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1/2 Rafael Jiménez Sanz

 

 

 

 

 

omenzaba a rayar el día y la aldea despertaba en una mañana plácida y en calma. La brisa matinal transportaba el aroma de las plantas  silvestres que, cubiertas de rocío, desparramaban sus  esencias  por el  horizonte.  Entre las breñas extremas del Moncayo el sol se adivinaba cubriendo con su cabellera de oro los montes y veredas.Un  fantástico espectáculo de luz y color inundaba las colinas y los tejados de las casas.  La tierra se desperezaba impregnando de un halo vaporoso el decorado humilde que conformaban los edificios más señeros de la población.

Junto al camino de Peroniel, destacada en un pequeño altozano, se erguía vigilante  y recatada la ermita de San Sebastián.

Abajo, junto a los olmos de la fuente, sobresalía la iglesia de la Purísima Concepción con su torre alzada cara al poniente sustentando las campanas.

Aquel día, las buenas gentes del lugar habían madrugado más que de costumbre. Se presentía algo extraño. El remanso de paz y quietud que conformaba los afanes diarios de los aldeanos parecía revuelto. 

Rumores de afrentas y venganzas removían los espíritus.  Allá por tierras de Burgos, entre dos de las familias de la más alta alcurnia de Castilla, distinguidas por sus éxitos en la lucha contra el moro y por su lealtad al rey, había estallado la discordia. Se murmuraban cosas terribles.

 

Cabe el brocal de la fuente, donde las mozas y los mozos solían prestarse al juego de la insinuación amorosa, abandonadas las charlas habituales y, presos de una excitación inusual, se hacían eco de noticias que llegaban de todas partes y se extendían con la velocidad del venablo por el contorno. Sentían la necesidad imperiosa de confirmar los rumores.

Los donceles exhibían ante la concurrencia femenina sus dotes comunicativas y ofrecían datos que aseguraban  haber recibido de personas que conocían el caso de primera mano. Alonso, joven gallardo que destacaba del resto por su apostura, dotado de una lucidez mental fuera de lo común y agraciado por la naturaleza con un atractivo especial, era el centro de atención.

-Dinos, Alonso, ¿qué sabes? -preguntaban a coro las jóvenes, fija la mirada, en sus labios.

Antes de que respondiera,  una voz armoniosa y cristalina, quebró por un instante la tensión del momento. Sobre el alféizar de su ventana una doncella de tez sonrosada y ojos azules, vertía sus quejas al viento con los suspiros de una canción. Había oído cosas muy bellas de los Infantes de Lara. Muy aguerridos decían unos. No los hay más valientes en todo el reino de Castilla, comentaban otros. ¡Y qué diestros blandiendo sobre el caballo el acero de la espada!  ¡Con las damas qué apostura, qué donaire y qué amable cortesía en sus gestos y semblantes! 

Con una dulzura infinita las notas más que de su garganta brotaban del corazón:

¡Ay, que los Infantes vienen!
¡Ay, que pronto llegarán! 
Vienen a ver a la Virgen,
a sus pies se postrarán.
La morisma les acecha
por los campos de Almenar.
Ved,  cual corren sus corceles 
por la sierra del Almuerzo. 
Mirad las crines al viento  
con sus destellos de plata. 
Sobre la nubes de polvo
que su carrera levanta   
van volando los jinetes     
a la iglesia de Omeñaca.
¡Ay, que los Infantes vienen!
¡Ay, que pronto llegarán! 
Vienen a ver a la Virgen,
en nadie confían más.
La morisma les espera
por los campos de Almenar.

Traspuesta tras la canción quedó la niña soñando.  Su corazón latía con fuerza. Sin pensar, se había enamorado de una ilusión. Mas no era ilusión vana. -¿Y vendrán  tan apuestos caballeros? ¿Serán como dicen, madre, tan corteses y galantes? -insistía la joven una y otra vez.   

Con los ojos puestos en el camino, mirando en lontananza, quedó sumida en sus sueños...

Mientras tanto, y arrullados por el murmullo de las aguas de la fuente, Alonso, parecía recomponer en su cabeza, los pormenores de los hechos y el ceño de su frente presagiaba un relato prolijo en detalles y cargado de emociones. Un silencio expectante mantenía la boca cerrada y la  mirada  tensa, escudriñando el más mínimo gesto que rompiera aquellos momentos de incertidumbre y zozobra.

Por fin, el joven comenzó a deslizar por sus labios, con calmosa fluidez, las palabras. Cada frase era seguida por la concurrencia con un gesto de sorpresa y estupor.

-Ya sabéis -comenzó Alonso- que se trata de una boda entre las dos familias más influyentes del reino. No quiero relataros el lujo, el derroche y la ostentación que lucían los invitados. Hay quien dice que eran de oro los cubiertos del banquete y que acabado el convite eran lanzados por las ventanas de palacio. ¡Tal era la abundancia y la riqueza de los Lara y los Bureba! ¡Allá vierais obispos, abades  y jerarquías dando los parabienes a los desposados! Las mitras y la púrpura competían en boato con los brocados de las capas de los nobles y las joyas y tocados de las damas. 

- ¿Sabes cómo iba vestida la novia?- interrumpió la menor de las jóvenes escuchando sin pestañear a Alonso que continuó: -Nunca fueron vistos ropajes, joyas, diademas y aderezos más ricos que los que engalanaban a la prometida. Se mostraban allí vaporosos tules de colores recogidos con ceñidores de oro y plata.  Una corona de rubíes y diamantes sobre su cabello dorado deslumbraba con cegadores destellos. Pulseras engastadas de esmeraldas y otras piedras preciosas circundaban sus brazos. Realzaba su porte un collar de irisadas perlas. Las damas de honor sostenían la cola de su  vestido en interminable hilera. Era la más hermosa y admirada de las mujeres. Jamás una doncella pudo soñar con el brillo y esplendor que aquel día envolvía a la novia.

Un suspiro de envidia salió de la concurrencia femenina tras la explicación detallada de Alonso que siguió mostrando los datos que guardaba en su memoria.

-Desde todos los confines de Castilla y de León venían los personajes más señalados de la nobleza. Grandes hombres y barones se sentían honrados con la invitación. Todo Burgos respiraba aire de fiesta. En Salas no cabía ni un alma. Se multiplicaban los convites, las danzas, las justas y los juegos. Era el momento propicio para demostrar la destreza de los donceles en las artes del amor y de la guerra. Los jóvenes rendían pleitesía a las damas ofreciéndoles el éxito de su suerte. Todo eran risas, jolgorio y alegría, pero...

Llegado a este momento de la narración, la cara de Alonso adquirió un matiz de profundo pesar. Cual si acabara de recibir la noticia de una gran desgracia, bajó la vista a la tierra, sostuvo su frente con la mano derecha y quedó como marcado por un hado avieso y terrible.

-¿Qué pasa, Alonso?-Inquirió su auditorio preso de extrañeza y contrariedad. -No, nada. No encuentro palabras para poder continuar -dijo consternado. 

Sobreponiéndose al  momentáneo abatimiento, continuó el joven su relato.