MANUEL RIVAS.
La lengua de las mariposas.
“¿Qué hay, Pardal? Espero que por fin este año podamos ver la lengua de las
mariposas.”
El maestro aguardaba desde hacía tiempo que les enviasen un microscopio los de
la Instrucción Pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas
menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de
verdad, como si sus palabras entusiastas tuviesen el efecto de poderosas lentes.
“La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un muelle de reloj. Si
hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar.
Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar, ¿a qué sentís ya el
dulce en la boca como si la yema fuese la punta de la lengua? Pues así es la
lengua de la mariposa.”
Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el
mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con
barriles llenos de almíbar.
Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo.
Quiero decir que no podían entender cómo yo quería al maestro. Cuando era un
pequeñajo, la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que se blandía en el
aire como una vara de mimbre.
“¡Ya verás cuando vayas a la escuela!”
Dos de mis tíos, como muchos otros jóvenes, habían emigrado a América para no ir
de quintos a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a
América para no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al
monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y
sin habla, como desertores del Barranco del Lobo.
Yo iba para seis años y todos me llamaban Pardal. Otros niños de mi edad ya
trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado. Prefería
verme lejos que no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran
parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recogedor de basura
y hojas secas, el que me puso el apodo: “Pareces un pardal*”.
Creo que nunca he corrido tanto como aquel verano anterior a mi ingreso en la
escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y
seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de
que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás
sobrepasé aquella montaña mágica.
“¡Ya verás cuando vayas a la escuela!”
Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancaran las amígdalas con la
mano, la forma en que el maestro les arrancaba la jeada del habla, para que no
dijesen ajua ni jato ni jracias. “Todas las mañanas teníamos que decir la frase
Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo. ¡Muchos palos
llevamos por culpa de Juadalagara!”. Si de verdad me quería meter miedo, lo
consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el
reloj de pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llego con una
claridad de delantal de carnicero. No mentiría si les hubiese dicho a mis padres
que estaba enfermo.
El miedo, como un ratón, me roía las entrañas.
Y me meé. No me meé en la cama, sino en la escuela.
Lo recuerdo muy bien. Han pasado tantos años y aún siento una humedad cálida y
vergonzosa resbalando por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre,
medio agachado con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia, hasta que
pudiese salir y echar a volar por la Alameda.
“A ver, usted, ¡póngase de pie!”
El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que aquella orden
iba por mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era
pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el Krim.
“¿Cuál es su nombre?”
“Pardal.”
No me acordaba de nada. Ni de mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta
entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas
que se desvanecían en la memoria. Miré hacia el ventanal, buscando con angustia
los árboles de la Alameda.
Y fue entonces cuando me meé.
Cuando los otros chavales se dieron cuenta, las carcajadas aumentaron y
resonaban como latigazos.
Huí. Eché a correr como un locuelo con alas. Corría, corría como sólo se corre
en sueños cuando viene detrás de uno el Hombre del Saco. Yo estaba convencido de
que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí. Podía sentir su aliento
en el cuello, y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un
zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré hacia atrás,
vi que nadie me había seguido, que estaba a solas con mi miedo, empapado de
sudor y meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía fijarse en mí, pero yo tenía
la sensación de que todo el pueblo disimulaba, de que docenas de ojos
censuradores me espiaban tras las ventanas y de que las lenguas murmuradoras no
tardarían en llevarles la noticia a mis padres. Mis piernas decidieron por mí.
Caminaron hacia el Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta
vez llegaría hasta Coruña y embarcaría de polizón en uno de esos barcos que van
a Buenos Aires.
Desde la cima del Sinaí no se veía el mar, sino otro monte aún más grande, con
peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con
una mezcla de asombro y melancolía lo que logré hacer aquel día. Yo solo, en la
cima, sentado en la silla de piedra, bajo las estrellas, mientras que en el
valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi busca. Mi
nombre cruzaba la noche a lomos de los aullidos de los perros. No estaba
impresionado. Era como si hubiese cruzado la línea del miedo. Por eso no lloré
ni me resistí cuando apareció junto a mí la sombra recia de Cordeiro. Me
envolvió con su chaquetón y me cogió en brazos. “Tranquilo, Pardal, ya pasó todo”.
Aquella noche dormí como un santo, bien arrimado a mi madre. Nadie me había
reñido. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los
codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha
de vieira, tal como había sucedido cuando se murió la abuela.
Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado la mano durante toda la
noche. Así me llevó, cogido como quien lleva un serón, en mi regreso a la
escuela. Y en esta ocasión, con el corazón sereno, pude fijarme por vez primera
en el maestro. Tenía la cara de un sapo.
El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. “Me gusta ese nombre,
Pardal.” Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble
fue cuando, en medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano hacia su mesa
y me sentó en su silla. Él permaneció de pie, cogió un libro y dijo:
“Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con
un aplauso.” Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté
una humedad en los ojos. “Bien, y ahora vamos a empezar un poema. ¿A quién le
toca? ¿Romualdo? Venga, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien
alta.”
A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy
largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.
Una tarde parda y fría…
“Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?”
“Una poesía, señor.”
“¿Y cómo se titula?”
“Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado.”
“Muy bien, Romualdo, adelante. Con calma y en voz alta. Fíjate en la puntuación.”
El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que
era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz
increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el
indiano de Montevideo.
Una tarde parda y fría
De invierno. Los colegiales
Estudian. Monotonía
De lluvia tras los cristales.
Es la clase. En un cartel
Se representa a Caín
Fugitivo y muerto Abel,
Junto a una mancha carmín…
“Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?”, preguntó el maestro.
“Que llueve sobre mojado, don Gregorio.”
“¿Rezaste?”, me preguntó mamá, mientras planchaba la ropa que papá había cosido
durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de
nabiza.
“Pues sí”, dije yo no muy seguro. “Una cosa que hablaba de Caín y Abel.”
“Eso está bien”, dijo mamá, “no sé por qué dicen que el nuevo maestro es un ateo”.
“¿Qué es un ateo?”
“Alguien que dice que Dios no existe.” Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la
plancha con energía por las arrugas de un pantalón.
“¿Papá es un ateo?”
Mamá apoyó la plancha y me miró fijamente.
“¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa bobada?”
Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los
hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda
contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el demonio. Me
parecía que sólo las mujeres creían realmente en Dios.
“¿Y el demonio? ¿Existe el demonio?”
“¡Por supuesto!”
El hervor hacía bailar la tapa de la cacerola. De aquella boca mutante salían
vaharadas de vapor y gargajos de espuma y verdura. Una mariposa nocturna
revoloteaba por el techo alrededor de la bombilla que colgaba del cable trenzado.
Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. La cara se le
tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono
suave y algo triste, como si se refiriese a un desvalido.
“El demonio era un ángel, pero se hizo malo.”
La mariposa chocó con la bombilla, que se bamboleó ligeramente y desordenó las
sombras.
“Hoy el maestro ha dicho que las mariposas también tienen lengua, una lengua
finita y muy larga, que llevan enrollada como el muelle de un reloj. Nos la va a
enseñar con un aparato que le tienen que enviar de Madrid. ¿A que parece mentira
eso de que las mariposas tengan lengua?”
“Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad.
¿Te ha gustado la escuela?”
“Mucho. Y no pega. El maestro no pega.”
No, el maestro don Gregorio no pegaba. Al contrario, casi siempre sonreía con su
cara de sapo. Cuando dos se peleaban durante el recreo, él los llamaba,
“parecéis carneros”, y hacía que se estrecharan la mano. Después los sentaba en
el mismo pupitre. Así fue como conocí a mi mejor amigo, Dombodán, grande,
bondadoso y torpe. Había otro chaval, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla,
al que le hubiera zurrado con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el
maestro me mandase darle la mano y que me cambiase del lado de Dombodán. La
forma que don Gregorio tenía de mostrarse muy enfadado era el silencio.
“Si vosotros no os calláis, tendré que callarme yo.”
Y se dirigía hacia el ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era
un silencio prolongado, descorazonador, como si nos hubiese dejado abandonados
en un extraño país. Pronto me di cuenta de que el silencio del maestro era el
peor castigo imaginable. Porque todo lo que él tocaba era un cuento fascinante.
El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas
y la sístole y diástole del corazón. Todo conectaba, todo tenía sentido. La
hierba, la lana, la oveja, mi frío. Cuando el maestro se dirigía hacia el
mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminase la pantalla del cine Rex.
Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relinchar
de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomos de los elefantes de
Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchábamos con
palos y piedras en Ponte Sampaio* contra las tropas de Napoleón. Pero no todo
eran guerras. Fabricábamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio.
Escribíamos cancioneros de amor en la Provenza y en el Mar de Vigo. Construíamos
el Pórtico de la Gloria. Plantábamos las patatas que habían venido de América. Y
a América emigramos cuando llegó la peste de la patata.
“Las patatas vinieron de América”, le dije a mi madre a la hora de comer, cuando
me puso el plato delante.
“¡Qué iban a venir de América!” Siempre ha habido patatas”, sentenció ella.
“No, antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz.” Era la
primera vez que tenía clara la sensación de que gracias al maestro yo sabía
cosas importantes de nuestro mundo que ellos, mis padres, desconocían.
Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba
de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban
de un ganado que daba leche y azúcar y cultivaban setas. Había un pájaro en
Australia que pintaba su nido de colores con una especie de óleo que fabricaba
con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba el tilonorrinco. El macho
colocaba una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.
Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio
y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y festivos que pasaba por
mi casa e íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del río, las
gándaras, el bosque y subíamos al monte Sinaí. Cada uno de esos viajes era para
mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis.
Un caballito del diablo. Un ciervo volante. Y cada vez una mariposa distinta,
aunque yo sólo recuerdo el nombre de una a la que el maestro llamó Iris, y que
brillaba hermosísima posada en el barro o el estiércol.
Al regreso, cantábamos por los caminos como dos viejos compañeros. Los lunes, en
la escuela, el maestro decía: “Y ahora vamos a hablar de los bichos de Pardal”.
Para mis padres, estas atenciones del maestro eran un honor. Aquellos días de
excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos: “No hace falta, señora,
yo ya voy comido”, insistía don Gregorio. Pero a la vuelta decía: “Gracias,
señora, exquisita la merienda”.
“Estoy segura de que pasa necesidades”, decía mi madre por la noche.
“Los maestros no ganan lo que tendrían que ganar”, sentenciaba, con sentida
solemnidad, mi padre. “Ellos son las luces de la República.”
“¡La República, la República! ¡Ya veremos adónde va a parar la República!”
Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa
diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia. Procuraban no
discutir cuando yo estaba delante, pero a veces los sorprendía.
“¿Qué tienes tú contra Azaña? Eso es cosa del cura, que os anda calentando la
cabeza.”
“Yo voy a misa a rezar”, decía mi madre.
“Tú sí, pero el cura no.”
Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le
dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría tomarle las medidas para un
traje.
“¿Un traje?”
“Don Gregorio, no lo tome a mal. Quisiera tener una atención con usted. Y yo lo
que sé hacer son trajes.”
El maestro miró alrededor con desconcierto.
“Es mi oficio”, dijo mi padre con una sonrisa.
“Respeto mucho los oficios”, dijo por fin el maestro.
Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año, y lo llevaba también aquel
día de julio de 1936, cuando se cruzó conmigo en la Alameda, camino del
ayuntamiento.
“¿Qué hay, Pardal? A ver si este año por fin podemos verle la lengua a las
mariposas.”
Algo extraño estaba sucediendo. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se
movía. Los que miraban hacia delante, se daban la vuelta. Los que miraban para
la derecha, giraban hacia la izquierda. Cordeiro, el recogedor de basura y hojas
secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca había
visto a Cordeiro sentado en un banco. Miró hacia arriba, con la mano de visera.
Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros, era que se avecinaba una
tormenta.
Oí el estruendo de una moto solitaria. Era un guardia con una bandera sujeta en
el asiento de atrás. Pasó adelante del ayuntamiento y miró para los hombres que
conversaban inquietos en el porche. Gritó: “¡Arriba España1!”. Y arrancó de
nuevo la moto dejando atrás una estela de explosiones.
Las madres empezaron a llamar a sus hijos. En casa, parecía que la abuela se
hubiese muerto otra vez. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre
lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo de agua y lavar los
platos limpios y guardar los sucios.
Llamaron a la puerta y mis padres miraron el pomo con desazón. Era Amelia, la
vecina, que trabajaba en casa de Suárez, el indiano.
“¿Sabéis lo que está pasando? En Coruña, los militares han declarado el estado
de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil.”
“¡Santo Cielo!”, se persignó mi madre.
“Y aquí”, continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyesen, “dicen que el
alcalde llamó al capitán de carabineros, pero que éste mando decir que estaba
enfermo”.
Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y
todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de repente hubiese
llegado el invierno y el viento arrastrase a los gorriones de la Alameda como
hojas secas.
Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a
misa, y volvió pálida y entristecida, como si hubiese envejecido en media hora.
“Están pasando cosas terribles, Ramón”, oí que le decía, entre sollozos, a mi
padre. También él había envejecido. Peor aún. Parecía que hubiese perdido toda
voluntad. Se había desfondado en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería
comer.
“Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros.
Todo”.
Fue mi madre la que tomó la iniciativa durante aquellos días. Una mañana hizo
que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a misa. Cuando regresaron, me
dijo: “Venga, Moncho, vas a venir con nosotros a la Alameda”. Me trajo la ropa
de fiesta y mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo con voz muy grave:
“Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde.
Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le
regaló un traje al maestro”
“Sí que se lo regaló”.
“No, Moncho. No se lo regaló. ¿Has entendido bien? ¡No se lo regaló!”
“No, mamá, no se lo regaló.”
Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. También habían bajado
algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos con chaleco y
sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa
azul y pistola al cinto. Dos filas de soldados abrían un pasillo desde la
escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los
que se usaban para transportar el ganado en la feria grande. Pero en la Alameda
no había el bullicio de las ferias, sino un silencio grave, de Semana Santa. La
gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros.
Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.
Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió
del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio,
escoltados por otros guardias, salieron los detenidos. Iban atados de pies y
manos, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos
aquellos rostros. El alcalde, los de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo
Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la Orquesta Sol y Vida, el cantero al
que llamaban Hércules, padre de Dombodán… Y al final de la cordada, chepudo y
feo como un sapo, el maestro.
Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como
petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un murmullo que acabó
imitando aquellos insultos.
“¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!”
“Grita tú también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!” Mi madre llevaba a
papá cogido del brazo, como si lo sujetase con todas sus fuerzas para que no
desfalleciera. “¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!”
Y entonces oí cómo mi padre decía: “¡Traidores!” con un hilo de voz. Y luego,
cada vez mas fuerte, “¡Criminales! ¡Rojos!”. Soltó del brazo a mi madre y se
acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida hacia el maestro.
“¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”
Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él
estaba fuera de sí. “¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre!” Nunca le había oído llamar
eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. “Su madre no tiene la
culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso.” Pero ahora se volvía hacia mí enloquecido y
me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. “¡Grítales tú
también, Monchiño, grítale tú también!”
Cuando los camiones arrancaron, cargados de presos, yo fui uno de los niños que
corrieron detrás, tirando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del
maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de
polvo a lo lejos y yo, en el medio de la Alameda, con los puños cerrados, sólo
fui capaz de murmurar con rabia: “¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!”
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* En gallego, gorrión.
* Lugar emblemático de la provincia de Pontevedra en el que durante la guerra de
Independencia las tropas gallegas derrotaron a las francesas, mandadas por el
mariscal Ney.
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