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Leyendas sorianas

"El rayo de luna"
"El monte de las ánimas"
"La promesa" 
"Los ojos verdes"
"El gnomo"
"La corza blanca"
     
Bécquer en la red
     

 

 

 
 

 

 

 

 
Placa que recuerda el solar sobre el que habitaron Gustavo Adolfo Bécquer y su hermano Valeriano en la ciudad de Soria. Para verla ampliada clica sobre ella.

¿POR QUÉ HEMOS INCLUIDO AQUÍ LAS LEYENDAS DE BÉCQUER?

Si bien nuestros antepasados de Omeñaca no tuvieron la suerte de recibir la ilustre visita del gran poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer, la importancia del paso de este enorme escritor por la ciudad de Soria hace que tengamos el honor de incluir sus leyendas de ambientación soriana en la Página. Por otro lado, también hay que señalar que aunque estas narraciones estuvieran enmarcadas en un entorno que nos es tan cercano, los temas tratados son universales y de carácter trascendental: el amor que desencadena la tragedia, la vida después de la muerte, la belleza sobrenatural...

Dado que la aldea de Omeñaca es un lugar mágico para nosotros, no se nos ocurre oportunidad más afortunada de homenajear modestamente a un hombre que forjó una destacada parte de su imperecedera obra por estos lares.

En esta misma línea de interés por la literatura que se ha inspirado en las legendarias comarcas sorianas, no tardaremos en añadir nuevos apartados que recojan los trabajos de otros genios de las letras españolas, como es el caso de Antonio Machado, Pío Baroja, Miguel de Unamuno y Gerardo Diego. Todos ellos nos brindaron pasajes líricos inolvidables inspirados en la agreste y épica tierra de Soria.

 

EL RAYO DE LUNA

 

Comentario previo:

Gustavo Adolfo Bécquer (1836 - 1870) es considerado el poeta y narrador romántico más destacado de la literatura española. Fue un romántico tardío, lo que no le impidió alcanzar cotas de intensidad lírica nunca antes conseguidas. Sus penas y sus amores corrieron paralelos a su sentido trágico de la vida, perdiendo a sus padres desde la más temprana edad, en su Sevilla natal, y sufriendo el resto de sus días la incomprensión de una sociedad que no valoraba el concepto de poesía "pura" que él defendió por encima del estilo ramplón y artificioso que se llevaba en su época. Bécquer gustaba de inspirarse en ciudades medievales como Toledo y Soria, lugares de los que recogió tradiciones orales repletas de las más tenebrosas fantasías.

Una de las más afamadas leyendas sorianas es El Rayo de Luna, sugestiva historia que en manos del escritor andaluz se convierte quizá en la más bella pero también en la más devastadora expresión de prosa poética jamás escrita por él, en una triste oda al pofundo vacío de la existencia humana, a través del relato de un joven caballero que cree haber encontrado el amor de su vida en un vano espejismo.

 

R.R. Jiménez Carbó

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Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación.

Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerlos un rato.

I

Era noble; había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante, ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última carta de un trovador.

Los que quisieran encontrarlo no lo debían buscar en el anchuroso patío de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su maza contra una piedra.

-¿Dónde está Manrique? ¿Dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.

-No sabemos -respondían sus servidores-; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña; sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr una tras otra las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra por que su sombra no lo siguiese a todas partes.

Amaba la soledad porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, porque Manrique era poeta, ¡tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos!

Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel, junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre.

Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio, intentando traducirlo.

En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras inteligibles que no podía comprender.

¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar, como un junco.

Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio exclamaba:

-Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas! Y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.