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LA CRISIS DE LOS GRANDES SISTEMAS INTERPRETATIVOS DE LA REALIDAD: La crisis de la «modernidad»

Algunas claves para interpretar la crisis «global» en la que nos hallamos inmersos.

Es la cosmovisión hasta ahora dominante en Occidente la que está en juego.

El fondo de la cuestión

(…)Existen muchos indicios que conducen a interpretar los síntomas de malestar y de crisis de nuestro tiempo como el resultado de un cambio del tiempo-eje. Es el conjunto de la cosmovisión hasta ahora dominante en Occidente la que está en juego: viejos problemas humanos (como la cuestión de la verdad, la ética, la religión) se revisitan, al mismo tiempo la toma de conciencia de la dimensión planetaria de la historia suscita nuevos problemas. Es innegable que la cultura occidental esté pasando por una de esas mutaciones que afectan todos los aspectos de la vida social y cultural. Existe una semejanza sorprendente entre los rasgos característicos de aquel fantástico cambio de época y la rigidez con la que parece presentarse la crisis actual. Crisis de sentido, la cual afecta no sólo al individuo sino también a la sociedad entera pensada como un todo. Lo que también hoy está en juego es la forma de entender la existencia humana (personal y social). El hombre moderno no sabe ya cómo entenderse en relación al cosmos y con relación a la trascendencia.

La razón moderna cada vez más se revela como una razón fragmentada, incapaz de encontrar la unidad que existía en el universo racional de la sabiduría griega y, menos aún, en el teocentrismo del mundo cristiano-medieval. Al transformar el sujeto en el fundamento y el punto de referencia absoluto, tanto del conocimiento de la verdad cuanto de la experiencia ética del bien, la filosofía moderna fundamentó los presupuestos de una ruptura entre ser humano, mundo y Dios que se transformó en mortal para el mismo ser humano. La exaltación de la utopía individualista, la depredación de la naturaleza en nombre de un desarrollo sin límites y el regreso sorprendente hacia una forma de religiosidad bajo muchos aspectos salvaje, son algunas de las manifestaciones de lo que puede ser esa absoluta afirmación del ser humano curvado sobre sí mismo, ese “homo clausus” que parece haber emigrado definitivamente desde la “agorá” griega hacia los modernos “condominios enclaustrados”.

Es evidente que la solución no se deberá encontrar en un imposible retorno a la premodernidad. Las conquistas de la ciencia son irreversibles. Pero resulta innegable que la razón moderna pide con vehemencia encontrar una unidad de sentido para la experiencia humana entendida como un todo. Unidad que requiere una forma inédita de relaciones del ser humano con el mundo (un equilibrio entre dominio del mundo y alianza con la naturaleza), con los seres humanos entre sí (o sea la integración del individuo en la conciencia mayor de un “nosotros”) y de la humanidad con Dios (referencia a la trascendencia como horizonte último del sentido del proprio antropocentrismo). Frente a la complejidad del mundo actual, esta lectura puede parecer precipitada y excesivamente apologética. Sea como fuere, una aproximación con la mutación cultural del tiempo-eje puede resultar iluminadora. Importa muy poco el nombre que le queramos dar. El hecho es que un simple cambio del paradigma resulta insuficiente para explicar la crisis de la modernidad en sus raíces más profundas.

¿Nuevo tiempo-eje o “nueva era”, para usar un lenguaje más a la moda? En todo caso un aspecto característico del actual momento histórico es la aproximación entre culturas y religiones que coinciden, en parte, con las áreas geográficas afectadas por aquella primera mutación. Es verdad que esta especie de “ecumenismo” resulta ser mucho más económico-tecnológico que político y religioso. (…) Dos de los aspectos bajo los cuales se manifiesta de modo más agudo esa crisis son: la depauperación del conocimiento como saber y la desaparición de Dios.

El "pensamiento débil"

La razón moderna se ha transformado en objeto de muchas críticas. Las perspectivas pueden variar, pero todas acaban por denunciar el mismo mal: el carácter unilateral, fragmentario, instrumental del conocimiento científico como prototipo del conocimiento humano. Detrás de esas denuncias se vislumbran el escepticismo hacia la razón y sus poderes absolutos y la decepción por lo que representó el mito de la “ciencia pura”. Indicios, tal vez, del fin de su reino absoluto. La ciencia está dejando de ser el paradigma epistemológico para los otros ramos del saber.

Mediante ese desencanto se expresa el agotamiento de un modelo de conocimiento, insuficiente en sí mismo e insatisfactorio en sus resultados. Insuficiente no por estar desprovisto de importancia y validez, sino porque manifiesta un estrechamiento en el modo de entender la razón humana, característica de la modernidad. Insatisfactorio porque el ser humano, cual aprendiz de hechicero, no logra controlar ya las consecuencias del poder creciente que tiene en sus manos. Basta con pensar, por ejemplo, en la cuestión ecológica y en la ingeniería genética. Insuficiente en sí misma por no responder a las exigencias de unidad y de sentido inscritas en la experiencia humana. El conocimiento no constituye ya fuente de sabiduría. Es el triunfo del “interés”: conocimiento de lo inmediato, de lo verificable, de lo útil, de las causas “primeras”, sin capacidad para remontarse hasta las “últimas” causas. La crisis del conocimiento es una crisis antropológica. La razón instrumental presupone un modelo de “sujeto” y se apoya en una concepción antropológica que amenaza el equilibrio de la experiencia humana. El llamado “pensamiento débil” es la perfecta expresión de ese “homo debilis”, de ese estado de penuria al cual fue reducida la experiencia humana.

Mas no se trata hacer de la ciencia el chivo expiatorio de esta situación. Las causas se tienen que encontrar en los inicios de la época moderna. En particular en aquel tiempo de transición que fue el s. XIV. Porque es ahí donde se encuentran los presupuestos y las opciones que han modelado la razón moderna y, por lo tanto, la concepción del ser humano absolutizado pero curvado sobre sí mismo.

De hecho, el mundo moderno es la inversión del orden intelectual del mundo cristiano-medieval: la armonía se transformó en separación, la síntesis en ruptura. El resultado fue la fragmentación de la experiencia humana. El ser humano moderno renunció a la unidad de su experiencia o, por lo menos, se hizo incapaz de armonizarla integrando sus diferentes dimensiones.

La aceptación de esa ruptura es uno de los presupuestos de la razón moderna. Ella comienza con la constitución de lo que podría ser llamado “razón natural” en oposición a la razón teológica o a la perspectiva de la fe en el universo medieval. Y coincide con el descubrimiento de Aristóteles que representa la otra cara de la cultura griega hasta entonces desconocida por la teología. En oposición al neoplatonismo –forma de pensamiento dominante en la elaboración de la teología cristiana– el aristotelismo, con su teoría de la ciencia y su concepción de la naturaleza como centro autónomo de las operaciones, representó el descubrimiento de la razón inductiva y experimental.

Desde un punto de vista antropológico aquel fue el punto de partida para una concepción del ser humano como “naturaleza pura”, o sea, al margen de cualquier referencia con la visión de la fe. En la medida que esa forma de pensar se fue extendiendo hacia todas las dimensiones de la experiencia humana, la razón moderna desembocó en una de las más trágicas rupturas del pensamiento occidental: la concepción del hombre “natural” en oposición al hombre “cristiano”. Y la teología no está exenta de culpa por el uso que hizo del concepto de naturaleza.

Uno de los símbolos de esa nueva estructura mental es el mito de la «doble verdad» -la verdad de la razón (natural) y la verdad de la fe (sobrenatural)– que marcó el carácter antagónico y cada vez más agresivo del pensamiento moderno contra la fe y la teología y que asumió progresivamente la forma de una afirmación del ser humano (natural) contra Dios (sobrenatural). La negación de la teología como ciencia, el problema del acceso a Dios por medio de la razón, la oposición entre razón y fe, etc. son sólo algunos de los aspectos de la nueva situación del conocimiento.

Un segundo presupuesto es el de la primacía absoluta dada a la perspectiva del sujeto que conoce. Primero en Descartes, con su afirmación radical del “cogito”; después en Kant, con su revolución copernicana que hace del sujeto el “principio y fundamento”, criterio de las condiciones de posibilidad para el conocimiento de la verdad y del bien. Esta absolutización del sujeto que “conoce” (primacía del lógico sobre el ser), y la del “sujeto en el mundo” (encerrado en su finitud inmanente) podría explicar no pocas de las características de una razón que se ha vuelto cada vez más formal, unilateral y dominadora. No sólo con relación a la naturaleza sino también por lo que concierne las relaciones sociales y económicas. Al fin y al cabo, la dominación intelectual es la condición para la “dominación de la naturaleza” por medio de la tecnología y, finalmente, para la “dominación social”, en la cual el otro se trasforma también en objeto.

Existe una curiosa convergencia en las piruetas operadas por la razón moderna. Porque ella no es sólo obra de la inteligencia humana sino también del deseo. Al hacer de la transformación y de la dominación del mundo creado su fin supremo, el conocimiento científico se vuelve radicalmente operativo y praxista. Es la victoria del producir para poseer y para consumir. El mismo deseo inclina al corazón humano a la dominación “mediante la inteligencia” y al apoderamiento de las cosas por medio de la dominación tecnológica y material. No es un caso si el reino de la ciencia y el reino del dinero se hallan en la aurora del mundo moderno, concluyendo el ciclo de la total inmanencia. El ideal del ser humano decepcionado de fines del s. XX parece ser la utopía terrestre, un esfuerzo desesperado para encontrar la unidad perdida reintegrándose en una naturaleza atravesada por fuerzas misteriosas y buscando ilusoriamente trascenderse en el “divino natural”.

Esa razón exorbitada, que perdió las referencias del lugar que ocupaba en el interior de un conjunto mayor, no sabe situarse ya con relación al mundo (problema de la ecología), a la sociedad (problema de la injusticia y de la exclusión de las minorías) y a la trascendencia (problema de Dios).

Los resultados se hacen sentir cada vez más a través del estado de desamparo en que se encuentra hoy el ser humano. Por eso, tal vez, el hombre moderno se mueve cada vez más en la dirección de las experiencias-límite (drogas, terrorismos revolucionarios y anarquistas, violencia, sexo sin límites, etc.) que parecen submergirlo en las zonas más oscuras y tenebrosas del ser humano o bien en la voluntad desesperada de suprimir las fronteras que existen entre la razón y la sinrazón, o sea en la afirmación de lo irracional.

No hay nada de pesimismo en esta descripción. Ni tampoco se trata de una apología del pasado. Las conquistas de la ciencia son irreversibles. Sólo se trata de tomar conciencia de los desequilibrios introducidos por esta afirmación unilateral y exclusiva de la razón científica que conoce cada vez más (como lo demuestra la dinámica de la especialización y la acumulación de datos) sin saber para qué (fragmentación del conocimiento). La racionalidad funcional es una de las dimensiones del ser humano; y la ciencia una forma de captar la realidad. Cuando se pierde de vista esa limitación, el conocimiento científico tiende a desarrollarse a partir de sí mismo, sin un vínculo esencial con el mundo de la vida. Y, por lo tanto, con la cuestión del sentido: de los valores, de los fines, de las preguntas últimas. La sabiduría es siempre ciencia pero no toda la ciencia es sabia. Reconciliarlas, en una armonía vital y espiritual que es el desafío que, ya en 1935, Maritain consideraba como el problema peculiar de nuestra época. Pero ello presupone una urgente crítica del conocimiento humano.

(...)

Fuente: Carlos Palácio: Nuevos paradigmas o fin de una era teológica?
CES - Belo Horizonte


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