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A solas con la cultura

En cualquier verdadera experiencia cultural se topa uno consigo mismo y con algo que le trasciende

Por su interés reproducimos esta interesante perspectiva sobre la función de la cultura en nuestra dimensión personal.

Por DANIEL INNERARITY
Catedrático de Filosofía Política e investigador “Ikerbasque” en la Universidad del País Vasco

Ser culto no es acumular lecturas, conciertos y exposiciones sino haber entendido ese carácter inalcanzable de la cultura y mantener, pese a todo, esa aspiración de ser personas formadas en el sentido más integral del término.

La cultura nos pone en contacto con otros (con ciertos creadores, con el público, con otros participantes en un mismo evento) pero en el fondo es una experiencia que nos deja a solas con nosotros mismos. La obra de arte que vemos o el libro que leemos es menos un diálogo entre iguales que una interpelación autorizada. Los encuentros culturales nos relacionan con algo que nos despoja de las habituales compañías. Todas las estrategias de animación cultural y promoción educativa, aunque se realicen con otros tienen que suceder en uno mismo, en su propia sensibilidad y pensamiento. Hay experiencias de aprendizaje que no se realizan en la actual mística del trabajo en equipo, la interactividad, el grupo y la conectividad. ¿Y si nuestros fracasos educativos tuvieran menos que ver con una resistencia a cooperar que con una incapacidad para ciertas experiencias solitarias, como la lectura, la reflexión o la escucha?

Las actividades culturales están íntimamente unidas a la capacidad para realizar experiencias solitarias a través de un cierto tipo de desconexión. Los defensores de la utilidad de la cultura para la cohesión social, la identidad colectiva, la competitividad de un país o las transformaciones sociales se olvidan con frecuencia de que la cultura no debe su existencia a la utilidad que pueda representar para la afirmación de un colectivo. Se alaba la potenciación de las propiedades individuales a través de la cultura, pero enseguida se nos recuerda que las sociedades no nos podemos permitir dejar ningún potencial inutilizado, es decir, que la promoción individual está pensada por subordinación al sistema social. Esta declaración en favor de la individualidad es incompatible con el hecho de que solo se fomente lo que necesitan los mercados y las agencias de evaluación. Ya lo advertía Nietzsche: “se odia la cultura que nos hace solitarios, la que se propone fines que van más allá del dinero y la ganancia, que requiere tiempo”.

No sabe nada quien no sabe que el verdadero saber es inalcanzable

En cualquier verdadera experiencia cultural se topa uno consigo mismo y con algo que le trasciende. Una de las acepciones más vulgares del término relaciona cultura con identidad de tal manera que en sus manifestaciones no haríamos otra cosa que desarrollar lo que somos y celebrarlo colectivamente o explicitar lo que ya sabemos, sin aprendizajes ni rupturas significativas. De este modo se pierde de vista su verdadera utilidad: la cultura no es el despliegue de la propia identidad sino el medio a través del cual gestionamos la insatisfacción con nuestra falta de identidad. Somos seres culturales porque la naturaleza nos ha dado escasas instrucciones de uso acerca de lo que somos y debemos hacer.

Si la cultura crea un particular sentimiento de la propia indigencia es porque constituye algo así como observatorio de lo inalcanzable. Por un momento tenemos en nuestras manos, ante la vista, algo que nunca hubiéramos sido capaces de producir; lo indisponible se pone a nuestra disposición. La concentración de significado de la que gozamos en ese momento contrasta fuertemente con nuestra limitada capacidad subjetiva. En toda experiencia cultural, formativa o de aprendizaje se verifica esa desproporción. No sabe nada quien no sabe que el verdadero saber es inalcanzable; no ha aprendido nada quien no ha aprendido lo mucho que le queda por aprender. Ser culto no es acumular lecturas, conciertos y exposiciones sino haber entendido ese carácter inalcanzable de la cultura y mantener, pese a todo, esa aspiración de ser personas formadas en el sentido más integral del término.

Por este motivo la autosuficiencia de las élites cultas es uno de los signos más evidentes de incultura. El catetismo de los ricos resulta ridículo, mientras que la ignorancia de los pobres puede llegar a ser admirable. Haber leído mucho implica estar más afectado que otros por la pena de no haber leído lo suficiente. Una persona “leída” es lo contrario de aquellos que citan profusamente o creen que Google les pone al alcance todo lo que necesitan saber. Ser culto es tener conciencia de que ser culto es muy importante y muy poco a la vez.

Ver también: La inutilidad utilitaria de la «cultura»


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