente pedagógico para la ciudadanía. En una situación de sobreabundancia de información y de atomización de las propuestas programáticas es difícil adentrarse en el conocimiento de las corrientes de fondo que inspiran a cada uno de los partidos políticos. El conocimiento de los programas electorales por parte de la gran mayoría de la población, reflejo del diagnóstico de la situación con las consiguientes propuestas de solución que realiza cada partido, queda muy licuado en medio de la saturación informativa mediática, los hábitos informativos mayoritarios y la atomización del debate público.

La necesaria regeneración política, institucional, democrática, social resulta un imposible sin una previa regeneración personal.

Nuestros aspirantes a políticos no son sino reformistas cutáneos del sistema, sin apuntar al verdadero corazón de los problemas. No se trata tan solo de realizar un simple lavado de cara del sistema. Una verdadera regeneración pasa por la restauración de algunos valores de fondo, algunos de ellos de naturaleza incluso pre-política, que la nueva religión de lo políticamente correcto, del relativismo y del pseudoprogresismo se han propuesto enterrar. Incapaces de hacer un diagnóstico adecuado de la crisis «global» en la que nos hallamos inmersos, se detienen en análisis epidérmicos.

La necesaria regeneración política, institucional, democrática, social resulta un imposible sin una previa regeneración personal. Nuestra vida pública está trufada de una corrupción que ha campado impunemente durante demasiadas décadas por determinadas esferas de la vida pública, germinando en ambientes faltos de moralidad, carentes de mínimos escrúpulos cívicos, desprovistos de verdaderos valores éticos. Gestionar la cosa pública sabemos que no es fácil. Es difícil que todo el mundo esté de acuerdo respecto a unas u otras medidas tomadas. El éxito o fracaso de nuestros gobiernos suele realizarse evaluando principalmente sus logros o fracasos en lo económico y en lo social; pero debemos comprender también que para la solución efectiva de nuestros grandes problemas de fondo se requerirán mayores dosis de perspectiva ética. Nuestra vida política se halla todavía instalada en un estadio en el que prevalece la nimiedad, la banalidad, el cortoplacismo, el quítate tú para ponerme yo, la lucha despiadada por la conquista del poder, la descalificación del otro. Los políticos no cuentan demasiado con la simpatía de la gente, sin embargo, no todo está perdido: esperemos que además de los “trepas” también haya candidatos honestos y capaces, dispuestos a trabajar con abnegación por la cosa pública. Las formaciones políticas que no se regeneren, que queden atrapadas en perspectivas cortoplacistas y miopes y no atiendan a las grandes cuestiones que informan los anhelos de nuestro tiempo, a la larga se situarán en la periferia.

2. La dimensión ética en la acción política

La economía no lo es todo, no todo acaba en los problemas financieros. En los análisis políticos modernos se toman en cuenta, cada vez con creciente interés, los aspectos morales y éticos presentes en todos los actos humanos, principalmente en los de carácter político. El hecho de que hasta ahora en la actividad política no se suela tener en cuenta los grandes valores y la ética, no significa que éstos no sean importantes, incluso capitales. No siempre el ciudadano de a pie a la hora de votar presta atención y tiene en cuenta los grandes valores que informan la vida política, la dirección y la orientación que cada partido pretende imprimir a la acción política. A la hora de emitir su voto el ciudadano corriente suele quedarse con las medidas más llamativas, mirando por su bolsillo, por las cargas fiscales que cada uno tendrá que soportar, etc…

En unas elecciones la importancia del factor humano suele quedar muy diluida.

Sin embargo, la credibilidad personal del dirigente político debería constituir un factor clave para su elección.

Sin embargo, cada vez surgen con mayor ímpetu iniciativas y movimientos orientados a concienciar al ciudadano sobre la necesidad de considerar los grandes valores en la vida pública. La solución ante el desprestigio de la política no radica en desvincularse de ella, sino en comprometernos con la mejora de ésta, recuperando las raíces de una más auténtica democracia participativa. Tenemos ante nosotros nuevamente la oportunidad de realizar un enfoque renovador, restaurador de los grandes valores que tendrían que regir la política. Si la política es el arte de hacer realidad lo posible; construir sobre valores es siempre un arte posible.

Y para ello la calidad humana de los candidatos resulta capital. Necesitamos escoger a los mejores y no tanto a los más mediáticos. Se necesita una reorientación de nuestra ley electoral, una reforma de nuestro sistema electoral que abra las puertas a las listas abiertas, para poder votar a personas concretas y no listas cerradas bajo el amparo de unas siglas, con unos candidatos cuya idoneidad para la vida pública resulta desconocida para la mayoría de la población. Un sistema electoral así ayudaría a que fueran escogidos los mejores y supondría un filtro inquebrantable para “trepas”, rastreros y oportunistas. Si el criterio de elección de nuestros representantes no es su calidad humana y personal, podríamos acabar representados por unos cualquiera y luego no nos quejemos si así nos va. La credibilidad personal del dirigente político debería constituir un factor clave para su elección; sin embargo, en medio de tanta hojarasca informativa por desgracia en unas elecciones la capital importancia del factor humano suele quedar muy diluida.

3. El factor humano

Ideologías, proyectos políticos, programas, promesas y eslóganes electorales, candidatos… En esta ocasión no deseamos centrarnos en los programas, sino resaltar la importancia del factor humano, la competencia personal y humana de los candidatos por las consecuentes que conllevan sus decisiones, fijarnos en la actitud de quienes pretenden desarrollar esos programas y aspiran a gestionar la cosa pública. Lo que mueve al mundo son las ideas y éstas las encarnan las personas, pero las ideas responden a unos principios y a unos valores determinados. No pretendemos fijarnos en las políticas concretas que proponen, sino en las personas y los valores que las impulsan.

De los políticos, de su voluntad política, depende en gran medida la organización social, la economía, la orientación del sistema educativo, la cultura, la orientación del progreso social, la priorización de unos u otros aspectos, de unos u otros valores y, sobre todo, la preservación y el fomento del bien común.

¿Qué espectáculo hemos podido apreciar estos últimos meses en el escenario político español?  ¿Qué tipo de aspirantes a políticos tenemos? Maestros en el arte de la retórica, empeñados en convertir en sólidos los razonamientos más débiles, se dan a conocer en medios de comunicación, foros, tribunas, plataformas… Escriben en prensa y frecuentan platós de televisión, emisoras de radio, círculos y tertulias… pero su credibilidad no siempre está asegurada, sus mensajes muy elaborados aunque a veces vacuos y no siempre creíbles, más interesados en la “venta” y “colocación” de su “producto” que en la búsqueda resplandeciente de la “verdad”, de lo auténtico… se presentan como los nuevos paladines del progresismo, de la modernidad, de lo políticamente correcto, de lo que hoy se lleva, juglares itinerantes de la nueva religión, son los nuevos, los modernos “sofistas”. Son artífices de la palabra y su pose tiene mucho de artificio.  Su discurso locuaz, aunque a menudo instalado en trasnochados lugares comunes, vacuo de verdadero contenido. Cual charlatanes empedernidos, van a la caza del voto cautivo. Para conseguir el “poder” algunos estarían dispuestos a aliarse hasta con el diablo, si fuera preciso. A menudo cargan con argumentarios diseñados por los aparatos del propio partido elaborados al dictado de las coyunturales tendencias demoscópicas, regalan al oído de la gente lo que ésta quiere oír, un agasajo al oído de sus potenciales votantes… Y ante este panorama es lícito que nos preguntemos: ¿tienen credibilidad o es mero pose, apariencia, postureo, engaño, puro simulacro?

Hay quienes pretenden disociar la actuación pública, de su mayor o menor coherencia, integridad y honestidad personal en otros ámbitos de su actividad privada. Muchos intentan disuadirnos de que la vida privada no importa para el correcto desempeño de una función pública. Pero no basta con buenos gestores. El que es un inmoral en la esfera privada, es capaz de serlo en el ámbito público. El que es recto de conciencia y actúa coherentemente, es difícil que se corrompa. Si alguien es un caradura en su vida privada, ¿quién asegura que no lo pueda ser también en la vida pública? La gestión de la cosa pública necesita de verdaderos servidores del bien común y no servirse ellos personalmente del bien colectivo.

Hay que volver a concebir la tarea del “representante político” como servidor del conjunto de la comunidad, y no tanto como maquinaria al servicio de intereses partidistas o particulares. A quien se presenta como candidato a representar al pueblo debería exigírsele una cierta valía humana en función de la representación que aspira a ostentar, una cierta integridad y tensión moral, una cierta coherencia personal, una alta dosis de credibilidad orientada al servicio del bien común y no al autoservicio propio. Hacen falta, pues, políticos coherentes, consecuentes con sus ideas y con sus acciones. La gestión de la cosa pública necesita equipos bien pertrechados y solventes, pero sobretodo integrados por personas nobles, cabales, honestas e íntegras; en definitiva, representantes que rezumen autenticidad y credibilidad.

¿Pueden contribuir a ello los nuevos «sofistas» del panorama político español, nos preguntábamos? Frente a la mediocridad de nuestros políticos y a la demagogia de algunos y ante unas próximas elecciones se impone, pues, el retrato del buen político, el perfil del buen gobernante.

4. Perfil del buen gobernante

A continuación presentamos un interesante artículo de Alejandro NAVAS, Profesor de Sociología, cuyo contenido no pierde actualidad, titulado “Un político ejemplar”:

Nuestro político destaca por la nobleza de sus sentimientos y la dignidad de su porte externo. Habla de modo pausado y nunca pierde la serenidad. Afable y conciliador, nada hay en él que sea vulgar.

Al llegar a la jefatura del Gobierno, renunció a casi toda vida social; apenas se le vio en fiestas ni en celebraciones. Hizo una excepción con la boda de su primo NN: asistió a la ceremonia religiosa, pero no se quedó al banquete.

Pasó quince años al frente del Estado, y en ningún momento sucumbió a las tentaciones de la corrupción. En su vida privada adoptó un tono extremadamente austero, lo que provocó más de una queja de su mujer, de sus hijos y de otros parientes. A la vez, dedicaba una considerable cantidad de dinero al socorro de los indigentes. Su reputación era intachable, por lo que ni siquiera tuvo que rechazar propuestas de soborno: los eventuales sobornadores ni lo intentaban, conscientes de la inutilidad de sus pretensiones.

En su tarea de gobierno no se limitó a seguir al pueblo, de acuerdo con los datos que ofrecían los escrutadores de las opiniones dominantes. La demagogia no iba con él. Se negó a adular a la ciudadanía y actuó como un buen maestro, que persuade con razones sólidas. Si advertía que la gente iba a lo fácil, sabía ser fuerte para hacerle ver lo que convenía al bien común.

Cuando su país se vio envuelto en conflictos bélicos, actuó con prudencia, sin lanzarse a aventuras temerarias, incluso cuando la opinión pública parecía alentarlas. Consiguió frenar esos ímpetus desbordantes y contener las ansias de injerencia en asuntos internos de otros países.

Supo aprovechar los años de prosperidad económica y de superávit en las cuentas públicas para desarrollar un ambicioso programa de obras públicas y de monumentos artísticos. Contrató a los mejores artistas y, en un plazo asombrosamente corto, impulsó la creación de obras destinadas a ser la admiración de las generaciones futuras. Nunca se ha hecho tanto de tanta calidad en tan poco tiempo.

Cuando todo le sonreía y parecía tener el mundo bajo sus pies, la tragedia golpeó duramente a su familia. En un breve lapso de tiempo murieron sus hijos, su hermana y la casi totalidad de sus parientes y amigos. Tampoco entonces perdió la grandeza de espíritu, y supo mantener la compostura ante la adversidad. Tras sufrir un revés electoral, dejó la política y se retiró a la vida privada. Su ausencia fue breve: la ciudadanía lo añoraba y lo llamó de nuevo para que se hiciera cargo del Gobierno. No se sentía muy animado a volver, pero el pueblo le pidió disculpas por su ingratitud y él aceptó encargarse de nuevo de los asuntos del Estado.

Dispuso de un poder como nadie había tenido antes que él, y aun así no trató a ningún enemigo personal como adversario irreconciliable. Le tocó vivir tiempos azarosos, pero en medio de los conflictos más enconados supo mantener la moderación y la altura de miras.

Estoy hablando de Pericles, el líder de la democracia ateniense en el siglo V a. C., tal como lo describe Plutarco. Los historiadores han dado su nombre, “el siglo de Pericles”, a esa época gloriosa, no sólo de Atenas, sino de la humanidad en general. Se puede argüir que Pericles queda muy lejos –veinticinco siglos atrás- y que las circunstancias de la vida política son hoy muy diferentes. Es verdad, pero su caso muestra que el ideal del político exitoso y honrado no es imposible.

Ante las inminentes elecciones nos corresponde la tarea de encontrar –y votar- a esos Pericles en potencia. Desde luego que un sistema electoral de listas abiertas o desbloqueadas facilitaría su elección. Sin embargo, podemos abonar el peaje de la lista cerrada si así les ayudamos a entrar en ayuntamientos y parlamentos. Los políticos no cuentan con la simpatía de la gente, pero no todo está perdido: hay también candidatos honestos y capaces, dispuestos a trabajar con abnegación por la cosa pública. Con nuestro respaldo, al menos podrán intentarlo.

VMC

Ver también la sección: REGENERACIÓ DEMOCRÀTICA


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