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Leyendas sorianas

"El rayo de luna"
"El monte de las ánimas"
"La promesa" 
"Los ojos verdes"
"El gnomo"
"La corza blanca"
     
El Gnomo 5/5
La Corza blanca1/5
Bécquer en la red
     

 

 

 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El agua: remonta mi corriente, desnúdate del temor como de una vestidura grosera y osa traspasar los umbrales de lo desconocido. Yo he adivinado que tu espíritu es de la esencia de los espíritus superiores. La envidia te habrá arrojado tal vez del cielo para revolcarte en el lodo de la miseria. Yo veo, sin embargo, en tu frente sombría un sello de altivez que te hace digna de nosotros, espíritus fuertes y libres ... Ven, yo te voy a enseñar palabras mágicas de tal virtud, que al pronunciarlas se abrirán las rosas y te brindarán con los diamantes que están en su seno, como las perlas en las conchas que sacan del fondo del mar los pescadores. Ven; te daré tesoros para que vivas feliz, y más tarde, cuando se quiebre la cárcel que lo aprisiona, tu espíritu se asimilara a los nuestros, que son espíritus hermanos, y todos confundidos, serenos la fuerza motora, el rayo vital de la creación, que circula como un fluido por sus arterias subterráneas.

El viento: el agua lame la tierra y vive en el cieno. Yo discurro por las regiones etéreas y vuelo en el espacio sin límites. Sigue los movimientos de tu corazón, deja que tu alma suba como la llama y las azules espirales del humo. ¡Desdichado el que, teniendo alas, desciende de las profundidades para buscar el oro, pudiendo remontarse a la altura para encontrar amor y sentimiento!.

Vive oscura como la violeta, que yo te traeré en un beso fecundo el germen vivificador de otra flor hermana tuya y rasgaré las nieblas para que no falte un rayo de sol que ilumine tu alegría. Vive oscura, vive ignorada, que cuando tu espiritu se desate, yo lo subiré a las regiones de la luz en una nube roja.

Callaron el viento y el agua y apareció el gnomo. El gnomo era un hombrecillo transparente, una especie de enano de luz semejante a un fuego fatuo, que se reía a carcajadas, sin ruido, y saltaba de peña en peña y mareaba con su vertiginosa movilidad. Unas veces se sumergía en el agua y continuaba brillando en el fondo como una joya de piedras de mil colores, otras salía a la superficie y agitaba los pies y las manos, y sacudía la cabeza a un lado y a otro con una rapidez que tocaba en prodigio.
Marta vio al gnomo y le estuvo siguiendo con la vista extraviada en todas sus extravagantes evoluciones y cuando el diabólico espíritu se lanzó al fin por entre las escabrosidades del Moncayo como una llama que corre, agitando su cabellera de chispas, sintió una especie de atracción irresistible y siguió tras él con una carrera frenética.

¡Magdalena!, decía en tanto el aire, que se alejaba lentamente.

Y Magdalena paso a paso y como una sonámbula guiada en el sueño por una voz amiga, siguió tras la ráfaga, que iba suspirando por la llanura. Después todo quedó otra vez en silencio en la oscura alameda, y el viento y el agua siguieron resonando con los murmullos y los rumores de siempre.


IV


Magdalena tornó al lugar pálida y llena de asombro. A Marta la esperaron en vano toda la noche.

Cuando llegó la tarde del otro día, las muchachas encontraron un cántaro roto al borde de la fuente de la alameda. Era el cántaro de Marta, de la cual nunca volvió a saberse. Desde entonces las muchachas del lugar van por agua tan temprano, que madrugan con el sol. Algunas me han asegurado que de noche se ha oído en más de una ocasión el llanto de Marta, cuyo espíritu vive aprisionado en la fuente. Yo no sé qué crédito dar a esta última parte de la historia, porque la verdad es que desde entonces ninguno se ha atrevido a penetrar para oírlo en la alameda después del toque de Ave-María.

LA CORZA BLANCA

Comentario previo:

Protagonizada por Constanza, La Azucena del Moncayo, la hermosa castellana de Veratón (Beratón), esta leyenda también se remonta a la antigüedad clásica, pero a nosotros nos interesa, aún más, porque ejemplifica el tópico becqueriano sobre la mujer como reflejo del drama existencial del hombre.

Una dama de inquietante belleza puede provenir de una dimensión no terrenal o hacer sentir en el pecho del caballero que la corteja una pulsión más fuerte que la vida, pero también puede desatar la ira y el terror, provocar la desesperación y la muerte.

Dos cuestiones más: el erotismo mostrado a través del baño de las ninfas y la asombrosa capacidad de sugestión que poseía Bécquer para hacernos sentir partícipes de una escena narrada sin tener que describir nada. En este caso, se sugiere la presencia inminente de todo un mundo fantástico mediante una invocación mágica, generando una expectación en el lector que acaba frustrada mediante un giro narrativo sublime, que revela una técnica tan elegante como depurada.

 

R.R. Jiménez Carbó

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I

En un pequeño lugar de Aragón y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.

Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión, acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de Azucena, que como se les entrase a más andar el día, engolfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.

Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla, semejante a la del guión de un rebaño.

En efecto, era así, pues a poco de haberse oído la esquililla empezaron a saltar por entre las apiñadas matas de cantueso y tomillo, y a descender a la orilla opuesta del riachuelo, hasta unos cien corderos blancos como la nieve, detrás de los cuales, con su caperuza calada para libertarse la cabeza de los perpendiculares rayos del sol, y su atillo al hombro en la punta de un palo, apareció el zagal que los conducía.

-A propósito de aventuras extraordinarias -exclamó al verle uno de los monteros de don Dionís, dirigiéndose a su señor-: ahí tenéis a Esteban el zagal, que de algún tiempo a esta parte anda más tonto que lo que naturalmente lo hizo Dios, que no es poco, y el cual puede haceros pasar un rato divertido refiriendo la causa de sus continuos sustos.

-Pues ¿qué le acontece a ese pobre diablo? -exclamó don Dionís con aire de curiosidad picada.

-¡Friolera! -añadió el montero en tono de zumba-: es el caso que, sin haber nacido en Viernes Santo, ni estar señalado con la cruz, ni hallarse en relaciones con el demonio, a los que se puede colegir de sus hábitos de cristiano viejo, se encuentra, sin saber cómo ni por dónde, dotado de la facultad más maravillosa que ha poseído hombre alguno, a, no ser Salomón, de quien se dice que sabía hasta el lenguaje de los pájaros.

-Y ¿a qué se refiere esa facultad maravillosa? -Se refiere -prosiguió el montero- a que, según él afirma, y lo jura y perjura por todo lo más sagrado del mundo, los ciervos que discurren por estos montes se han dado de ojo para no dejarle en paz, siendo lo más gracioso del caso que en más de una ocasión los ha sorprendido concertando entre sí burlas que han de hacerle, y después que estas burlas se han llevado a término, ha oído las ruidosas carcajadas con que las celebran. Mientras esto decía el montero, Constanza, que así se llamaba la hermosa hija de don Dionís, se había aproximado al grupo de los cazadores, y como demos trase su curiosidad por conocer la extraordinaria historia de Esteban, uno de éstos se adelantó hasta el sitio donde el zagal daba de beber a su ganado, y le condujo a presencia de su señor, que, para disipar la turbación y el visible encogimiento del pobre mozo, se apresuró a saludarle por su nombre, acompañando el saludo con una bondadosa sonrisa.