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Razonar, pensar, argumentar, reflexionar… entretenimiento para ociosos?

Un hábito imprescindible para llegar a saberse a sí mismo.

La superabundancia de información, la velocidad en su transmisión, la rapidez en su circulación, el sometimiento de ésta a mutación, cambios y transformaciones constantes en el proceso de gestación y transmisión, produce una insólita situación, una nueva atmósfera psicológica, genera un nuevo escenario mental, al que la mente humana parece no estar todavía suficientemente bien adaptada.

Es un hecho fácilmente constatable en la experiencia cotidiana que nuestro tiempo sufre un déficit en el hábito de pensar y reflexionar. La vida transcurre tan deprisa que no hay tiempo para ello. Pensar, reflexionar, razonar constituyen actividades mentales propias de una vida plena. Sin embargo, el hombre contemporáneo parece haberse olvidado de ello. El esclavo -decía Hegel con razón- es esclavo porque no se sabe a sí mismo. Aprender a pensar ayuda a las gentes a recuperar el hábito de la reflexión, haciendo un alto en el camino, para llegar a saberse a sí mismas.

En el seno de nuestra sociedad conviven multiplicidad de formas de vida, diversidad de enfoques y de valores a veces en convivencia armónica, otras en coexistencia contradictoria. Aprender a detectar los valores que hay detrás de las diversas formas de vida, de las diversas ideologías,  y forjarse el propio criterio, la propia escala de valores,  exige conocer atentamente cuanto nos rodea y realizar una apuesta decidida por lo más granado y valioso de lo existente.

Las comunidades humanas deben educar a sus miembros en ese a veces trabajoso arte de la reflexión. Las comunidades políticas tienen la obligación de educar a sus miembros en los valores éticos propios de un ciudadano democrático. Fomentar una opinión pública razonante a través de la argumentación, la capacidad de deliberar en serio, de raciocinio…. es indispensable para que una sociedad sea realmente pluralista y democrática. No es eso lo que a menudo acostumbramos a ver a nuestro alrededor, en medios de comunicación, campañas electorales, debates interesadamente “teledirigidos”, telebasuras, etc.

El mundo de la educación necesita realizar una catarsis y reenfocar sus objetivos. Desde la educación se debería contribuir más a que los que se están formando sepan por qué apostar por unos valores y no por otros, que se ejerciten en la crítica, la argumentación y en el saberse a sí mismos. Que sepan apreciar el legado de los grandes valores civilizatorios y reciban esos valores comprendiendo que se los transmitimos porque creemos que son los mejores, pero que son ellos quienes tienen que escoger y hacer autónomamente sus vidas.

Si “ciudadano” es quien hace su propia vida, más le vale no quedarse simplemente en aprender teóricamente los valores recogidos en las constituciones, y espabilarse para saber "dar razón" de los que elige. Fomentar la reflexión, la crítica, el ejercicio de la razón pública y de la ciudadanía es la riqueza que hoy puede aportar ese añejo hábito de la “reflexión. Una competencia a desarrollar, a todas luces imprescindible en todo proceso educativo.

A continuación reproducimos un artículo de la profesora Adela Cortina, publicado en el diario EL País hace ya algún tiempo, que nos ayudará a reflexionar sobre la cuestión anteriormente planteada. Por aquel entonces, cuando se escribió, a propósito de la discusión sobre el trato que debería dispensarse a una actividad como la filosofía en los planes de estudio, se iban introduciendo retoques devaluatorios de esa actividad en los planes de formación de los jóvenes. Era tanto como privarles de la posibilidad de iniciarse en el arte de la “reflexión, la argumentación y el razonamiento. Por aquel entonces la autora escribía…

Aprender a filosofar ayuda a las gentes a recuperar el pulso de la reflexión, para llegar a saberse a sí mismas.

La filosofía ayuda a forjar ciudadanos que puedan saberse y sentirse libres e iguales.

Convertirse en artífice de la propia vida sigue exigiendo ese autoexamen que se ha hecho tan extraño en el mundo cotidiano.

La filosofía nos ayuda a ejercitar la capacidad crítica, acostumbrándonos a discernir entre lo que pasa y lo que debería pasar.

Forjarse el propio criterio exige conocer lo más granado de lo existente.

Contribuye a que los ciudadanos sepan por qué esos valores y no otros.

'Filosofía en la escuela | Cosas muy raras'

Adela CORTINA, Catedrática de Ética y Filosofía Política. Universidad de Valencia. 

El anteproyecto de Ley Orgánica de la Educación (LOE), presentado por la ministra de Educación y Ciencia, entre otros cambios, reduce la presencia de la filosofía en el bachillerato sustancialmente. La historia de la filosofía desaparece sin más, y la filosofía de 1º de bachillerato deja de ser obligatoria para los alumnos de letras y queda en un barniz de humanidades para los de ciencias. Si a ello se añade la anulación de la ética en 4º de la ESO -recordemos que la ética es filosofía moral- y la adscripción de la Educación para la Ciudadanía a diversas áreas, síntoma inequívoco del carácter de "maría" de una asignatura, es evidente que aquellos a quienes corresponde juzgan que la filosofía en la escuela, entendida ésta en los diversos niveles, casi está de más. Juicio del que discrepo, con todos mis respetos, y no sólo por razones gremiales, que al fin y al cabo tienen y exhiben todos los gremios, sino por razones públicas que quisiera exponer.

¿Tiene algún papel la filosofía en los tiempos que corren, cuando la imagen no vale más que mil palabras, por supuesto, pero tiene más influencia que ellas? ¿Es importante aprender a filosofar desde la escuela, dicho así, en esta forma de infinitivo que indica acción, ejercicio, actividad? A mi juicio, cuatro tareas, al menos, hacen a la filosofía imprescindible en el proceso de socialización y es de ellas de las que quisiera hablar.

Aprender a filosofar ayuda a las gentes -y ésta sería la primera tarea- a recuperar el pulso de la reflexión, haciendo un alto en el camino para llegar a saberse a sí mismas y apropiarse de sus mejores posibilidades vitales, que es, a fin de cuentas, en lo que consiste la libertad.

El esclavo -decía Hegel con razón- es esclavo porque no se sabe a sí mismo. Y es difícil saberse a sí misma en una civilización acelerada, vertida al exterior, cuando monopolizan nuestra vida el correo electrónico, el teléfono móvil, el contestador, las miríadas de exigencias burocráticas, las turbulencias del mundo económico, no digamos del teatro político, y así casi al infinito. Es difícil y, sin embargo, convertirse en artífice de la propia vida, anticiparse al futuro y ganarle la mano, elegir las mejores posibilidades con vistas a la felicidad, sigue exigiendo ese autoexamen del que ya hablaba Sócrates y que se ha hecho tan extraño en el mundo cotidiano.

Excitar la capacidad crítica es otra de las misiones de la filosofía desde sus orígenes, acostumbrarnos a discernir entre lo que pasa y lo que debería pasar, arrumbando los dogmatismos y fundamentalismos que se blindan ante la argumentación. Dogmatismos y fundamentalismos religiosos, sin duda, pero también los políticos y los económicos, el fundamentalismo de las gentes eternamente plegadas a los hechos ("las cosas son así y no pueden ser de otra manera"), de los insufribles beatos de lo "socialmente correcto", el maloliente dogmatismo de los poderosos en cada uno de los ámbitos de la realidad social y de sus cobistas y esquiroles.

Ejercer la capacidad crítica realmente desde convicciones racionales abiertas a la argumentación exige conocer esos criterios que el filosofar ha ido descubriendo a lo largo de su historia y que nos permiten distinguir entre lo que resulta inaceptable por no estar a la altura de la dignidad humana y lo necesario para proteger y fomentar esa misma dignidad. Forjarse el propio criterio exige conocer lo más granado de lo existente.

Para ello es imprescindible ejercitarse en esa tercera tarea de la filosofía que es el arte de la argumentación. En la costumbre, tan sana como poco usual, de apoyar las propias posiciones con argumentos, es decir, con razones que otras personas puedan comprender y aceptar o rechazar, asimismo, con argumentos. No parece haber otro modo de potenciar esa búsqueda desprevenida de lo verdadero y lo justo, que convierte a las masas en pueblos, preocupados por descubrir en serio lo mejor y por forjarse una cierta voluntad común a través del debate abierto y libre.

Fomentar una opinión pública razonante a través de la argumentación, la capacidad de deliberar en serio en comités, comisiones y en el espacio abierto por los medios de comunicación, es una de las misiones de la filosofía, indispensable para que una sociedad sea realmente pluralista y democrática.

Como lo es también para forjar ciudadanos que puedan saberse y sentirse como libres e iguales, siendo éste de la ciudadanía el hilo conductor por el que Occidente ha optado en los últimos tiempos para educar desde un punto de vista ético. El caso de España es un ejemplo claro.

En efecto, en el año 1978, cuando la Constitución Española reconoció expresamente que nuestra sociedad es moralmente pluralista y, por lo tanto, que el Estado debe ser laico, se planteó -entre otros- el problema de la educación moral en la escuela pública. ¿Era inaceptable seguir educando moralmente? Responder afirmativamente a esta pregunta era imposible, porque cualquier educación transmite siempre valores morales, sea explícitamente, sea implícitamente, a través de lo que se ha llamado "el currículum oculto", y no es de recibo que un país democrático transmita valores de tapadillo.

Por otra parte, educar en habilidades y conocimientos está muy bien, pero es esencial formar al que maneja unas y otros para que los emplee con buenos fines. Sin embargo, ¿qué son buenos fines en una sociedad moralmente pluralista?

A fines de los setenta y en los ochenta proliferaron las propuestas de educación moral, desde la clarificación de valores al procedimentalismo de Kohlberg, el "saco de virtudes" y tantas otras. Y poco a poco se fue conviniendo, al compás del mundo occidental, en que las comunidades políticas tienen la obligación de educar en los valores éticos propios de un ciudadano democrático, e incluso de articular la enseñanza en los centros públicos de forma que eduquen en los valores éticos de una ciudadanía democrática: desde ellos debería orientarse el ejercicio de los conocimientos y las habilidades.

Tal acuerdo no se produjo sin críticas, claro está. Existía el temor bien fundado desde algunos sectores de que educar en la ciudadanía se convirtiera en una "maría" llamada a formar ciudadanos domesticados, sabedores ahora de los valores de la Constitución, como antes se pretendió que lo fueran de los Principios del Movimiento a través de la Formación del Espíritu Nacional.

A fin de cuentas, todos los regímenes del mundo han dicho que el suyo es el mejor, pero la manera de lograr que lo sea es que los alumnos sepan por qué esos valores y no otros, que se ejerciten en la crítica, la argumentación y en el saberse a sí mismos. Que reciban el legado ético de esos valores con la libertad de saber que se los transmitimos porque creemos que son los mejores, pero son ellos quienes tienen que hacer autónomamente sus vidas.

Si ciudadano es quien hace su propia vida, el que no es vasallo ni siervo, aún menos esclavo, y la hace junto a los que son sus iguales, sus conciudadanos, en el seno de la comunidad política, más le vale degustar los valores de la ciudadanía sabiendo no sólo el "qué", sino también y sobre todo el "porqué". Más le vale no quedarse en aprender los valores de las constituciones, y espabilarse a saber "dar razón" de los que elige.

En caso contrario, por mucho que aprenda de biotecnologías, que habrán cambiado prodigiosamente en cuanto entre en la vida adulta, será incapaz de forjarse un criterio para discernir entre las que potencian la dignidad o la debilitan, porque al fin y al cabo, "crítica" significa "discernimiento". De todo esto se ocupa, amén de la filosofía, una asignatura de 4º de la ESO que llevaba por título Ética. Una asignatura que, aunque escasa de tiempo, tenía y sigue teniendo su pleno sentido.

Y, por último, la pregunta inevitable: ¿quiénes han de realizar en la escuela estas tareas de la filosofía? ¿De qué color es el caballo blanco de Santiago? Pues tan el caballo es blanco como esas tareas han de hacerlas los profesores de filosofía, que para eso han cursado los estudios que capacitan para ello, incluidas la ética y la filosofía política en lo que afecta a la Educación para la Ciudadanía y a la Ética; como son los profesores de matemáticas los que han de ocuparse de integrales y logaritmos, y del reinado de Isabel II, los de historia.

Fomentar la reflexión, la libertad, la crítica, el ejercicio de la razón pública y de la ciudadanía es, a mi juicio, la riqueza que hoy puede aportar ese añejo saber, al que desde Grecia se viene llamando "filo-sofía", "aspiración o amor a la sabiduría". En el proceso de formación es a todas luces imprescindible.

Adela Cortina: 'Filosofía en la escuela | Cosas muy raras' EL PAÍS, mayo de 2005


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