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Salvar la «persona», no sólo «rescatar» la economía

Reorientando el enfoque: el eje «antropológico», vector clave para un sano desarrollo humano

 

Economía-Desarrollo humano-Persona-Humanismo-Humanizar la vida

En el centro de cualquier transformación cultural, económica, social o política debe estar la «persona».

Para un «auténtico desarrollo» existe un tercer vector, el vector «antropológico», que es clave para el futuro de la humanidad.

¿Podrá aguantar la naturaleza humana tal cúmulo de «ensayos antropológicos modernos» como pretenden imponer algunos a partir de un fraudulento y espurio concepto de «progreso» y «libertad»?

La política no debería estar supeditada a la economía, sino más bien ambas al servició de una antropología adecuada.

Nuestro mundo posee un enorme potencial pero no siempre se pone al servicio de las personas y de los pueblos. En el centro del debate social y político debería existir una mayor preocupación e interés por cuidar a la «persona» en toda su integridad  y velar por su desarrollo completo.

El crecimiento económico no es suficiente para evaluar la calidad de vida de un país. La preocupación obsesiva por el “beneficio”, por el progreso económico, está expulsando de la educación aspectos que son esenciales para una convivencia justa y noble.  

La gente no lucha por mejorar la renta nacional, lucha por poder realizar una vida con sentido. Una vida humana próspera debe fundamentarse en la satisfacción integral de las necesidades de las personas.

«Humanizar» es hacer el mundo más humano. Implica una sensibilidad que permite identificar tendencias sociales que atentan contra el bien de las personas, una sensibilidad hacia la situación personal del ser humano concreto. Significa también vivir afirmando la dignidad humana con el propio actuar ético y ayudar a otros a perseguir su plenitud humana.

No es suficiente con restaurar la economía, hay que «salvar» la persona. Desahucios, desprotección social, marginalidad, indigencia, preferentes, abortismo… En el centro de cualquier verdadera transformación cultural, económica, social o política debe estar la «persona». La política no debería estar supeditada a la economía, sino más bien ambas al servició de una antropología adecuada. Su misión debería consistir en articular los objetivos de una sociedad que sea sensible a las necesidades de las personas.

En el centro del debate social y político debería existir una mayor preocupación y un mayor interés por cuidar y velar por «lo más genuino y esencialmente humano». Toda ideología que despersonalice al ser humano pretendiendo convertirlo en simple objeto, es negarle su carácter de sujeto libre y responsable, es contraria a la dignidad de la persona humana.

La preocupación obsesiva por el “beneficio”, por el progreso económico, está expulsando de la educación aspectos esenciales para una convivencia justa y noble. La gente no lucha por mejorar la renta nacional, lucha por poder realizar una vida con sentido. El florecimiento humano requiere el florecimiento de los valores más genuinamente humanos. Para ello necesitamos una población con una educación bien fundamentada en lo humano, un humanismo centrado en el valor de la «persona», en el respeto a su «dignidad» y orientado a su pleno desarrollo. Las humanidades nos proporcionan no solo conocimientos sobre nosotros mismos y sobre los demás, sino que nos hacen reflexionar sobre la vulnerabilidad humana y la aspiración de todo individuo al bien y a la justicia.  

El eje «antropológico», vector clave para un sano y equilibrado desarrollo humano

Las sociedades bien constituidas, avanzadas, con un alto nivel de conciencia, y que pretenden orientarse por la senda del auténtico progreso (no cegadas por el vacuo pseudoprogresismo que pretenden “inocularnos” determinadas fuerzas sociales o políticas), deberían articularse en torno al valor central de la «persona» y no sólo en torno a la «economía», el «trabajo» o la «política».

Es por eso que junto a la necesidad de reforzar un eje «nacional» (un proyecto nacional ilusionante y compartido, cohesión nacional, etc.), el eje «social» (reparto equilibrado de la riqueza, disminución y reducción de las desigualdades, bienestar social generalizado, buena formación, etc.), deberíamos contemplar un tercer vector, a primera vista quizás no demasiado perceptible por una determinada parte de la población: el eje «antropológico» ( el eje «antropológico» hace referencia a todo cuanto gira en torno a lo más genuino y propio de la «naturaleza humana» y contribuye a una mayor toma de conciencia a favor de un sano y equilibrado, no desarmónico, desarrollo humano: centralidad de la preocupación por el «ser humano» en su integridad, por la «persona» en su vertiente más genuinamente humana, empezando por una apuesta decidida, por parte del conjunto del cuerpo social, por la protección de la vida humana en su estadio de gestación, por el reconocimiento individual y social del valor intrínseco de la vida humana, del derecho inalienable de todo ser humano a la vida, independientemente del estadio de desarrollo en que se encuentre, reconocimiento por el conjunto de la sociedad de su condición humana y dignidad desde el inicio de su gestación, reconocimiento jurídico adecuado, claro e inequívoco en la Constitución de su condición humana y su correspondiente dignidad intrínseca desde la concepción, respetando su derecho a no quebrar la continuidad del vínculo singular, único e irrepetible bio-fisio-psicológico y mental establecido entre él y su madre biológica a lo largo del proceso de gestación (desde esta perspectiva la moderna práctica de la «maternidad subrogada» o vientres de alquiler, por ejemplo, representa una aberración antropológica de primer orden, cuyas inciertas repercusiones en el desarrollo psicológico y mental del nuevo ser humano sólo en el trascurso de su desarrollo posterior podremos adecuadamente ponderar, implementación de políticas públicas en beneficio de su desarrollo integral, apoyo integral a la maternidad, apoyo a la familia como base del bienestar y desarrollo social, estímulo para la amistad y convivencia cívicas, abandono de ideologías espurias y otros experimentos antropológicos de incierta y dudosa consistencia, el aborto como atentado a la vida del ser humano que se está gestando y sus repercusiones en la salud psiquíca de la madre, ideologías de género, intento de redefinición de la familia, desnaturalización del matrimonio como institución y de la familia natural, el divorcio exprés como mecanismo exprés de desvinculación social, proliferación de modelos «alternativos» de relaciones personales, problemáticas en el desarrollo psicológico de los hijos en parejas del mismo sexo…).

¿Podrá aguantar la naturaleza humana tal cúmulo de «ensayos antropológicos modernos» como pretenden algunos a partir de un fraudulento y espurio concepto de «progreso» y «libertad»? Experimentos antropológicos todos cuyos resultados e impacto personal y social el conjunto del cuerpo social tendrá que evaluar y aquilatar adecuadamente en las décadas venideras. No nos vaya a ocurrir que atareados y absortos en evitar un sobrevenido resfriado, perdamos de vista que corremos el riesgo de adquirir una grave y crónica neumonía antropológica difícil de revertir. Por ejemplo, una reciente investigación ha arrojado una granada en el incendiario asunto de los hijos en parejas del mismo sexo. En un artículo para el British Journal of Education, Society & Behavioural Science, el sociólogo estadounidense Paul Sullins concluye que “los problemas emocionales tienen dos veces más prevalencia en los hijos de padres del mismo sexo que en los que tienen padres de sexos opuestos”. Así también, los hijos de madre subrogada presentan también riesgos de patologías físicas y psicológicas. Asimismo, en ellos se rompe, premeditada e intencionadamente, el vínculo biológico natural con su madre, provocando en estos niños la confusión respecto a su propia identidad. En el centro del debate social y político debería existir pues una mayor preocupación, una mayor focalización e interés por cuidar y velar por «lo más genuino y esencialmente humano».

No es suficiente con restaurar la economía, hay que «salvar» la persona.

En su discurso ante el Parlamento europeo, ese para muchos líder moral llamado Francisco, llamaba la atención sobre la necesidad de replantear el verdadero foco del debate de fondo. Constataba el predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate político, en detrimento de una orientación antropológica más auténtica. Y reivindicaba el restablecimiento de la centralidad de la «persona humana», (poner de nuevo en el centro del debate político la preocupación por la «persona»), favoreciendo su desarrollo integral, el desarrollo de todas sus dimensiones. Apelaba a la recuperación de la mejor tradición de nuestros orígenes culturales europeos, una tradición humanista asentada en una antropología adecuada. En sus orígenes, en el centro del ambicioso proyecto político europeo, se encontraba la confianza en el hombre, no tan solo como ciudadano o sujeto económico, sino como «persona» y persona dotada de «dignidad». Promover la dignidad de la persona significa –afirmaba Francisco – reconocer que posee derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie.

¿Dimitiendo de lo humano?

Nos hallamos inmersos en una fase histórica de transición en que se aspira a alumbrar un pretencioso «mundo nuevo» erigido sobre los restos derruidos de una longeva cultura milenaria, poniendo en cuestión algunos de sus más consistentes baluartes y a partir de una mentalidad que podríamos calificar de «pensamiento débil». Pero los mimbres que se quieren emplear para ello, con que se quiere urdir ese nuevo edificio aparecen como de dudosa consistencia.  

Toda ideología que despersonalice al ser humano pretendiendo convertirlo en simple objeto es contraria a la dignidad de la persona humana.

Son muchos quienes en el presente siglo continúan sucumbiendo a una visión del mundo y de la vida en que la dignidad del ser humano parece estar reducida a la categoría de una cosa o de una función, en que el «ser humano» es considerado y a menudo tratado como un apéndice más del «sistema» por nosotros mismos constituido. Donde a veces la «persona»  aparece más como un medio que como un fin en sí misma. Determinadas fuerzas políticas y sociales e individuos particulares están sucumbiendo al reconocimiento del valor intrínseco de la persona y de lo más esencialmente humano. Están dimitiendo de lo humano.  Y se ha calificado con duras palabras a quienes no buscan reconocer y responder a su dignidad: "Traidores a su humanidad, se niegan a reconocer y asumir el carácter trascendente de su naturaleza", "viven como cosas en medio de cosas". En tiempos en que se ven tantos desarrollos tecnológicos, en que la humanidad cree haber avanzado tanto, el hombre es a menudo víctima de un proceso cosificador, sometido a conceptos más propios del mercado o el comercio que de la condición humana, su dignidad y su misión (I. Lepp).

En el seno de nuestras sociedades, a nuestro alrededor, se está librando una sutil batalla entre una pretendida emancipación radical del hombre [eliminación de referencias trascendentes] y las grandes culturas históricas. En un bando estarían quienes se identifican con la tradición cultural y moral judeo-cristiana, de otro quienes consideran dicha tradición periclitada y se adhieren más bien a la una nueva Weltanschauung (de base relativista, hedonista, nihilista, liberacionista, post-religiosa) característica de una “izquierda postmoderna”, adalid a menudo de un pseudoprogresismo vacuo. El campo de batalla entre uno y otro bando viene dado, fundamentalmente, en torno a cuestiones como la bioética: infravaloración de la vida humana en gestación, aborto, eutanasia, ingeniería genética, células madre, etc.; la ética sexual y el modelo de familia: permisividad sexual, divorcio exprés, matrimonio gay, “vientres de alquiler”, etc.; el respeto a la libertad de creencias y de culto, el lugar de la religión en la vida pública (laicismo militante), etc. (F.J. Contreras)

La «persona» en el centro

En toda sociedad orientada al auténtico progreso: la «persona» en el centro. El reconocimiento teórico y práctico de la superioridad de la Persona Humana implica que es el centro y razón de ser; es decir, el sujeto, principio y fin de la vida social y política. La Persona Humana no existe aislada ni cerrada en sí misma, sino que es siempre con y para los demás, está abierta y naturalmente orientada al encuentro y relación con los otros, por lo mismo no sólo la indigencia de nuestra naturaleza, sino esta tendencia constitutiva al encuentro y unión es la causa de toda comunidad humana.

La política no es un valor autónomo y supremo, sino que se inscribe y tiene su razón de ser en el Humanismo. El Humanismo reconoce la integralidad de la naturaleza humana y la excelencia de su dignidad con respecto a toda otra realidad. Todo está ordenado a la persona para su realización y perfeccionamiento.

La persona humana está constituida por una especie de microcosmos que compendia y supera las perfecciones de los demás seres que lo rodean. Sus facultades más características son la inteligencia, la voluntad y la afectividad. La persona es un todo que integra en un sólo ser una pluralidad de dimensiones, que a la vez que lo constituyen son una tarea a realizar.

La dignidad de la persona es constitutiva de su propio ser, lo cual quiere decir que por el simple y trascendental hecho de existir, cada ser humano debe ser reconocido y respetado por sí mismo, independientemente de su condición o de su actuar. Con sus acciones, la persona puede lograr una mayor realización o un detrimento de sus fines existenciales.

Afirmamos que esta dignidad debe ser reconocida y garantizada a todo ser humano, sin importar su condición de hombre o mujer; su edad, e incluso, y hoy de manera especial, al recién concebido en el seno de su madre o en cualquier otro medio y forma, del minusválido, enfermo o desahuciado; que sea rico o pobre; sabio o ignorante; su raza, cultura, religión o creencia. Por ello, la razón de ser de todo grupo social, desde la familia hasta la comunidad internacional, está en el servicio a la persona.

La libertad es una característica propia de la persona. Afirmarla y expandirla es una de las aspiraciones más profundas del ser humano; el cual se perfecciona a sí mismo a través del compromiso y de una acción solidaria que opta por la libertad de los demás y no por la simple posibilidad de elección. Cada persona, que es un sujeto racional y libre, está abierta al mundo al que conoce y usa en su servicio, al que debe cuidar y cultivar; abierta a los otros en un diálogo en la que toma conciencia de sí mismo y de los demás, con quienes busca la verdad y el sentido de su vida.

Toda ideología, sistema o práctica social que despersonalice al ser humano pretendiendo convertirlo en simple objeto, es negarle su carácter de sujeto libre y responsable, es contraria a la dignidad de la persona humana. Se atenta contra la dignidad de la persona humana al sostener, que los derechos humanos y su propia dignidad son objeto de negociación o que están al vaivén de la opinión pública.

El contexto actual

Centrado el objeto, veamos el contexto. Desde mediados del siglo pasado la cosmovisión progresista está ejerciendo una evidente hegemonía entre nosotros y en las últimas décadas se ha convertido en la ortodoxia del momento presente, en el pensamiento dominante, en el estándar de lo políticamente correcto. El dominio del paradigma progresista tiene lugar, no tanto en el terreno de los hechos, como en el del imaginario social y las ideas públicamente aceptables. Todo este mundo opera con una  «concepción antropológica» y de «persona humana» muy estrecha y angosta, amparado en las abiertas posibilidades que nos ofrece la ciencia pero a menudo desligado del  contexto antropológico que nos constituye y del que no pude escapar ningún individuo de la especie y al margen de lo más genuino y propio de la naturaleza humana. Todo ello va impregnando una sociedad surcada ya de por sí por el relativismo, el individualismo, el utilitarismo, el mercantilismo, el hedonismo, el laicismo… y minando los fundamentos de nuestra cultura milenaria. El resultado podría ser explosivo. Lo veremos y evaluaremos en las próximas décadas. En definitiva, nos encontramos  inmersos en una sociedad «desvinculada», que abdica de sus milenarias y consistentes raíces y se propone reemplazarlas por advenedizas y endebles ideologías, dando lugar a un subproducto que algunas han venido a llamar «progreso de la desvinculación», producto resultante de nefastos proyectos antropológicos-sociales salidos de la factoría de una pseudoizquierda postmoderna y en nombre de una muy peculiar forma de entender valores como la «libertad», el «progreso», la «responsabilidad». Y eso puede resultar peligroso.

¿Por esta senda no estaremos corriendo el riesgo de, de la mano de ciertos pseudoprogresismos vacuos, ahondar en prácticas y experimentos antropológicos que pueden representar un letal torpedo en la línea de flotación de nuestra más preciada naturaleza antropológica? Dicha senda puede quizás encumbrarnos a la categoría de dioses, pero puede también desembocar en una grave catástrofe y llevarnos al precipicio. Habrá pues que estar atentos y tener presente a quién elegimos a la hora de emitir nuestro voto!!!

La «economía» no como fin, sino como medio al servicio de las personas

La gente no lucha para mejorar la renta nacional, lucha por poder realizar una vida con sentido.

El florecimiento humano requiere el florecimiento de los valores más genuinamente humanos.

M. C. Nussbaum, premio Príncipe de Asturias 2012 de Ciencias Sociales, sostiene que la preocupación obsesiva por el “beneficio”, por el progreso económico, está expulsando de la educación aspectos esenciales para una convivencia justa y noble. Mantiene que el crecimiento económico no es suficiente para evaluar la calidad de vida de un país ya que realmente no capta qué es lo que la gente está luchando por conseguir. Una vida humana próspera se fundamenta en otros muchos factores que no dependen del crecimiento económico. El factor más adecuado para evaluar el desarrollo humano debemos focalizarlo en las personas. La gente no lucha por la renta nacional, lucha por una vida con sentido. Con frecuencia la economía se centra de forma restringida en el crecimiento económico; pero en el fondo se trata de una disciplina enfocada a las personas. Su misión debería consistir en articular los objetivos de una sociedad que sea sensible a las personas.

Para realizar el potencial de las sociedades que luchan por la justicia se necesita una buena educación de las personas. Necesitamos una educación bien fundamentada en lo humano. Las ciencias sociales y las humanidades nos proporcionan no solo conocimientos sobre nosotros mismos y sobre los demás, sino que nos hacen reflexionar sobre la vulnerabilidad humana y la aspiración de todo individuo a la justicia, y nos evitarían utilizar pasivamente un concepto técnico (renta per cápita), no relacionado con la persona, para definir cuáles son los objetivos de una determinada sociedad. El florecimiento humano requiere el florecimiento de las disciplinas de humanidades. (M. C. Nussbaum, en la Ceremonia de entrega de los Premios Príncipe de Asturias 2012). Nussbaum sostiene también que “las humanidades son necesarias para pensar críticamente, para superar las lealtades locales y acercarse a los problemas globales como un “ciudadano del mundo”, y, finalmente, para comprender empáticamente a otras personas.” Y estas cosas son esenciales para la democracia. Es decir, para conseguir bienes económicos y también para conseguir bienes no económicos. 

¿Qué significa humanizar?

Humanizar es hacer el mundo más humano. No hay futuro sin humanizar el mundo. O al menos un futuro humano. Hace falta redescubrir el sentido del valor del hombre, así como de las instituciones que han alimentado la sociedad. La aportación humanizadora es muy necesaria en una cultura que pierde el sentido de la dignidad humana y tiende a tratar al ser humano como un objeto. Se necesita humanizar la economía y demás ámbitos de nuestra vida colectiva. La población de nuestro país sufre un déficit de formación humanística. Debemos ampliar nuestros horizontes personales y colectivos apostando por una mayor cultura humanística. Las humanidades forman parte del «núcleo duro» de las formas superiores de vida, más allá del materialismo y el utilitarismo.

La «cuestión de las humanidades» tiene una trascendencia para toda la ciudadanía, muy especialmente, pensando en el porvenir. Todos necesitamos culturalmente un instrumento crítico que nos ayude a dar sentido humano y humanizar todo cuanto hacemos y vivimos. Esto siempre ha sido necesario pero ahora resulta más urgente y prioritario que nunca puesto que nuestro mundo posee un enorme potencial y no siempre sirve a las personas y los pueblos. Esta actividad cultural, reflexiva y creativa la proporcionan las humanidades.

Con una mejor formación en humanidades sería mucho más fácil transitar por la senda del auténtico progreso, progresar en «humanidad». Humanizar es hacer el mundo más humano. Implica una sensibilidad que permite identificar tendencias sociales que atentan contra el bien de las personas así como una sensibilidad hacia la situación personal del ser humano concreto: sus sentimientos, sufrimientos físicos y morales o ilusiones y esperanzas...

Humanizar significa: Vivir afirmando la dignidad humana con el propio actuar ético y ayudar a otros a perseguir su plenitud humana. Hacer que se realice la dignidad humana: vigilar para que se respete, defenderla y promoverla. Educar orientando el desarrollo de las cualidades propiamente humanas, especialmente los valores morales.

Los beneficios de una sociedad bien formada en «humanidades» se dejarían notar en los diversos ámbitos. Además de acrecentar la calidad humana de nuestra vida personal, el humanismo favorece la vida familiar y contribuiría decisivamente a la regeneración moral y democrática de nuestra sociedad.  Con una mayor formación humanística los políticos mejorarían su a veces lamentable construcción argumental, evitarían servirse de la política y velarían por el buen servicio a la comunidad,  priorizarían  el diálogo, la  responsabilidad, los derechos y las libertades de todos los ciudadanos y cuidarían la connivencia. Los empresarios velarían más por el cuidado de sus trabajadores, por su seguridad,  por la salud laboral, situando el centro de interés en las personas por delante del beneficio y  las ganancias. Pero para avanzar en tal dirección… necesitamos todos mejor formación.

Que TODOS gocen, pues, de los frutos del espíritu humano. Porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social. Dadles libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras, es decir una buena formación y verdadera «cultura», para que puedan ascender a la cumbre de lo más noble del espíritu y del corazón humano.

Elaboración propia, a partir de materiales diversos


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