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El amor que nos cura

Resiliencia: en busca de sentido

Resiliencia: el proceso de auto-activación de los mecanismos de «reconstrucción personal».

Dificultad crónica de la mente para asimilar e integrar adecuadamente «acontecimientos» en principio «indigeribles» por el psiquismo, experimentados y vividos en el pasado.

Los seres humanos somos seres de «sentido».

Sin embargo, hay que esperar al final de la frase o aguardar hasta el final de la vida para que aparezca o se complete el «sentido».

La tendencia a contarnos el «relato» de lo que nos ha pasado constituye un importante factor de resiliencia.

Para realizar un relato coherente de nosotros mismos hay que dominar el tiempo, recordar algunas imágenes pasadas que nos hayan impresionado y confeccionar con ellas un «relato».

Lo único insoportable para el ser racional es lo irracional, pero lo razonable se puede soportar. Nada abruma tanto al ser racional como lo irracional y, a la vez, nada le atrae tanto como lo razonable (Epicteto). “Aproximadamente una tercera parte de los casos que trato no sufren debido a alguna neurosis clínicamente definible, sino a causa de la falta de sentido y de propósito en sus vidas” (Carl G. Jung).

Somos seres de sentido. Hacer algo «sin sentido» resulta tedioso y al final aparece incluso como absurdo. La mente humana necesita encontrar sentido a todo cuanto hace y existe. Uno de los grandes retos de todo ser humano consiste en encontrar y dar sentido a la propia biografía. El ser humano es un constructor de sentido, recreador de sí mismo y «humanizador» de la realidad. A lo largo de su vida va forjando una explicación global del sentido de su existencia.

Sin embargo, a veces ocurre que la mente tiene dificultades para asimilar e integrar adecuadamente «acontecimientos» en principio «indigeribles» por el psiquismo, vividos en el pasado. Lo que nos hace acceder al sentido de las cosas es el tiempo. Lo que nos permite ir encontrando sentido a toda nuestra experiencia, a nuestras vivencias, es el paso del tiempo. El psiquismo humano funciona adecuadamente cuando encuentra sentido a lo experimentado y vivido en el transcurso de su biografía. La existencia en nuestro psiquismo de vivencias, experiencias, hechos, palabras o gestos a los cuales no les encontramos sentido, y que ni con el tiempo somos capaces de atribuírselo, y que por lo tanto pululan por nuestro psiquismo al margen de una buena integración con el resto de nuestra biografía, pueden provocar alteraciones en el funcionamiento normal de nuestra mente (trastornos psíquicos), lo cual a menudo produce malestar, desasosiego, ansiedad y angustia.

La tendencia a contarnos el «relato» de lo que nos ha pasado constituye un valioso factor de resiliencia. Si somos capaces de encontrar sentido a lo que nos ha pasado, a lo que hemos vivido, a nuestra biografía, podremos integrarlo y digerirlo más fácilmente y no colapsará nuestro mundo psíquico. Se trata de integrar esas experiencias en nuestra historia personal de vida minimizando su impacto emocional negativo.

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Por Boris CYRULNIK, neurólogo, psiquiatra, psicoanalista y etólogo.
  • Las cosas adquieren sentido, se les encuentra verdadero sentido al final, cuando terminan.
  • El sentido de nuestra existencia a menudo brota de acontecimientos que ya no se encuentran en el contexto.
  • Lo que impregna de sentido mi biografía es la representación que me hago de ella, la forma en que rememoro mi pasado para disponer mis recuerdos y deleitarme con mis ensoñaciones…
  • El relato que me narro sobre lo que me ha pasado, y el retablo que compongo de la felicidad que espero, introducen en mí un mundo que no está ahí, que no está presente y que sin embargo experimento con intensidad.
  • Un ser humano no podría vivir en un mundo sin memoria ni sueños. Para realizar un relato de nosotros mismos que exprese nuestra identidad personal hay que dominar el tiempo, recordar algunas imágenes pasadas que nos hayan impresionado y confeccionar con ellas un relato. El presente que contemplamos, nuestra vivencia del presente, ha quedado teñido por nuestras experiencias en el pasado. Lo que experimentamos en el presente se carga con un sentido que procede de la historia privada de cada uno.
  • Todo en nuestra vida cotidiana ha quedado empapado por el “colorido” experimentado en nuestras vivencias en el transcurso de nuestra biografía.
  • Para que podamos construirnos una representación integradora y adecuadamente integrada del tiempo pasado y del tiempo por venir, es preciso que en nuestras relaciones afectivas destaquen aquellos objetos, gestos y palabras que constituyeron un «acontecimiento». Así se instala en nosotros un dispositivo capaz de dar sentido al mundo que percibimos. Esta es la razón de que haya que esperar al final de la frase y de que haya que aguardar hasta el final de la vida para que aparezca o se complete el sentido.

«Es extraña la forma en que las cosas adquieren sentido, cuando terminan… es entonces cuando comienza la historia.»

Hablamos, hablamos, y las palabras se suceden, pero sólo cuando la música de la voz nos prepara para el punto final comprendemos al fin hacia dónde nos llevaban. Vivimos, vivimos, y los hechos se acumulan, pero sólo cuando el tiempo nos permite volver la atención sobre nosotros mismos captamos por fin hacia dónde tendía nuestra existencia. Cuando la infancia se disipa, la convertimos en relato, y cuando la vida se muere descubrimos por qué ha sido preciso vivirla.

Lo que nos hace acceder al sentido es el tiempo. Debería decir mejor: lo que impregna de sentido lo que percibo es la representación del tiempo, la forma en que rememoro mi pasado para disponer mis recuerdos y deleitarme con mis ensoñaciones. El relato que me narro sobre lo que me ha pasado, y el retablo que compongo de la felicidad que espero, introducen en mí un mundo que no está ahí, que no está presente y que sin embargo experimento con intensidad.

La tortilla humillante

Una tortilla humillante me permitió comprender que el sentido de nuestra existencia brota de acontecimientos que ya no se encuentran en el contexto.

Teresa pensaba que llevaba una vida cuya sensatez tenía un punto de exceso: no se atrevía a confesarse que esa vida era, en muchos casos, insulsa. El principal acontecimiento de su día a día consistía en hacer la compra en el supermercado, todas las mañanas a eso de las once. Ese día, como suele suceder, su carrito choca con el de un joven que, inmediatamente, transforma el incidente en un comentario amable que la hace sonreír. Poco tiempo después, el joven la ayuda a cargar las bolsas en el coche. Más tarde, le hace una seña con la mano al salir del aparcamiento. Un rato después aparca en la misma calle cuando ella llega frente a su casa. Otro poco después, Teresa se descubre a sí misma, estupefacta, en la cama con un hombre encantador al que dos horas antes no conocía.

Después del idilio, Teresa no puede dar crédito a lo que ha pasado. Dice a su amante: «Es mediodía, si quieres te hago una tortilla». Él responde que es una buena idea y que, mientras tanto, él ira a mirar un ruido raro que ha escuchado antes en su coche. Al oír el ruido del motor, Teresa nota una sensación extraña, se asoma a la ventana y ve al vehículo doblar la esquina a toda velocidad al final de la calle y desaparecer. Teresa encaja esa partida como un mazazo y se deshace en lágrimas, humillada.

Supongamos que el amante fugaz hubiera compartido la tortilla de Teresa. La aventura sexual habría adquirido un significado totalmente diferente. Fue la huida lo que dio sentido al encuentro que se había producido unos instantes antes. Teresa se enfurecía con el plato en la mano. No comió esa tortilla, que significaba «humillación», aunque esa misma tortilla habría podido significar «hermosa locura» si el amante la hubiera compartido. El desarrollo de estos actos había transformado la cosa en «signo».

Teresa, conmocionada, evocaba en su memoria algunas escenas y recordaba algunas frases. Y mientras reconstruía su pasado, Teresa integraba su aventura en la historia de su vida y trataba de descubrir algunas analogías, algunas repeticiones o regularidades que la habrían permitido comprender el modo en que gobernaba su existencia.

Al buscar en su historia algunas dolorosas repeticiones, Teresa presentaba nuevamente en su conciencia (se re-presentaba) un escenario inscrito en su memoria y lo reorganizaba. De hecho, al sufrir, dejaba de rumiar su mal y trabajaba en cambio en la puesta a punto de una nueva orientación de su futuro. Este triste trabajo de rememoración le daba seguridad porque le ayudaba a descubrir una regla capaz de permitirle dominar su existencia en el futuro. La tortilla convertida en signo de humillación, integrada en un relato sobre su persona, acababa de permitirle descubrir una nueva orientación para su existencia.

La tendencia a contarnos el relato de lo que nos ha pasado constituye un factor de resiliencia a condición de que demos un sentido a eso que ha pasado y de que procedamos a una reorganización afectiva. Teresa, desde luego, no reaccionaba ante los huevos, reaccionaba ante el sentido que el desarrollo de los actos había atribuido a la tortilla. Teresa no estaba humillada por la tortilla, se sentía mortificada por el sentido que el escenario del contexto y de su propia historia le había hecho asociar a la tortilla.

Un ser humano no podría vivir en un mundo sin memoria ni sueños. Prisionero del presente, sería incapaz de atribuir sentido a las cosas. El presente que contemplamos ha quedado impregnado por nuestro pasado, lo que provoca una deliciosa angustia de futuro.

Hasta las palabras públicas tienen un sentido privado

Esta capacidad de atribuir a las cosas el sentido que se ha grabado en nosotros en el transcurso de nuestro desarrollo se localiza con facilidad en la narración. Para realizar un relato de nosotros mismos que exprese nuestra identidad personal hay que dominar el tiempo, recordar algunas imágenes pasadas que nos hayan impresionado y confeccionar con ellas un «relato». Ahora bien, todas las palabras que intercambiamos en nuestra vida cotidiana han quedado igualmente empapadas del sentido adquirido en el transcurso de nuestro pasado.

Un ejemplo: María Nowak, tras una infancia alucinante en la Polonia de los años cuarenta, desarrolló la peculiar memoria de los que han padecido un trauma: una mezcla de recuerdos nítidos rodeada de zonas borrosas. Siendo una niña, María asiste al incendio provocado de su casa, padece los bombardeos, sufre la desaparición de su padre, vive la detención de su hermana, conoce el temor incesante a ser encarcelada también, contempla el regreso al establo del caballo que lleva el cuerpo de un amigo suyo con la cabeza agujereada por una bala, se enternece frente a la belleza de los cadáveres que una sábana de nieve recubre con delicadeza..., hasta el momento en que, hambrienta y abandonada, es confiada a varios orfelinatos y familias de acogida. En estos lugares, la protección material queda asegurada, pero María no encuentra en ellos a nadie con quien sustentar un poco de afectividad. Al llegar los rusos y producirse la «liberación», su madre la encuentra y le pregunta cómo han transcurrido esos dos años de separación. La chiquilla responde: «Nada especial». Y era cierto. «Yo había atravesado un desierto de tiempo, de vida y de ternura. Salía de él agotada, eso era todo.» En esos orfelinatos, María había dispuesto de una protección mejor de la que hubiera tenido si se hubiera quedado sola en la calle. Sin embargo, en su realidad íntima, el desierto afectivo no había provocado ningún remolino emocional capaz de volverla sensible y de constituir una imagen, una referencia temporal, un hito, que le permitiese construir el relato de sí misma: «... desierto de tiempo…  y de ternura...». Ninguna imagen que poder guardar en la memoria.

El hecho de que semejantes circunstancias impidan la memoria de las imágenes y de las palabras no significa en absoluto que no exista memoria. Pero se trata de una memoria sin recuerdos, de una sensibilización preferente a un tipo de acontecimientos a los cuales la chiquilla habrá de atribuir en lo sucesivo un sentido singular.

Más tarde, cuando ya era estudiante en París, un simpático joven la invita a cenar. Antes de entrar en el restaurante, él le pregunta: «¿Tienes hambre?». Y ella contesta: «No, ahora ya no. Como todos los días». Las palabras que, por convención, han de ser idénticas para todos aquellos que hablan una misma lengua, se cargan con un sentido concreto que procede de la historia privada de cada hablante.

Para que podamos construirnos una representación del tiempo pasado y del tiempo por venir, es preciso que las relaciones afectivas destaquen aquellos objetos, gestos y palabras que habrán de constituir un «acontecimiento». Así se instala en nosotros un dispositivo capaz de dar sentido al mundo que percibimos.

Esta es la razón de que haya que esperar al final de la frase y de que haya que aguardar hasta el final de la vida para que aparezca el sentido. Mientras no se haya puesto el punto final de la frase o de la vida, el «sentido» es susceptible de una constante reorganización (siempre habrá la posibilidad de activar los mecanismos de «resiliencia» y porceder así a reiniciar nuestra «auto-reconstrucción personal»).

Fuente: B. CYRULNIK: El amor que nos cura

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