F I L O È T I C A
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HISTORIA Y REIVINDICACIÓN DEL AMOR PROPIO

 

Ramon Alcoberro. Profesor asociado de Ética, Universidad de Girona.
 

I

La historia de la ética puede contarse de muchas maneras.  Se ha narrado, por ejemplo, desde el Bien, la Felicidad, la Fe, la Responsabilidad o el Deber en mayúsculas.  Nada hay que objetar en ello si el aprendizaje de alguna de esas máscaras nos hace más sabios o más astutos.  Pero en la cháchara de los fundamentos éticos se suele obviar el viejo precepto moral del "amor propio', hábilmente confundido con ludismos varios.  Tal vez resulte todavía excesivo reivindicar como padres de la ética a los viejos liberales individualistas que denunciaban el bla-bla-bla del deber, la responsabilidad y el desprendimiento, como formas refinadas de la hipocresía humana.  Pero sin una individualidad fuerte o -por decirlo en pedante- sin autonomía del sujeto legislador, no es pensable ninguna ética de la libertad.  Una ética de la humanidad-realmente-existente debe recordar, en debate con los comunitarismos idealizadores, que el "amor propio" tal vez no sea condición suficiente de la democracia, pero es su condición necesaria, pues sin "yo" ningún "nosotros" resulta soportable.  Cuando se trata de repensar la ciudadanía, desprender-se de la idealización comunitaria es tan importante como desasirse de la instrumentalidad tecnológica.

Leer la ética como el progreso del amor propio -y, paralelamente, la antropología como substitución del concepto de "alma" por el de "ego"significa asumir las reglas de juego de la Tlustración, que diseñó el único ámbito en que el precepto de la primacía del yo puede tener significado.  Sin la confrontación entre amor propio ilustrado y amor del cristiano no puede entenderse históricamente, la aparición de la autonomía en la razón moderna.  No es imprescindible ironizar, con Voltaire, que: la religión existe desde que el primer hipócrita encontró al primer imbécil, para descubrir que uno de los grandes debates que recorren la historia de la ética en Occidente, tal vez el debate fundacional de la Ilustración, es el que enfrenta los derechos de la divinidad con los del hombre y su autonomía.

El concepto de amor propio surgió en el XVII como una hipótesis estética, paradójica e irónica -en la medida que el yo es siempre improductivo.  Que el amor propio nazca del ocio feliz no es su menor pecado.  Por su esencia contemplativo, el amor propio fue combatido también por un cierto racionalismo que, en general, tiende a menospreciar toda forma de pensamiento improductivo.  La reivindicación de la individualidad radical resultó tan subversiva para el espíritu gregario del capitalismo que la pronto la palabra 'libertino" se convirtió en insulto destinado a esos individuos marginales que rechazaban subsumir su individualidad en lo puramente masivo.  No es casualidad que el monasterio regido por el ritmo de la campana sea el antecedente de la fábrica manchesteriana: sabemos hoy que el modelo productivo del monasterio medieval es la matriz de las colonias industriales e, incluso, de muy variados socialismos utópicos que reconvertían el viejo dios tronante cristiano en el nuevo diosecillo del trabajo.

Ni siquiera la tradición ilustrada se encontró demasiado a gusto ante ciertas versiones de un amor propio que consideraba contrariás"al bien común.  Incluso Diderot en la Encyclopédie, refiriéndose a la idea de derecho natural llegó a escribir: El hombre que sólo escucha su voluntad particular es el enemigo del género humano.  Digamos, en su descargo, que "ese hombre" es el déspota, todo "voluntad particular", y no el esteta del amor propio. individual.  Repensar la democracia hoy exige hacernos conscientes de la importancia -y de la irreductibilidad- del individuo, cada vez más amenazado por la supremacía de las grandes corporaciones.  El amor propio y el individualismo son, en cambio, formas de resistencia que hallamos en la génesis misma de la voluntad emancipatoria.  Sin amor propio no pueden existir ni autonomía moral, ni ciudadanía real.  Cuando suenan los tambores de la globalización, reivindicar un amor propio "laico" y una cultura de la individualidad, tiene un cierto sentido de provocación gozosa.

II

Históricamente hablando, el tema del amor propio tiene su antecedente en el problema socrático y sofístico del autodominio que, a su vez, es un caso particular de la relación entre el hombre y la ciudad.  Si quedan lectores para la Ética a Nicómaco tal vez les sorprenda encontrar en el libro IX, que el hombre de bien: quiere pasar el tiempo consigo mismo, porque esto le proporciona placer (1 166).  Es hombre bueno quien se encuentra bien consigo mismo y, por lo tanto, se ama gozosamente antes que a nada y a nadie.  Los filósofos usan una horrenda palabra, "egoaltruismo para referirse a la idea de amistad en Aristóteles que, en definitiva, quiere decir, tan sólo, que no puede amar a los amigos, ni convivir en la ciudad armónicamente, alguien que no sea, él mismo, feliz y autosuficiente; pues sin autonomía no puede haber auténtica vida en común.

Desarrollada por Epicuro, que llega a proponer la substitución de la política (indiscriminado) por la amistad (selectiva), la idea moderada y entrañable del amor de si, fue un enemigo a batir para el cristianismo, Toda la moral cristiana se establece en ácida pugna con el concepto de amor propio aristotélico y epicúreo.  Los cristianos llegarán a usar incluso conceptos pensados por el rigorismo cínico (el desprecio ascético del mundo, muy especialmente) para desacreditar la reivindicación aristotélico-epicúrea de la vida moderada, que sin embargo asoma por doquier cada vez que reaparece el mundo clásico.  Los cerdos de la piara de Epicuro han sido por siglos lo intolerable, más aún que los ateos, pues a la conciencia desgraciada le parecc mejor no creer en nada que creer en el hombre, vi] mortal siempre soberbio.

Para el cristianismo el amor propio es el mal, pues se identifica con el núcleo mismo de lo pagano: el pluralismo, la autosuficiencia, la ¡ronía, la individualidad...Fue San Agustín, en las páginas de La ciudad de Dios quien contrapuso el amor propio, origen de la decadente "ciudad del hombre", al "amor de Dios" caracterizado por la donación absoluta a la voluntad divina (y de paso a la de sus funcionarios eclesiásticos), paralela al desprecio por lo humano.  Esa será la matriz de la Gran filocalia de los padres vigilantes, antologia compilada tardíamente y no editada hasta el siglo xviii pero que recoge materiales de la espiritualidad bizantina y de los padres del desierto y constituye el libro espiritual más influyente del cristianismo griego.  Para los padres fílocálicos, el cristianismo es un esfuerzo de conversión (metanoia) al amor divino hasta olvidar el amor propio (filo-autia), definido por Máximo el Confesor como la pasión que se tiene por el cuerpo.  Otro padre, Diádoco de Foticea, lo dice más claro: quien se ama a sí mismo, no puede amar a Dios, porque el amor propio es la mezquindad del orgullo.

No menos radical resulta la tradición cristiana de Occidente.  Gigón I (1083-1136), uno de los fundadores de la orden cartuja escribe en sus Meditaciones (32): En nada debes gozarte, ni en ti mismo, ni en cualquier otro sino en Dios.  En línea directa, hay que recordar a Pascal en cuyos Pensamientos leemos: El yo es aborrecible (Br, 455) y Quien no aborrece en sí su amor propio y ese instinto le lleva a hacerse Dios, es bien ciego. (Br, 492).  En definitiva, para la tradición cristiana amor propio significa autosuficiencia y egoísmo, sentimientos, ambos "demasiado humanos" y, por ello mismo, aborrecibles para quien pone sus ojos en Dios.  Siendo el cristiano un desarraigado, peregrino en el valle de lágrimas que es la tierra, el amor propio necesariamente ha de parecerle el más grave pecado de soberbia.  Si en el mundo clásico sólo quien se ama a sí mismo puede amar a su ciudad, que es parte y extensión de uno mismo, para el cristianismo, religión que nace con una larga lista de agravios contra la ciudad secular, el amor propio constituye la falacia de los sentidos: el pecado es preferir lo contingente y lo sensual a lo eterno y al espíritu.  Contra ese desprecio del yo y contra la sumisión a una instancia transcendente se alza toda la tradición ilustrada.  Pero ese es otro momento en esta historia.
 

III


El precepto moderno de amor propio se construye en paralelo a la "religión razonable" que, pese a lo contradictorio que pueda parecer hoy el término, designa un esfuerzo de crítica racional, y de purificación de las fuentes bíblicas y evangélicas, ciertamente importante en el siglo xvii.  Religión racional y amor propio son jalones la construcción de la autonomía moral desde el racionalismo.  El auténtico protagonista del Discurso del método se llama "yo".  "Yo" es quien piensa, quien existe y quien da sentido a las cosas e, incluso, a Dios... Pascal no se en gañaba cuando decía odiar a Descartes porqué su filosofía era la de un ateo.  Para la prístina tradición cristiana primero existía Dios y, sólo después, aparecía la criatura; pero cuando "Yo" reivindica su razón la reaparición del amor propio "libertino" es cuestión de poco tiempo.  El propio Descartes lo vio claro en Las pasiones del alma (1648), magnífico tratado moral que, por si acaso, casi nadie lee.

Para la modernidad liberal el amor propio y la simpatía serán las nuevas bases de una moral necesariamente constructivista y no-transcendental, en una teoría con rasgos descriptivos y prescriptivos a la vez.  Adam Smith se esforzó en separar ambos conceptos, considerando al amor propio como pesimista y a la simpatía como optimista (pues, en definitiva, conocía el amor propio pesimista de La Rochefoucauld), pero lo cierto es que ambos conceptos recorren el mundo mejor o peor hermanados, opuestos a lo que Bentham llamaba el "principio de ascetismo'.  Será Voltaire, en el Diccionario filosófico, quien enuncie sintéticamente la doctrina ilustrada sobre el tema.  Para Voltaire el amor propio es: el guardián de nuestras pasiones.  Una sociedad libre no puede fundarse jamás en el altruismo, porque la ciudadanía es incompatible con la ingenuidad, ni supeditarse a las opiniones puramente masivas que silencian el primordial derecho a la diferencia.  En democracia de los derechos de un humano a los de otro va cero y cuando se altera ese principio queda roto el pacto republicano.  Ningún pacto debe hacerse subordinando el yo, so pena de caer en el totalitarismo: ciudadano es, precisamente, quien puede decir yo sin sumergirse vergonzosamente en un nosotros, sino con todo orgullo.


Basta leer a los ilustrados para entender que la democracia no es universalista, precisamente porque no es ningún principio religioso o salvífico (a diferencia del marxismo y del cristianismo).  La democracia no es abstracta ni universal, como creen los totalitarios, sino la consecuencia del enraizamiento en unas condiciones concretas -más morales que de índole histórica-, que posibilitan la ciudadanía.  No es casualidad que el totalitarismo se inspire en Rousseau que detestaba la Ilustración hasta límites grotescos y cuyo Contrato social no fundamenta, para nada, la democracia sino el despotismo de la comunidad.  No hay argumentos ontológicos capaces de fundar la democracia, que se origina exclusivamente en postulados prácticos Y no sirve de nada invocarla en el museo del constitucionalismo para prescindir de ella en la vida moral.  La teoría utilitarista del amor propio considera, casi perogrullescamente, que si cada uno mantiene limpio su por-tal la calle estará limpia.  Siendo así que las ideas platónicos no existen, no habrá otra causa mejor que mi causa, precisamente por ser mía.  El amor propio volteriano y -a veces- diderotiano es, sencillamente, una estrategia de supervivencia.  Contra quienes pasan de contrabando el totalitarismo amparándose en "la totalidad" (la comunidad, el pueblo, la raza, la fe, el porvenir .. ), el amor propio tiene como función defender el ámbito del yo, de lo discontinuo y de lo estético, el único que en definitiva permite reconocer al "tu".

Antes que los ilustrados franceses, fue Bernard de Mandeville quien en su Fábula de las abejas (1705) mostró como los vicios privados provocan, por la exaltación del amor propio, las virtudes públicas.  Una sociedad virtuosa reduciría el consumo y llevaría a la miseria a los más pobres.  Por el contrario, estimulando el egoísmo racional, el lujo, el consumo y la vida placentera se produce más riqueza para un mayor número de gentes.  Lo superfluo es, como dirá Voltaire en un poema: eso tan necesario.  Sólo porque estoy bien conmigo mismo, porque experimento el bienestar y el placer de vivir, puedo cooperar con los otros en la búsqueda de un placer cada vez mayor y mejor.

Naturalmente los comunitaristas diversos, y los kantianos que en el mundo son, empezando por algún psicólogo kohlbergiano, pondrán el grito en el cielo ante semejante aberración.  No vale la pena refutar seriamente a los primeros, cuyo jefe de filas, Charles Taylor, ha sido por lo menos coherente al reconocer que su filosofía arraiga en una teonomía, tan respetable como imposible de universalizar.  Pero es más compleja la crítica de Kant, cuya lucha contra el concepto de amor propio es inseparable de su polémica con Federico Il y, especialmente, con el Ensayo sobre el amor propio (1770) del rey prusiano.  En La religión en los límites de la mera razón (primera parte) y en la Crítica de la razón práctica (I, escolio 2 del teorema 4), por no recordar la Fundamentación (II), Kant afinna que el amor propio, sin ser necesariamente culpable constituye el mal, estricto e irredento.  La malignidad (vitiositas, pravitas) del hombre encuentra en el amor propio el pecado original de la moral, porque le vuelve complaciente.  Se podrá objetar que en sus Lecciones de ética -especialmente en "Sobre la autoestima debida"- admite que: nuestra autoestima no entraña prejuicio alguno para nadie, siempre y cuando apliquemos a los demás el mismo rasero que a nosotros, pero el hecho es que en Kant la ética no tiene su piedra de toque en la humanidad real sino en lo ideal humano, que es la ley.  El pietista que Kant jamás dejó de ser muestra así claramente su atávico miedo a la autonomía individual y su pesimismo existencias, tan rousseauniano y abstracto que parece cómico. La función que se autoasigna la ética kantiana es la de mostrar que hay otra forma de comportamiento, no egoísta, que sin embargo puede hacer igualmente feliz al hombre.  Bastará, sin embargo, la lectura de Sobre el pretendido derecho de mentir para alcanzar los límites del deber kantiano, su lado más totalitario y siniestro.  La felicidad kantiana del deber es la felicidad de los tristes: el miedo al famoso fuste torcido es algo estructural en el kantismo.

Sirva este breve paseo por el precepto del amor propio para recordar que la filosofía no surgió para hacer más desgraciados a los humanos, sino para liberarlos del miedo a través del uso de la razón.  Una ética sin amor propio llevaría a la desazón nihilista e instrumental más extrema. La sociedad democrática no puede existir sin ciudadanía, es decir, sin sujetos activos; y el sujeto se merece decir "yo" en voz bien alta, como actor de su propia historia y no de la que algunos tutores pretendan escribirle.  El amor propio y la autonomía moral -que tiene en el disidente a su último héroe- constituyen el primer peldaño en la reivindicación de la democracia, contra cualquier tentación organicista.