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Material de suport de l'assignatura de filosofia per alumnes de primer i segon de batxillerat

 

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LA TORTURA


Edward Peters



INTRODUCCIÓN

¿Qué es la tortura? Desde los juristas romanos de los siglos II y III hasta los historiadores del presente, quienes más atención han dedicado a esta cuestión le han dado respuestas notablemente similars. Así, el jurista del siglo II, Ulpiano, declaraba:

Por quaestio (tortura) hemos de entender el tormento y sufrimiento del cuerpo para obtener la verdad. Ni el interrogatorio en sí mismo ni el temor ligeramente inducido se relacionan en verdad con este edicto. Por lo tanto, puesto que la quaestio debe ser entendida como violencia y tormento, éstas son las cosas que determinan su significado.

En el siglo XIII, el jurisconsulto romano dedicado al derecho, Azo, dio esta definición:
La tortura es la indagación de la verdad por medio del tormento.

Y en el siglo XVII el jurisconsulto dedicado al derecho civil, Bocer, decía:
La tortura es el interrogatorio mediante el tormento del cuerpo, respecto a un delito que se sabe que ha sido cometido, tormento legítimamente ordenado por un juez con el fin de obtener la verdad sobre dicho delito.

En nuestro siglo, el historiador del derecho John Langbein ha escrito:
Cuando hablamos de tortura judicial, nos referimos al uso de la coerción física por funcionarios del Estado con el fin de obtener pruebas para los procesos judiciales… En cuestiones de Estado, la tortura también fue usada para obtener información en circunstancias no directamente relacionadas con los procesos judiciales.

El artículo I de la Declaración contra la Tortura adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 9 de diciembre de 1975 dice así:
Para los fines de esta Declaración, tortura significa todo acto por el cual se inflige intencionadamente un intenso dolor o sufrimiento, físico o mental, por, o a instigación de, un funcionario público, a una persona para fines tales como obtener de ella o de una tercera persona una información o confesión, castigarla por un acto que ha cometido o intimidarla, a ella o a tras personas.No incluye el dolor o sufrimiento proveniente sólo de, inherente a, o propio de, sanciones legítimas en la medida compatible con las Reglas Mínimas Legales para el Tratamiento de Presos.

Finalmente, hay una definición un poco más elaborada de otro historiador del derecho del siglo XX, John Heath:
Entiendo por tortura la imposición de un sufrimiento corporal o la amenaza de infligirlo inmediatamente, cuando tal imposición o amenaza se dirige a obtener, o es inherente a los medios empleados para obtener información o pruebas forenses, y el motivo es de índole militar, civil o eclesiástica.

Todos los juristas y los historiadores antes citados hallan un elemento común en la tortura: es un tormento infligido por una autoridad pública con fines ostensiblemente públicos. Así, la tortura es algo que una autoridad pública hace o permite.

La historia de la tortura en la Europa Occidental puede ser rastreada desde los griegos, a través de los romanos y la Edad Media, hasta las reformas jurídicas del siglo XVIII y la abolición de la tortura en el procedimiento penal legal prácticamente en toda Europa occidental en el primer cuarto del siglo XVI. Pero, eliminada del derecho penal ordinario, la tortura fue restablecida en muchas partes de Europa y en sus imperios coloniales desde fines del siglo XIX, y su avance se vio muy acelerado por el cambio de los conceptos sobre el delito político durante el siglo XX. Las más fiables pruebas recientes indican que se ut8iliza la tortura, oficialmente o no, en un país de cada tres.

LA APARICIÓN DE LA TORTURA EN LA LEY GRIEGA.

En el comienzo de la historia de la tortura entre los antiguos griegos, hallamos por primera vez en la historia occidental la transición de un sistema legal arcaico y en gran medida comunal a otro sistema complejo en el que el problema de la prueba y la distinción entre el hombre libre y el esclavo son particularmente notables.

El honor del ciudadano daba gran importancia a su palabra jurada. Puede decirse que la misma doctrina de la prueba fue definida por la importancia del testimonio de un ciudadano. Por lo tanto, quien no poseía tal estatus de ciudadano no podía proporcionar “pruebas”, según entendían los griegos este término. Originalmente, pues, la importancia del honor de un ciudadano creaba una clasificación de las pruebas que distinguía entre un tipo “natural” de prueba que podía ser obtenida fácilmente de la palabra de un ciudadano, y un tipo forzado de prueba que debía ser arrancada por la fuerza de toda otra persona.

El término que utiliza Aristóteles para la tortura, y el término griego general, es basanos, filológicamente relacionado con la idea de poner algo metálico en una piedra de toque para verificar su contenido. Basanos es un tipo de investigación cuyos resultados pueden servir como pruebas en un subprocedimiento dentro de un procedimiento legal más amplio que es esencialmente hostil, pero los ciudadanos litigantes no pueden ser sometidos al subprocedimiento del basanos. Una conocida colección de discursos del orador del siglo V, Antifonte, ejemplifica concisamente la idea general:

“(Mi acusador) puede tomar tantos testigos como quiera, examinarlos, examinar a testigos que sean hombres libres, como corresponde al examen de hombres libres, y a quienes, por autorrespeto y justicia, estén naturalmente dispuestos a decir la verdad sobre los hechos. En el caso de los esclavos, puede interrogarlos si sus declaraciones le parecen fieles a la verdad. Si no es así, estoy dispuesto a entregarla todos mis esclavos para que los somete a tortura. Si requiere el testimonio de esclavos que no me pertenezcan, prometo, después de haber obtenido el permiso de su propietario, entregárselos también para que los somete a tortura de la manera que le plazca.-

El derecho de un ciudadano en un pleito penal (o civil) a pedir la tortura de esclavos parece haber sido aceptado en general, sea en un intercambio informal de investigaciones, sea en un juicio propiamente dicho. Los oradores griegos del siglo V se refieren al interrogatorio mediante tortura de los esclavos como si fuera algo común. He aquí un pasaje del orador Iseo:

Tanto personal como oficialmente consideráis la tortura como l aprueba más segura. Siempre que aparecen como testigos hombres libres y esclavos y se hace necesario descubrir los hechos del caso, no empleáis el testimonio de los hombres libres, sino que mediante la tortura de los esclavos tratáis de discernir la verdad de las circunstancias. Y esto es natural, hombres del jurado, pues sabéis que algunos e los testigos se han presentado para dar un falso testimonio, pero nunca se ha probado que ninguno de los esclavos haga declaraciones falsas como resultado de la tortura.

Tal afirmación implica una concepción ateniense de la fiabilidad de la tortura que contrasta agudamente con otros aspectos de la cultura ateniense. En resumen, los siglos V y IV ofrecen algunos indicios ambiguos de que la tortura judicial de esclavos era aceptable en teoría, pero muy pocos prueban que fuesen torturados muchos esclavos o que los atenienses valorasen mucho tal testimonio. Y hay muchos más indicios de que en los casos políticos la tortura puede haber sido más frecuente que en los litigios civiles o penales comunes.

LA TORTURA EN LA LEY ROMANA.

Puesto que la ley romana, modelada por ciertas influencias griegas, constituyó el mayor cuerpo de jurisprudencia docta conocida por la tradición occidental, su doctrina de la tortura tuvo fuerte influencia sobre los dos resurgimientos de la tortura que experimentó el mundo occidental: el del siglo XIII y el del siglo XX.

En la más antigua ley romana, como en la ley griega, sólo los esclavos podían ser torturados, y sólo cuando habían sido acusados de un crimen. Posteriormente, también pudieron ser torturados como testigos, pero con severas restricciones. Los hombres libres, originalmente exentos de la tortura, cayeron bajo su sombra en casos de traición durante el Imperio, y luego en una gama cada vez más amplia de casos establecidos por orden imperial. La división de la sociedad romana en las clases de los honestiores y los humiliores después del siglo II d. de C., hizo a la segunda de estas clases vulnerable a los medios de interrogación y castigo antaño apropiados sólo para los esclavos. Y hasta los honestiores pudieron ser torturados en casos de traición y otros crímenes específicos, como acusados y testigos.

Como en Grecia, los propietarios romanos de esclavos tenían el derecho absoluto de castigar y torturar a sus esclavos, cuando sospechaban que eran culpables de delitos contra ellos dentro de sus propiedades. Este derecho no fue abolido en la ley romana hasta el 240 d. de C., por un el emperador Gordiano.

Gran parte del procedimiento legal de la República Romana sólo puede ser comprendido partiendo del punto de vista de la “justicia” privada. A partir de la enemistad inveterada, incluso sangrienta, y la venganza privada, el paso siguiente llevó fácilmente al arbitraje voluntario por una tercera parte, de este arbitraje voluntario o comunal al arbitraje impuesto rutinariamente por el Estado , en el que el Estado dirigía totalmente las acciones judiciales. Es así como las partes de un pleito perdían el control sobre su curso y el ciudadano privado que actuaba como árbitro era reemplazado por un funcionario público delegado por el emperador o por un alto funcionario de la administración imperial. En el curso de esta transición, el poder del Estado aumento respecto a su papel original de la venganza y organización del arbitraje.

La esfera de la ley por la que los esclavos podían ser torturados se extendió a algunos ámbitos civiles en el siglo II. Al comienzo del Imperio Augusto había prevenido contra el uso de la tortura: “No creo que deba aplicarse la tortura en todos los casos y a toda persona; pero cuando crímenes capitales y atroces no pueden ser descubiertos y probados excepto mediante la tortura de esclavos, sostengo que es muy eficaz para descubrir la verdad y debe ser empleada”.

Como las ocasiones para torturas esclavos aumentaron, también empezaron a extenderse en la case más baja de los ciudadanos. Así, la deshonra pública y el “bajo rango” se convirtieron en dos de las circunstancias por las que los hombres libres podían ser sometidos a tortura.

En los siglos I y II, el rango superior de la sociedad romana se había expandido para incluir a más personas que los senadores solamente, sobre todo en el rango ecuestre, o de “los caballeros”. Este rango superior adquirió los antiguos privilegios de los patricios y los senadores. Los que no estaban en el rango superior (es decir, el de los llamados en el siglo II los honestiores) se convirtieron en los humiliores, y así como la distinción ente honestiores y humiliores se hizo más tajante, particularmente en términos de la idea de dignidad personal y privilegio legal, así también la distinción entre los humiliores y los esclavos se hizo borrosa, y los humiliores, carentes de la dignidad del rango superior, adquirieron parte de la indignidad del rango más bajo. La doctrina en desarrollo de la dignitas y la infamia constituyó un medio de imponer a ciudadanos hasta entonces libres incapacidades que antaño sólo sufrían los esclavos.

Evidentemente, entre los siglos II y IV, el privilegio de no ser sometido a tortura se había desgastado, no sólo desde el fondo de la sociedad hacia arriba, sino también, empezando con la traición y ampliándose lentamente hasta abarcar otros delitos, inclusive los establecidos por el capricho del emperador, se desgastó desde la cima hacia abajo.

Tampoco fue la traición, ni siquiera con una definición muy amplia de traición, la única razón de que los emperadores legitimasen el uso de la tortura contra los hombres libres.

La aparición de una clase de magistrados burocráticos, que ya no eran los sabios juristas de los siglos II y III, probablemente hizo la aplicación de la tortura más rutinaria y menos meditada. La serie de edictos imperiales citados antes, que trataron de recordar a los funcionarios las restricciones a la tortura, probablemente reflejaron un verdadero problema y verdaderas preocupaciones imperiales y de los honestiores.

El carácter de la tortura romana.

El medio corriente de tortura (más tarde, al parecer, adoptado como medio de pena capital agravada) era el potro, una armazón de madera puesta sobre caballetes en que la víctima era colocada con las manos y los pies sujetos de tal modo que las articulaciones podían ser distendidas mediante la operación de un complejo sistema de pesos y cuerdas. La tortura con metales calientes al rojo, la flagelación, el encierro opresivo del cuerpo en un espacio estrecho, la “mala casa”, constituían formas adicionales de tortura.

Los métodos griegos de pena capital incluían la decapitación, el veneno, la crucifixión, los golpes con palos hasta morir, el estrangulamiento, la lapidación, ser arrojado por un precipicio y ser enterrado vivo. Los romanos prohibieron el envenenamiento y el estrangulamiento, y reservaron la crucifixión para los esclavos y los criminales particularmente despreciables.

El derecho romano y las sociedades germánicas.

Las sociedades germánicas de la primera Europa medieval, en su mayor parte, no desarrollaron y adaptaron rápidamente sus prácticas y valores a los del derecho romano. En la mayoría de los casos, el derecho romano no se difundió y estudió en Europa hasta fines del siglo XI. Y hasta el XII no influyó gran parte de él sobre las instituciones legales de Europa.

Pero en lo que respecta a quienes no eran hombres libres o los que eran hombres libres deshonrados, la ley germánica permitía la tortura y los castigos de un género que rebajaba el honor personal. Los esclavos acusados de crímenes, las esposas de un hombre de rango asesinado y los hombres libres públicamente declarados traidores, desertores o cobardes podían todos ser tratados de ese modo.

Los germanos parecen haberse considerado los equivalentes de los honestiores y, aparte de ocasionales acciones no sancionadas por sus reyes, parecen haber mantenido a los hombres libres firmemente exentos de la tortura durante la mayor parte de su historia jurídica primitiva.

Entre los visigodos el testimonio de esclavos se hallaba considerablemente restringido, y la tortura parece haber sido practicada comúnmente. Sólo hombres libres pueden acusar a hombres libres, y ningún hombre libre puede acusar a alguien de un rango superior al suyo. La tortura debe tener lugar en presencia del juez o sus representantes designados, y no se permitía la muerte ni dejar lisiado un miembro. El homicidio, el adulterio, las ofensas contra el rey y el pueblo como un todo, la falsificación y la hechicería son los crímenes por los cuales, suponiendo satisfechos los requisitos de rango del acusador y el acusado, podía usarse la tortura, hasta con un noble.


LA REVOLUCIÓN JURÍDICA DEL SIGLO XII

En el siglo XII se produjo una revolución en el derecho y la cultura jurídica y modeló la jurisprudencia penal -y muchas otras- en Europa hasta fines del siglo XVIII. Una de las consecuencias más importantes de esta revolución fue que el procedimiento inquisitorial desplazó al viejo procedimiento acusatorio. En vez del juramento confirmado y verificado del hombre libre, la confesión fue elevada a la cima de la jerarquía de pruebas, tan elevada, en verdad, que los juristas llamaban a la confesión “la reina de las pruebas”. A diferencia del derecho griego y el romano, el lugar de la confesión en el procedimiento legal, y no el estatus del acusado o la naturaleza del crimen, explica la reaparición de la tortura en el derecho medieval y de comienzos de la era moderna.

El “derecho penal” de Europa antes del siglo XII era predominantemente privado. Los funcionarios públicos no buscaban e investigaban crímenes. Los perjuicios eran llevados a la atención de los oficiales de justicia por quienes los habían sufrido, y era responsabilidad del acusador vigilar para que el funcionario legal actuase. El acusado, enfrentado con la acusación, generalmente sólo necesitaba jurar que la acusación era falsa. Podía ocurrir que el tribunal luego decidiese que el juramento del acusado por sí solo no era suficiente para llegar a una decisión y se requería el juramento de otros, los compurgadores, además del juramento del acusado. Estos compurgadores no eran testigos de hechos, sino sólo de su disposición a apoyar al acusado testificando su aprobación de su juramento. Si el número de compurgadores era suficiente, el juicio se detenía allí con un rechazo de la acusación. El juramento era la “prueba” más fuerte que la parte acusada podía brindar, y para la mayoría de las acusaciones era un fundamento más que adecuado para cesar el litigio.

En algunos casos, particularmente aquellos contra hombres cuya reputación era mala, ciertas acusaciones, principalmente las de crímenes capitales, podían implicar el sometimiento del acusado a una ordalía, proceso en el cual se invocaba el juicio de Dios para resolver un caso al que las limitaciones del procedimiento jurídico hacían insoluble. Finalmente, en algunos casos, las dos partes o partes designadas por ellos podían entablar un combate judicial, que también se consideraba una forma de ordalía, sobre la base de que Dios sólo permitiría la victoria de la parte que tenía la razón. El juramento, la ordalía y el combate judicial constituían los modos de prueba “irracionales, primitivos y bárbaros” antes de mediados del siglo XII. Por arcaicas e insatisfactorias que más tarde pareciesen, respondían adecuadamente a las premisas fundamentales de la calidad de hombres libres y las limitaciones procesales que imponía a los tribunales: el supuesto de que la intervención divina en el mundo material era contínua, de tal modo que se negaba a permitir que las injusticias quedasen sin castigo, hasta el punto de ser invocable automáticamente contra presuntos malhechores. La gente aceptaba las sentencias de la ordalía, el juramento y el combate judicial porque creía que eran sentencias de Dios tanto como prácticas antiguas y aceptadas.

Para reemplazar el viejo sistema, debían producirse una serie de cambios distintos: era necesario eliminar y reemplazar todo un sistema de antiguos y respetados métodos de procedimiento y los supuestos culturales que reflejaban; la idea de justicia inmanente, o juicio de Dios, debía hacer lugar a una idea de competencia y autoridad jurídica efectiva; y tanto el clero como los legos debían aprobar estos cambios. En el curso del siglo XII, excepto en una categoría de casos muy pequeña y especializada, estos tres cambios se produjeron, de hecho. El viejo sistema de pruebas dio paso a dos procedimientos distintos pero igualmente revolucionarios, los del proceso inquisitorial y el jurado; se difundió la aceptación del ideal de una justicia al alcance de la determinación humana, particularmente con la creación de una profesión jurídica y la difusión de los nuevos procedimientos uniformes; los eclesiásticos y los laicos doctos declararon hallar repelente la idea de justicia inmanente.

Para todas las incertidumbres que rodeaban a la reunión y la evaluación de pruebas, el testimonio de los testigos y el carácter imprevisible de jueces y jurados, la confesión brindaba un remedio, y fue requerida en algunos casos, principalmente los de delitos capitales. Fue de la importancia de la confesión de la que dependió, si no el resurgimiento, sin duda la difusión y la integración de la tortura en los sistemas legales del siglo XIII.

El retorno de la tortura.

Paradójicamente, aunque las variadas formas de la indagación daban origen a tipos enteramente nuevos de acusados, casos y testigos, y mucha mayor información que la que se hubiese hallado en un juicio de rutina, también aumentaban el temor a los errores. La confesión, antaño sólo uno más de varios medios para corroborar una acusación en los viejos procedimientos, ahora adquirió mayor importancia que nunca como medio de superar la incertidumbre. Uno podía ser atrapado con las manos en la masa por los funcionarios y testigos adecuados sólo en el momento del crimen. Pero podía confesar en cualquier momento.

Se podía condenar al acusado por el testimonio de dos testigos oculares o por su confesión. Si no se producía la confesión y si no había ningún testigo ocular o sólo había uno, se podía invocar como prueba parcial una serie de indicia, hechos circunstanciales. Pero sin una prueba plena, no podía llegarse a ninguna condena, y ninguna suma de pruebas parciales podía constituir una prueba plena. Para superar la falta de un segundo testigo ocular y la presencia de muchos pero nunca suficientes indicia, los tribunales debían recurrir al único elemento que hacía posible la condena plena y el castigo: la confesión. Y para obtener la confesión, se apeló nuevamente a la tortura, pero sobre fundamentos muy diferentes de los del antiguo derecho romano.

Las más antiguas menciones de la tortura en fuentes de fines del siglo XI y principios del _XII son explícitas: se la reservaba para criminales conocidos y los “mas viles de los hombres”. “Los hombres que viven honestamente, que no pueden ser corrompidos por el favor o el dinero, pueden ser aceptados como testigos sobre la base de su juramento solamente. Los más viles de los hombres, los fáciles de corromper, no pueden ser aceptados (como testigos) por su juramento solamente, sino que deben ser sometidos a torturas, esto es, al juicio del fuego o el agua hirviendo”. “Un esclavo no debe ser aceptado como testigo, sino que debe ser sometido a prisión o a tormentos, para que la verdad salga a la luz, al igual que los ladrones, salteadores y otros de la peor clase de malhechores”.

Comparado con las viejas formas de procedimiento, el nuevo proceso inquisitorial parecía mucho menos repugnante a los contemporáneos de lo que puede parecernos a nosotros. Ciertamente, era más profesional. Desde la segunda mitad del siglo XIII hasta fines del siglo XVIII, la tortura formó parte del procedimiento penal ordinario de la Iglesia latina y de la mayor parte de los estados de Europa.

Un juez podía descubrir que se había perpetrado un crimen sólo de una de tres maneras: podían informarle de él sus propios oficiales, quienes habían jurado perseguir los crímenes y estaban protegidos por el juramento de su cargo de posteriores acusaciones de calumnia; podía oír de él por la fama, la notoriedad, los juramentos de ciudadanos respetables que lo habían visto u oído hablar de él; o podía saberlo probadamente como individuo. En el último caso, aunque había alguna controversia sobre este punto, se consideraba generalmente que el juez era un ciudadano sabedor de fama, y por lo tanto se le incluía en la segunda categoría.

Habiendo sido informado de que se había cometido un delito, el juez debía establecer que así era. Su justificación para hacerlo era el informe de oficiales de justicia o la fama común. El delito debía ser castigable. El juez podía entonces llamar a testigos, oír testimonios y ver si había aparecido a primera vista alguien que probablemente fuese culpable. Esta parte era llamada a menudo la inquisitio generalis, o “indagación general”, seguía a las denuncias iniciales y se la podría comparar con una investigación moderna. Una vez que el acusado era identificado, comenzaba la inquisitio specialis: “la indagación especial o particular”, que determinaría la culpa o inocencia del acusado: el juicio propiamente dicho. Debía presentarse al acusado un mandato en el que se consignaban los puntos esenciales de la acusación. El mandato ponía al acusado ante el tribunal y, en una semejanza residual con el viejo procedimiento acusatorio, se decía que la fama o el juez mismo estaban en el lugar del acusador. Pero en el siglo XIV apareció la figura del acusador público que asumía este papel y también el manejo del caso contra el acusado. (Puesto que podía apelarse a la tortura sólo en casos cuyo castigo implicaba la muerte o mutilación, supondremos que el delito castigable era suficientemente grave.)

Una vez iniciada la inquisitio specialis, se requería al juez que usase todos los medios posibles para descubrir la verdad antes de la aplicación de la tortura. Esta doctrina, la de que la tortura sólo podía ser usada “cuando la verdad no podía ser aclarada por otras pruebas”, y la doctrina de la jerarquía de las pruebas legales, desde los dos testigos oculares y la confesión hasta las “semipruebas” y los indicia, enmarcaban toda decisión de aplicar la tortura y, desde el siglo XIV en adelante, literalmente quitaba la decisión de las manos del juez. Una vez que la tortura era planteada como un posible curso de acción, tenía que haber un conjunto de datos grande pero incompleto contra el acusado, parte de él circunstancial, quizá, pero todos presuntivos. Esos datos tenían que ser probados, a su vez: la fama debía provenir de gente respetable; los testigos presenciales debían coincidir en cada detalle de su testimonio; los datos debían ser evaluados de acuerdo con un bien conocido conjunto de criterios.

La tortura en sí estaba rodeada de protocolos: no podía ser desmedida ni causar muerte ni daños permanentes; debía ser del tipo ordinario, y se desaprobaban las nuevas torturas; debía estar presenta un médico, y un notario debía hacer un informe oficial del procedimiento.

Aun en tales condiciones las confesiones hechas bajo tortura no eran válidas en sí mismas. Tenían que ser repetidas lejos del lugar de la tortura. Si el acusado se retractaba, podía repetirse la tortura, porque la confesión original constituía otro indicium contra él. La combinación de los datos presuntivos y la confesión confirmada permitía al juez anunciar el veredicto y el castigo que se aplicaría. Si el juez había violado las instrucciones sobre la tortura, más tarde podía ser demandado mediante el proceso sindicatus (una revisión formal de las acciones e un juez), al terminar su mandato judicial.

El juez inglés no hallaba un culpable o un inocente, pero sí el jurado. Con la amplitud de las reglas inglesas en lo concerniente a las pruebas, la ausencia de un acusador el Estado, el papel diferente del juez y la responsabilidad de los jurados grande y pequeño, la importancia de la confesión en la ley inglesa era mucho menor que en la ley continental, y en general el problema de la tortura perdió relevancia. La tortura no halló un lugar en la ley de Inglaterra después de 1166. Las reformas de Enrique II dieron un procedimiento al derecho de Inglaterra que eliminaba el uso de la tortura en los mismos siglos en que las reformas legales continentales se acercaban cada vez más a ella.

Una de las paradojas de la historia social del derecho penal de principios de la Era Moderna es que, si bien se perdieron algunas de las anteriores distinciones y privilegios sociales, este proceso nivelador también sometió a un número mayor de personas a procedimientos que, originalmente, sólo eran aplicados a las clases más bajas y de peor reputación de la sociedad. A fines del siglo XV, todo hombre podía ser torturado, cuando se pusieron, firme y profesionalmente, los cimientos del derecho penal de comienzos de la Era Moderna.

ABOLICIÓN, DERECHO Y SENSIBILIDAD MORAL.

En el siglo XVII la tortura era atacada en todas partes, y a fines del siglo XVIII este ataque había triunfado casi en todos lados. En una revisión tras otra, desde 1750 en adelante, las estipulaciones sobre la tortura en los códigos penales de Europa fueron progresivamente anuladas, hasta que en 1800 eran apenas visibles. Junto con la revisión legislativa, surgió y circuló ampliamente una gran literatura que condenaba la tortura sobre fundamentos legales y morales.

Después de fines del siglo XVIII, la tortura adquirió un tinte universalmente peyorativo y llegó a ser considerada como la antítesis de los derechos humanos, el supremo enemigo de la jurisprudencia humanitaria y el liberalismo, y la mayor amenaza al derecho y la razón que el siglo XIX podía imaginar. La abolición de la tortura en el siglo XVIII seguramente estaba relacionada con el pensamiento de la Ilustración, al menos con aquellos aspectos de él que subrayaba la manifestación en la jurisprudencia penal de un creciente sentido moral de la dignidad y el valor humanos.

En una edad en que el cambio constitucional y político ocupa el centro de la mayoría de los relatos históricos, seguido pronto por el cambio económico y social, es sorprendente ver cuántas imágines del derecho penal parecen dominar los sucesos. La destrucción de la Bastilla, la guillotina, la consideración de la tortura como algo inhumano e irracional, y del mismo derecho penal como un medio de represión social, todo esto figura entre las imágenes más memorables, no sólo de la Revolución Francesa en particular, sino también de la era revolucionaria en general. Nuevos códigos penales sucedieron a la oleada de reformas que abolieron la tortura a fines del siglo XVIII.. No sólo la prisión se contó ahora entre las principales sanciones penales, sino que la misma reforma de las prisiones se convirtió en una tema en el que pudieron expresarse los valores de la ilustración.

LA POLICÍA Y EL ESTADO (RESURGIMIENTO DE LA TORTURA).

Con la reforma del procedimiento penal a fines del siglo XVIII y la aparición de códigos jurídicos reformados a principios del siglo XIX, también apareció un rasgo del moderno derecho penal: la policía. La reforma de la policía y las prisiones no sólo marcharona la par a principios del siglo XIX, sino que ambas fueron objeto de considerables intercambios internacionales de prácticas y opiniones.

El historiador Samuel Walker ha resumido concisamente gran parte de este desarrollo:

Tres nuevas instituciones se desarrollan entre 1820 y 1870; la policía, la prisión y las primeras instituciones juveniles. Cada una de ellas estaba destinada a regular, controlar y modelar la conducta humana. En lo concerniente a la policía, Alan Silver señala que representaba un suceso social y político sin precedentes: “la penetración y la continua presencia de la autoridad política central en la vida cotidiana”. La vida estaba sometida a constante vigilancia; la conducta “inaceptable” era castigada. De la misma manera, la prisión sometía la vida de cada prisionero a constante observación y control. El historiador francés Michel Foucalt, en su historia de la prisión (Disciplina y Castigo), arguye que la fábrica, la escuela, la policía y la prisión tenían un propósito común: controlar la conducta, o “disciplina y castigar”.

No hay una sola historia que hable de la relación entre las fuerzas policiales y la tortura en el siglo XIX, pero hay sustanciales testimonios de que la experiencia de la policía en Estados Unidos y otras partes contribuyó, aunque sólo fuese indirectamente, al resurgimiento de la tortura. El problema se hizo más complejo cuando las fuerzas policiales fueron utilizadas para hacer frente a delitos penales y políticos, cuando la policía fue estrecha o vagamente supervisada por otras ramas del gobierno, cuando las fuerzas policiales fueron controladas por los gobiernos, y no por judicaturas independientes.

El desarrollo de una burocracia administrativa en la mayoría de los Estados de Europa y América del Norte a fines del siglo XIX, unida a fuerzas policiales que estaban bajo control político independiente o a fuerzas policiales encargas específicamente de tareas políticas, ofreció amplio espacio para el resurgimiento de la tortura, aun en estados con una judicatura fuerte e independiente y la prohibición por ley de la tortura. El Estado había creado otros funcionarios, además de los jueces, a quienes podía confiarse la tortura, y la prohibición por ley significaba poco si sólo regía para los jueces y funcionarios de tribunales y no para funcionarios del Estado que estaban fuera de su control.

El crecimiento de la policía de seguridad del Estado, la policía política propiamente dicha, es quizá la última causa de la reaparición de la tortura en el siglo XX. Pero cronológica e institucionalmente fue precedida por el segundo de los órganos extrajudiciales del Estado moderno: el militar.

La guerra, los prisioneros y la inteligencia militar.

Pese a las pasiones despertadas por las guerras de religión de los siglos XVI y XVII, y por las guerras dinásticas de principios del siglo XVIII, las viejas ideas sobre las reglas de la guerra, al menos las que se aplicaban al personal de mando, aún eran reconocidas en el siglo XIX y ocasionalmente observadas. Cuando llegó una era de guerras limitadas en el segundo cuarto del siglo XVIII. Coincidió con algunos de los otros cambios políticos y morales considerados antes. Como el funcionamiento de la ley, la práctica de la guerra también cayó bajo el examen de la Ilustración, y una vez más se discutieron, elaboraron y también ocasionalmente se observaron reglas que regían para combatientes y no combatientes por igual. Pero después de 1792, se infundieron en la guerra nuevas pasiones, y éstas transformaron, entre otras cosas, el trato de los prisioneros y la utilización de la inteligencia militar.

Primero, la uniformidad de la severa disciplina militar creó un tipo de vida en el servicio militar que embruteció tanto como reguló y homogeneizó la conducta de los soldados. El llamado de los revolucionarios franceses a los ciudadanos-soldados inició el proceso de identificación de la causa del Estado con la causa del soldado. Los ejércitos de Napoleón se convirtieron en los precursores de los ejércitos de ciudadanos en gran escala. Como la traición, la guerra ya no fue solamente un asunto de los reyes y sus ministros, sino de pueblos enteros, de su moralidad y de sus sentimientos también.

Estos nuevos ejércitos de ciudadanos, mayores, complejamente organizados y tecnológicamente superiores requerían sus propias reglas y sus propios jefes. Estos jefes ejercían la autoridad legal interna con tanta seguridad como usaban el conocimiento tecnológico que les permitía armar y equipar mejor sus fuerzas. El tipo de información que ahora podían brindar los prisioneros o los espías capturados podía probarse que era también decisiva y se la necesitaba rápidamente. El interrogatorio de prisioneros de guerra, efectuado en medio del calor de la batalla y guiado sólo por las mínimas reglas aplicables contra un enemigo no protegido por una ley común, caracteriza la conducción de la guerra en el mundo moderno. Aun la existencia de una serie de convenciones internacionales y una sustancial literatura y acuerdos diplomáticos sobre los derechos de los prisioneros, no parece haber impedido a un cuerpo militar autónomo crear sus propias reglas para el trato de prisioneros potencialmente informadores.

En lo que respecta a los espías capturados, por supuesto, había aún menos protección y menos consideración de derechos.

También antes de la Primera Guerra Mundial, particularmente a fines del siglo XIX, apareció el terrorismo civil, sobre el que se informó abundantemente en la prensa y que más tarde fue descrito gráficamente en novelas, memorias y películas. No sólo el espía sino también el terrorista se convirtió en un héroe de la ficción, y de la realidad. Los excesos cometidos por la policía y las fuerzas militares fuera de la autoridad de la jurisprudencia civil a menudo encontró eco en la población civil, informada más ampliamente, si no más exactamente, de los peligros para su Estado y de las necesidades y oportunidades de tomar medidas extraordinarias para defenderlo y destruir a sus enemigos.

“Un modo de evaluar el propósito real de la tortura es examinar las zonas en las que es usada más frecuentemente. A partir de esto, es claro que le principal objetivo de los torturadores es difundir un clima de terror. Obtener información sólo es de secundaria importancia… la tortura se está haciendo cada vez más científica. Junto a la brutalidad física y las mutilaciones, el uso de un equipo mecánico sofisticado se está volviendo cada vez más común. Una causa particular de preocupación es el aumento de métodos de tortura psicológicos y farmacológicos. Mientras que antes los médicos presentes en un interrogatorio generalmente estaban allí para impedir la muerte de la víctima, hoy la ciencia médica desempeña un papel activo en el mejoramiento de las técnicas de tortura”.

La tecnología de la tortura a fines del siglo XX es en parte el resultado de una nueva manera de entender el ser humano y de su tecnología que la acompaña. Ya no se trata principalmente de obtener la información de la víctima, sino de vencer a la víctima sma, de reducirla a la impotencia mediante la tortura. Aumentado los tipos y la frecuencia de la tortura, adquiriendo y explotando un conocimiento más exacto de la psicología y explotando un conocimiento más exacto de la psicología y la neurología, a fines del siglo XX la tortura se ha hecho capaz de infligir una inmensa variedad de grados relativamente escalonados de dolor a cualquiera, durante cualquier cantidad de tiempo, con un éxito invariable.
 

 

 

 

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