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Continnuación 2/2  
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La soberbia de los hombres no tiene límite. Las alegrías y las tristezas siempre vienen juntas como la vida y la muerte. Hasta en los buenos campos crece la mala hierba. Sobre la fiesta se abatía el ángel exterminador. Un infanzón de Bureba, espoleado por la envidia, insultó gravemente a los de Lara. Con él hizo causa común la madre de la novia. Y ante la sinrazón, los de Lara se defendieron con buenas palabras que sus adversarios percibieron como una agresión a su orgullo y honor. La cizaña ya estaba sembrada y los de Bureba juraron venganza a muerte a los de Lara. Traicionando los más hondos principios cristianos, se alían con el moro y tienden una emboscada. No se acobardan los valerosos Infantes de Lara y aceptan el desafío. ¿Qué otra cosa podía esperarse de los siempre leales y nobles Infantes de Lara? Hoy han salido prestos  desde Salas a Almenar.  Allí los moros les esperan guiados por un traidor. Los relinchos de los caballos anunciarán su presencia. Dicen que están al llegar pues como bravos jinetes no se arredran ante la lucha si la causa es justa. Y ésta lo es. Llevan como guía una fe ciega en la Virgen. Siempre confiaron en ella. Os ruego, que también vosotros, como buenos cristianos, pidáis su favor. 

El relato corrió de casa en casa y de boca en boca. -¿Cómo es posible que un castellano de pro se alíe contra el infiel que quema nuestras cosechas, roba nuestros enseres, mata a quienes  defienden a sus mujeres e hijos y hacen mofa de nuestra santa religión? -decían todos.

Y era así. El odio y la envidia había anidado entre parientes y los moros en emboscada esperaban a su presa como aves de rapiña.

Todas las miradas se dirigían a la sierra del Almuerzo.  Todos querían ser los primeros en divisar o en oír el galopar de los caballos. Cualquier punto de la sierra parecía estar en movimiento. No era ni curiosidad ni pena lo que se sentía. Confiaban en la victoria de los Infantes. Bueno... algunos no. Flotaba en el aire un raro presentimiento. Parecía que nadie se atrevía no ya a hablar sino a respirar. De un momento a otro aparecerían sobre sus corceles aquellos héroes traicionados.

Sólo se percibía el triste lamento de la doncella que desde su ventana rompía, nuevamente, con su canto, el tenue hilo del silencio tejido como un sudario sobre la población.

Mirad ¡ay! que ya se acercan.
Que ya siento el galopar,
por  el alto de Cencejo
bajan los Infantes ya.
¡Ay de mí! ¿qué haría yo
si mi vida ya no es nada
y con sólo su presencia
rebosa mi corazón?

De pronto, como si todo hubiera sido un mal sueño, un aire de fiesta, invadió todos los rincones de la aldea. Volteaban las campanas, y su eco entre las sierras de la Pica y del Almuerzo llenaban de calidez y de dulces resonancias el contorno. Se mecían  las espigas, levemente, acompañando, quizá, el sonido melifluo del bronce del campanario. El humo de los hogares en interminable espiral, intentaba confundirse con las nubes transportando los sones y sus ecos  al cielo. Entre el torbellino de polvo que levantaban los cascos de los caballos se veían, por fin, los siete Infantes de Lara tan apuestos, aguerridos y valientes como la dama más enamorada hubiera podido imaginárselos. Atraídos por una fuerza misteriosa se dirigieron a la iglesia convocados por la voz de las campanas que llamaba  a los fieles a misa. Todos  esperaban en la puerta de la iglesia. Querían unir su súplica  a la de los Infantes. Pedirían por el éxito en la batalla.  Con respetuoso silencio habían formado dos filas a ambos lados de la puerta de la Iglesia. Las mujeres y los niños delante. Los hombres detrás. Dejarían pasar primero a los ilustres visitantes que, veloces como el viento, acudieron a la Iglesia. Y allí ocurrió la maravilla. ¡¡Milagro!! -dijeron todos. Ante ellos la  puerta de la iglesia se había multiplicado por siete. Una para cada uno de los Infantes. Con lágrimas en los ojos todos entraron al templo tras ellos que, arrodillados ante el altar, acompañaron al sacerdote en la oración a la Virgen:

Sub tuum praesidium  confugimus, Sancta Dei genitrix; ne despicias nostras deprecationes sed a periculis nostris libera nos semper. Amen.

Bajo tu amparo nos acogemos, Santa Madre de Dios; no desoigas nuestros ruegos y líbranos siempre de los peligros. Amén. 

Al unísono, los asistentes repitieron las últimas palabras de la oración: No desoigas nuestros ruegos y líbranos siempre de los peligros. Amén. Acabada la plegaria y recibida la bendición, se levantaron los Infantes y, tan rápidos como habían entrado, marcharon raudos, cada uno por su puerta, hacia el campo de batalla. Tras ellos, ensimismados por el suceso, salieron los demás fieles. Sin dar crédito a lo que veían, no sabían si seguir con la vista a los jinetes o entrar una y otra vez por las puertas que milagrosamente se habían abierto.

Pasaron los días, las semanas y los meses. Aquellos caballeros que de forma tan maravillosa habían venido a orar ante la Virgen, seguían vivos en la memoria y en el corazón de todos.  El pueblo, tras el prodigio, había cambiado por completo. Para la vecindad todo era diferente. El milagro había cambiado sus vidas de tal manera  que ya nada parecía como antes. El aire que respiraban estaba saturado de aromas que jamás habían advertido. Las cosas  mostraban  matices de formas y colores como si fueran producto de un sueño. Olvidaron las rencillas que entre ellos pudiera haber y, sin pretenderlo, su  existencia discurría  pacífica  y feliz como en la más dichosa de las repúblicas cristianas. Tras los alcores que dibujaban los límites del horizonte, no existían otros seres que aquellos héroes extraordinarios que con su fugaz visita envolvieron a la población  en una aureola mágica, maravillosa e inexplicable.  Se esperaba que, en un momento u otro,  por entre los matorrales del camino de Peroniel,  envueltos en una vorágine de polvo, furor y exaltación, aparecerían victoriosos los Infantes. A veces, por la noche, algunos creían divisar misteriosos resplandores tras la sierra de la Pica. Aunque nadie lo decía en voz alta, en los destellos muchos creían ver el fragor de la batalla, las herraduras de los caballos, el golpear de las lanzas y la tierra quemada por los moros.  Otros, por el contrario, interpretaban la luz como signo de victoria. 

La demora del retorno alimentaba la desazón. La paz de los corazones comenzaba a teñirse de una vaga sombra de inquietud. Mudas las gentes dirigían su mirada a las siete puertas y de sus corazones brotaba, en silencio, una súplica entre confiada y angustiosa a la Virgen. ¿Cuál era la causa de la tardanza? ¿Cuál la ausencia de noticias? ¿A quién dirigirse para calmar la ansiedad? Esta última pregunta tuvo una clara respuesta. La Virgen que hizo el milagro de las siete puertas sería su confidente. De ella obtendrían la verdad. Las campanas que en días de tormenta alejaban los negros nubarrones, ahora, les convocarían para despejar de sus mentes tan oscuros presagios. También aquel día los cielos amenazaban tempestad. Pero ni la lluvia ni los relámpagos eran capaces de detener su fe. Atravesaron los siete arcos como ungidos por un poder sobrenatural y postrados ante el altar repitieron la oración que habían oído a los Infantes:

"Sub tuum praesidium confugimus Sancta Dei genitrix ... sed a periculis nostris liberanos semper. Amen"

Volvieron a repetir, como los Infantes, las  palabras: No desoigas nuestros ruegos y líbranos siempre de los peligros. Amén.  

La última sílaba del Amén fue seguida de un violento relámpago que iluminó por unos instantes el santo recinto. Tras él, el seco estampido de un trueno detuvo repentinamente el paso de quienes ya habían iniciado la salida. En el umbral de la entrada, una luz vivísima anunciaba un nuevo prodigio. Sobre el frontispicio exterior de la puerta principal, iluminando las arquivoltas que lo sustentaban, grabadas sobre la piedra, aparecían siete cabezas o cuerpos en los que todos quisieron ver a los Infantes. El moro, aliado del traidor cristiano, segando las cabezas de los héroes, les había abierto las puertas del camino de la gloria. 

El milagro, en efecto, era evidente. Han pasado los siglos y, aún, hoy día, las siete puertas románicas se mantienen en pie, las cabezas custodian la entrada  y, se dice, que los Infantes presentan a la Virgen las peticiones de los que con fe atraviesan sus dinteles.

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Cuando sobre mis pasos vuelvo a los orígenes, amigo lector, al pasar bajo los arcos románicos de la iglesia de Omeñaca, me sobrecoge la emoción, la magia y la fe de aquellos sucesos que quedaron grabados para siempre en el espíritu sagrado de la piedra.