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El «ego» o la construcción de nuestra falsa identidad

Hombre, conócete a ti mismo, y conocerás el Universo y a los dioses. (Oráculo de Delfos)

En el seno mismo del Cosmos se produce una espectacular y maravillosa singularidad: la emergencia de algo inédito, el fenómeno del «yo». El «ser humano», el lugar en el que el Cosmos se ha vuelto consciente… el ente en el que el Cosmos ha tomado consciencia de sí mismo. Desde el seno mismo de la materia, en el sí más íntimo del ser humano, emerge una sorprendente entidad psico-somática que denominamos «yo». (ver aquí)

El «yo» es como una síntesis experiencial, necesariamente subjetiva y cualitativa, del complejo mundo mental de la persona. El «yo»: la representación que el individuo hace de sí mismo y de su propia experiencia del mundo. Una entidad que ayuda a dar unidad, coherencia y sentido a nuestra actividad mental. La conciencia humana «está llena» de experiencias variadas y diversas en cuya unidad e integración se identifica esa entidad que denominamos «yo». Se trata de una realidad sintética sin la cual en el mundo mental de cada persona sólo se tendrían grandes cantidades de trozos de cosas inconexas, dispersas entre sí, sin una entidad que las unificara. El «yo» es psicológicamente la clave de vuelta de la experiencia mental humana, y su desorganización nos lleva simplemente a la «desorganización personal», a la demencia. Pero nuestra complejísima realidad mental está constituida por otras muchas instancias psíquicas...

El «ego».El pronombre «ego» proviene del antiguo latín, cuyo significado es «yo», (el yo individual). Es el término utilizado convencionalmente en las doctrinas y sistemas filosóficos, antiguos y modernos, para referirse a la individualidad del ser humano, aunque realmente el concepto debe ser universal y aplicado para toda forma de vida. La ciencia académica afirma que el humano es el único animal que puede percibirse a sí mismo como una entidad racional, y posiblemente esté en lo cierto; sin embargo, es necesario aclarar que toda forma de vida posee una individualidad, y no así un concepto del «yo», o una «imagen de sí» —como en el caso del hombre—, sino una serie de sensaciones derivadas de su propia naturaleza que le hacen ser y existir; esto es el ego en las demás formas de vida que, evolutivamente, no han adquirido o alcanzado la cualidad de la razón. En el caso del ser humano, este ego o yo natural, inherente a toda forma de vida, es encapsulado por una envoltura artificial que crece y se acumula por medio de la absorción de información, proveniente de toda clase de influencias externas. (Raúl DÍAZ PEÑA: Las Tres Muertes del Ego)

Qué es el ego. El «ego» es un concepto complejo que se ha abordado desde distintas perspectivas, especialmente en la psicología y la filosofía. En términos generales, se refiere a la percepción que una persona tiene de sí misma, su identidad y su autoestima. Es la parte de la mente que nos ayuda a diferenciarnos de los demás y a construir nuestra personalidad. El ego, desde la psicología tradicional, juega un papel principal en la persona, ya que es la cara visible hacia el mundo y es el que protege al yo del sufrimiento. Es decir, el ego es una estructura mental que cumple con las funciones de supervivencia, equilibrio y protección.

Es un concepto central en la teoría psicoanalítica de Freud, donde el «ego» actúa como mediador entre el ello (instintos y deseos) y el superyó (valores y normas sociales). Sigmund Freud planteó que el «ego» es una de las tres instancias de la psique, junto con el ello (los impulsos y deseos primarios) y el superyó (las normas y valores internalizados). El «ego» actúa como un mediador entre estos dos extremos, ayudándonos a tomar decisiones racionales y adaptarnos al entorno. En general vivimos secuestrados por la mente y poseídos por el pensamiento.

En otros enfoques, el «ego» también puede estar relacionado con la necesidad de reconocimiento, el deseo de sentirse importante o el apego a una autoimagen determinada. El «ego» puede estar relacionado con la confianza en uno mismo, el orgullo o incluso la vanidad. Cuando se habla de "tener mucho ego", suele referirse a alguien que se sobreestima o tiene dificultades para aceptar críticas. Sin embargo, un «ego» saludable es clave para tener seguridad en uno mismo sin caer en la arrogancia. Hoy en día, el «ego» es visto como la parte de la personalidad que regula la identidad y la autopercepción, ayudando a las personas a desarrollar una imagen coherente de sí mismas.

En algunas tradiciones filosóficas y espirituales, se habla de "trascender el «ego» como un camino hacia una mayor conexión con los demás y con la realidad, dejando atrás la identificación con el yo superficial. Tanto si somos conscientes -como si no- todos nos encontramos inmersos en alguna de las fases que rigen el «desarrollo evolutivo» de nuestra conciencia: el proceso de aprendizaje que nos permite trascender el ego y reconectar con el ser esencial. En algunas corrientes más recientes, como la psicología transpersonal, se enfatiza la trascendencia del «ego», promoviendo una visión más conectada y menos centrada en la identidad personal.  Veamos la presentación de la cuestión que realizan algunos estudiosos del tema.

Durante miles de años, la humanidad se ha dejado poseer cada vez más por la mente, sin poder reconocer que esa entidad poseedora no es nuestro Ser. Fue a través de la identificación completa con la mente que surgió un falso sentido del ser: el «ego». La densidad del «ego» depende de nuestro grado de identificación con la mente y el pensamiento. El pensamiento es apenas un aspecto minúsculo de la totalidad de la conciencia, la totalidad de lo que somos. (Eckhart Tolle)

El «ego» generalmente se refiere a dos funciones distintas pero relacionadas: nuestro concepto del «yo»: la colección de pensamientos, sentimientos, creencias, recuerdos e historias que consideramos yo; y la tendencia a identificarse y apegarse a este constructo. El grado de identificación con la mente varía de persona a persona.

¿Qué es el ego? (E. MARTINEZ LOZANO)

Enrique MARTÍNEZ LOZANO es psicoterapeuta, sociólogo y teólogo. Es autor de varios libros y se halla comprometido en la tarea de articular psicología y espiritualidad, abriendo nuevas perspectivas que favorezcan el crecimiento integral de la persona. Quiere ayudar a vivir lo que somos. Y ello requiere el concurso de la psicología y de la espiritualidad, para integrar y trascender el yo.

Es normal que, cuando una persona oye hablar del “yo” o del “ego”, en el contexto de una visión que lo relativiza, se pregunte: pero, ¿qué es el ego? Se trata de una cuestión que me suelen plantear con bastante frecuencia, y a la que respondo, más o menos, de la forma que expongo a continuación.

De entrada, quiero dejar claro que uso los términos «yo» y «ego» como absolutamente equivalentes: ambos, en español o en latín, se refieren a la misma realidad, aunque luego, por motivos pedagógicos, se hayan querido percibir matices diferenciadores. La distinción más frecuente –y quizás también, bajo un cierto punto de vista, la más sugerente- es aquella que se refiere al «ego» como el resultado de una identificación completa con el “yo” particular. Bajo esta perspectiva, el «yo» sería una entidad “neutra”, aunque valiosa, que habría que cuidar adecuadamente, mientras que el «ego» nacería como consecuencia de que la persona se ha reducido al yo, hasta identificarse con él. El ego sería, por tanto, la errónea absolutización del yo, y constituiría la fuente de toda confusión y sufrimiento, al habernos identificado con lo que solo es un elemento de nuestra verdadera identidad. Con todo, me parece más sencillo y acertado atribuir el mismo significado a ambos términos, usándolos indistintamente para referirnos a la misma realidad.

Y, al querer clarificar ese significado, me parece buen comienzo la referencia a Einstein que, a mi modo de ver, acertó de pleno cuando afirmó que el «yo» era una «ilusión óptica de la conciencia». Efectivamente, el yo (o el ego) es simplemente un error de percepción, por el que llegamos a creer en una entidad que, en realidad, no existe; es solo una ficción mental, aunque de impresionantes consecuencias. De hecho, cuando creemos en el «yo», como si se tratara de una verdadera identidad, nos vivimos como monos y monas enjaulados en nuestro propio cuerpo.

Lo que llamamos «yo» no es otra cosa que el centro operacional de nuestra vida cognitiva y emocional, asociado a nuestro cuerpo. Cuerpo, mente y psiquismo, unificados gracias a la autoconsciencia –la consciencia una que, con la aparición de la mente, empieza a hacerse consciente de sí misma-, empiezan a ser percibidos como si de una identidad separada se tratara; identidad a la que se le da el nombre de «yo».

A partir de ese momento, los seres humanos empiezan a organizar su vida en torno a esa supuesta identidad, como si en ella les fuera la vida, dado que previamente se han reducido a la misma. La creencia incuestionada ha terminado convirtiendo la ficción en una (aparente) “evidencia” del sentido común. De este modo, cuando se cuestiona la existencia del yo, es comprensible que surja la reacción inmediata: ¿Cómo se puede poner en duda algo que es tan evidente? Olvidamos cuántas cosas “evidentes” hemos aceptado…, hasta que hemos percibido su falsedad: desde la idea de que el sol giraba alrededor de la tierra hasta la fe en un dios separado e intervencionista.

Por eso, necesitamos empezar desde el principio: ¿Cómo ha podido llegarse a una conclusión tan firme y generalizada sobre el yo? Es decir, ¿qué ha ocurrido en el proceso de construcción del yo para que los humanos hayamos terminado prácticamente reducidos a algo que no somos? La respuesta es simple: con la emergencia de la mente, dentro del proceso evolutivo, la consciencia vuelve sobre sí misma (reflexiona), haciendo posible que la mente se apropie de sus contenidos y, gracias a la memoria, le sea posible construir una sensación de continuidad, en la que termina reconociéndose como el sujeto estable de la misma. La conclusión no podía ser otra: el ser humano –que, por otra parte, no puede negar su consciencia de ser “sujeto”- se otorga una identidad separada (“yo”) a la que considera el principio activo y permanente a lo largo de toda su peripecia vital. La aparición de la mente ha hecho posible que, al sentirse actuar y recordar lo actuado, la persona haya atribuido a esa acción un sentido de agencia, de ser sujeto actuante, un “yo” con el que ha terminado identificado.

Si a esto añadimos todo lo vivido en el proceso de socialización desde el primer momento de su existencia, es muy fácil comprender hasta qué punto vivimos y organizamos nuestra vida –pensamientos, creencias, acciones, reacciones…- como si realmente fuéramos ese yo individual, que se ha plasmado en un nombre –otro pensamiento más- y en un número de identificación.

¿Qué es lo que en realidad se ha producido, y que nos ha pasado desapercibido? Algo absolutamente decisivo en sus consecuencias: una especie de constricción de la consciencia a los límites del propio cuerpo. La consciencia una –la consciencia que somos, de donde nos viene precisamente la innegable sensación de ser sujetos: la Consciencia es “Yo Soy”- ha quedado constreñida, “encerrada” en el cuerpo, como si de una jaula o cárcel se tratase, hasta el punto de que hemos terminado confundiéndola con la propia mente.

La consecuencia más grave es la confusión derivada de ello y que se plasma en la primera creencia del yo: la separatividad. Al encerrarnos en los límites del propio cuerpo, es inevitable que nos sintamos separados de todo lo que percibimos fuera de las fronteras del mismo: separados del entorno, de los otros, de la misma vida… Y, dado que la mente es esencial e inexorablemente separadora, terminamos convencidos de que esa separación es real (nos lo dice también el “sentido común”).

Una vez convencido de que soy un “ser separado”, es inevitable que me perciba y me comporte como tal: la comparación, la competitividad, el enfrentamiento… vendrán de la mano. Con todo ello, experimentaremos un “doble” sufrimiento: por una parte, el derivado del “encierro” en el que nos hemos instalado, por el que nos sentimos interiormente constreñidos y socialmente aislados; por otra, el que acompaña a un comportamiento egoico y egocentrado, que nos hace perder nuestra conexión (real) con todos y con todo.

Pues bien, la tremenda ironía es que esa supuesta identidad, el yo, es una pura ficción. Como nos recuerdan los neurocientíficos, no hay ningún hombrecito y ninguna mujercita en nuestro cerebro organizando todo, como si de un director de orquesta se tratara. No hay tal cosa como un homúnculo separado, independiente, autónomo y libre.

Nuestra verdadera identidad es la misma que la de todo lo real; no podría ser de otro modo. El gran místico cristiano del siglo XIII, el Maestro Eckhart, lo repetía con aquella expresión contundente: “Mi suelo y el de Dios son el mismo”. Somos consciencia que, temporalmente, se expresa en este organismo psicofísico. Hay, por tanto, sensaciones, sentimientos, emociones, pensamientos, recuerdos, experiencia de muchos tipos…, pero no existe ningún “yo” separado.

La sabiduría –o el llamado “despertar”- no es otra cosa que caer en la cuenta del engaño de aquella identificación, percibiendo nuestra verdadera naturaleza.

Ciertamente, tendremos que cuidar de una manera adecuada nuestro psiquismo, favoreciendo su integración y armonía. Pero, de la misma manera que el cuidado del cuerpo no hace que nos identifiquemos con él, la atención a la mente y al psiquismo no tiene por qué implicar que nos reduzcamos a ellos.

El proceso que favorece el despertar requiere, por tanto, una actitud de relajar o aflojar la constricción que nos ha llevado a creer en una consciencia encerrada dentro de los límites de nuestro cuerpo y separada del resto. Aflojar esa constricción equivale a “deslizarnos” en la consciencia que trasciende nuestro cuerpo, hasta el punto de reconocernos incluso “fuera” de él. No perdemos el contacto real con nuestro cuerpo, pero dejamos de reducirnos a él, y empezamos a percibirnos como la consciencia una que en todo se expresa y manifiesta. Se supera así el dualismo mental y empezamos a saborear la no-dualidad.

Desde esta nueva consciencia –ampliada, ilimitada, y que es una con la vida toda-, no se ve nada como separado. La vida no es algo distante ni diferente; percibes que tú y la vida sois la misma cosa. Los otros no son percibidos como seres separados o aislados en las fronteras de su cuerpo, sino expresiones y manifestaciones de la misma y única consciencia que tú también eres.

A partir de ahí, seguimos usando la mente como una herramienta preciosa para todo aquello que nos puede servir, pero hemos superado la trampa de reducirnos a ella. Al mismo tiempo, dejamos de atribuirle valor absoluto a sus ideas y creencias, porque sabemos que en ese terreno fácilmente yerra, debido a su inevitable limitación.

Mientras tanto, en el camino, la práctica meditativa busca liberarnos de aquella falsa identificación. Al hacernos diestros en dejar caer los pensamientos –el propio “yo” es solo un pensamiento o una etiqueta más-, vamos quitando los velos que opacan y oscurecen nuestra visión, permitiendo que aflore resplandeciente nuestra radiante identidad. (www.enriquemartinezlozano.com)

El ego como estructura mental de supervivencia (A. BELART, psicológa, psicoterapeuta)

Ascensión BELART, es psicóloga y terapeuta de pareja y familia. Su orientación es de base humanista con una visión sistémica y fenomenológico-existencial y una perspectiva terapéutica sobre la psicología del alma, o transpersonal. Está especializada en acompañamiento a procesos de enfermedad, pérdida, muerte y duelo. Autora del libro "Un viaje hacia el corazón. El proceso terapéutico del ego al Sí mismo": La trayectoria vital del ser humano consiste en compaginar el trabajo psicológico y el espiritual, construirse primero un ego para después llegar a trascenderlo. Aparentemente son actividades opuestas, pero en realidad son complementarias. La transformación de la personalidad supone, en definitiva, llegar a convertirnos en lo que realmente somos, como si se tratase de un proceso alquímico de purificación. La tendencia natural del ser humano es ir hacia el reconocimiento de esa naturaleza primordial idéntica a todos: el núcleo esencial de la persona. Pero el ego no siempre lo pone fácil.

Cada uno tenemos nuestra personalidad, la máscara o disfraz del personaje con el que nos presentamos ante el mundo. La personalidad es nuestra falsa identidad, el «ego» o falso yo. Nos formamos una personalidad coloreada con tonalidades de orgullo, arrogancia, egoísmo, envidia, o bien dependiente, vanidosa, tímida o perfeccionista para conseguir el amor, la aceptación y la valoración de los demás. Más allá del ego, sin embargo, se encuentra el Ser esencial, el alma, el Sí mismo, nuestra auténtica naturaleza esencial. El ego desvirúa, opaca esa nuestra naturaleza esencial.¿Cómo se forma el ego o personalidad y cuál es su desempeña en nuestra vida cotidinan? ? ¿Y cómo trascenderlo, cómo despojarnos de este caparazón con el que nos hemos revestido?¿Cuál es el camino para convertirnos en lo que verdaderamente somos? El camino: la transformación personal a fin de trascender el ego y acceder a nuestro Ser esencial. Todo un proceso de crecimiento personal para convertirnos en seres humanos maduros y plenamente desarrollados. El sentido de este despojamiento es la toma de conciencia del Sí mismo o Ser esencial, la trascendencia del ego y el acceso a una espiritualidad enraizada, encarnada, auténtica. Se trata de llegar a ser la expresión más completa de uno mismo, de enbarcarnos en un proceso de crecimiento con la finalidad de convertirnos en seres humanos maduros y plenamente desarrollados.

En el interior de cada uno de nosotros existe una fuerza que permanece latente, presta para actuar, dispuesta a manifestar su presencia en toda su plenitud, que busca amar, manifestarse, ser. Una semilla que apremia a brotar, crecer y desarrollarse plenamente. La Vida busca hacerse consciente de sí misma, y tiende hacia su propia integración y totalidad. Constituye el impulso de la vida para realizar y expandir nuestra conciencia, trascendiendo nuestro ego y progresando en la evolución de la conciencia. Esa semilla es el Sí mismo, el centro del Ser, la imagen verdadera de nosotros mismos, la unidad de crecimiento de la persona, el principio unificador, organizador y guía que proporciona dirección y sentido a la existencia. Es a la vez expresión de la individualidad y de la totalidad. Para algunas visiones místicas tanto orientales como occidentales, supone la encarnación de la divinidad en el ser humano.

El ego como estructura mental de supervivencia. El ego empieza a formarse en la temprana infancia, durante los primeros años de vida del niño. Anteriormente, el feto había permanecido en un estado de fusión y unidad en el seno de la madre. Al nacer el bebé se produce la separación física de la madre, pero el niño es totalmente dependiente y mantiene  con ella  una plena unidad psico-afectiva. Durante los primeros meses de vida no hay un yo formado; no tiene conciencia de identidad. A partir de esta unidad primigenia con la madre o figura materna de referencia que atiende al bebé se conformará un tipo de ego o identidad, según sea el carácter congénito del niño y el ambiente afectivo en que se desarrolle. Así pues, la sensación de fusión es muy primitiva en el ser humano y se halla asociada a la relación con la madre durante el período prenatal. Todos sentimos nostalgia y anhelamos esa fusión, que vivimos en el pasado, como un paraíso perdido. El recuerdo ancestral de ese estado de unidad original será el motor que nos impulsará de manera incesante a la búsqueda del amor y el encuentro con alguien significativo. A partir del nacimiento, el estado de fusión va remitiendo a través de la diferenciación y formación de la identidad.

El ser humano posee plena conciencia de sí mismo como ser aislado en el inexorable devenir de la vida, lo que le genera un profundo sentimiento de soledad y es fuente de su angustia existencial. De ahí que busquemos con ahínco superar la soledad y trascender la individualidad para sentir que formamos parte de un Todo. Amor, sexo, drogas o locura… son intentos de escapar a la angustia existencial ya que únicamente trascendemos nuestra soledad, el sentimiento de estar aislados y separados, por medio de la experiencia de la unión. Recordemos que la palabra «religión» proviene del vocablo latino religare, que significa «unir». Así, el sentido último de la espiritualidad es precisamente la experiencia de la gran unidad. En realidad, el viaje de la existencia humana puede verse como un trayecto hacia la unidad, un reencuentro con el principio de la totalidad, y eso que nos une a todos se llama amor.

El ego es una estructura de personalidad que va formándose durante los primeros años de vida como una estrategia de supervivencia, como mecanismo de defensa, protección y adaptación. Su función es proporcionar una sensación de identidad, estabilidad y seguridad necesarias para el adecuado desarrollo del niño. El ego o personalidad es una forma de «tratar de ser», una estrategia para conducirnos en la vida, una estructura mental y emocional que empieza cumpliendo un cometido útil para el desarrollo en algunas etapas de la vida, pero que con el tiempo acaba por convertirse en una prisión; en una jaula para nuestra alma y un obstáculo para el crecimiento. Si bien en un principio es imprescindible para relacionarnos con los demás, porque nos proporciona cierta seguridad y protección, a la larga lo percibimos como una coraza que nos oprime e impide seguir avanzando en el proceso de individuación. El ego dirige y controla nuestras vidas mientras no conocemos un nivel o estadio superior en que apoyarnos. No obstante, en la trayectoria de la evolución de la conciencia ésta va ampliándose con el fin de trascender el nivel egoico e ir un poco más allá, al tomar conciencia de que todos somos yo. Así, pasamos a un estamento superior en el que reconocemos esa naturaleza primordial idéntica a todos: el núcleo esencial de la persona.

El ego o personalidad no es nuestra auténtica naturaleza, sino lo que creemos ser. Es una imagen mental producto de la interacción con los demás, construida a partir de lo que nos proyectan las personas cercanas, de cómo uno es visto y percibido por los otros. Así, va elaborándose una estructura racional, un sistema de defensas contra el miedo y la angustia existencial que en realidad es una imagen distorsionada de uno mismo, lo que a su vez genera una alteración de las necesidades básicas, los sentimientos y las actitudes vitales. Es más, a mayor egocentrismo, mayor es la distancia entre el auténtico y el falso yo, mayor el alejamiento de uno mismo y, como consecuencia, de los demás. El ego es una construcción narcisista que inevitablemente conduce a la frustración, desesperanza, amargura, miedo y envidia. El ego recrea y refuerza la idea que tenemos de nosotros mismos: sufro, seduzco, soy útil, poseo…, luego soy. El ego es poder, vanidad, orgullo, avaricia, envidia y posesiones; teme no ser querido, se siente separado, diferente y más importante que los demás, «es el más…» de lo que sea. Nos identificamos con nuestro ego para aferrarnos a algo que nos proporcione seguridad ante la angustia existencial, el devenir de la vida, la muerte. Y ello se debe a que es lo único que conocemos: hemos olvidado lo que somos en esencia, hemos perdido la conexión con el alma.

Ante todo, el ego quiere perdurar, no desea ser consciente de la impermanencia de todos los fenómenos. Sin embargo, todo es transitorio: nuestro cuerpo, nuestros sueños, ideas y proyectos; nuestras convicciones, ilusiones, amores y dolores. De hecho, inevitablemente en algún momento de nuestra vida nos vemos obligados a renunciar a esa estructura de control y defensas que nos funcionaron en el pasado, al sistema de creencias sobre el que construimos la realidad. En efecto, en el transcurrir de nuestra existencia es ineludible que vivamos situaciones de pérdida, separaciones o muertes de seres queridos que dan como resultado crisis mayores o menores, dependiendo del grado de egocentrismo de la persona. Esas circunstancias y experiencias vitales en las que se derrumba la estructura egoica son como grandes catástrofes en que predominan los sentimientos de vacío, ruptura, miedo y soledad, así como de aislamiento, indiferencia, pérdida de energía y sentido. Las sensaciones de peligro y angustia existencial que se experimentan en las crisis de identidad son las que, en muchas ocasiones, inducen a las personas a ponerse en contacto con un terapeuta. Ante la ruptura de la coraza del ego y el resquebrajamiento de las defensas, la crisis encierra la oportunidad de proporcionar mayor conocimiento de uno mismo al conectar con una manera de ser más auténtica y genuina −más cercana al alma−, producto de un cambio profundo en el sistema de valores y creencias; así como también la eventualidad de acceder a la verdadera espiritualidad al sentirse uno con el otro, puesto que el otro en realidad es otro yo.

El culto al ego (Borja VILASECA)

Borja VILASECA escritor, periodista, conferencista, promotor de desarrollo personal, autoconocimiento y liderazgo. Aunque creció en el seno de una familia de abogados, decidió estudiar Humanidades, y más adelante Periodismo. Mientras colaboraba con el diario El País, publicó el libro “Encantado de conocerme”.

«Ego» en latín significa «yo». Y básicamente es un mecanismo de defensa. Tiene una función muy primaria: ayudarnos a sobrevivir al abismo emocional que suponen los primeros años de nuestra existencia, protegiéndonos del angustioso dolor que nos causa la herida de separación. El ego es el escudo con el que nos protegemos y la coraza con la que nos defendemos. Es un impostor que actúa como un falso concepto de identidad: lo que creemos ser pero que en realidad no somos. El ego es un farsante. Nos engaña cada día, convenciéndonos de que somos nuestra mente y nuestro cuerpo. El ego es condicionamiento. Es un producto del entorno social y familiar en el que nos hemos criado. El ego es egocéntrico: todo gira en torno a sus necesidades y deseos. Siempre se toma lo que sucede como algo personal. Nos convierte en el ombligo del mundo. Y nos ciega por completo, provocando que solo nos veamos a nosotros mismos. El ego es reactivo; la reactividad es su actividad favorita. De ahí que reaccionemos impulsivamente frente a cualquier estímulo que no nos beneficia o nos perjudica. El ego es sufrimiento: se perturba a sí mismo cada vez que la realidad no se ajusta a sus expectativas. Y con cada perturbación es como si nos tomáramos un chupito de cianuro. El ego es victimista: no asume nunca su parte de responsabilidad. Y nos instala en la queja y en la culpa. El ego es prepotente y arrogante: se cree mejor y superior que el resto. Además, el orgullo y la soberbia le impiden hacer autocrítica. Por eso en general no cuestionamos nuestra forma de pensar ni nuestro sistema de creencias. El ego es una máscara y un disfraz: tiende a fingir y aparentar para causar una buena impresión en los demás. El ego es infantil. Nos lleva a comportarnos como niños pequeños. Cada uno con sus juguetes y sus pataletas. El ego es dependiente y apegado. Nos hace creer que necesitamos algo de fuera para sentirnos felices. El ego es celoso y posesivo. Nos vuelve temerosos de perder aquello que creemos nuestro. El ego es envidioso. Se compara todo el rato con quienes le rodean, haciéndonos sentir inferiores y acomplejados…

Según Borja Vilaseca ya desde el principio de nuestra vida se produce «la desconexión del ser». Desde el instante en que nacemos vamos perdiendo el contacto con el estado oceánico que sentíamos al estar en el útero materno. A su vez, también nos alejamos de la sensación de unidad de la que procedemos y que nos acompañaba mientras estábamos fusionados con nuestra madre. Y como consecuencia, nos olvidamos de nuestra verdadera identidad esencial, desconectándonos de nuestra dimensión espiritual. Para compensar el insoportable dolor que nos causa este trauma de separación, empezamos a desarrollar inconscientemente el ego, una coraza con la que intentamos protegernos del abismo emocional que por aquel entonces supone estar vivos. Con el paso de los años, esta máscara artificial se convierte en nuestra nueva identidad. Y entre otros engaños, este mecanismo de defensa ilusorio nos lleva a identificarnos con el cuerpo y la mente, creyendo que somos un yo separado de la realidad. En paralelo a este proceso psicológico interno, empezamos a recibir numerosos estímulos externos que nos influyen poderosamente a la hora de construir y reforzar nuestro falso concepto de identidad. Desde muy niños somos condicionados para comportarnos de una determinada manera por nuestro entorno social y familiar. También somos programados por la escuela y manipulados por el sistema para pensar de una determinada forma, adquiriendo una determinada cosmovisión religiosa compuesta por creencias y valores de segunda mano.

La inmensa mayoría de nosotros vivimos diariamente en una permanente «inconsciencia ordinaria». Al negar el ser esencial, la herida de separación nos causa la incómoda, molesta y permanente sensación de que nos falta algo para sentirnos completos. Esta es la razón por la que tendemos a buscar la comodidad, somos adictos al entretenimiento y nos es casi imposible estarnos quietos haciendo nada. Lo cierto es que son muy pocos los que se sienten verdaderamente a gusto consigo mismos. El resto se pasa la vida huyendo, mirando para otro lado y yendo hacia ninguna parte. La incómoda verdad es que la sociedad contemporánea vive en un estado de hipnosis colectiva. Y el sistema se aprovecha de ello. Por medio de la propaganda que emite a través de los medios de comunicación masivos, inserta diaria y subliminalmente una serie de mensajes en nuestro subconsciente. Este es el motivo por el que solemos llevar un mismo estilo de vida estandarizado, basado en trabajar, consumir y evadirnos todo lo que podemos mientras podemos. A su vez, votamos cada cuatro años y pagamos religiosamente nuestros impuestos para poder echarle la culpa de nuestros problemas a los políticos de turno. Así, tarde o temprano nos conformamos y resignamos con llevar una existencia prefabricada -puramente materialista-, transitando con los ojos vendados por la ancha avenida por la que circula la mayoría. Y no solo eso. La sociedad también se ha convertido en un gran teatro repleto de máscaras, disfraces y farsantes. De ahí que al interactuar con otros seres humanos solamos mantener relaciones banales y encuentros intrascendentes -llenos de gente y de ruido-, pero carentes de conexión, autenticidad e intimidad. Toda gira en torno al propio interés del ego, provocando un sinfín de conflictos con aquellos otros contra los que competimos, y que a su vez compiten contra nosotros.

La ironía de nuestra época es que, si bien a nivel material nunca antes hemos sido tan ricos, a nivel espiritual nunca antes hemos sido tan pobres. Al estar tan poco desarrollados espiritualmente, seguimos enfermizamente obsesionados con el crecimiento económico. Y como antídoto contra la monotonía, el hastío y el aburrimiento que provoca llevar una existencia sin sentido, el culto al ego se ha convertido en la nueva religión. De ahí que inconscientemente creamos que para ser felices debemos satisfacer nuestras necesidades, hacer realidad nuestros deseos y cumplir nuestras expectativas egoicas. Parece que tengamos que llegar a ser alguien, en vez de ser simplemente quienes somos.

A su vez, cuanto más infelices somos, mayor es también nuestro consumo de bienes materiales. Así, en vez de resolver la raíz del problema interno -la identificación con el ego-, seguimos mirando y buscando fuera. Movidos por un hedonismo frívolo y trivial nos estamos perdiendo en el laberinto del materialismo, comprando todo tipo de cosas que no necesitamos con la intención de tapar el dolor que nos causa vivir tan desconectados de nosotros mismos, de los demás y de la vida. Siempre necesitamos, queremos y esperamos algo más. El ego es insaciable por naturaleza. No importa lo que tengamos o consigamos: siempre va a sentirse insatisfecho. Prueba de ello es que hoy en día la infelicidad se ha adueñado de nuestro mundo interior. De ahí que todos -absolutamente todos- estemos en búsqueda de algo más. Algunos buscamos ese algo en la religión. Otros en el dinero. Y también en el éxito. En el poder. En la fama. En el trabajo. En el consumo. En la comida. En el sexo. En la droga. En el fútbol. En la pareja. En los hijos… Lo queramos o no ver, somos una civilización de buscadores, sin saber que en realidad nos estamos buscando a nosotros mismos. Y es que lo que verdaderamente perseguimos se encuentra dentro y no fuera. Se trata de la reconexión profunda con el ser esencial, nuestra verdadera identidad. Sin embargo, mirar hacia dentro es un camino que nos aterra.

La mente y el ego (Eckhart TOLLE)

Eckhart TOLLE es un guía espiritual y escritor alemán, reconocido por títulos como El poder del Ahora y Una nueva Tierra. En 2008 un escritor del New York Times lo calificó como "el autor espiritual más popular del país". Su libro El Poder del Ahora enfatiza la importancia de ser consciente del momento presente para no perderse en los pensamientos. En su opinión, el presente es la puerta de acceso a una elevada sensación de paz. Afirma que "Ser Ahora" conlleva una conciencia que está más allá de la mente, una conciencia que ayuda a trascender el "cuerpo del dolor" que es creado por la identificación con la mente y el ego.

En su mayor parte, nuestro proceso de pensamiento es involuntario, automático y repetitivo. No es más que una especie de estática mental que no cumple ningún propósito real. Estrictamente hablando, no pensamos: el pensamiento es algo que nos sucede. Cuando decimos “yo pienso” está implícita la voluntad. Implica que tenemos voz en el asunto, que podemos escoger. Sin embargo, en la mayoría de los casos no sucede así. La afirmación “yo pienso” es tan falsa como la de “yo digiero” o “yo circulo mi sangre”. La digestión sucede, la circulación sucede, el pensamiento sucede.

La voz de la mente tiene vida propia. La mayoría de las personas están a merced de esa voz, lo cual quiere decir que están poseídas por el pensamiento, por la mente. Y puesto que la mente está condicionada por el pasado, empuja a la persona a revivir el pasado una y otra vez. En Oriente utilizan la palabra karma para describir ese fenómeno. Claro está que no podemos saber eso cuando estamos identificados con esa voz. Si lo supiéramos, dejaríamos de estar poseídos porque la posesión ocurre cuando confundimos a la entidad poseedora con nosotros mismos, es decir, cuando nos convertimos en ella.

Durante miles de años, la humanidad se ha dejado poseer cada vez más por la mente, sin poder reconocer que esa entidad poseedora no es nuestro Ser. Fue a través de la identificación completa con la mente que surgió un falso sentido del ser: el ego. La densidad del ego depende de nuestro grado de identificación con la mente y el pensamiento. El pensamiento es apenas un aspecto minúsculo de la totalidad de la conciencia, la totalidad de lo que somos.

El grado de identificación con la mente varía de persona a persona. Algunas personas disfrutan de períodos de libertad, por cortos que sean, y la paz, la alegría y el gusto por la vida que experimentan en esos momentos hacen que valga la pena vivir. Son también los momentos en los cuales afloran la creatividad, el amor y la compasión. Otras personas permanecen atrapadas en el estado egotista. Viven separadas de sí mismas, de los demás, y del mundo que las rodea. Reflejan la tensión en su rostro, en su ceño fruncido, o en la expresión ausente o fija de su mirada. El pensamiento absorbe la mayor parte de su atención, de tal manera que no ven ni oyen realmente a los demás. No están presentes en ninguna situación porque su atención está en el pasado o en el futuro, los cuales obviamente existen sólo en la mente como formas de pensamiento. O se relacionan con los demás a través de algún tipo de personaje al cual representan, de manera que no son ellas mismas. La mayoría de las personas viven ajenas a su esencia, algunas hasta tal punto que casi todo el mundo reconoce la “falsedad” de sus comportamientos y sus interacciones, salvo quienes son igualmente falsos y los que están alienados de lo que realmente son. Estar alienado significa no estar a gusto en ninguna situación o con ninguna persona, ni siquiera con uno mismo. Buscamos constantemente llegar a “casa” pero nunca nos sentimos en casa. (Eckhart Tolle Fuente: Blog de Grego Dávila)



Ver también:

Una dimensión fundamental de la persona: el «yo»

SECCIÓ: LA MENT HUMANA



Per a «construir» junts...
Són temps per a «construir» junts...
Tu també tens la teva tasca...
Les teves mans també són necessàries...

Si comparteixes els valors que aquí defenem...
Difon aquest lloc !!!
Contribuiràs a divulgar-los...
Para «construir» juntos...
Son tiempos para «construir» juntos...
Tú también tienes tu tarea...
Tus manos también son necesarias...

Si compartes los valores que aquí defendemos...
Difunde este sitio !!!
Contribuirás a divulgarlos...