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Construyendo una sociedad amable con la vida (I)

A todos nos corresponde mejorar nuestra sociedad. Debemos ponernos manos a la obra sin esperar a que otros -no se sabe quiénes- se encarguen de ello. Una revolución necesaria: hacer frente a la disolución de lo «humano».

Contribuyendo a su difusión ofrecemos a nuestros seguidores esta interesante conferencia pronunciada por  Benigno Blanco, Presidente del Foro de la Familia, en la lección inaugural de Apertura de Curso en la UCAM (Universidad Católica de Murcia). Por su longitud y su enriquecedora densidad la presentaremos en dos partes.

Nuestro mundo está triste y desesperanzado. ¿Por qué, qué le ocurre? Para una terapia adecuada es necesario partir de un buen diagnóstico. Veamos en primer lugar el diagnóstivo de la situación.

La fe griega en la razón y el sentido romano de la justicia, fecundados por el cristianismo, impulsaron el despliegue de la civilización occidental, la más humanista que ha existido.

Sólo aquí, en Occidente, hemos descubierto e interiorizado la radical igualdad entre los seres humanos; sólo aquí hemos construido el concepto de dignidad humana y teorizado los derechos humanos. Somos herederos de una estupenda herencia cultural humanista.

Hay una regla objetiva de justicia y de bondad que está  en el objetivo respeto a lo bueno existente. Hay un “suyo de cada cual” que nos hace justos si lo respetamos e injustos si lo violamos.

A partir del siglo XIV algo empieza a cambiar, se empieza a desconfiar de la razón. Como fruto de estas influencias, el mundo moderno ha perdido la fe en la razón, ha roto con sus raíces, se ha desarraigado y  como consecuencia cada vez más esa rica y noble herencia va perdiendo, separada de sus raíces, consistencia, vigencia y coherencia.

Se ha producido una trasmutación de valores  (algunos de ellos se han prostituido) como el derecho a la vida, el concepto de familia, de libertad, de progreso… Estos son algunos de nuestros problemas como hombres del siglo XXI, desarraigados, sin consistencia, sin capacidad de aclararnos sobre lo mejor de nosotros mismos y nuestra civilización.

Hay muchas interpretaciones sobre el  mundo y la vida, pero no todas presentan la misma razonabilidad y coherencia. El mundo se entiende muy bien con un Dios creador, así todo tiene sentido, es razonable y coherente. Pero hemos creímos que liberándonos de Dios seríamos libres y felices sin creador ni amo, condenándonos a una responsabilidad divina: crearnos a nosotros mismos, intentando cada uno dar sentido a su ser y al mundo, una responsabilidad literalmente insoportable porque no somos dioses …

Los dilemas actuales en torno a la familia y la vida son expresión de una crisis de civilización. Defender la vida y la familia es algo fundamental que nos obliga a actuar, no principalmente en el terreno de la política y las leyes, sino sobre todo en el terreno de la formación de las conciencias.

Por Benigno BLANCO, Presidente del Foro de la Familia
Lección inaugural de Apertura de Curso en la UCAM

 

Planteamiento de la cuestión.

Recientes decisiones políticas han reabierto en España con fuerza el debate público sobre la defensa de la vida y, en particular, plantean el reto de discernir qué debemos hacer los ciudadanos corrientes cuando los gobernantes abandonan de forma expresa su obligación de proteger a quien más lo necesita: el no nacido y, con él, a su madre.

Les adelanto desde ya mis convicciones al respecto:

  •  Los grandes dilemas que afectan a la familia y la vida son hoy en las sociedades occidentales expresión de una crisis de civilización que está más allá de la política y las leyes.
  •  A todos nos toca afrontar el reto de regenerar nuestra sociedad desde abajo, desde lo más ordinario de la vida diaria donde nos codeamos con el resto de nuestros conciudadanos, sin limitarnos a pedir a los gobernantes y políticos que nos arreglen ellos los problemas pues éstos, en gran medida, ya están más allá de la política pues son problemas que hunden sus raíces en una cosmovisión equivocada que ha renunciado a las claves humanistas de Occidente y el cristianismo.
  • Estos problemas solo se arreglarán si somos capaces de ayudar a nuestros contemporáneos a volver a anclarse en el humus cultural del humanismo cristiano, algo que no se puede conseguir solo desde el poder político. A todos nosotros nos corresponde mejorar nuestra sociedad y debemos ponernos manos a la obra sin esperar a que otros -no se sabe quienes- se encarguen de ese trabajo.

 Para ser eficaces en esta labor, necesitamos contar con un buen diagnóstico de nuestros problemas. Solo si sabemos qué nos pasa, podremos curar nuestras enfermedades.

La pegunta a responder es: ¿Cómo es posible que cosas evidentes como que no se puede matar a un niño como medio para arreglar un problema, que la dualidad hombre-mujer es constitutiva de la especie humana, que el matrimonio es bueno para la sociedad, que el estado no puede manipular las conciencias de los escolares, no se entiendan ya por una parte importante de nuestros conciudadanos, de nuestros gobernantes y de los creadores de la opinión pública? ¿Cómo es posible que cosas intrínsecamente buenas como la vida, la sexualidad abierta a la procreación o la familia puedan ser tratadas como algo negativo en las leyes y opiniones mayoritarias?

La respuesta es ésta: estamos viviendo una crisis de civilización caracterizada por la renuncia de parte de nuestros contemporáneos a razonar, por el desprecio a la realidad de las cosas. El problema a que nos enfrentamos para defender la vida y la familia no es meramente político o circunstancial, no es algo específicamente español, sino que se trata de algo más de fondo que nos obliga a actuar, no principalmente en el terreno de la política y las leyes, sino sobre todo en el terreno de la formación de las conciencias. La política y las leyes pueden ayudar o dificultar mucho esta tarea, pero no son la clave de la revolución que necesitamos.

Una civilización en crisis por ausencia de fundamento.

Somos hijos de la civilización occidental, una cultura construida sobre la confianza en la razón. Esta historia comenzó –pongámosle un nombre concreto- con Sócrates, que creyó en la razón, en su capacidad de aclararse razonando; que confió en que hablando, dialogando, uno se puede aclarar y compartir sus certezas con los demás; que intuyó que el aclararse, el formarse criterio sobre la realidad de las cosas, no es una función solipsista que agota su eficacia en la intimidad del yo, sino que es compartible con los demás a través del diálogo. Esta actitud socrática funda nuestra civilización, la civilización de la razón.

La razón socrática, trasladada a la Roma del sentido jurídico de las cosas, alumbró la célebre definición de justicia que el genio romano nos legó a través del jurisconsulto Ulpiano: justicia es dar a cada uno lo suyo. Es decir, hay un “suyo de cada cual” que podemos conocer con certeza y que nos hace justos si lo respetamos e injustos si lo violamos. O dicho de otra forma: hay una regla objetiva de justicia y de bondad que no está en la arbitraria apreciación o el sentimiento subjetivo de cada cual, sino en el objetivo respeto a lo bueno existente que podemos conocer e identificar como tal razonando, mirando, estudiando; y que podemos compartir con los demás a través del diálogo para hacer entre todos una sociedad más veraz y justa.

La eficacia humanista de estas semillas de nuestra civilización adquiere todo su potencial cuando el cristianismo fecunda la cultura greco-romana. Fue el cristianismo el que asentó sobre bases seguras tanto la fe socrática en la razón como la intuición romana sobre lo justo natural, pues el cristianismo aportó la razón por la que nos podemos fiar de la razón (algo que Sócrates desconocía). Podemos fiarnos de la razón porque el mundo es razonable pues no es fruto del azar, del acaso, sino del acto razonable y pensado de alguien muy razonable e inteligente: Dios creador que piensa al mundo y al hombre y los hace conforme a ese pensamiento; razón por la que tanto el mundo como el hombre son inteligibles, tienen naturaleza, consisten en algo; y conocer en qué consiste lo que existe es algo asequible para un ser racional como es el hombre. Los hombres tenemos una naturaleza, somos algo; no nos autocreamos a nosotros mismos. ¡Gran descubrimiento de una fecundidad histórica impresionante!

El cristianismo dio razón de la veracidad de la definición romana de justicia pues aportó la razón de que exista algo bueno en nosotros y en todo: hemos sido creados por amor; en nosotros está la huella del acto amoroso de Dios al crearnos; en nosotros, en cada uno de nosotros, hay algo no sólo bueno sino excelso pues fuimos amados al ser creados. En el origen no está el caos de la ciega evolución bioquímica del carbono, sino el pensamiento amoroso de todo un Dios.

La fe griega en la razón y el sentido romano de la justicia, fecundados por el cristianismo, impulsaron el despliegue de la civilización occidental, la más humanista que ha existido.

Sólo aquí, en Occidente, hemos descubierto e interiorizado la radical igualdad entre los seres humanos; sólo aquí hemos construido el concepto de dignidad humana y teorizado los derechos humanos; sólo aquí hemos creado todo un entramado institucional para defender la libertad: el Estado de Derecho; sólo aquí hemos sometido a criterios éticos los más radicales poderes del Estado como la pena de muerte y la guerra; sólo aquí hemos erradicado la tortura y la esclavitud; Sólo en Occidente ha surgido la ciencia como esfuerzo colectivo por conocer las regularidades internas de la naturaleza pues hacer el esfuerzo de hacer ciencia exige creer que el mundo es razonable. Sólo en Occidente se ha planteado la laicidad, pues ésta exige como requisito previo la afirmación de la distinción entre lo creado y el Creador, entre la religión y la política.

Es obvio que este progreso humanista no ha sido lineal y continuo, que ha habido avances y retrocesos parciales, que en ocasiones ha costado mucho extraer las conclusiones lógicas de los principios en que se cree, que a veces hemos cometido errores de análisis radicalmente incompatibles con los postulados de nuestra civilización. Así es la naturaleza humana: una razón limitada que no permite contemplar todas las variantes de lo que se analiza, una fe a veces limitada en su comprensión y coherencia, unas conductas atadas a lo inmediato, una libertad que se puede dejar seducir por lo peor,… Pero globalmente se puede afirmar que la cultura occidental ha sido la única construida en clave humanista en la historia de la humanidad y con muy positivos resultados, aún a pesar de las sombras que nuestra libertad y nuestras limitaciones han cernido sobre su despliegue.

Pero a partir del siglo XIV algo empieza a cambiar. El nominalismo y el voluntarismo quiebran una línea persistente y madura de comprensión de lo real y, bajo su influencia, la llamada filosofía moderna empieza a desconfiar de la razón para después negarla. Descartes nos hizo dudar de que con la razón pudiésemos conocer con certeza la realidad de las cosas; Kant nos convenció de que con la razón no podemos conocer con certeza esa realidad y desde él la deriva irracional del pensamiento contemporáneo no ha hecho más que radicalizarse …aunque lo hiciese en nombre de la propia razón, pero de una razón que ya no es la de Sócrates, la de la apertura a lo real sin prejuicios, sino la pequeña razón de cada cual buscando en sí misma la consistencia de la propia verdad en vez de buscarla en la confluencia del pensamiento con lo realmente existente.

Como fruto de estas influencias, el mundo moderno ha perdido la fe en la razón, ha roto con sus raíces, se ha desarraigado; y así flota en el aire, inseguro y triste, sin esperanza, sin comprender ni sus raíces ni la razón de lo mejor de su herencia cultural. Somos herederos de una estupenda herencia cultural humanista, pero –como nos recordó McIntyre- ya no la entendemos; nos beneficiamos de lo que hemos heredadoel concepto de la dignidad humana, la comprensión de los derechos humanos, la institución del matrimonio, la fuerza de una moral objetiva, etc.-; pero como no conocemos sus claves morales e intelectuales no somos capaces de reparar sus fallos cuando se producen…y cada vez más esa herencia va perdiendo, separada de sus raíces, consistencia, vigencia y coherencia.

Este es el drama de nuestra época que debemos afrontar para defender la familia y la vida en nuestra sociedad: hacer frente a la disolución de lo humano.

Hablamos de derechos humanos pero no sabemos cómo defender el más primario de ellos, el derecho a la vida, y nos acostumbramos al aborto y a destruir embriones y a la eutanasia. Hablamos bien de la familia, pero ya no sabemos qué es y la confundimos con cosas distintas como la unión de personas del mismo sexo. Por eso ya no sabemos educar porque para educar es imprescindible tener un proyecto de persona, una idea clara de en qué consiste ser buena persona. Reivindicamos la libertad y el Estado de Derecho como garante de aquella, pero no sabemos cómo recrear el sustrato moral que permite vivir en una sociedad libre. Estos son nuestros problemas como hombres del siglo XXI, desarraigados, sin consistencia, sin capacidad de aclararnos sobre lo mejor de nosotros mismos y nuestra civilización y, por tanto, desconcertados por sus cada vez más claros fallos y quiebras. Este es el problema de nuestra época que debemos afrontar para ayudar a recuperar una cultura comprometida con la vida y la familia.

Si bajamos del nivel de las civilizaciones al de la persona, constatamos el mismo drama. Cuando Occidente creía en la razón, sabíamos que el ser humano tiene una naturaleza que podemos conocer con razonable certeza y, por tanto, sabíamos qué hacer para ser mejores: en libertad realizar las mejores posibilidades de nuestra naturaleza, hacer el bien de que somos capaces y que nos perfecciona. Ahora que no conocemos nuestra naturaleza ni su existencia porque no nos fiamos de la razón que nos permitiría conocerla, nos hemos convertido en seres condenados a la libertad como Sartre diagnóstico con triste lucidez, a crearnos prometeicamente cada uno a nosotros mismos al actuar; es decir, nos hemos condenado a una responsabilidad divina: crearnos a nosotros mismos, una responsabilidad literalmente insoportable porque no somos dioses… Y por eso nuestro mundo está triste y desesperanzado. Creímos que liberándonos de Dios seríamos libres y felices sin creador ni amo; y hemos descubierto que eso echa sobre nuestros pequeños hombros una responsabilidad con la que no podemos: la de suplir al creador. El mundo se entiende muy bien con un Dios creador providente: así todo tiene sentido y es razonable y coherente. Pero el mundo es potencialmente violento y conflictivo con muchos “diosecillos” que chocan entre ellos intentando cada uno dar sentido a su ser y al mundo.

Este es el drama de nuestra época que debemos afrontar para ayudar a construir una sociedad amable con la vida.

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