HABERMAS, ENTRE DEMOCRACIA Y GENÉTICA.
Entrevista con Alexandra Laignel-Lavastine.
Publicada en Le Monde, 20 de diciembre 2002.
Trad. Ramon Alcoberro.
Jürgen Habermas se ha hecho célebre por su defensa de
un “patriotismo constitucional”, que permitiría el
nacimiento de una cultura política compartida a escala europea.
Heredero crítico de Escuela de Francfort, iniciada por Max Horkheimer
y Theodor Adorno, el filósofo no ha dejado de perfilar su proyecto,
desde la catástrofe del nazismo, con la preocupación por
reconstruir una esperanza en la razón, añadida a la construcción
de una ética del discurso. Esta vez aborda los desafíos
a los que las biotecnologías confrontan nuestra moderna comprensión
de la libertad.
La preocupación por las biotecnologías es reciente en
su obra. No aparece en absoluto antes de 1998. ¿Cómo se
articula con su reflexión sobre la democracia?
Es verdad, no me he sentido particularmente interesado en cuestiones
de ética aplicada. En ese dominio, los filósofos muchas
veces ejercen un trabajo de expertos y se ven, además, obligados
a adaptarse a formas burocráticas de organización y de
decisión. Un pensamiento espontáneo, que no se deje circunscribir,
difícilmente se pliega a esas exigencias. Hay que aspirar siempre
a la claridad analítica y a la profesionalidad. Pero una cosa
es, para un filósofo, hacer uso de su saber especializado, en
el cuadro de comisiones, y otra tomar partido en el espacio público,
en tanto que intelectual, a propósito de cuestiones bioéticas.
Las cuestiones de bioética que provocan los progresos médicos
sobre temas de la procreación, hace tiempo que llaman la atención
del público. Sin embargo, sólo desde 1998 se ha desarrollado
realmente la investigación sobre células madre extraídas
de embriones humanos o de tejidos de fetos abortados. El desciframiento
del genoma humano ha abierto enseguida la esperanza de ver desarrolladas
a gran escala terapias genéticas; y ha provocado también
el consiguiente interés económico en la explotación
de estas tecnologías. Por lo que se refiere al debate público
sobre los progresos de la neurología y las perspectivas de manipulación
de las funciones cerebrales, tampoco es un tema mucho más antiguo.
Se trata, seguramente, en todos estos casos, de especulaciones, y nadie
puede decir con certeza lo que separa a la especulación de la
predicción. Habida cuenta del ritmo de dichos progresos, teníamos
interés, sin embargo, en anticiparnos a ciertas eventualidades
formulando hipótesis.
Me interesa, ante todo, la cuestión siguiente: ¿Cómo
se transformará nuestra visión de nosotros mismos, en
tanto que personas que dirigen su propia vida y son responsables de
sus actos, si un día llegamos a acostumbrarnos a manipular nuestras
disposiciones genéticas o nuestras funciones cerebrales? No temo
especialmente la influencia de un naturalismo cientista sobre nuestra
conciencia cotidiana; se trata de un tipo de determinismo equivocado.
Pero si nos acostumbramos a usar tecnologías a través
de las cuales intervenimos habitualmente en el contenido genético
o en la base misma de las operaciones mentales de otras personas, entonces
nuestra visión normativa no podría dejar de sufrir una
transformación radical. Eso afectaría forzosamente a la
propia autoconciencia previa que acompaña todas nuestras actividades,
aquella según la cual nosotros somos sujetos actores.
Uno de los elementos de dicha conciencia es la certeza de que nosotros
somos capaces de actuar de tal manera que nuestras opiniones y nuestras
actitudes sean sólo determinadas por razones. Si esa conciencia
de la libertad fuese tácitamente saboteada por prácticas
normalizadas de telecontrol, nuestras instituciones democráticas
reposarían, ellas también, sobre pies de barro. Desde
Rousseau, el ciudadano democrático se ha caracterizado por el
hecho de poder considerarse no sólo el destinatario de las leyes,
sino su autor.
Tal es, efectivamente, la inquietud central que atraviesa su último
libro El porvenir de la naturaleza humana. ¿Pero por qué,
concretamente, la manipulación del genoma humano debería
llevarnos a no considerarnos ya como los autores responsables de nuestra
propia vida, o a desatender el mutuo respeto que se deben las personas
entre ellas?
Debo insistir, de entrada, en que no soy biólogo y que ignoro
si el escenario de un “shopping en el supermercado genético”,
que hoy se esboza, será nunca realidad. Se puede esperar que
la idea de “bebés de diseño” permanecerá
en el nivel de la pura y simple especulación. Dicho esto, el
tema es demasiado serio como para no concebir, a título de hipótesis,
que cualquier día podríamos estar en presencia de un eugenismo
positivo, más allá de la simple terapia preventiva. Al
mismo tiempo, los padres tendrían la posibilidad y el derecho
de actuar, antes del nacimiento de sus hijos (si es que siguen teniéndolos),
sobre ciertas características, disposiciones o actitudes monogenéticas.
En tal caso, preveo la posibilidad que un adolescente, que tome conciencia
de la manipulación prenatal de que ha sido objeto, se sienta
limitado en su libertad ética.
El adolescente podrá entonces pedir cuentas a sus padres, responsables
de su perfil o diseño genético. Podrá, por ejemplo,
reprocharles haberlo dotado de un talento matemático y no aptitudes
atléticas o musicales, que le habrían sido más
útiles para la carrera de atleta o de pianista con la que sueña.
¿Podrá considerarse todavía como el único
autor de su propia biografía, cuando llegue a conocer las intenciones
que han guiado en su elección a los coautores de su perfil genético?
Ciertamente, los padres desean lo mejor para sus hijos. Pero no pueden
saber cuál será “la mejor” dotación
genética en el imprevisible contexto de una biografía
que no es la suya.
Me parece que la única manera de excluir el riesgo de un abusivo
condicionamiento genético es actuar de tal manera que toda intervención
tendente a modificar características genéticas obedezca
a un punto de vista “clínico”: el que se adopta ante
una segunda persona sobre la cual tenemos el derecho a suponer que pueda
consentir. Pero una situación tal no se da más que en
el caso de enfermedades hereditarias que entrañan una afección
indudablemente extrema, y cuyo pronóstico se ha establecido con
certeza. No podemos partir de la idea de un consenso amplio más
que para el rechazo de grandes males, porque, por regla general, nuestras
orientaciones axiológicas son extremadamente divergentes. Además
estamos particularmente orgullosos de este pluralismo.
A sus ideas ya conocidas sobre la moral, sobre el derecho y sobre la
democracia, añade hoy nuevas tesis sobre una “ética
de la especie humana” ¿Qué entiende usted por tal?
En las sociedades liberales, la Constitución garantiza a todo
ciudadano la libertad “ética” de conducir su vida,
en el marco de las leyes, como le parezca. Cada cual debe poder decidir
lo que es bueno para él; para la persona que desea ser, y que
los demás están llamados a reconocer en él. Presuponemos,
por lo demás, que un acuerdo general no puede obtenerse, en el
mejor de los casos, más que a cerca de lo que vaya en interés
de todos, dicho de otra manera, más que sobre lo que sea “justo”,
mientras que las ideas sobre lo que sea “bueno”, o sobre
lo que no sea un batiburrillo, difieren según las culturas, las
formas de vida, las personas y las biografías. Por excelentes
razones, tales proyectos de vida sólo se presentan en plural.
Sin embargo las intervenciones biotecnológicas sobre las bases
naturales de la vida del hombre nos confrontan al desafío de
una necesidad de regulación a escala planetaria, incluyendo la
relación con las cuestiones éticas. En efecto, ya no se
trata de cuestiones de justicia, susceptibles de ser definidas sobre
la base de los derechos humanos. La cuestión de saber si deseamos
prohibir, en todo el mundo, la clonación depende de la manera
en que deseemos comprendernos, de una manera general, como miembros
de la especie humana. Al mismo tiempo, la controversia por lo que respeta
a las diferentes “visiones del hombre” que están
en concurrencia adquiere una significación directamente política.
Y el terreno en que se desarrolla esta controversia es el de la ética
de la especie humana.
Usted insiste, por otra parte, en los contenidos religiosos que faltarían
por traducir en el lenguaje moral de nuestra época ¿Cómo
se puede conciliar ese interés por la religión con una
ética de la especie humana?
Las imágenes del hombre, como se ha visto, se presentan también
en plural, concretamente como imágenes del mundo humanista y
antihumanistas, religiosas y laicas de las cuales forman pare. Ahora
bien, estamos obligados, incluso por razones políticas, referidas
a la substancia de la visión controvertida que nosotros tenemos
sobre nosotros mismos, a una entente a escala mundial.
En este debate, las visiones del mundo laicas no se benefician, a primera
vista, de ningún estatus privilegiado. En el bien entendido de
que, en nuestras sociedades postseculares, la ciencia institucionalizada
detenta el monopolio del saber referente al mundo. Obviamente, el creacionismo
que invoca fuentes bíblicas no puede pretender el mismo reconocimiento
público que una teoría científica que asume el
hecho de ser falsable. Para cuestiones empíricas, nos fiamos
de expertos científicos (y de su explicación mediante
peritajes) para que establezcan lo que la sociedad –por ejemplo,
ante la justicia– debe considerar como verdadero o falso. En cambio,
en materia de ética, o de las cuestiones que dependen, en sentido
amplio, de visiones del mundo, ninguna institución puede evitar
que los ciudadanos se formen un juicio por sí mismos.
Ahora bien, la visión del mundo del naturalismo cientista no
tiene, por ella misma, el estatuto de ciencia. Se trata de una síntesis
elaborada a partir de informaciones científicas que entran en
concurrencia con otras visiones del mundo. Por lo que concierne a cuestiones
fundamentales de ética política, las voces religiosas
tienen como mínimo el mismo derecho a hacerse oír en el
espacio público. Es verdad que las opiniones presentadas por
medio de una retórica religiosa, no pueden contar con el asentimiento
democrático más que si están traducidas a un lenguaje
universalmente accesible, por ejemplo, a un lenguaje filosófico.
La dialéctica de la razón y la dinámica autodestructiva
de una modernización acelerada no son descubrimientos recientes.
Es en el contexto de una civilización que “descarrila”
donde hay que situar mi interés por una aproximación respetuosa
hacia tradiciones religiosas que se distinguen por la capacidad superior
que poseen de articular nuestra sensibilidad moral. Emprendido en un
espíritu que no pretende criticar las religiones, el trabajo
que consista en traducir su mensaje a lenguajes públicos y universalmente
accesibles, sería el ejemplo de una secularización que
salva en vez de aniquilar.
Usted ha escrito este verano pasado [2002] un artículo sobre
el tabú del antisemitismo, que algunos, especialmente en Alemania,
desearían poder transgredir. ¿Cómo interpreta este
retorno, bastante general en Europa, que consiste en culpabilizar el
deber de memoria como una especie de censura insoportable, y a defender
el derecho a “mal pensar”?
Muchas veces se trata simplemente de un conflicto, muy comprensible,
que opone los jóvenes a una generación de mayores, cuya
dominación de la vida intelectual es –favorecida por circunstancias
históricas– inhabitualmente larga. En la medida en que
dicho giro es, además, iniciado por ciertos renegados de la izquierda
de 1968, la hostilidad visceral hacia todo cuanto es normativo parece,
más bien, el síndrome de un agotamiento; una vez perdido
el adversario que podría ser objeto de sus humoradas surrealistas,
se vuelven contra los ideales que ellos mismos revocaron desde hace
mucho. Dicho esto, en el contexto de la vida intelectual alemana, este
cambio de mentalidad presenta también características
nacionales muy específicas.
Tras de la reunificación, los intelectuales, se pusieron otra
vez a expresar aspiraciones nacionales rechazadas durante mucho tiempo.
Los estilos son diversos: más como siempre en Martin Walser,
dotado de una coloración joven-conservadora en otro escritor
como Botho Strauss, mezclada de aspectos liberales en quienes se denominan
la Generación berlinesa. El denominador común de todas
esas tendencias es un deseo de normalidad y la celebración de
un espíritu desacomplejado, respeto a las tradiciones propias
de Alemania, que se rodean de un aura falaz y de las cuales se pretende
que fueron proscritas. Se piensa entonces fácilmente en autores
como Carl Schmitt (1888-1985) que tras de la Segunda guerra mundial
hizo creer que era un pensador perseguido, cuando la recepción
de su obra presenta una continuidad ininterrumpida desde la década
de 1930 hasta nuestros días.