EL RACIONALISMO 
		 
		John Cottingham 
 GUIÓ 
		EL RACIONALISMO 
		I. TÉRMINOS Y MÉTODOS 
		Racionalismo. 
		II. LOS FUNDAMENTOS 
		CLÁSICOS. 
		Conocimiento y creencia en Platón. 
		Las formas: realidad inmutable y entendimiento puro. 
		El apriorismo de Platón. 
		1. Infalibilidad y necesidad. 
		Aristóteles. 
		El conocimiento demostrativo según Aristóteles. 
		III. LA EDAD DE ORO DEL 
		RACIONALISMO. 
		 
		A. René Descartes (1596-1650). 
		La duda cartesiana y la forma de solucionarla.. 
		El rechazo de los sentidos. 
		La función de la matemática. 
		B. Baruch de Spinoza (1632-77) 
		La teoría monista de la substancia. 
		La verdad como coherencia. 
		C. Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) 
		La interacción causal. 
		Libertad y necesidad. 
		IV. LA CONTRARREVOLUCIÓN 
		EMPIRISTA 
		Y LA SÍNTESIS KANTIANA. 
		Consenso universal y conciencia. 
		La mente como “tabula rasa” 
		La réplica de Leibniz a Locke. 
		B. David Hume (1711-1776) y la idea de conexión necesaria. 
		C. La síntesis kantiana  
		 
		V. EL RACIONALISMO EN EL SIGLO XX. 
		 
		A. La herencia de Hegel. 
		B: Ascenso y caída del empirismo moderno. 
		Russell y Wittgenstein 
		C. El racionalismo y la filosofía analítica. 
		El ataque de Quine al “dogma” de la analiticidad 
		D. Conocimiento y lenguaje: El resurgimiento del innatismo. 
		La teoría de la adquisición del lenguaje de Chomsky. 
		E. El racionalismo en la ética. 
		El trasfondo del siglo XVIII 
		La crítica de Hume al racionalismo ético. 
		El “imperativo categórico” de Kant. 
		El naturalismo ético. 
		1. La falacia naturalista y la dicotomía entre hechos y valores. 
		2. El desafío del existencialismo. 
		E. Racionalismo, empirismo y método científico. 
		Karl Popper y la falsabilidad. 
		La reciente revolución en la filosofía de la ciencia. 
  
		I. TÉRMINOS Y MÉTODOS 
		 
		Racionalismo. 
		 
		Los racionalistas acentúan la función que desempeña la razón como algo 
		opuesto a los sentidos en la adquisición del conocimiento. Algunos 
		racionalistas condenan los sentidos al considerarlos como 
		intrínsecamente sospechosos y carentes de fiabilidad para basar en ellos 
		el conocimiento. Jamás puede bastar la experiencia por sí sola. Esta 
		clase de conocimiento a veces se define como un conocimiento poseído 
		antes de la experiencia. 
		 
		La visión racionalista considera que el conocimiento a priori no se 
		limita exclusivamente a las tautologías. 
		 
		Una de las tendencias del racionalismo es el innatismo, que es por su 
		parte un complejo conjunto de nociones según el cual la mente está 
		equipada, desde el momento del nacimiento, con ciertos conceptos 
		fundamentales o con el conocimiento de determinadas verdades 
		fundamentales. 
		 
		Otra tendencia del racionalismo consiste en el apriorismo, la creencia 
		en la posibilidad de llegar al conocimiento con independencia de los 
		sentidos. 
		 
		El necesitarismo es otro de sus aspectos: según esta corriente, la 
		filosofía puede descubrir verdades necesarias acerca de la realidad.. 
		 
		 
		II. LOS FUNDAMENTOS 
		CLÁSICOS. 
		 
		Conocimiento y creencia en Platón. 
		 
		El primer paso de cualquier explicación del conocimiento consiste en 
		distinguirlo de la creencia. Al parecer, el conocimiento es algo que 
		representa una mejora sobre la creencia verdadera, o argumenta por qué 
		es verdadera.: el conocimiento mejora la creencia verdadera ya que quien 
		conoce puede brindar determinada explicación de por qué es verdadera su 
		creencia. 
		 
		En la “República” se afirma que el conocimiento no consiste únicamente 
		en la creencia verdadera apoyada por una explicación, sino que además es 
		infalible. El conocimiento está relacionado con lo que es, mientras que 
		la creencia se relaciona con lo que “es y no es”. 
		 
		Cuando tenemos una creencia referente a un individuo bello o a una 
		acción justa, según Platón se plantea una dificultad, provocada por el 
		siguiente hecho: aquello que se supone bello o justo, puede resultar feo 
		o injusto desde otro punto de vista. Elena de Troya puede ser bella este 
		año, pero en un plazo de treinta años puede volverse fea; una acción 
		como por ejemplo devolver una propiedad prestada puede ser justa en 
		ciertos casos, pero en otros (devolver un arma a un demente peligroso) 
		puede ser injusta. De igual modo, dice Platón, “las cosas que son 
		grandes o pesadas, desde otro punto de vista pueden muy bien ser 
		llamadas pequeñas o ligeras”. Nuestras creencias convencionales acerca 
		del mundo, en opinión de Platón, padecen un defecto básico: cuando 
		asignamos determinada propiedad “F” a un objeto del mundo, puede muy 
		bien ocurrir que -aunque desde determinado punto de vista tal objeto es 
		“F”- desde otra perspectiva sea “no F”. Este argumento se propone 
		mostrar que las propiedades adscritas a los objetos de creencia están 
		sujetas siempre a revisión y a reevaluación. Tales objetos nunca poseen 
		sus propiedades de un modo absoluto e ilimitado. 
		 
		A continuación hay que plantearse si es que existe algo que pueda 
		considerarse como ilimitadamente bello o justo, grande o pesado. Platón 
		responde a este interrogante con un “sí” convencido. Introduce las 
		llamadas “Formas”, las “realidades eternas, inmutables, absolutas”, que 
		en su opinión constituyen los verdaderos objetos del conocimiento. 
		 
		Las formas: realidad inmutable y entendimiento puro. 
		 
		Además y por encima de las diversas cosas particulares que son p.ej. 
		bellas, existe lo que Platón denomina “lo bello en sí mismo”, lo que es 
		bello de una manera eterna, inmutable y absoluta. Y esto -La forma de lo 
		bello, como opuesta a las cosas bellas particulares- es el objeto del 
		conocimiento filosófico. 
		 
		Ahora se pone de manifiesto que un objeto como “lo bello en sí mismo” 
		-la belleza absoluta- no es algo que encontremos en nuestra vida 
		corriente de todos los días. No puede observarse mediante los sentidos, 
		sino que se trata de algo cuya naturaleza es completamente abstracta o 
		teórica, y que por lo tanto hay que captar de un modo puramente 
		intelectual, y no de manera visible o tangible. El auténtico 
		conocimiento insiste Platón, exige apartarse del mundo sensible para 
		pasar al mundo de lo “inteligible”. Aquí está presente un contraste 
		fundamental entre el mundo sensible -el mundo cotidiano que nos revela 
		los cinco sentidos- y un mundo separado donde están los intelligibilia, 
		un mundo en el cual los objetos deben ser captados únicamente por el 
		intelecto. 
		 
		Detrás de estas analogías subyace un propósito que en parte es político. 
		 
		El apriorismo de Platón. 
		 
		El conocimiento verdadero no procede de la observación del mundo 
		visible, sino del razonamiento matemático abstracto. Los estudios 
		matemáticos se invocan de manera constante en tanto que factor decisivo 
		para lograr el tipo de razonamiento abstracto al cual debe acostumbrarse 
		un filósofo antes de lograr el conocimiento. Platón sostiene que el 
		conocimiento filosófico no versa sobre aquello que es, sino sobre lo que 
		no puede ser de otra manera. 
		 
		Los problemas que plantea la concepción platónica del conocimiento. 
		 
		1. Infalibilidad y necesidad. 
		 
		Una cosa es afirmar que existe una conexión necesaria entre el 
		conocimiento y la verdad, y otra muy distinta es pretender que el 
		conocimiento tenga que referirse a la verdad necesaria.. Para que nos 
		demos cuenta de por qué es verdadera una proposición, tiene que 
		integrarse en el seno de una estructura teórica general. La realidad no 
		puede aprehenderse a trozos: el filósofo tiene que disponer de una 
		visión unificada de cómo se ajusta cada una de las partes dentro del 
		conjunto. 
		 
		Aristóteles. 
		 
		La contribución de Aristóteles es mucho más ambigua. 
		 
		El conocimiento demostrativo según Aristóteles. 
		 
		Con respecto al conocimiento a priori, empero, no puede afirmarse con 
		certidumbre que Aristóteles rechace la opinión platónica según la cual 
		la razón nos proporciona las verdades necesarias y esenciales acerca del 
		mundo. Aristóteles se encuentra muy influido por una concepción 
		axiomática o deductiva del conocimiento (Analíticos Posteriores). En vez 
		de insistir sobre los procedimientos inductivos basados en observaciones 
		sensibles -como hacen los empiristas posteriores, p. ej. Francis Bacon-, 
		Aristóteles sostiene que el verdadero conocimiento científico debe 
		implicar demostraciones lógicas estrictas, que se deriven de los 
		primeros principios. En consecuencia, una demostración es una deducción 
		(syllogismos) que se deriva de premisas necesarias. 
		 
		Esto parece constituir una sólida adhesión a la tesis platónica según la 
		cual el conocimiento de la realidad es un conocimiento de verdades 
		necesarias. Aristóteles afirma de manera explícita que la ciencia versa 
		sobre “lo que no puede ser de otra manera”. En otras palabras, defiende 
		una visión sólidamente necesitarista de la verdad científica. Para 
		Aristóteles los principios últimos de la ciencia no son, como en la 
		opinión empirista habitual, “hechos en bruto”. 
		 
		 
		 
		Aristóteles admite sin ambages que estos puntos de partida últimos no 
		pueden ser demostrados ellos mismos mediante una deducción lógica. En 
		los “Analíticos Posteriores” Aristóteles declara que los primeros 
		principios de la ciencia son conocidos mediante un proceso llamado“epagoge”. 
		Epagoge suele traducirse habitualmente como “inducción”, pero hay que 
		tener cuidado para no incurrir en una equivocación y achacarle a 
		Aristóteles la opinión de Francis Bacon según la cual la ciencia 
		establece sus resultados “induciendo” leyes generales a partir de 
		cuidadosas observaciones y experimentos que tienen lugar en casos 
		particulares. De hecho, en Aristóteles no encontramos nada que 
		corresponde al “método experimental” sistemático de la ciencia. 
		 
		La noción fundamental de la epagoge aristotélica es que la mente nos 
		“conduce” de una a otra verdad. Aristóteles considera que los sentidos 
		poseen una función heurística en el establecimiento de los primeros 
		principios. Los sentidos pueden guiarnos en la dirección correcta, o 
		estimularnos hacia líneas fecundas de pensamiento. Sin embargo, por sí 
		mismos no pueden establecer la verdad de las proposiciones necesarias 
		(La epagogé, insiste Aristóteles, no puede conducirnos por sí sola al 
		conocimiento verdadero o episteme).  
		 
		La solución aristotélica consiste en afirmar que conocemos los 
		principios científicos mediante la intuición racional, aquella facultad 
		que denomina nous, y que está íntimamente vinculada con el término 
		noesis, que Platón aplica a la aprehensión racional pura. El modelo de 
		conocimiento científico que elabora parece estar en estricta dependencia 
		del modelo a priori y necesitarista de Platón. Aristóteles recae con 
		frecuencia y a pesar suyo en la seductora visión platónica de la 
		filosofía como sistema jerárquico cuyos primeros principios han sido 
		establecidos mediante la luz de la razón. 
		 
		 
		III. LA EDAD DE ORO DEL 
		RACIONALISMO. 
		 
		A. René Descartes (1596-1650). 
		 
		 
		La duda cartesiana y la forma de solucionarla.. 
		 
		Dentro de la concepción cartesiana, el filósofo debe partir de cero: 
		tiene que liberarse a sí mismo, de manera sistemática, de las 
		proposiciones que han sido acumuladas en el pasado y de las opiniones 
		preconcebidas que ha adquirido a través de sus padres y maestros. El 
		instrumento utilizado para esta operación de limpieza es la famosa “duda 
		metódica”. 
		 
		Primero, se rechaza el testimonio de los sentidos. Luego, se rechazan 
		también los juicios acerca de la experiencia actual. Después, surge la 
		tercera clase de duda, la más devastadora: una deidad engañadora…. Hasta 
		llegar al punto de arranque del sistema filosófico de Descartes: el 
		conocimiento que tiene el individuo acerca de su propia existencia. Él 
		sabe que existe; sabe que es esencialmente una cosa pensante. Además, es 
		consciente de sus propias imperfecciones, y también es consciente de que 
		tiene en su interior la noción de un ser supremamente perfecto. 
		 
		El rechazo de los sentidos. 
		 
		Lo primero que llama la atención del lector en el método filosófico de 
		Descartes es su actitud notablemente individualista. Todo esto parece 
		muy alejado del gran proyecto racionalista de Platón (rechazo de la 
		particularidad, la afirmación de un reino de realidades impersonales y 
		objetivas que existen independientemente). Descartes, al igual que 
		Platón, insiste contantemente que la mente debe “apartarse de los 
		sentidos” para lograr un conocimiento verdadero. 
		 
		La clave de este conocimiento puramente intelectual es la lux naturae o 
		“luz natural”: la capacidad innata que Dios otorgó a nuestro intelecto 
		con objeto de llegar a la verdad por medio de “ideas claras y 
		distintas”. Estas percepciones claras y distintas no tienen nada que ver 
		con las percepciones de los sentidos; al contrario, se trata de aquellas 
		percepciones puramente intelectuales que aparecen en nosotros cuando 
		contemplamos las proposiciones matemáticas, elementales y evidentes por 
		sí mismas. En realidad, las propiedades de la cera que percibimos clara 
		y distintamente (la extensión) son propiedades matemáticas, y más en 
		particular, propiedades geométricas; la cera es, por esencia, algo que 
		puede extenderse en tres dimensiones. 
		 
		La función de la matemática. 
		 
		“Supongamos que nos dedicamos a examinar la noción que tengamos acerca 
		de… una piedra, y que dejemos fuera todo lo que sabemos que no resulta 
		esencial para la naturaleza de un cuerpo. Antes que nada, excluiremos la 
		dureza porque si la piedra se funde o se pulveriza perderá su dureza 
		aunque no por ello deje de ser un cuerpo. A continuación, excluiremos el 
		color, porque a menudo hemos visto piedras tan transparentes que parecen 
		no tener color. Más tarde excluiremos el peso, porque aunque el fuego 
		sea extremadamente ligero sigue siendo considerado como un cuerpo; y 
		finalmente, excluiremos el frío, el calor y todas las cualidades de este 
		tipo, porque no se las considera presentes en la piedra, o porque, si 
		cambian, no por ello se piensa que la piedra ha perdido su naturaleza 
		corpórea. Después de todo esto, veremos que en la idea de piedra no 
		queda nada salvo que se trata de algo extendido en longitud, anchura y 
		profundidad”. 
		 
		Descartes considera que toda modalidad de la extensión debe ser 
		cuantificable. El programa cartesiano de las ciencias físicas, por lo 
		tanto, consiste en “matematizarlas”. Descartes propone la eliminación 
		sistemática de las cualidades sensibles -junto con las obscuras fuerzas 
		ocultas como por ejemplo las “potencias” o “virtudes” simpáticas y 
		antipáticas de la ciencia medieval, substituyéndolas por las propiedades 
		del razonamiento matemático, estrictamente cuantificables. 
		 
		 
		 
		En definitiva, la ciencia constituye para Descartes un proceso en dos 
		niveles. En el primer nivel, nuestras intuiciones a priori deben 
		utilizarse para construir un conjunto de primeros principios 
		fundamentales que proporcionan la base para una descripción matemática 
		exacta de las leyes de la naturaleza. Sin embargo, a este nivel de 
		generalización hay que añadir casi todos los detalles específicos. Para 
		llegar al detalle hemos de bajar a un nivel inferior, donde se trabaja 
		con algo mucho más cercano a un enfoque hipotético-deductivo. Aquí el 
		objetivo consiste en diseñar hipótesis de la máxima sencillez, que serán 
		juzgadas con relación al ámbito y la diversidad de los actuales 
		resultados empíricos que tales hipótesis logren explicar. 
		 
		 
		B. Baruch de Spinoza (1632-77) 
		 
		La teoría monista de la substancia. 
		 
		Aunque Spinoza se aparta radicalmente de la postura aristotélica, su 
		definición toma un elemento de la noción originaria de substancia que 
		propone Aristóteles: éste había indicado que una substancia, al ser 
		sujeto último de predicación, es algo que posee una existencia 
		independiente. Según Spinoza el universo en su conjunto -con toda su 
		complejidad- se convierte en manifestación de una única realidad. 
		 
		La verdad como coherencia. 
		 
		La noción de verdad que defiende Spinoza radica en lo que él denomina 
		una “idea adecuada”. Decir de una idea que es adecuada equivale a decir 
		que se halla en determinada relación lógica con otras ideas, lo cual -en 
		definitiva- significa que puede demostrarse su conexión necesaria con el 
		sistema en conjunto. Por tanto, la verdad es lo que Spinoza denomina una 
		propiedad “intrínseca” , y no “extrínseca”. 
		 
		Su deductivismo, su planteamiento holista de la verdad y la explicación, 
		y su monismo metafísico, es lo que se suele denominar el “necesitarismo” 
		de Spinoza. Obviamente, esto tiene importantes implicaciones para la 
		noción de libertad humana, ya que existe la creencia generalizada 
		(compartida por muchos filósofos) de que actuamos libremente si -y 
		únicamente si- podríamos haber actuado de otra manera. Spinoza ataca 
		esta creencia, y afirma que es falsa nuestra concepción de nosotros 
		mismos como agentes no condicionados. 
		 
		 
		 
		C. Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) 
		 
		Para Descartes sólo hay dos categorías de substancia (pensante y 
		extensa), y para Spinoza sólo una. Leibniz, en cambio, vuelve a la 
		antigua postura aristotélica, más acorde con el sentido común, según la 
		cual existe una pluralidad de substancias. 
		 
		La teoría de las substancias individuales completas y contenidas en sí 
		mismas le plantea a Leibniz dos serios problemas. Primero, si las 
		mónadas están realmente contenidas en sí mismas ¿cómo explicará Leibniz 
		las conexiones causales que observamos a nuestro alrededor: el hecho de 
		que las cosas que hay en el mundo parecen actuar y reaccionar 
		recíprocamente de un modo regular? El segundo problema consiste en la 
		dificultad ya mencionada: si las mónadas están verdaderamente completas 
		(contienen de una vez para siempre todo lo que les ocurrirá en el 
		futuro), ¿cómo conservará Leibniz el carácter contingente de las 
		verdades de hecho? Resulta muy significativo que la solución de estos 
		dos problemas nos exija introducirnos en la teología leibniciana, y 
		depende en gran medida de la existencia de la Mónada Suprema.Dios. 
		 
		La interacción causal. 
		 
		Leibniz soluciona el problema de la interacción causal por medio de su 
		teoría de la armonía preestablecida. Al crear el universo, dios hizo que 
		todas las mónadas funcionen juntas con independencia, con objeto de 
		formar el conjunto más perfecto. 
		 
		En tanto que científicos, hemos de suponer que existe una explicación en 
		algún lugar para todo lo que sucede. Leibniz sostiene que una indagación 
		acerca de la razón de un acontecimiento en particular haría que nos 
		viésemos implicados en una cadena de causas compleja e infinita. 
		Percibir la razón suficiente que hay detrás de cada acontecimiento es 
		algo que sólo le corresponde a Dios. Lo que Leibniz sí desea afirmar es 
		que detrás de cada acontecimiento -lo podamos descubrir o no- existe un 
		motivo racionalmente inteligible por el cual aquello ocurre de un modo 
		determinado, y no de otra manera. En definitiva, en el universo no se 
		dan “hechos en bruto”, correlaciones arbitrarias que sucedan de forma 
		accidental. 
		 
		Surge ante nosotros una imagen del universo en la que toda afirmación 
		verdadera podría ser deducida a priori (al menos para una inteligencia 
		infinita), y en la que cada substancia particular contiene dentro de sí 
		misma, de una vez y para siempre, el germen de todo lo que hará. 
		(Problema de la libertad). 
		 
		Libertad y necesidad. 
		 
		Como defensor del teísmo cristiano, Leibniz compartía la doctrina de la 
		responsabilidad y del mérito personal, y por lo tanto, buscó un lugar 
		apropiado para la libertad humana dentro de su sistema filosófico. Trató 
		estos problemas con gran detalle en la obra más extensa que salió de su 
		pluma, la “Teodicea”:0 ”Ensayos sobre la Bondad de Dios, la Libertad del 
		Hombre y el Origen del Mal”. El interés de lo que en ella se dice acerca 
		del problema de la libertad consiste en anticiparse a la reflexión de 
		muchos modernos “conciliacionistas”, aquellos filósofos que tratan de 
		introducir la noción de libertad humana dentro del marco de un acusado 
		determinismo científico. 
		 
		 
		 
		El propio Leibniz, como resultado lógico de su sistema de mónadas y de 
		armonía preestablecida, es -al igual que Spinoza- un determinista 
		convencido. Sostener que la libertad era posible dentro de este universo 
		completamente determinado representó una clara ruptura con la 
		insistencia cartesiana acerca del poder ilimitado e indeterminado de la 
		elección humana: “El señor Descartes exige una libertad que no es 
		necesaria, con su insistencia en que las acciones de la voluntad del 
		hombre se hallan por completo indeterminadas, cosa que nunca ocurre” 
		(“Disertación preliminar sobre la conformidad entre fe y razón”, par. 
		69. Sin embargo, en Descartes hay pasajes cuyo enfoque de la libertad 
		parece más cercano al de Leibniz; cf. “Cuarta Meditación, 31, VII, 59) 
		 
		 
		IV. LA CONTRARREVOLUCIÓN 
		EMPIRISTA 
		Y LA SÍNTESIS KANTIANA. 
		 
		A. La crítica de Locke a las ideas innatas. 
		 
		A finales del siglo XVII la teoría de las ideas innatas fue sometida a 
		la más escrupulosa de las investigaciones por el filósofo inglés John 
		Locke (1632-1704), cuyo “Ensayo sobre el entendimiento humano” (1690) es 
		uno de los textos que más han influido en la historia de la filosofía. 
		 
		Consenso universal y conciencia. 
		 
		La estrategia adoptada por Locke para rechazar la teoría de las ideas 
		innatas posee un lado negativo y otro positivo.  
		 
		El argumento que utilizan más a menudo los defensores del innatismo es 
		el “argumento del consenso universal”: existen determinados principios 
		fundamentales que toda la humanidad acepta como verdaderos. Sin embargo, 
		afirma Locke, el consenso universal no demuestra nada. 
		 
		La mente como “tabula rasa” 
		 
		Todo conocimiento proviene de la experiencia; y para Locke, la 
		experiencia consiste primordialmente en la sensación: aquella conciencia 
		directa del mundo que nos rodea, y que la mente posee gracias a los 
		cinco sentidos. Además de las ideas procedentes de la sensación, Locke 
		admite la existencia de ideas de la “reflexión”, ideas que aparecen 
		cuando la mente reflexiona sobre su propio funcionamiento, y compara y 
		organiza sus impresiones sensoriales; sin embargo, las impresiones son 
		los elementos últimos que sirven para edificar todo el conocimiento. 
		Esta interpretación desecha de un plumazo la doctrina del innatismo. 
		 
		 
		 
		La réplica de Leibniz a Locke. 
		 
		Leibniz (“Essais sur l’entendement humain”, 1704) compara la mente 
		humana con el bloque de mármol de un escultor. No se trata de un bloque 
		uniforme, que se ajuste indistintamente a recibir cualquier figura que 
		le imponga el escultor, sino de un bloque que ya está veteado de un modo 
		determinado, de modo que lo único que tiene que hacer el escultor es dar 
		unos cuantos golpes y descubrir la vena, con objeto de revelar la forma 
		que hay debajo. Leibniz afirma que así surge el conocimiento, gracias a 
		una combinación de estímulos sensoriales (los golpes que da el escultor) 
		y un conjunto innato de “inclinaciones, disposiciones, hábitos o 
		potencias naturales” de la mente. Posteriormente, esta idea es recogida 
		por Kant y en nuestro siglo, por Noam Chomsky. 
		 
		 
		B. David Hume (1711-1776) y la idea de conexión necesaria. 
		 
		En el “Tratado…” e “Investigación sobre el Entendimiento Humano” Hume 
		sostiene que, cuando decimos que A es causa de B, la relación entre A y 
		B se divide en tres elementos. Prioridad, contigüidad y conexión 
		necesaria. En primer lugar, si A es causa de B, A tiene que ser anterior 
		en el tiempo a B (porque ningún efecto puede proceder a su causa). En 
		segundo lugar, A tiene que estar en contacto con B (sin embargo, no se 
		aprecia con claridad que esta segunda condición se requiera en la 
		práctica: la luna, por ejemplo, puede causar cambios en las mareas sin 
		estar en contacto con ellas; y las causas mentales, p. ej. los deseos, 
		no parecen estar contiuguos a sus consecuencias, p. ej. las decisiones, 
		consideración que más adelante hizo que Hume abandonase el requisito de 
		la contigüidad. En tercer lugar, y lo más importante de todo, las 
		personas creen que existe una conexión necesaria entre causa y efecto: 
		si creemos que A es causa de B, creeremos que en cierto modo A “hace 
		que” ocurra B, o que, dado A, B está “obligado” a suceder, o que, dado 
		A, “debe” seguirse B. 
		 
		¿De dónde sale nuestra noción de necesidad causal? No nace de la 
		observación. La clave de la postura de Hume es la siguiente: lo único 
		que observamos es una determinada repetición o regularidad de 
		acontecimientos. Siempre que se coloca el trozo de carbón en el fuego, 
		observamos que arde. Todo se reduce a esto. No existe ninguna 
		justificación o garantía empírica que sirva de base a otra noción de 
		“necesidad”: no se deriva de ninguna impresión sensible. 
		 
		Hume extrae la revolucionaria conclusión de que en el mundo no hay 
		conexiones causales necesarias. Lo único que existe son simples 
		repeticiones de acontecimientos que provocan en la mente la aparición de 
		ciertas expectativas habituales, produciendo así en nosotros una 
		sensación de inevitabilidad que achacamos erróneamente al mundo real. 
		 
		La importancia decisiva de la explicación causal que ofrece Hume reside 
		en el desafío escéptico que plantea a las pretensiones del racionalismo. 
		 
		 
		C. La síntesis kantiana  
		 
		De acuerdo con el argumento de Kant ni siquiera estamos en condiciones 
		de reconocer que el conjunto “A, entonces B” es, antes que nada, un 
		acontecimiento, a no ser que exista una regla que convierta en necesario 
		un determinado orden -no modificable- de nuestras percepciones. En 
		resumen, la experiencia misma de un acontecimiento externo ya está 
		presuponiendo una comprensión de la necesidad causal. 
		 
		 
		V. EL RACIONALISMO EN EL 
		SIGLO XX. 
		 
		A. La herencia de Hegel. 
		 
		Nuestro conocimiento acerca del mundo presupone nuestro compromiso con 
		el mundo, en calidad de seres conscientes de sí mismos. Desde el punto 
		de vista de Hegel el filósofo no rechaza la experiencia sensible. La 
		marcha del proceso dialéctico revela las deficiencias de la confianza 
		empirista en la aprehensión pasiva de los datos particulares; sin 
		embargo, esta etapa de la conciencia sensible no se deja simplemente a 
		un lado en la búsqueda de un tipo de percepción incontaminada y 
		supuestamente “pura”. La conciencia sensible ordinaria es aufgehoben. Se 
		eliminan sus contradicciones pero sus elementos valiosos se conservan y 
		se “elevan”, reintegrándose a un tipo superior de conocimiento, más 
		sistemático. 
		 
		Contra el deductivismo racionalista, Hegel nos ofrece un modelo de 
		combate mental ascendente y dinámico. En vez de ir hacia abajo, 
		garantizando las verdades que Dios implantó en la mente (como sucede en 
		el pensamiento cartesiano), para Hegel el filósofo arranca desde nuestra 
		conciencia ordinaria, y trata de solucionar sus limitaciones y de 
		integrarla en una perspectiva de nivel superior. 
		 
		Hegel toma de Platón la noción de razonamiento dialéctico concebido como 
		lucha ascendente de la mente, en sus intentos progresivos de lograr la 
		definitiva comprensión filosófica. De la concepción “holista” del 
		conocimiento, formulada por Spinoza, Hegel toma la noción según la cual, 
		para comprender los acontecimientos y los objetos particulares, 
		necesitamos en último término integrarlos en un todo único, sistemático 
		y omnicomprensivo. Y de la brillante y sutil filosofía de Kant (de la 
		cual es deudor evidente y directo) Hegel toma la idea de “argumentación 
		trascendental”, es decir, una argumentación filosófica que no se inicia 
		a priori desde la experiencia exterior, sino que descubre las 
		estructuras del entendimiento que se presupone en la experiencia. 
		 
		B: Ascenso y caída del empirismo moderno. 
		 
		Russell y Wittgenstein 
		 
		C. El racionalismo y la filosofía analítica. 
		 
		 
		El ataque de Quine al “dogma” de la analiticidad. 
		 
		En “Dos dogmas del empirismo” (1951), Quine desarrolló un ataque radical 
		contra el “dogma de la analiticidad”, aquella idea según la cual existe 
		un abismo entre las proposiciones analíticas y las sintéticas. Su 
		estrategia consiste, primero, en mostrar que no se puede especificar con 
		propiedad la noción de lo analítico: todos los intentos de definir qué 
		es una proposición analítica caen inevitablemente en un círculo vicioso. 
		A continuación, Quine pasa a señalar que es insostenible la doctrina 
		predominante según la cual existen dos clases de verdad, la 
		verdad-en-virtud-del-significado y la verdad-en-virtud-del-hecho. (es un 
		dogma empírico de los empiristas,un metafísico artículo de fe). 
		 
		La segunda parte de la estrategia de Quine consiste en atacar “el dogma 
		del reduccionismo”, la idea según la cual la significación de una 
		proposición puede entenderse -y establecerse su verdad o falsedad- de 
		manera aislada. Para Quine lo que hay que comparar con el mundo no es la 
		proposición individual, sino un sistema global de creencias y teorías. 
		“La totalidad de lo que llamamos conocimiento… desde las cuestiones más 
		superficiales de la geografía y la historia hasta las leyes más 
		profundas de la física atómica o incluso de la matemática y la lógica, 
		es un tejido fabricado por el hombre, cuyos bordes son lo único que 
		incide en la experiencia. 
		 
		Algunas de nuestras creencias, las que se encuentran cercanas a la 
		periferia (en la zona B), son más susceptibles de modificarse a la luz 
		de la experiencia, y por lo tanto corresponden a lo que tradicionalmente 
		se ha calificado de “sintético”, mientras que es menos probable que se 
		abandonen las creencias pertenecientes a la zona A, más cerca del 
		centro. Sin embargo, esto es sólo una cuestión de grado; aquí no existe 
		una línea clara y tajante entre ambos tipos de verdad. Y si bien las 
		verdades “interiores” pueden incluir muchas de aquellas que 
		tradicionalmente se consideraban como analíticas, no disfrutan de un 
		estatuto privilegiado; no son verdades “puramente lingüísticas”, inmunes 
		a la revisión. 
		 
		“Un conflicto con la experiencia en la periferia da lugar a reajustes en 
		el interior del campo… Una vez redistribuidos valores entre algunos 
		enunciados, hay que redistribuir también los de otros que pueden ser 
		enunciados lógicamente conectados con los primeros o incluso enunciados 
		de conexiones lógicas… Que hay mucho margen de elección en cuanto a los 
		enunciados que deben recibir valores nuevos a la luz de cada experiencia 
		contraria al anterior estado del sistema”. 
		 
		 
		Los argumentos de Quine, sin la menor duda, no constituyen una defensa 
		del racionalismo. El talante de la mayor parte de su filosofía es 
		claramente empirista. “como empirista, sigo pensando que el esquema 
		conceptual de la ciencia es una herramienta, en último término, para 
		predecir la experiencia futura a la luz de la experiencia pasada”. No 
		obstante, sus argumentos sí demuestran que un desprecio intransigente 
		hacia el racionalismo -como el que se da en Hume y en los positivistas- 
		sería algo excesivamente precipitado. Enarbolando la “horca de Hume” (a 
		priori: analíticas; a posteriori: sintéticas), los positivistas han 
		tratado de ensartar a los racionalistas en una de estas dos púas: sus 
		afirmaciones tienen que ser analíticas, en cuyo caso, aunque sean 
		cognoscibles a priori, acabarán convirtiéndose en tautologías vacías; o 
		bien han de ser sintéticas, en cuyo caso hay que desafiar a los 
		racionalistas a que demuestren cómo se confirma su verdad a posteriori 
		mediante la observación. 
		 
		La imagen que nos brinda Quine, eliminando los dogmas de la analiticidad 
		y del reduccionismo, vuelve a abrir la posibilidad de que un proposición 
		filosófica que no se ajuste a la perfección a ninguna de las dos púas de 
		la horca de Hume aporte efectivamente algo a nuestro conocimiento. 
		Podría integrarse, junto a las proposiciones lógicas y científicas, en 
		un sistema global de creencias que examine el mundo en su conjunto, y no 
		a trozos. El resultado es una perspectiva del conocimiento que no se 
		muestra automáticamente hostil al tipo de sistema filosófico holista que 
		habían defendido un Spinoza o un Hegel, por ejemplo. Esto no equivale a 
		decir que Quine defienda tales empresas: nada estaría más lejos de la 
		verdad. Sin embargo, los argumentos que él expone sirven para lanzar un 
		reto al empirismo dogmático. 
		 
		 
		D. Conocimiento y lenguaje: El resurgimiento del innatismo. 
		 
		La teoría de la adquisición del lenguaje de Chomsky. 
		 
		El punto de arranque de Chomsky consiste en un ataque al modelo 
		empirista predominante con respecto a la adquisición del lenguaje, entre 
		cuyos adalides se cuenta el conductista B. F. Skinner (nacido en 1904). 
		 
		Chomsky formula la siguiente hipótesis: todos los seres humanos han 
		nacido con un conocimiento innato de los principios de lo que él llama 
		“gramática universal”. A pesar de las diferencias superficiales, según 
		Chosmky existe una “estructura profunda” muy específica y compartida por 
		todos los idiomas humanos (esta estructura profunda es un “sistema de 
		categorías abstractas y de frases”, por ejemplo “sujeto lógico”, “frase 
		nominal”, “frase verbal”, etc.) 
		 
		 
		 
		Para Leibniz los estímulos experimentales son como los golpes de 
		martillo que se limitan a descubrir una forma preexistente en la 
		estructura del mármol. De igual modo, Chomsky sostiene que los datos a 
		los que se ciñe el aprendiz del lenguaje no hacen otra cosas que “poner 
		en funcionamiento” las estructuras lingüísticas abstractas que están 
		programadas genéticamente en el cerebro de los miembros de nuestra 
		especie. 
		 
		A pesar de todo, la utilización que hace Chomsky de la noción de 
		conocimiento innato es notablemente distinta de la de Platón, Descartes 
		o Leibniz. Estos filósofos entendían por “conocimiento innato” una 
		conciencia explícita de determinados conceptos y verdades (p. ej. 
		verdades y conceptos geométricos), o al menos la capacidad de lograr 
		esta conciencia, si se daban los estímulos sensibles adecuados. No 
		obstante, los principios de Chomsky no son innatos en el sentido de que 
		nosotros seamos explícitamente conscientes de ellos, ni tampoco en el 
		sentido de que tengamos una disposición para reconocer que son 
		obviamente verdaderos dentro de las circunstancias oportunas. 
		 
		Sin embargo, en lo que respecta al estatuto filosófico de sus propias 
		teorías lingüísticas, Chomsky no es apriorista. Al contrario, pone de 
		manifiesto que su teoría de la gramática universal innata es una 
		hipótesis empírica que hay que comprobar con relación a los hechos 
		psicológicos (es decir, los datos acerca de la manera en que los niños 
		aprenden a hablar) y fisiológicos (es decir, los datos acerca de la 
		estructura y las conexiones propias de nuestros cerebros). 
		 
		A pesar de todo, podemos considerar sin equivocarnos que Chomsky 
		pertenece al numeroso grupo de pensadores recientes que han reaccionado 
		en contra del exagerado y dogmático empirismo que predominó en la 
		filosofía y la ciencia durante buena parte de este siglo. Rechaza el 
		modelo psicológico mecanicista, que intenta explicar la conducta humana 
		apelando exclusivamente a las correlaciones observadas entre estímulos y 
		comportamientos, y se muestra partidario de una investigación sobre las 
		estructuras y los mecanismos que explican cómo aparece dicha conducta. 
		En un sentido general, cabe afirmar que Chomsky sintoniza con la 
		tradición aristotélica y leibniciana, que considera la ciencia como algo 
		que versa sobre la estructura interna esencial de las substancias, a 
		diferencia de la opinión de Hume, que reduce el conocimiento científico 
		a una serie de correlaciones observables. 
		 
		Entre Chomsky y Descartes hay también una afinidad especial: la idea 
		según la cual nuestras capacidades lingüísticas indican un tipo de 
		libertad especial con respecto a los condicionantes ambientales de la 
		conducta. 
		 
		E. El racionalismo en la ética. 
		 
		El trasfondo del siglo XVIII 
		 
		En nuestros días el término “racionalismo” se suele vincular a los temas 
		de filosofía teórica (por ejemplo la naturaleza y los orígenes del 
		conocimiento humano). Sin embargo, en el siglo XVIII era muy corriente 
		que los filósofos unificasen los principios teóricos y los prácticos. 
		 
		Señalemos tres factores importantes en lo que se refiere al ámbito de la 
		ética: 
		Uno es el “objetivismo ético”, tesis según la cual las propiedades 
		morales están objetivamente “allí”, son “reales en las cosas mismas”. El 
		segundo elemento es la perspectiva necesitarista de la verdad ética, 
		según la cual los principios morales son “inalterables”. El tercer 
		factor consiste en el llamado apriorismo ético, según el cual se puede 
		llegar a los principios éticos con independencia de cualquier 
		aprendizaje o experiencia sobre el mundo. 
		 
		 
		La crítica de Hume al racionalismo ético. 
		 
		David Hume mira con desdén al objetivismo y pasa a defender una forma de 
		subjetivismo ético, indicando que la maldad (o el “vicio”) sólo es 
		cuestión de una emoción o un “sentimiento de desaprobación en vuestro 
		propio pecho”. En segundo lugar, Hume ataca al necesitarianismo. Y por 
		último Hume ataca la tesis apriorista de que los principios morales 
		pueden ser descubiertos mediante la sola razón. La moralidad, en opinión 
		de Hume, es una cuestión que pertenece al ámbito de las pasiones, el 
		sentimiento o la emoción: “La razón es y debe ser únicamente la esclava 
		de las pasiones, y no pretender jamás llegar a ningún otro cargo que no 
		consista en servirlas y obedecerlas”.. 
		 
		La crítica de Hume al racionalismo ético ha sido una fuerza hegemónica 
		en la filosofía moral del siglo XX, al afirmar que los enunciados éticos 
		son expresiones de sentimientos y no proposiciones que expresen 
		cuestiones que puedan decidirse a través de la razón. Sin embargo, los 
		seguidores de Hume no han dominado por completo la situación. 
		 
		 
		El “imperativo categórico” de Kant. 
		 
		Kant intenta defender una moralidad racionalista y objetivista. Una ley 
		moral ha de estar vigente “para todos los seres racionales”; y hay que 
		buscar el fundamento de la obligación “no en la naturaleza del hombre ni 
		en las circunstancias del mundo en que aquél está colocado, sino 
		únicamente a priori, en los conceptos de la razón pura”.. El imperativo 
		categórico es “una exigencia incondicionada que no permite a la voluntad 
		hacer lo contrario según su propio arbitrio”; nuestro deber es 
		obedecerlo en todos los casos: “actúa sólo de acuerdo con aquella máxima 
		que puedas desear que sirva al mismo tiempo como ley universal”, o 
		“actúa como si la máxima de tu acción fuera a convertirse en ley 
		universal de la naturaleza” 
		 
		Considerar la universalización como fuente de moralidad plantea una 
		dificultad fundamental: es un requisito puramente formal. El raciocinio 
		tiene que arrancar de algún sitio; debe trabajar a partir de ciertos 
		supuestos o premisas; y a pesar de los esfuerzos de Kant no parece haber 
		forma alguna de mostrar que podemos extraer leyes morales esenciales a 
		partir de principios objetivamente válidos que exijan ser acatados por 
		un ser racional. 
		 
		 
		El naturalismo ético. 
		 
		Aunque los principios morales no puedan ser descubiertos a priori, por 
		la “pura razón”, es posible empero que procedan de una investigación 
		acerca de determinados hechos referentes a la naturaleza humana o la 
		situación humana. Este enfoque, que puede ser calificado en sentido 
		amplio como un “naturalismo ético”, es el que Aristóteles adopta en su 
		“Ética a Nicómaco”, donde se nos ofrece una explicación sobre lo que es 
		bueno para el hombre, basada en un análisis de la naturaleza esencial de 
		éste.  
		 
		Durante la mayor parte del siglo XX, sin embargo, las perspectivas del 
		naturalismo ético no han sido demasiado brillantes. El defensor de esta 
		doctrina ha tenido que enfrentarse con dos desafíos principales: 
		 
		1. La falacia naturalista y la dicotomía entre hechos y valores. 
		 
		El primer desafío lo plantea la llamada doctrina de la “falacia 
		naturalista”. Esta doctrina afirma que es ilegítimo cualquier intento de 
		extraer conclusiones morales o evaluativas a partir de premisas 
		“naturales”. También en este terreno la labor de Hume ha ejercido un 
		poderoso influjo. Hume fue el primero que cayó en la cuenta de la 
		dificultad que había para extraer una proposición que contenga un “debe” 
		a partir de una proposición o conjunto de proposiciones que contengan 
		afirmaciones meramente descriptivas.  
		 
		En época reciente, sin embargo, un creciente número de filósofos ha 
		comenzado a atacar dicha doctrina señalando ante todo que la dicotomía 
		entre proposiciones fácticas y proposiciones evaluativas es 
		insostenible. Tales filósofos están muy influidos por los recientes 
		desarrollos de la filosofía de la ciencia, que han puesto en tela de 
		juicio la plausibilidad de la creencia -aparentemente, de sentido común- 
		según la cual el mundo consiste en “datos” o “hechos” neutrales que se 
		hallan a la espera de ser percibidos: “jamás somos neutrales, ni 
		siquiera en aquello que “vemos”; siempre tenemos que seleccionar, 
		interpretar y clasificar”. 
		 
		2. El desafío del existencialismo. 
		 
		Según Aristóteles, el rasgo típico del hombre es su racionalidad, y en 
		consecuencia la realización del hombre debe implicar el ejercicio de 
		este atributo y su desarrollo. Una “neo-naturalista” reciente, Mary 
		Midgley, adopta una estrategia semejante, y afirma que existen 
		determinadas características fundamentales que se nos aplican a nosotros 
		qua seres humanos. Se trata de ciertos “elementos estructurales 
		profundos, que constituyen nuestros propios caracteres”: “nuestro 
		repertorio básico de deseos es algo dado. No somos libres de crear o de 
		aniquilar deseos… Ningún ser humano puede salir en primera instancia a 
		la búsqueda de valores”. 
		 
		 
		Esta noción de una esencia humana fundamental que condiciona nuestra 
		elección ética es justamente lo que ha sido puesto en tela de juicio por 
		la filosofía existencialista. El principio sartriano “la existencia 
		precede a la esencia” significa que en los seres humanos no hay una 
		“esencia” o una “naturaleza” fija y determinada que limite nuestra 
		libertad. Una mera cosa, o être en soi, sólo puede hacer lo que está en 
		su naturaleza hacer; una máquina, o incluso un animal, está en posición 
		de existir dentro del marco de un conjunto predeterminado de 
		disposiciones y respuestas esenciales. Por el contrario, en un ser 
		humano, un être pour soi, la existencia viene primero; en otras 
		palabras, aquí en el mundo debemos elegir cómo vivir: no existen 
		factores “dados”. La creencia en la “naturaleza humana” como elemento 
		limitador que existe con anterioridad a nuestra elección es un caso de 
		“mala fe”. Nuestra opción es absolutamente libre y no se halla 
		restringida por ningún condicionante previo. 
		 
		No obstante, es innegable que -antes que nada- el hombre es un ser 
		físico, tridimensional, sometido al igual que cualquier otro ser a 
		innumerables condicionamientos físicos, como por ejemplo la ley de la 
		gravedad. En segundo lugar, y aún más importante, es un animal, un 
		animal de sangre caliente con una herencia genética específica. Todo 
		esto, resulta tan manifiesto y tan obvio que el rechazo sartriano a 
		reconocer ninguna limitación a nuestra libertad parece una falacia o una 
		fatuidad. Sin embargo -y esto es lo que afirman los existencialistas-, 
		si se empuja a una persona al borde de un acantilado, dicha persona 
		caerá; pero esto ocurrirá con ella qua objeto físico, no qua persona. 
		Por supuesto, si se le priva de comida o de aire, ese sujeto morirá, 
		pero tal cosa ocurrirá con el qua animal. En la medida en que es un ser 
		humano, empero, no cabe predecir nada con seguridad. 
		 
		 
		E. Racionalismo, empirismo y método científico. 
		 
		Karl Popper y la falsabilidad. 
		 
		El pensamiento de muchos racionalistas (Spinoza constituye un ejemplo 
		clásico) ha estado influido por un modelo deductivo del conocimiento. 
		Las proposiciones se deducen paso a paso y con precisión a partir de 
		unos primeros principios, y su verdad queda garantizada por el hecho de 
		que sean una consecuencia necesaria de tales principios. La habitual 
		crítica empirista a este modelo afirma que la deducción lógica sólo nos 
		indica qué es lo que surge de qué. Si queremos averiguar en qué consiste 
		la realidad, necesitamos emplear la observación y no la deducción: el 
		científico infiere verdades generales a partir de observaciones y 
		experimentos particulares. Sin embargo, existe un serio problema con 
		respecto a la explicación inductivista de las ciencias: las 
		observaciones y los experimentos científicos deben limitarse 
		necesariamente a un número finito de casos. Justamente esta dificultad 
		es la que se propuso solucionar la teoría de la lógica de la ciencia 
		propuesta por Karl Popper. 
		 
		Popper dudaba de que los científicos hubiesen llegado jamás de hecho a 
		una teoría mediante la “inducción” de leyes generales a partir de 
		observaciones particulares. Sin embargo, adujo que el tema referente a 
		cómo los científicos formulaban sus teorías era un asunto perteneciente 
		a la psicología, y no a la lógica. Lo importante, empero, no es cómo 
		llegar a las teorías, sino el problema de cómo se comprueban las 
		teorías, una vez propuestas. A este respecto Popper afirma que cabe 
		aplicar un razonamiento deductivo y estrictamente lógico. No se puede 
		garantizar lógicamente que las teorías científicas sean verdaderas, pero 
		su falsedad sí se puede probar desde el punto de vista lógico. A través 
		del principio lógico denominado modus tollens, si la teoría T implica la 
		proposición observable O, si O es falsa, entonces T tiene que ser falsa. 
		 
		Según Popper se formula una teoría en calidad de hipótesis posible; las 
		consecuencias que se deducen de ella se comprueban en relación con la 
		experiencia; si las observaciones efectivamente realizadas no son 
		coherentes con las pronosticadas por la teoría, ésta queda refutada y se 
		abre la posibilidad a una nueva conjetura. 
		 
		De este modo Popper rechazó el predominante dogma empirista del 
		verificacionismo, y en su lugar propuso el principio de la falsabilidad, 
		si bien no lo consideró como criterio de significación sino como 
		principio de demarcación que separa las teorías auténticamente 
		científicas de las que sólo son pseudociencia. La lógica de la falsación 
		fue descrita apelando a un razonamiento estrictamente deductivo. 
		 
		Popper no puede ser situado de manera tajante en ninguno e los dos 
		bandos dentro de la dicotomía racionalista/empirista. 
		 
		 
		La reciente revolución en la filosofía de la ciencia. 
		 
		A lo largo de los dos últimos decenios, sin embargo, se ha producido en 
		la filosofía de la ciencia una revolución que ha puesto seriamente en 
		duda la racionalidad de la ciencia y sus pretensiones de objetividad. Ha 
		sido una ruptura abrupta: en su forma extrema, rechaza al mismo tiempo 
		el modelo racionalista del conocimiento y el modelo empirista, como 
		básicamente erróneos. 
		 
		Las dos figuras centrales de este nuevo enfoque son Thomas Kuhn y Paul 
		Feyerabend, cuyas obras más destacadas al respecto (el libro de Kuhn 
		“The Structure of Scientífic Revolutions” y el artículo “Explanation, 
		Reduction and Empiricism” de Feyerabend) aparecieron en 1962. Ambos 
		autores siguieron a Popper en su rechazo del modelo empirista del 
		científico como alguien que se dedica a “coleccionar hechos” o a 
		acumular gradualmente conocimientos a través de la observación y la 
		experimentación. Sin embargo, rechazaron la noción popperiana según la 
		cual las teorías pueden falsarse comprobando sus consecuencias ante la 
		experiencia. 
		 
		 
		Kuhn sostuvo que, una vez que una teoría o un modelo explicativo 
		determinado ha conquistado la hegemonía dentro de una comunidad 
		científica, los científicos no permitirán que sea falsado por unos 
		resultados anómalos. Los modelos hegemónicos o “paradigmas” que dominan 
		el pensamiento de una comunidad científica disfrutan de una protección 
		especial: “una vez que ha logrado el estatuto de paradigma, una teoría 
		científica sólo se declarará no válida si se dispone de una alternativa 
		que la substituya”. La ciencia normal es una rutinaria solución de 
		rompecabezas, que hay que efectuar dentro de los límites del paradigma 
		predominante. Sólo en períodos de crisis científica, cuando los 
		resultados anómalos se vuelven imposibles de manejar y se presenta por 
		sí mismo un paradigma alternativo, será cuando se modifique un paradigma 
		fundamental o cuando se produzca una revolución en el pensamiento 
		científico. 
		 
		Kuhn y Feyerabend ponen en duda la noción según la cual una teoría puede 
		comprobarse en relación con determinados hechos. Según dichos autores, 
		no existe una distinción tajante entre las proposiciones teóricas y los 
		datos procedentes de la observación. Un “informe de observación” puede 
		estar repleto de teoría. En segundo lugar, cuando las teorías caen, para 
		Kuhn esto no significa que la nueva teoría sea mejor que la anterior 
		porque explique mejor datos empíricos que hasta ahora no podían 
		interpretarse. Lo que ocurre es un “cambio de Gestalt”: de forma súbita, 
		el mundo se contempla a través de una nueva perspectiva conceptual. El 
		nuevo paradigma y la teoría asociada a él generan nuevos “datos”: no 
		proporcionan un modo radicalmente distinto de ver las cosas. En tercer 
		lugar, y lo más decisivo de todo, tanto Kuhn como Feyerabend llegaron de 
		forma independiente a la conclusión de que las diferentes teorías 
		científicas son “inconmensurables”. Si las observaciones dependen de la 
		teoría, y en cierto sentido la teoría determina cómo interpretamos “el 
		mundo”, no hay una forma racional y objetiva de decidir entre dos 
		teorías científicas distintas. No existe una base común que nos permita 
		efectuar una evaluación neutral y objetiva acerca de cuál es la teoría 
		preferible. A esto se le ha calificado de “tesis de la 
		incomensurabilidad”. 
		 
		Los tres elementos principales de la perspectiva de la ciencia tomados 
		en conjunto nos presentan un poderoso desafío a las pretensiones de 
		objetividad de cualquier cosmovisión científica o filosófica. 
		 
		En Feyerabend este pensamiento llega hasta sus últimas consecuencias: la 
		moderna ciencia occidental no es más que una “ideología dominante”; es 
		una tradición entre muchas otras, que carece de una especial 
		justificación para obligarnos a compartirla. “Las ideologías hay que 
		interpretarlas como si fueses cuentos de hadas que… tienen cosas 
		interesantes que decir pero que también transmiten engañosas mentiras… 
		Los “hechos” científicos se enseñan a muy temprana edad, al igual que, 
		hace apenas cien años, se enseñaron los “hechos” religiosos. Es una 
		forma extrema de relativismo (algunos hablarían de “anarquismo”) 
		epistemológico en la que tanto las teorías en sí mismas como los 
		criterios metodológicos que se emplean para evaluarlas pierden toda 
		aspiración plausible a la corrección objetiva. 
		 
		 
		 
		Richard Rorty en su celebrada obra “Phylosophy and Mirror of 
		Nature” (1980), rechaza la visión del filósofo como una especie de 
		“supervisor cultural que conoce el terreno común a todos”. En lugar de 
		la epistemología tradicional, Rorty propone que la filosofía debe 
		transformarse en “hermenéutica”. En otras palabras, en lugar de tratar 
		de establecer los “fundamentos de todo conocimiento”, tendría que 
		reconocer que toda comprensión ha de funcionar dentro de un determinado 
		marco conceptual. 
		 
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