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Sobreponiéndose a la mediocridad de nuestra época

Hacia la superación del pragmatismo asfixiante de nuestro tiempo

En nuestro tiempo hemos alcanzado una satisfacción mediocre, pero carente de plenitud real

El conocimiento más importante para el ser humano: el relativo al arte de ser y de vivir

El entramado más íntimo de la cultura en nuestra época está constituido por una determinada filosofía, una determinada manera de entender la vida, el ser humano, las actividades humanas, etc. Producción ilimitada, consumismo, libertad absoluta y felicidad sin restricciones, perecen formar el núcleo de la nueva religión de nuestro tiempo.

Frente al fracaso de la gran promesa de un mayor bienestar material y felicidad para todos, el despotismo creciente de los valores pragmáticos está provocando la anemia «humana» de nuestra sociedad. Presentamos algunas de las sugerentes ideas expuestas por la filósofa M. CAVALLÉ en su obra “La sabiduría recobrada”.

Estamos saturados de ideas y palabras, pero vacíos de ser, de realidad, y carentes de referencias de integridad.
Sólo el ejemplo de los individuos grandes y puros puede llevarnos a pensamientos y acciones nobles.

Las ideas inertes y las personalidades incoloras —las de quienes no irradian ni encarnan eso que sostienen o predican— no pueden satisfacer, a largo plazo, nuestro anhelo profundo de ser.

Este vacío de nuestra civilización sólo se solventará cuando en ella la «sabiduría» se constituya de nuevo en referencia.

 

¿Cuál es la filosofía oculta de nuestro tiempo?

Una sociedad en la que la reflexión crítica no tiene un lugar central y explícito es siempre una sociedad adocenada, un caldo de cultivo de toda forma de manipulación.

¿Cuál es la filosofía oculta de nuestro tiempo, las consignas que nuestra época da por supuestas, los ideales que la animan y que son mayoritariamente asumidos, los valores individuales y colectivos predominantes que tan bien revelan la publicidad o los medios de comunicación?

La filosofía constituye siempre uno de los cimientos de toda civilización. Todas las grandes civilizaciones se han asentado, entre otros, en unos cimientos de naturaleza filosófica. Estos proporcionaban una determinada forma de mirar la realidad y de estar en el mundo, y daban respuesta a las cuestiones más básicas y radicales, como las de quién es el ser humano y cuál es su destino. Los demás saberes y las demás artes orbitaban en torno a esta sabiduría, y era esta última la que definía el correcto lugar, el sentido último y la función de dichos artes y saberes. La filosofía no se puede suprimir; constituye el entramado más íntimo de la cultura. La filosofía tuvo, en sus orígenes, un influjo directo en la vida individual, social y política.

Nuestra época

Nuestra época ha conducido la exaltación de la personalidad — una personalidad que se afirma desde sí misma y no queda referida a algo que la supera— a unas cotas asombrosas de necedad. Pareciera que a toda costa se tratase de llegar a ser «alguien». Se exalta la fama por encima de todo. Se nos pretende convencer de que estamos en una sociedad libre y democrática porque en ella todo el mundo puede llegar, si se lo propone, a ser «especial», a saborear las mieles del éxito y del reconocimiento social. Lo que se entiende habitualmente por «ser alguien» equivale a destacar, a alcanzar cierto nivel en la escala del estatus social, a tener un cierto reconocimiento. El que busca ser «alguien» de este modo es sólo el yo superficial, el que vive de imágenes, el que se mide y se compara — con ciertas ideas que le dicen cómo debe ser y obrar, con el modo de ser de los demás... Nos domina la excesiva preocupación de vivir, que nos hace contemplar las cosas tan sólo desde el punto de vista de su utilidad.

Saber para poder, para estar al día, para dotarnos de un aura de intelectualidad, para tener algo de qué hablar, para lograr un puesto de trabajo, para «tener» conocimientos que exhibir; amar para comprar el amor de otros; jugar para ostentar nuestra habilidad y nuestra superioridad; crear para demostrar algo a los demás o a nosotros mismos; trabajar exclusivamente para ganar dinero...; nada de esto es saber, amor, juego, creación o trabajo genuinos. No negamos que algunas de estas metas sean, en ocasiones, legítimas —el «comercio» es necesario—, pero no pueden proporcionar al ser humano la plenitud que le es propia, y nadie debe sorprenderse de que conduzcan al hastío y a la mediocridad cuando se convierten en el tipo de metas predominantes. Nadie debe sorprenderse tampoco de que la depresión sea uno de los padecimientos característicos de nuestra civilización, básicamente mercantil, astuta, ávida y utilitaria.

Cuando es el yo superficial el que se preocupa y ocupa de hacerse a sí mismo, el que planea, controla y pretende su propia singularidad, el resultado es sólo una triste caricatura, un monumento al narcisismo y a la vacuidad.

Los mensajes lanzados diariamente por los medios de comunicación nos proponen como máximo ideal «llegar a ser alguien». Ésta es la esencia del llamado «sueño americano»: «Tú también puedes realizar tu sueño» ... Electivamente: tu «sueño», tu «ilusión». Pues famosos y destacados, por definición, siempre serán muy pocos. Por la lógica que impone la ley del contraste, si todos destacasen, nadie destacaría. De aquí la frustración, la insatisfacción vital, la enajenación y la pobreza interior que esta falsa y tintineante promesa está provocando a escala planetaria. El logro del «sueño» de unos pocos se convierte en la pesadilla de la inmensa mayoría.

El ser humano tiene una profunda exigencia de sentido

El ser humano tiene una profunda exigencia de sentido. Pongamos un ejemplo de…. Nos cuenta la mitología griega que Sísifo, fundador de Corinto, recibió un terrible castigo al descender al Hades tras su muerte. Fue condenado a arrastrar sin descanso una inmensa roca, empujándola con todo su cuerpo y con ímprobo esfuerzo, hasta la cima de una montaña. Una vez allí, la piedra escaparía de sus manos y rodaría al valle, y él tendría que descender de nuevo para recomenzar su terrible tarea; y así... por toda la eternidad. Aunque el mito no comenta nada al respecto, seguramente Sísifo preguntó, tras escuchar su condena, acerca del propósito de todo aquello. Y probablemente sólo obtuvo una respuesta: debía hacerlo «porque sí». Lo terrible del castigo no radicaba en el tremendo esfuerzo que se exigía a Sísifo, sino en la arbitrariedad e inutilidad del mismo; fue esta inutilidad la que le sumió en la locura y en la desesperación.

El que enfrenta su vida y sus actividades como Sísifo afrontaba diariamente su infructuosa tarea, se sumerge en el más profundo vacío. Pero las actividades estrictamente utilitarias terminan igualmente agostando el espíritu humano. De hecho, quizá no sea casual que el mito describa a Sísifo como el más astuto de los hombres, dado a toda clase de tretas, engaños y artificios, y que este hombre astuto fuera condenado al sinsentido, a la actividad más absurda, enajenante e inútil. Porque la astucia, la tendencia a convertir todo —hasta lo más digno de ser considerado como un fin en sí mismo— en algo de lo que esperamos obtener un beneficio interesado, es un camino directo al estancamiento de nuestra esencia, al vacío y a la enajenación.

Una vida orientada prioritariamente hacia los bienes utilitarios, se asfixia esencialmente, aunque existencialmente parezca floreciente y envidiable. Por eso, allí donde los valores pragmáticos tienen una clara hegemonía, han de estar presentes en igual medida los medios de distracción, de entretenimiento, que se encargarán de ocultar y evadir el dolor esencial y el vacío interior a los que aboca necesariamente todo ese vértigo orientado hacia el tener. Nuestra sociedad actual es un ejemplo nítido de esta dinámica. El despotismo creciente de los valores estrictamente pragmáticos está provocando la anemia espiritual de nuestra sociedad. Nuestro yo central sólo encuentra su alimento en aquello que es un fin en sí mismo.

A. Einstein afirmaba: [...] nunca he perseguido la comodidad o la felicidad como fines en sí mismos [...]. Los ideales que han iluminado mi camino y me han proporcionado una y otra vez un nuevo valor para afrontar la vida alegremente, han sido la Belleza, la Bondad y la Verdad [...]. Los objetivos triviales de los esfuerzos humanos (posesiones, éxito público, lujo) me han parecido despreciables.

Carentes de referencias de integridad

La verdad, la belleza y el bien con frecuencia se confunden con sus respectivas caricaturas y se rebajan al ámbito del tener. Cuando esto ocurre, se suele denominar «amor a la verdad» a lo que sólo es búsqueda de seguridad mental; «amor a la belleza», a lo que sólo es deseo o vanidad, la belleza como algo que se quiere poseer o que se posee; y «bien», al mero decoro moral o a la «tenencia» de supuesta virtud. Todas estas realidades se degradan siempre que se relegan al plano del tener, y se subordinan directa o exclusivamente a la satisfacción de necesidades existenciales.

Las ideas inertes y las personalidades incoloras —las de quienes propugnan ciertas ideas o creencias, pero no irradian ni encarnan eso que sostienen o predican— no pueden satisfacer, a largo plazo, nuestro anhelo profundo de ser. De aquí proviene, en gran parte, el escepticismo de nuestra época. Estamos saturados de ideas y palabras, pero vacíos de ser, de realidad, y carentes de referencias de integridad. Este vacío de nuestra civilización sólo se solventará cuando en ella la «sabiduría» se constituya de nuevo en referencia del conocimiento per se, del único que merece realmente ese nombre; cuando el sabio vuelva a ser en ella una figura central: quien dé la medida del hombre verdadero.

Estoy absolutamente convencido de que no hay riqueza en el mundo que pueda ayudar a la humanidad a progresar, ni siquiera en manos del más devoto partidario de tal causa. Sólo el ejemplo de los individuos grandes y puros puede llevarnos a pensamientos y acciones nobles. (A. Einstein)  

Algunas de las ideas expuestas por M. CAVALLÉ en su obra “La sabiduría recobrada”.


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