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Cuando yo era niño, el tio Juan y la tia Juana eran ya un matrimonio de edad avanzada. Los del pueblo enfatizaban su longevidad diciendo que, sin duda, se debía a que jamás habían tomado ni una simple aspirina. Creo que era cierto pues nunca se les vio enfermos. Ni las nieves de los crudos inviernos, ni la cellisca de los persistentes algarazos del norte, pudieron doblegar aquellas naturalezas tan duras y fuertes como los robles del chaparral.

Toda su vida la habían dedicado a servir. Él era pastor y ella estaba siempre dispuesta a ayudar en lo que fuera menester. Nunca faltaban motivos para demandar sus servicios. Esta disposición natural era un rasgo de su personalidad que se valoraba otorgándoles a ambos una categoría familiar.

Se les consultaba sobre las más diversas cuestiones y la rectitud e imparcialidad de sus juicios conferían un grado de autoridad moral que era muy tenida en cuenta.

 

 

 

Creo que ambos desconocían los rudimentos de la lectura y escritura. Supongo que desde su más tierna infancia habrían tenido que trabajar para ganarse el sustento. En esos momentos la escuela fue incompatible con el trabajo. Su universidad fue la vida.Si no pudieron cultivar la lectura ni la escritura, practicaron de forma inigualable el arte de la tradición oral y es, a través de este recurso, como llegó hasta mí la leyenda.

***

Aquel día había caído una nevada de aquellas que sólo se producen muy de tanto en tanto. La vegetación oculta bajo la nieve no podía servir de pasto para el ganado que debía permanecer en sus corrales hasta que el temporal amainara. Algunos aprovechaban para rastrear las huellas de los conejos sobre la nieve, no tanto por el rancho que con ellos prepararían, cuanto por las aventuras que después podrían explicar. Otros, consideraban que, en tales circunstancias, nada podía ser más apetecible que pasar el rato al amor de la lumbre y compartir en el regazo del hogar las experiencias vividas o imaginadas de la vida.

La llama del fuego, chisporroteando bajo la amplia chimenea, dibujaba con sus reflejos una rica gama de expresiones y matices teatrales en el rostro de los tertulianos.

Los más pequeños compartíamos el mismo espacio que los mayores por ser el único habitáculo de la casa capaz de soslayar los rigores del frío exterior. Era como entrar en la vida de los mayores por la puerta falsa. A veces escuchábamos sin pestañear los largos relatos y discusiones que se desarrollaban en el transcurso de las horas. El perspicaz sentido de observación del tio Juan captó el momento y aprovechó nuestra atención para comenzar su relato:

Hace mucho, mucho tiempo vivió en Omeñaca un hombre humilde, bueno y sencillo. Se llamaba Genaro. Vivía plácidamente con su mujer e hijos viendo pasar la vida. Las labores del campo y el cuidado de un pequeño rebaño de ovejas consumían la mayor parte de su tiempo. Para el trabajo de labranza disponía de dos burros y una mula y para el control del rebaño de un perro que encontró abandonado y al que adiestró convenientemente. Su modesta condición anulaba todo anhelo de riqueza y pensaba que cualquier otra forma de vida sería peor. Así podía decir, con justa razón, que su aspiración en este mundo era poder vivir en paz con Dios y con los hombres.

En cierta ocasión, Genaro tuvo la necesidad de reparar el establo. El pesebre de uno de sus burros requería una reparación inmediata. Los pesebres estaban hechos de madera. Con cuatro o cinco tablas recomponerlo no sería complicado. Igual que Genaro cincelaba los aladros, con los que araba el campo, o el astil de sus herramientas, sería capaz de dar forma al pesebre.

Para ello contaba con la materia prima, es decir, con la madera. Por desgracia, uno de sus mejores ciruelos, de tantos como bordeaban los huertos del estanque, se había secado. Mejor que acabar hecho cisco en el hogar lo utilizaría para este fin. El ciruelo había sido una planta frondosa de considerable altura. El tronco grueso sostenía el enramado que, cargado del sabroso fruto, se inclinaba hacia el suelo. Nadie conocía su edad pero la voz popular afirmaba que era uno de los árboles más viejos del pueblo. Un año, sin que nadie encontrara la razón, el ciruelo se secó. Unos decían que habría sido víctima de alguna rara enfermedad y otros argumentaban que en la vida todo tiene su fin y al árbol le había llegado el suyo. Fuera como fuere, Genaro no lo dudó ni un momento. Con él haría el pesebre de su burra. Dicho y hecho. En un santiamén vio instalado el nuevo pesebre en su establo. Quedó tan satisfecho con la calidad de la madera, que la sobrante la guardó protegida de las inclemencias del tiempo en el granero aguardando la ocasión en que tuviera que necesitarla otra vez.

Y no tardó en llegar.