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El poder conformador de las experiencias prenatales (II)

Los estados emocionales que experimenta la madre durante la gestación afectan de una forma radical al feto.

Hasta ahora se consideraba o, mejor dicho, se sabía que el alcohol, el tabaco y la mala alimentación afectaban al bebé en su desarrollo físico y cognitivo. Hoy en día, la ciencia nos está demostrando que los estados emocionales que experimenta la madre durante la gestación afectan de una forma casi radical al niño, son efectos que inciden en todos los órdenes —el físico, el cognitivo y el conductual— y le predisponen a padecer ciertos síntomas físicos. (Enric CORBERA: Emociones para la vida -la cuna emocional: el útero-

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Nuestros antepasados eran claramente conscientes de que las experiencias de la madre se grababan en su hijo no nacido. Por ese motivo, los chinos crearon las primeras clínicas prenatales hace un milenio. También por este motivo hasta las culturas más primitivas han advertido a las embarazadas que se alejen de hechos aterradores, como los incendios. Siglos de observación les han demostrado las poderosas consecuencias de la ansiedad y el miedo maternos. En muchos textos antiguos, desde los diarios de Hipócrates hasta la Biblia, se pueden encontrar datos sobre estas influencias prenatales.

Los Cuadernos de Leonardo de Vinci dicen más sobre las influencias prenatales que muchos de los textos médicos más modernos. En un pasaje especialmente penetrante, escribió: «La misma alma gobierna los dos cuerpos... las cosas deseadas por la madre a menudo quedan grabadas en el niño que la madre lleva en su seno en el momento del deseo... una voluntad, un supremo deseo, un temor o un dolor mental que la madre siente tiene más poder sobre el niño que sobre ella, dado que frecuentemente la criatura pierde su vida por este motivo.»

Los demás necesitamos cuatro siglos y la ayuda de otro genio para alcanzar a Leonardo. A principios del s. XX, muchos de esos elementos «imprecisos» investigados hasta entonces fueron reintroducidos en el campo de la medicina a través de las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud. La obra de Freud sólo aludía al niño no nacido. La concepción neurológica y biológica tradicional de su época sostenía que un niño no era lo bastante maduro para sentir o experimentar significativamente hasta el segundo o tercer año de vida, motivo por el cual Freud también pensó que la personalidad no empezaba a desarrollarse hasta ese momento. De todos modos, Freud realizó una importante, aunque accidental contribución, a la psicología prenatal. Demostró que las emociones y los sentimientos negativos influyen adversamente en la salud fisica. Dio a esta idea el nombre de enfermedad psicosomática. Lo importante fue su comprensión de que una emoción podía crear dolor e incluso un cambio físico en el organismo. Algunos investigadores creían que, si esto era cierto, también resultaba posible que una emoción pudiera modelar la personalidad del niño intrauterino.

Para comprender la personalidad de cada uno es importante conocer cuáles son las experiencias vividas en el período de gestación.

En los años cuarenta y cincuenta, muchos investigadores estaban convencidos de que las emociones maternas influían precisamente de ese modo en el feto. Pero no podían demostrarlo experimentalmente. En su condición de psiquiatras y psicoanalistas, sus únicos instrumentos eran sus ideas y criterios. Si bien en la década de los cincuenta ya habían volado más alto en pos de aquellas ideas que consideraron posibles cuando iniciaron sus investigaciones, aún necesitaban el modo de traducirlas a referencias empíricas sólidas y verificables que pudieran ser demostradas por sus colegas de las ciencias fisiológicas. En síntesis, necesitaban un modo de estudiar y someter realmente a prueba al niño no nacido en el útero. De todos modos, a mediados de los sesenta, la tecnología médica finalmente los alcanzó. Por fin se pudo constatar lo que tanta falta hacía: sólidas e indiscutibles pruebas fisiológicas de que el feto es un ser que oye, percibe y siente. A decir verdad, el niño intrauterino que surgió de la obra de estos hombres y mujeres era emocional, intelectual e incluso físicamente más desarrollado de lo que habían creído pioneros como Winnicott y Kruse.

Por ejemplo, los estudios demuestran que, en la quinta semana, el feto ya desarrolla un repertorio sorprendentemente complejo de actos reflejos. En la octava semana no sólo mueve fácilmente la cabeza, los brazos y el tronco, sino que, además, con estos movimientos ya ha labrado un primitivo lenguaje corporal: expresa sus gustos y aversiones con sacudidas y patadas bien colocadas. Lo que le desagrada especialmente es que lo manipulen. Basta presionar, hurgar o pellizcar el vientre de la embarazada para que el feto de dos meses y medio se aleje de prisa.

Esta preocupación por la comodidad tal vez explique el motivo por el cual algunos recién nacidos son tan activos por la noche. En el útero, la noche era el momento más ajetreado del día para el bebé. Una vez acostada, su madre estaba lejos de sentirse relajada y sosegada. A causa de la acidez estomacal, el estómago revuelto y los calambres en las piernas, no dejaba de moverse de un lado a otro, e invariablemente hacía como mínimo dos o tres visitas al cuarto de baño. En consecuencia, no me parece tan sorprendente que algunos niños vengan al mundo con el ritmo del sueño invertido. El dominio de las expresiones faciales se retrasa un poco más que el de los movimientos generales del cuerpo. Al cuarto mes, el niño intrauterino es capaz de fruncir el ceño, bizquear y hacer muecas. Aproximadamente en ese momento adquiere los reflejos básicos. Basta acariciar sus párpados (hecho realizado experimentalmente en el útero) para que bizquee en lugar de sacudir todo el cuerpo como hacía antes; basta acariciarle los labios para que empiece a succionar. De cuatro a ocho semanas después es tan sensible al tacto como un niño de un año. Si se le cosquillea accidentalmente el pericráneo durante un examen médico, mueve la cabeza de prisa. El agua fría le desagrada mucho. Si ésta se inyecta en el vientre de su madre, el feto patalea enérgicamente.

Quizá lo más asombroso de esta criatura tan sorprendente sean sus gustos selectivos. En general, no consideramos un gourmet al feto, pero en cierto modo lo es. Basta añadir sacarina a su dieta normalmente suave de líquido amniótico para que su tasa de ingestión se duplique. Basta agregar un aceite de mal sabor para que esas tasas no sólo disminuyan bruscamente, sino que, además, el feto haga una mueca.

El feto es un ser que oye, percibe, siente, recuerda.

Investigaciones recientes también demuestran que, a partir de la semana veinticuatro, el niño intrauterino en todo momento oye. Además, tiene muchas cosas que oír. El abdomen y el útero de la embarazada son lugares muy ruidosos. Los retumbos estomacales de su madre son los sonidos más potentes que oye. La voz de ella, la de su padre y otros sonidos ocasionales son más amortiguados, pero igualmente le resultan audibles. Sin embargo, el sonido que domina su mundo es el rítmico tac del latido cardíaco de la madre. Mientras mantiene su ritmo regular, el niño intrauterino sabe que todo está bien; se siente seguro y esa sensación de seguridad persiste en él.

El recuerdo inconsciente del latido cardíaco de la madre en el útero parece ser la causa por la cual el bebé se calma si alguien lo sostiene contra su pecho o se adormece con el tic-tac constante de un reloj y el motivo por el cual los adultos que trabajan en una oficina ajetreada rara vez se distraen con el zumbido uniforme de un aire acondicionado. El experto, Elias Carnetti, opinaba que el recuerdo primitivo del latido del corazón de nuestras madres también explica muchas cosas acerca de nuestros gustos musicales. El ritmo del latido cardíaco es el patrón rítmico que está más extendido por el mundo. Muchos músicos están convencidos de que su interés por la música se despertó en el útero. Además, se ha demostrado que el niño no nacido tiene claros gustos y aversiones musicales... que también son selectivos. Vivaldi es uno de los compositores preferidos de los niños intrauterinos, al igual que Mozart. Cada vez que se hacía sonar una de sus excelsas composiciones, los ritmos cardíacos de los fetos invariablemente se estabilizaban y disminuía el pataleo. Por su parte, la música de Brahms, Beethoven y todos los estilos de música rock aturdían a la mayoría de los fetos. Pataleaban violentamente cuando sus madres ponían discos de estos compositores. En los años veinte, un investigador alemán dio cuenta de una reacción aún más definida. Varias de sus pacientes embarazadas le explicaron que habían dejado de asistir a conciertos porque sus niños no nacidos reaccionaban tempestuosamente ante la música. Casi medio siglo después, se descubrió la causa: a partir de la semana veinticinco, el feto literalmente salta al ritmo de los golpes del tambor de una orquesta, lo cual, sin duda, no es un modo muy reposado de pasar una velada.

Vida uterina

Por razones obvias, la visión del niño intrauterino se desarrolla con más lentitud: aunque no está totalmente a oscuras, el útero no es el lugar ideal para practicar la visión. Esto no significa que el feto no vea. A partir de la semana dieciséis es muy sensible a la luz. Sabe en qué momento su madre toma baños de sol a causa de los rayos que lo alcanzan. Aunque, en general, esto no lo perturba, una luz apuntada directamente al vientre de su madre le molesta. Suele volver la cara y, aunque no lo haga, la luz lo sobrecoge. Un investigador provocó espectaculares fluctuaciones en el latido cardíaco de un feto apuntando una luz intermitente al vientre de la embarazada.

La visión del niño no es especialmente aguda al nacer. El recién nacido sólo tiene un 20/500 de visión, lo que significa que no distingue un árbol a medio campo de fútbol de distancia. Si están cerca, puede ver los objetos de su mundo con bastante claridad. Puede discernir la mayoría de los rasgos del rostro de su madre si se encuentra entre quince y treinta centímetros de distancia. Igualmente, impresionante es el hecho de que, desde una distancia de dos metros setenta, pueda divisar el contorno de un dedo. El doctor Liley planteó una teoría fascinante con respecto a esta cuestión. Consideraba que las deficiencias visuales de un bebé pueden ser, al menos parcialmente, la consecuencia de un hábito que adquirió en el útero. Sostenía que si un infante no se interesa mucho por los objetos que se encuentran a más de treinta o cuarenta y cinco centímetros de distancia, ello se debe a que dicha distancia corresponde al tamaño del hogar que acaba de dejar.

El hecho de que el niño intrauterino tenga habilidades demostradas para reaccionar ante su entorno a través de los sentidos, muestra que está en posesión de los requisitos básicos del aprendizaje. Sin embargo, la formación de la personalidad exige algo más. Como mínimo absoluto requiere la conciencia. Para que sean significativos, los pensamientos y los sentimientos de la madre no pueden registrarse en el vacío. Su hijo ha de ser agudamente consciente de lo que ella piensa y experimenta. Igualmente, indispensable es el hecho de que el feto puede interpretar sus pensamientos y sentimientos con toda sutileza y complejidad. En el útero recibe muchos mensajes y tiene que poder distinguir entre los fundamentales y los que no lo son, sobre qué mensajes ha de obrar y cuáles tiene que descartar. Por último, debe recordar lo que éstos le transmiten. Si no puede hacerlo, por muy crítico que sea su contenido, éste no se registrará durante más de unos momentos.

Todo esto es mucho pedir a un niño muy pequeño, motivo por el cual algunos investigadores todavía rechazan enérgicamente la idea de que la personalidad comienza a formarse en el útero. Sostienen que las capacidades emocionales, intelectuales y neurológicas que supone este complejo proceso están fuera del alcance del niño intrauterino. Estas objeciones ignoran ciegamente lo que se ha aprendido de manera experimental. Los estudios neurológicos no sólo demuestran que la conciencia -el más importante de los tres requisitos- existe en el útero, sino que también indican con toda precisión el momento en que comienza. El doctor Dominick Purpura situó el comienzo de la conciencia entre las semanas veintiocho y treinta y dos. Señaló que, en ese momento, los circuitos neurales del cerebro están tan desarrollados como en un recién nacido. Este dato es fundamental porque los mensajes son retransmitidos a través del cerebro y de éste a diversas partes del cuerpo a través de dichos circuitos. Aproximadamente en la misma época, la corteza cerebral madura lo suficiente como para sustentar la conciencia. Esto es asimismo importante porque la corteza es la parte más elevada y compleja del cerebro, la parte más distintivamente humana y la que utilizarnos para pensar, sentir y recordar.

Pocas semanas después, las ondas cerebrales se vuelven definidas, lo que permite distinguir con facilidad entre los estados de sueño y de vigilia del niño. Ahora está mentalmente activo incluso mientras duerme. A partir de la semana treinta y dos, las pruebas sobre ondas cerebrales comienzan a registrar períodos de sueño REM, que en los adultos significa la presencia de estados oníricos. Supongo que, aunque es imposible decir si los REM del feto significan lo mismo, si el niño soñara sus sueños no serían muy distintos de los nuestros. Por ejemplo, podría soñar que mueve las manos y los pies, o que oye ruidos. Incluso es posible que pueda sintonizar con los pensamientos o sueños de su madre, de modo que los sueños de ella se convierten en los suyos. Otra posibilidad planteada por tres investigadores del sueño norteamericanos sostiene que los períodos REM son el equivalente del levantamiento de pesos por parte del cerebro del feto. Dichos investigadores afirmaron que, para desarrollarse de manera correcta, el cerebro fetal tiene que ejercitarse y que la actividad neurológica de los períodos REM no es más que eso: ejercicios mentales.

Los primeros y delgados fragmentos de huellas de la memoria comienzan a atravesar el cerebro fetal alrededor del tercer trimestre, aunque es difícil determinar el momento exacto. Algunos investigadores sostienen que el niño puede recordar a partir del sexto mes y otros afirman que el cerebro no adquiere los poderes de evocación hasta, por lo menos, el octavo mes. Sin embargo, es indudable que el niño intrauterino recuerda o retiene sus evocaciones.

En uno de sus libros, el psiquiatra checoslovaco Stanislav Grof cuenta que un hombre sometido a medicación describió con toda exactitud su cuerpo fetal -lo grande que era su cabeza en comparación con sus piernas y brazos- y cómo se sentía al encontrarse en el tibio líquido amniótico y unido a la placenta. A continuación, mientras describía los sonidos de su corazón y los de su madre, se interrumpió súbitamente en mitad de la frase y anunció que podía oír voces amortiguadas fuera del útero: risas y gritos de voces humanas y el cascado toque de las trompetas de la feria. Del mismo modo repentino e inexplicable, el hombre declaró que estaba a punto de ser parido. Intrigado por la intensidad y los detalles del recuerdo de su paciente, el doctor Grof se puso en contacto con la madre de éste, que no sólo confirmó los detalles de la historia de su hijo, sino que también añadió que fue la agitación de la feria lo que precipitó el alumbramiento. De todos modos, la mujer se sorprendió ante las preguntas del doctor Grof. A lo largo de todos esos años había mantenido deliberadamente en secreto su visita a la feria, pues su madre le había advertido que, si lo hacía, le podía ocurrir algo así. Se asombró de que el médico estuviese enterado de su paseo. Cada vez que incluyo esta anécdota en una conferencia, los profanos asienten significativamente. La idea de que un niño intrauterino recuerde les parece una cosa bastante natural. Lo mismo se aplica a la conciencia del feto: la mayoría de las personas la consideran una idea totalmente lógica, sobre todo las mujeres que están o estuvieron embarazadas.

El niño intrauterino puede percibir los pensamientos y sentimientos de su madre.

Sin embargo, lo que provoca miradas de desconcierto y preguntas del público es la afirmación de que el niño intrauterino puede percibir los pensamientos y sentimientos de su madre. Preguntan cómo es posible que un niño pueda descifrarlos mensajes maternos que expresan "amor” y "consuelo” cuando no tiene modo alguno de saber lo que estos estados afectivos significan. Los primeros indicios de respuesta para esa pregunta surgieron en 1925, cuando el biólogo y psicólogo norteamericano W. B. Cannon demostró que el miedo y la ansiedad pueden provocarse bioquímicamente mediante la inyección de un grupo de sustancias químicas llamadas catecolaminas, que aparecen naturalmente en la sangre de animales y seres humanos asustados. En los experimentos del doctor Cannon, se extrajeron las catecolaminas de los animales ya asustados y a continuación se inyectaron a un segundo grupo de animales relajados. En pocos segundos y sin provocación, todos los animales serenos también comenzaron a mostrarse aterrorizados.

Posteriormente, el doctor Cannon descubrió que lo que provocaba este efecto extraordinario era la capacidad de las catecolaminas para actuar como un sistema circulante de alarma contra incendios. Una vez introducidas en el torrente sanguíneo, provocan todas las reacciones fisiológicas que asociamos con el miedo y la ansiedad. El hecho de que el sistema sanguíneo corresponda a un animal o a un niño no nacido apenas implica diferencia. En el caso del feto, la única distinción corresponde a la fuente de dichas sustancias: provienen de su madre cuando ésta se perturba. En cuanto atraviesan la barrera de la placenta, también lo perturban a él.

En rigor, esto torna principalmente fisiológicos la ansiedad y el miedo del niño intrauterino. El impacto directo, inmediato y más verificable de las hormonas maternas se da en su cuerpo, no en su mente. Sin embargo, en el curso del proceso, estas sustancias lo empujan hacia una conciencia primitiva de sí mismo y de la faceta puramente emocional de los sentimientos. Cada oleada de hormonas maternas lo arranca de la inexpresividad que es su estado normal en el útero y lo introduce en una especie de receptividad. Algo excepcional -quizá inquietamente ha ocurrido y, puesto que es humano, el feto trata de dar sentido a ese hecho. Aunque no plantea el interrogante de esta manera, lo que en realidad se pregunta es: «¿por qué?» (...)

Fuente: T. VERNY-J.KELLY: La vida secreta del niño antes de nacer. Cap II (resumen)


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