Temes de Filosofia Grega

 

EL PENSAMIENTO PREFILOSÓFICO:
RITOS, LEYENDAS Y MITOS

Antonio Escohotado
Universidad Nacional de Educación a Distancia
Filosofía y Metodología de las Ciencias


I

No hay terreno más proclive a la injusticia simplista del etnocentrismo que la categoría de “pueblos primitivos”. Con enorme facilidad incluimos en esa rúbrica civilizaciones antiguas, grupos humanos o hasta naciones simplemente depauperadas y comunidades ágrafas actuales, con un velado o descubierto desprecio cultural hacia modos de concebir el mundo distintos a los nuestros. Esta tendencia a despreciar o condenar lo diferente, que se presenta por igual en muchas culturas, tiene la más primitiva de las raíces y la más endeble, desde una perspectiva científica.

Tras gozar de una acogida entusiasta, la idea psicoanalítica de fundir la infancia, los “primitivos” y ciertas formas de trastorno mental1como manifestaciones de un mismo proceso ha ido hallando más y más oposición. Intentemos ver sumariamente las razones a uno y otro lado.

Una niña de tres años, sintiendo una corriente de aire fresco, corre a tapar un muñeco “para que no se acatarre”; es incapaz en apariencia de distinguir lo vivo de lo muerto, aunque posea miles de experiencias de sus sentidos que atestiguan claramente la distinción entre unas cosas y otras. Los paralogismos infantiles, nos diremos, provienen de que su aprendizaje de la lengua se verifica siguiendo los cauces del juego, por un método bastante mecánico de tanteos, donde la confusión categorial es primero usada y luego desechada espontáneamente. Ahora fijémonos en otro acto: el sacerdote levanta una fina oblea y dice que es carne y sangre de un difunto resucitado. Los paralogismos del ritual religioso, nos diremos, cubren del mismo modo la liturgia católica, la de los bantúes y la del megalítico cretense; tienen siglos y milenios, no se pueden explicar, sin más, como etapas precoces en un aprendizaje por tanteos, y deben provenir de una diferencia cultural, siendo etnocéntrico aplicarles el concepto racionalista de paralogismo. Supongamos, por último, que se trata de alguien que sólo conversa con el cadáver de algún insecto hace semanas. Los paralogismos del loco, diremos, no tienen ni el carácter de una actitud cultural independiente ni el de etapas en un aprendizaje, sino el de anormalidades penosas.

Evidentemente, no son cosas medibles por el mismo rasero la infancia, ciertos pueblos y religiones y la esquizofrenia paranoica. Sin embargo, lo que asombró grandemente a Freud fue que -siendo fenómenos tan dispares- produjesen una y otra vez paralogismos en definitiva tan idénticos. Esto sería en sí un paralogismo típico -el de pars por toto o identificación de las cosas por algún predicado- si no fuese porque en vez de dogmatizar, a la vez, sobre la infancia, el hombre primitivo y la enfermedad mental lo que esa coincidencia sugiere es algo distinto, indicable como unidad del pensamiento mágico. La niña que protege el muñeco del frío, la transubstanciación litúrgica del pan y la charla del llamado esquizofrénico con un cadáver son meres variantes de una sola confusión categorial. Deshacer esa confusión exigirá el titánico esfuerzo del Organon aristotélico, pero no debe escapársenos que a las grandes dificultades intrínsecas del correcto razonar sobre lo físico se añade, como factor decisivo, la inercia del punto de partida.

Voluntad y mundo

Antes del pensamiento disciplinado en la coherencia lógica -todavía no sabemos si después de él también- existe la magia. Tal como en el hombre individualmente considerado la infancia -con sus específicas modalidades de juicio y acción- constituye el comienzo, así también en la historia de la humanidad lo originario parece ser siempre el pensamiento mágico.

Magia es cualquier conexión inmediata entre voluntad y mundo; en otros términos, es el poderío directo del espíritu sobre lo natural. Cuando un lactante tiene hambre no localiza alimento y se lo prepara, sino que simplemente llora: el puro deseo de comer motiva el llanto, y ese ritual instintivo -teniendo cuidadores cerca- produce la perseguida modificación del medio. Casi tan espontáneamente como el niño llora, el hombre religioso reza. A este nivel básico la magia se contrapone ante todo al trabajo, que podemos llamar también “paciencia de lo negativo” (Hegel), cuya modificación del medio se verifica por un conocimiento desapasionado de las circunstancias y una acción acorde con ella. Es la diferencia que hay, por ejemplo, entre suplicar lluvia del cielo en verano y construir un aljibe que haya recogido la del invierno. Para construir un aljibe se requieren conocimientos, previsión y, sobre todo, la amarga certeza de que el deseo no basta sin más para producir lo deseado. Parece innecesario añadir que la técnica y la ciencia en general constituyen el resultado de aceptar que el camino indirecto del trabajo, la mediación del deseo, frente al “sueño de omnipotencia” (Freud) que inspira su simple expresión ritualizada.

Aquí debemos ver el doble lado que impone el reino del deseo al establecerse. La magia persigue que algo exterior o independiente obedezca a una voluntad particular, y esa misma pretensión dota a lo exterior de voluntad también. La proyección del deseo sobre lo objetivo hace que cada cosa del mundo posea deseo a su vez. El universo, dotado entonces de una ilimitada vitalidad y contornos difusos, obedece a innumerables fantasmas y fuerzas, tanto aliadas como hostiles. Eso produce un ánimo entre el pánico, el júbilo y el estupor, cuyo primer control sistemático es el culto ritual.

Por rito mágico entendemos cualquier ceremonia basada en una afectación por “simpatía” y tendente a obtener el factor de los dioses. Por ceremonia se entiende cualquier secuencia fija y minuciosa de actos visibles en relación con propósitos definidos (la ceremonia tradicional del té entre los chinos, por ejemplo, con sus sesenta y cuatro movimientos reglados). En el estadio más primitivo son dioses todos los objetos, que se jerarquizan de acuerdo con su fundamentalidad para cada individuo o grupo. La presión del deseo hace que cuanto menos interno y subjetivo sea el objeto más divino aparezca. Pensemos en un río como el Nilo. Comparado con las exigencias diarias de nutrición y cobijo de los humanos, el curso del agua es un vivienda imperturbable que nada necesita y nada pide, pero del cual depende la riqueza o la más desoladora miseria. La forma mágica de reaccionar ante ello es una colección de ritos que conecte las crecidas del río con la perentoriedad de las necesidades humanas. El Nilo es un dios, y serán dioses todos los objetos a quienes se otorgue un espíritu particular.

La mentalidad prefilosófica

Notemos, sin embargo, que en el talante mágico no todo es proyección irreflexiva. Un gran egiptólogo, H. Frankfort, mantuvo que la diferencia fundamental entre el hombre antiguo y el moderno es que para el segundo los fenómenos de la naturaleza son impersonales, neutros, mientras que para el primero son en general un “tú”, situado a caballo entre lo pasivo de la impresión y lo activo de la fantasía. En sus propias palabras:

“El puede ser problemático pero es, a pesar de ello, transparente. El tú es una presencia viva y única. Tiene el carácter sin precedentes e imprevisible de lo individual, cuya presencia sólo se conoce en cuanto se revela por sí misma. El no es simplemente contemplado o comprendido, sino experimentado emocionalmente (...) como vida que se encara a la vida e implica todas las facultades del hombre en una relación recíproca”.2

Por lo mismo, en el pensamiento prefilosófico no hay sólo estupor y pánico entre objetos subjetivizados, ni un mundo poblado básicamente por espíritus de los muertos. Hay también un universo lleno de vida, abierto al asombro de lo maravilloso, ajeno a rutina, donde lo singular y lo inmenso se funden. No es exacto decir que el hombre arcaico anima lo inanimado, porque en realidad no hay nada inanimado para él. No se adapta a la “paciencia de lo negativo”, pero tampoco tiene ante sí una realidad desnudada de substancia física como los actuales hechos. Existe en una fluencia incesante de lo subjetivo y lo objetivo donde todo es misterioso, elocuente e intenso; su experiencia le hace desconocer el tedio de la monotonía y las representaciones abstractas. En el acontecer ve acciones, que no intenta descomponer analíticamente en fragmentos sino captar como totalidad significativa en sí misma. Sol, árbol, valle, hombre, nube son primordialmente operaciones, que así resultan narrables. Siguiendo esta línea llegamos a las leyendas y a los mitos orales, donde lo real se relata metafóricamente. La metáfora conecta términos heterogéneos descubriendo entre ellos una analogía. De ese modo acumula lo excepcional y lo natural, lo subjetivo y lo objetivo, la pura ceremonia del rito y el germen de su justificación.

“Ju-Ok, el creador, hizo una gran vaca blanca que surgió del Nilo, dando nacimiento a un niño y amamantándolo”.

Esta leyenda de los shiluk (un pueblo africano contemporáneo) ilustra cómo un evento múltiple se convierte en una operación única sin que se extraiga de ello una pensamiento generalizable. En sus formas más esquemáticas, las leyendas contienen una “visión” singular de lo real. Exponen un hilo de acción e ilustran con vivacidad unos sucesos, pero no pretenden tanto explicar como poner en palabras un culto ritual. Comparemos el relato anterior con este otro del antiguo Egipto:

“Atum, el hombre primordial, surgió de las aguas. Sus primeros hijos fueron el aire (shu) y la humedad (tefunt), que engendraron a la tierra (geb) y el cielo (nut).”

Aquí la idea genética del origen se encuentra completamente desarrollada y merced a ella la diversidad multiforme se reconduce a cauces unitarios. De algo surge todo, que tampoco es un amasijo de cosas simplemente diversas, sino una raíz de combinación como los cuatro elementos. Cuando la leyenda pasa a la escritura y cobra esa unidad interna que suministra un sentido general a sus propios términos nos hallamos ya en el mito.

Los caracteres del mito

El mito es pensamiento intuitivo, dotado de cierta lógica peculiar, que produce una “visión” no arbitraria o sólo personal del acontecer. Al contrario, constituye una forma sumamente concisa y profunda de transmitir experiencia.

El mito usa siempre varios planos de significación, y ha logrado maestría en el dominio de la metáfora. Su procedimiento es narrar una historia de otros como la nuestra y viceversa. Hace una crónica dentro de otra crónica, que justamente así puede expresar con hondura algo sobre la condición humana y el mundo. Pensemos en el mito hebreo del pecado original, con la elección entre los frutos del árbol de la vida y el de la ciencia. El concepto subyacente aquí, entre otros, es que ser hombre significa separarse de la vida animal (inocencia, inconsciencia), y que la sabiduría nos equipara a Dios aunque a la vez nos descubra la necesidad del dolor y la muerte. Dicho concepto aparece “dramatizado” por medio de Adán y Eva, la serpiente, el jardín del Edén y demás circunstancias particulares. Sin embargo, exponer la densidad y sutileza del mensaje transmitido por el mitógrafo en unas pocas líneas exigiría docenas o centenares de páginas escritas en prosa analítica, cuyo efecto final no mejoraría probablemente en nada la comprensión del núcleo que trata de comunicarse. En la mitología sumeria, por ejemplo, esta ruina de lo natural inmediato al consolidarse la cultura humana se expresa mediante la historia del salvaje Enkidu, que vivía entre los animales y hablaba con ellos, pero que al ser iniciado en el amor gracias a una ramera sagrada deja de poder comunicarse con las bestias y de ser obedecido por ellas.

El mismo procedimiento de dramatizar los conceptos, y hasta cierto punto el mismo problema, aparece en uno de los mitos capitales de la cuenca mediterránea, donde se refleja la transición del Paleolítico nómada y cazador del Neolítico agrícola y sedentario. Perséfone, hija de Démeter, diosa de la fertilidad, es raptada, mientras recogía flores del campo, por Hades, dios de las moradas subterráneas que guardan a los muertos. En represalia, la diosa decreta una plaga de esterilidad sobre la tierra, que fuerza una solución de compromiso: Perséfone pasará la mitad del año junto a Hades y la otra mitad en la superficie, junto a su madre.

Evidentemente, Perséfone es como la espiga de cereal que Démeter regala a los hombres para conmemorar con la fundación de sus Misterios en Eleusis el retorno de esa hija; al igual que la espiga, Perséfone desaparece de la tierra tras producir grano, y sólo resurge con la siguiente primavera. Pero en ese mito no sólo resuena el nacimiento de la agricultura, sino ante todo la comprensión -y aceptación- del destino de los vivientes en general. Los Misterios de Eleusis, celebrados todos los años en otoño durante dos milenios, eran una profundización en las relaciones de lo subterráneo con la superficie, una comunicación del hombre con el ciclo total de la vida, que en la embriaguez sagrada inducida por el Kykeon (bebida que se ingería ritualmente) se veía llevado a una experiencia infinita del sentido.

El mito como expresión

Escuchando el rumor general de los grandes mitos escritos se percibe que la mentalidad propiamente primitiva -ligada a la sensación y el deseo inmediato, a la magia directa- se encuentra ya en retirada. El mundo va dejando de ser ese “tú” jubiloso y terrible donde se funden lo interior y lo exterior, la emoción y la impresión sensible, lo subjetivo y lo objetivo. Esos mitos, con la portentosa sobredeterminación3que allí se observa en cada mínimo detalle, son la prueba de que el pensamiento ha avanzado sustancialmente en densidad y libertad de modo paralelo a la revolución agrícola y urbana, y que los más viejos ritos van recibiendo la luz de un sentido intelectual propiamente dicho. Han ido desgajándose estratos o niveles de significado en el discurso mitológico, se van perfilando las categorías relacionales (unidad, pluralidad, coexistencia, exclusión, sucesión).

Por otra parte, este progreso mismo representa una creciente separación, una ruina de la naturalidad anterior y un brusco despertar del sueño dogmático de la omnipotencia. El mito elabora las razones de la muerte, las consecuencias de la civilización, la renuncia al acuerdo inmediato -e ilusorio- del impulso interno y las cosas externas. Desde el principio toma el conflicto y la oposición como fondo último de la existencia: cada día el Sol ha de “vencer” a las tinieblas, los dioses benéficos a los maléficos, los héroes a los monstruos, el orden al caos, las aguas al fuego y el fuego a las aguas. El conflicto último está en vencerse el hombre a sí mismo, dominar su miedo, someter sus inclinaciones particulares a lo común, hacerse capaz de soportar la verdad de su propia insignificancia en el concierto cósmico. Para el que logre esto hay un presentimiento todavía oscuro aunque consolador: llegar a conocer -no sólo a invocar- los principios de las cosas.

Paleolítico y Neolítico

Los restos humanoides más antiguos parecen corresponder al período llamado Pleistoceno, era de las grandes glaciaciones. El pitecantropo es el primer homínido creador de cultura, que dispone ya del fuego y utiliza instrumentos de sílex, un tipo de piedra astillable. Hacia el 50.000 antes de nuestra era puede asegurarse que, agrupados en hordas poco numerosas, nuestros antepasados se dedican a la pesca, la caza y la recolección de productos naturales. Viven en cavernas, salientes rocosos y chozas de piel; hay entre ellos individuos representados con bastón de mando, signos de una veneración por la fecundidad y quizá canibalismo ritual.

El cuarto período glaciar, llamado de Würm, termina hacia el 10.000 a.C., iniciándose un proceso de desertización gradual. A partir de entonces comienza la domesticación de animales, y los restos de cadáveres incinerados, atados o inhumados en tinajas, indican preocupación por el más allá. Entre el cuarto y el quinto milenio comienza la llamada revolución neolítica (término de Gordon Childe) con el cultivo agrícola, la cría de ganado, la cerámica, el transporte fluvial (en barcas de piel) y terrestre (carros de ruedas macizas), la metalurgia, progresos en la construcción (ladrillos, megalitos), tejidos y cestería.

La consecuencia inmediata de la revolución neolítica es un rápido aumento de la población, que al coincidir con la desertización de grandes extensiones impone una migración hacia valles fluviales. Las primeras culturas urbanas -que Wittfogel llamó “culturas hidráulicas”- determinan una diversificación y jerarquización del trabajo; tras el rey-pontífice aparecen sacerdotes, guerreros, funcionarios, artesanos, comerciantes, labradores, siervos y esclavos. El aumento en la interdependencia crea la prestación gratuita de trabajo personal (corvea) y la entrega de bienes (tributos). La ciudad-mercado se encuentra regida por ideas teocráticas, con representaciones de un juicio posterior a la muerte y ofrendas a los difuntos. hacia el siglo XXXV a.C. aparecen en Uruk, precisamente como medio auxiliar para la contabilidad del gran templo (donde se verifican los préstamos a interés y las ceremonias sagradas), las primeras tablillas de arcilla escritas. Con la escritura comienza la historia propiamente dicha.

 

II

Lo anterior nos ha mostrado que en el pensamiento prefilosófico coexisten varios elementos, aunque sean discernibles sólo desde el momento actual. Por un lado está el rito totémico, que se basa en los mecanismos proyectivos de la magia simpática, cuyo sentido se liga a un control emocional (propio y ajeno) y cuya finalidad tiende hacia lo terapéutico. Por otro lado, están los mitos fundamentales, cuya substancia poética refleja la crisis espiritual del hombre primitivo, y donde late ya una poderosa corriente de pensamiento. Entre lo uno y lo otro se mantienen las leyendas y los mitos “locales”, contagiados por un hábitat muy concreto e inaptos por ello para una difusión y posterior reelaboración.

Hacia el 1.500 a.C. -aproximadamente cuando se instauran los Misterios de Eleusis- el faraón Amenofis IV expuso un monoteísmo completamente racional, fuente muy probable de la posterior religiosidad judía. Sobre las tumbas de Tel-el-Amarna, junto al tradicional dios solar con su cabeza de halcón, aparece una imagen nueva, que representa al propio Sol como un disco, desde donde surgen rayos en todas direcciones, cada rayo termina en una mano que sujeta el símbolo de la vida. Este momento del monoteísmo será decisivo en todos los aspectos, pero muy especialmente para iniciar la decadencia del pensamiento mágico. Desde luego, el acto creador del mundo en Atón o Yahveh es una operación milagrosa por inexplicada en sus condiciones de posibilidad. No obstante, al concentrarse la acción en un solo principio, el ejército de oscuras potencias y milagros queda absorbido por entero en el Dios único. Toda magia directa, basada en una relación inmediata de la voluntad con lo físico, se ve sustituida por una magia indirecta, que primero va del fiel a su dios (en forma de súplica) y luego de éste a la cosa física (en forma de don). Muy consecuentemente, el monoteísmo judío lanzó desde el comienzo un anatema contra los magos profesionales, y contra toda magia doméstica distinta de la oración.

Aunque se hallen íntimamente relacionados, no cabe poner en duda la primacía temporal del rito sobre el mito. La tesis, que se encuentra ya en Hegel, fue muy defendida por W. Robertson Smith con argumentos históricos, y luego por la inmensa mayoría de los etnólogos y antropólogos sociales. El primer lenguaje es lenguaje visual, y los primeros cultos debieron constituir una especie de danzas, de alguna manera similares a los movimientos de pataleo y gesticulación que ejecutan los niños en relación con ciertos deseos y estados, y los propios adultos en algunas circunstancias. Con el transcurso del tiempo, estos ceremoniales instintivos se irían investigando y decantando, hasta producir algo análogo a una reflexión.

El ritual entre los animales

En realidad, la hierática fijeza del rito no es una característica propiamente humana. Los etólogos han observado que en el reino animal hay innumerables ejemplos de “rituales”. Si clasificamos la conducta animal en actos innatos ligados a las grandes pulsiones de nutrición, conservación del territorio, etc., y actos elaborados sobre la marcha, adaptados a circunstancias no cubiertas por la estructura pulsional básica, quedarán fuera no algunos sino la mayoría de sus efectivos comportamientos.

Tratemos de perfilar bien el concepto. Infinidad de especies, en multitud de ocasiones, ni obran “instintivamente” con arreglo al sentido clásico ni deliberan tampoco de modo “actual” o cambiante sobre su acción, sino que ejecutan ceremonias aprendidas de sus congéneres o desarrolladas en el propio individuo. K. Lorenz llama “rituales” zoológicos a secuencias de actos “cuya forma imita la de una pauta de conducta variable”, pero que son de hecho “un nuevo movimiento instintivo”4tan autónomo como alimentarse, huir, acoplarse o agredir.

“Para un ser vivo que no comprende las relaciones causales ha de ser efectivamente muy útil poder aferrarse a un comportamiento que una o varias veces ha resultado inofensivo y capaz de conducir al fin querido”.5

Según Lorenz, la importancia de este mecanismo es a la larga tal que “todo nació para reforzar el efecto de un determinado movimiento ritualizado”6Como tendencia continua a repetir meticulosamente cualquier acto ensayado sin perjuicio, el ritual vendría a ser un ingenioso sistema de adaptación a oscuras, que permite al viviente moverse y obrar cuando el desconocimiento de las “relaciones causales” no permite deliberar a priori, y aconseja rigurosa prudencia. Es el procedimiento ofrecido a un ciego que debe ir de acá para allá sin lazarillo (comiendo, huyendo, apareándose, etc.), primer precepto en el programa de supervivencia impuesto por la vida a sus miembros.

Esta fundamentalidad radical del rito no debe hacernos perder de vista la diferencia entre los animales y los humanos, que concierne entre otras cosas al símbolo y al universo abierto por él. Por eso se habla en vez de ritual de rito mágico. Llevando las cosas a su última consecuencia, se podría decir que el hombre es un ciego más sin lazarillo, obediente a un destino de ritualización, cuyo acostumbramiento a ciertos medios hace suponer -erróneamente- una pauta de conducta variable y un conocimiento de las “relaciones causales”. En efecto, la poderosísima tendencia a la formación de hábitos -añadida a la falta de deliberación crítica a la hora de adoptarlos por primera vez- hace que el hombre sea un animal de costumbres antes que un animal racional, cuya vida transcurre en la inmensa mayoría de los casos dentro de una fidelidad a ceremoniales arbitrarios, tan ciego y sumiso a las rutinas de su cultura como una hormiga a las del hormiguero. Sin embargo, el hombre como especie representa también el acto de empezar a abrir los ojos ese invidente, testigo al comienzo de un paisaje tan confuso como el ofrecido al ciego de nacimiento que accede a la visión; aunque lo ceremonial ocupe un espacio tan destacado en nuestras vidas, la historia de la ciencia que desde sus comienzos intentamos narrar constituye, sin lugar a duda, un vigoroso esfuerzo renovador: no se trata tanto de esquivar la ceremonia (cosa imposible) como de escogerla en cada caso con libertad y conocimiento de causa.

Confusión categorial y sacrificio

El rasgo básico de la actitud prefilosófica es lo que antes se llamó confusión categorial, manifiesta a primera vista en una llamativa incapacidad para distinguir entre el símbolo y lo simbolizado. A un hombre culto de hoy no se le ocurre que sea un medio eficaz de herir a un enemigo distante el procedimiento de romper una vasija de barro donde se haya grabado antes su nombre, porque la suerte del hombre -un símbolo verbal- no encierra la suerte del nombrado. Tampoco se le ocurre al hombre culto de hoy considerar que si tiene un mechón de pelo, cortado a alguien en otro tiempo, tiene por eso mismo algún tipo de poder sobre su antiguo propietarios. Con todo, esto es la moneda corriente en el universo mágico; y si nos fijamos atentamente, veremos que queda en la mayoría de nosotros una propensión a cosas análogas, desde luego al nivel emocional antes que al de la creencia.

La confusión del símbolo y lo simbolizado -como la de la parte y el todo, la substancia de una cosa y sus propiedades- delata que el pensamiento es una actitud guiada por la sensación irreflexiva y el deseo. En ninguna parte resulta esa confusión tan funcional como en el modelo puro del rito mágico que es el sacrificio. La ofrenda propiciatoria en que se funda el sacrificio constituye justamente el modo de pagar mediante el símbolo y evitar la inmolación del acreedor simbolizado. Un nativo actual de Nueva Guinea o Mato Grosso, un babilonio del siglo XX a.C., y un niño de nuestra cultura, coinciden en poder creer saldables sus cuentas con la culpa abandonando un trozo de uña propia en cierto sitio, encendiendo una vela o inmolando a cualquier otro viviente, desde los corderos hasta las doncellas vírgenes. Lo que cabe llamar “terapia del chivo expiatorio” puede muy bien ser la primera cura ritual inventada, cuyos vestigios perviven todavía con fuerza en el hombre moderno, sobre todo allí donde le arropa una masa (como sucede, por ejemplo, en los linchamientos).

Los sacrificios específicamente humanos han sido habituales en bastantes pueblos de Europa, América, África y Asia, y no existe probablemente un solo grupo étnico donde no haya prendido una u otra forma de expiación ritual. Hasta entre los griegos, cuya repugnancia hacia una moralidad semejante queda expuesta con vivos tonos por Esquilo y Eurípides, cuenta Frazer en La rama dorada que había chivos expiatorios -el curioso nombre griego es pharmakoi- al comienzo:

“En otro tiempo los atenienses mantenían a expensas públicas a algunos seres degradados e inútiles, y cuando cualquier calamidad afligía a la ciudad sacrificaban a dos de esos chivos expiatorios”.7

En el caso de la religión judeo-cristiana el uso del chivo resulta totalmente nuclear; recordemos el sacrificio de Isaac intentado por Abraham, y el hasta cierto punto paralelo aunque posterior de Cristo, “cordero que borra los pecados del mundo”. De hecho, ya Adán y Eva pueden considerarse pharmakoi, como se ha dicho.8

La característica formal más destacada del pensamiento prefilosófico -esa sistemática y triple confusión del símbolo y lo simbolizado, el todo y la parte, lo sustantivo y lo adjetivo- guarda una relación muy estrecha con la esencia del rito mágico. Sin esa confusión la dinámica de la culpa no encontraría jamás soluciones “proyectivas” de expiación. A la inversa, allí donde reina esa “terapia del chivo expiatorio” la condición de supervivencia, para ella y para todas sus instituciones, es que se mantenga dicha confusión intelectual. Invocado lo uno por lo otro, y lo otro por lo uno, el rito sacrificial es el terreno donde reina más claramente la voluntad no templada por la “paciencia de lo negativo”.

De ahí la conveniencia de distinguir en la actitud prefilosófica el elemento predominantemente supersticioso (ligado al rito como realización mágica de deseos) y el elemento predominantemente especulativo (ligado al mito como expresión de conocimiento y autoconciencia humana), aunque se trata de manifestaciones coexistentes e incluso separables. El mito surge del rito exactamente en el mismo sentido en que la diosa egipcia Isis evoluciona: primero es el fetiche del trono en sí, luego -por derivación- aquel poder que “hace al rey”, luego la “madre” del gobernante y sólo al término la “Gran Madre”.9El trono fetichizado es puro rito, la Gran Madre es puro mito. El efecto contiene mucha más entidad intelectual que su causa, y puede considerarse así su específica superación desde dentro, a partir de ella misma.

Lógica y magia

Recapitulando sobre lo precedente, se impone huir del simplismo que pretende marcar una cesura entre la forma mítica y la forma lógica del pensamiento. A lo que realmente se opone la forma lógica es al caos de la magia directa, donde el deseo y la sensación inmediata son la fuente de juicio. En su Filosofía de las formas simbólicas, Cassirer ofrece un consejo excelente:

“¿No será una falsa racionalización del mito intentar comprenderlo a través de su forma de pensamiento? Incluso admitiendo que existe semejante forma ¿será algo más que la corteza exterior veladora del núcleo mitológico? ¿No significa el mito una unidad de intuición, una unidad intuitiva anterior y subyacente a todas las explicaciones aportadas por el pensamiento discursivo? E incluso esta forma de intuición no designa todavía el estrato último del que emerge y desde el que se le filtra continuamente nueva vida. Pues jamás hallamos en el mito una contemplación pasiva de las cosas; aquí toda contemplación comienza a partir de una actitud, un acto del sentimiento y la voluntad. Allí donde el mito se condensa es una configuración duradera, allí donde dispone ante nosotros los perfiles estables de un mundo objetivo de formas, el significado de tal mundo sólo se nos hace inteligible si detrás de él podemos sentir la dinámica del sentimiento vital desde la que creció originalmente”.10

La mitología antigua constituye la mejor vía de acceso para captar lo que en realidad nos interesa fundamentalmente: el modo de sentir la vida e imaginar el mundo en otro tiempo, la relación de aquel hombre consigo mismo. En los mitos antiguos debemos buscar siempre esa “dinámica del sentimiento vital”, no tanto porque falte cosa semejante luego, en la filosofía posterior, sino porque es a ese nivel donde cobra su última significación y valor cualquier pensamiento. Escuchemos otra vez a Cassirer:

“El conocimiento no dominará el mito desterrándolo de sus confines. Al contrario, el conocimiento sólo puede conquistar verdaderamente aquello que previamente ha entendido en su propio significado específico y en su esencia. Hasta que esta tarea se complete, la batalla que le conocimiento teórico cree haber ganado definitivamente seguirá estallando de nuevo una y otra vez. La teoría positiva del conocimiento suministra un llamativo ejemplo de esto. Aquí la verdadera meta consiste en separar el puro hecho dado de cualquier añadido subjetivo proveniente del espíritu mítico o metafísico (...). Y, sin embargo, precisamente aquellos factores y motivos que Comte pensó haber sobrepasado ya al comienzo mismo permanecen vivos y activos en su doctrina. El sistema de Comte, que comenzó desterrando toda mitología al período precientífico, culmina en una superestructura mítico-religiosa. y demuestra así que no hay una cesura, ni ninguna línea divisoria temporal nítida entre la conciencia mítica y la conciencia teórica. La ciencia preserva hace mucho una herencia mítica primordial, a la cual meramente proporciona otra forma”.11

Artes, técnicas y conocimientos

Para concluir esta breve introducción a la problemática del pensamiento prefilosófico sólo nos queda reparar en la relación que se establece entre el progreso del conocimiento y el desarrollo de las técnicas y las artes. Las herramientas primitivas -hacha, martillo, cincel, barrena, sierra, arado, etc.- son una prolongación de la mano, ese “útil entre los útiles” (Aristóteles), y en principio operan únicamente sobre una esfera práctica inmediata. Por lo que respecta al arte, podría parecer que sólo despliega fantasía y un afán de belleza, y que su nexo con el conocimiento objetivo es tan inexistente como en el caso de las herramientas. Nada más erróneo cabe suponer.

Sin alfarería y técnicas escultóricas la idea de un dios que “moldea” al hombre partiendo del polvo o del barro resulta impensable. Sin una pintura rupestre que represente esquemáticamente cazadores, presas y ceremoniales los grafismos del lenguaje escrito y la lógica relacional primitiva no son concebibles. Sin la proyección de un órgano como la mano que son los implementos de la carpintería, labranza, metalurgia, etc., no es posible un concepto del organismo y de la función, y ni siquiera la idea de una materia pasiva. El hombre está hecho de tal manera que sólo comprende su propio ser desde una figuración y construcción del mundo circundante. Su conciencia de sí solo va cobrando precisión y contenido gracias a esos parteros del conocimiento que son las artes y las técnicas. Este proceso queda ilustrado de modo ejemplar con los recientes hallazgos en cibernética y teoría de la información, cuyo inmediato resultado no ha sido sólo construir máquinas más sutiles, sino sugerir nuevas perspectivas para la comprensión de la conducta animal y humana.

En la mitología antigua el hombre está empezando a aceptar y construir ese destino peculiar de su naturaleza como viviente específico. No tendrá saber de sí hasta haber roto la ilusión de un contacto directo de su voluntad con lo objetivo. Al mismo tiempo, cortar con esa ilusión de deseo -preguntarse por la verdad- significa romper desde dentro la compleja trama de ritos y tabúes edificada durante el largo período anterior a las técnicas, las artes figurativas y la poesía. Con ecos trágicos y épicos, los grandes mitos glosan aspectos de esta gradual ruptura con el espíritu mágico que es la revolución agrícola y urbana del Neolítico.

Como el rito en sentido amplio es una propensión de lo vivo (y, en cuanto tal, inevitable), sólo se tratará en rigor de una sustitución, aunque de incalculables consecuencias. Mientras rige la fusión del deseo con la naturaleza, el rito es fundamentalmente ritual mágico del sacrificio, culto a dioses y demonios singulares. Luego emerge la gran operación especulativa del monoteísmo. Más allá de esto, una cultura -el pueblo griego- asumirá como nuevo rito global el libre examen de las razones, y como mito el abandono de la caverna donde unos hombres encadenados a la rutina sólo perciben sombras de las cosas.12El hombre pre-griego cree que su deber es una defensa a ultranza de las tradiciones heredadas. El griego piensa que la verdad se defiende por sí misma; que sólo el error precisa apoyo, y que debe sucumbir pronto o tarde -mejor pronto que tarde- todo cuanto no resista el juicio ecuánime del entendimiento. Ha nacido la filosofía.


NOTAS:

1  Las obras de S. Freud Totem y tabú y Moisés y el monoteísmo son el mejor ejemplo de esta orientación

2  H. y H.A. Frankfort, El pensamiento prefilosófico, vol. I, México, FCE, 1958, pp. 16-17

3  Por sobredeterminación se entiende el hecho de que cada elemento aislado posea más de un sentido. Freud acuñó este término inicialmente para definir la densidad de relaciones (muchas veces contradictorias) vigentes en los detalles de los sueños. Luego lo utilizó también para los síntomas o fantasías de sus pacientes y, por último, para cualesquiera producciones de la vida psíquica.

4  Sobre la agresión, el pretendido mal, p. 73

5  Mismo lugar, p. 84

6  El mejor ejemplo de lo que Lorenz quiere decir con “ritual” aparece en las págs. 80-81

7  The Golden Bough, Macmillan, N. York, 1942, p. 579

8  W.R. Paton, “The pharmakoi and the story of the Fall”. Reveu Archéológique, 3, 1907, pp. 51-57

9  H. Frankfort, Reyes y dioses. Alianza Universidad, 1981, págs. 67-68 y págs. 131-132

10  Yale Universiti Press, New Haven, 1965, pág. 69

11  Ibídem, pág. XVII

12  La república, Platón