ESQUEMA DEL PSICOANÁLISIS
Sigmund Freud
(Extracte)
“Como sedimento del largo período infantil en que el hombre en formación
vive dependiendo de sus padres, fórmase en el yo una instancia
particular que perpetúa esa influencia parental y a la que se ha dado el
nombre de superyó.
Un acto del yo es correcto cuando satisface al mismo tiempo las
exigencias del ello, del superyo y de la realidad, es decir, si logra
conciliar mutuamente sus respectivas pretensiones. Los detalles de la
relación entre el yo y el superyo siempre se explican reduciéndola a la
relación del niño con sus padres. Des de luego, en el influjo parental no
sólo interviene la índole personal de los padres, sino también la
influencia de las tradiciones familiar, racial y popular que aquéllos
perpetúan, así como las demandas del respectivo medio social que los
padres representan. En el curso de la evolución individual, el superyo
también incorpora aportes de ulteriores sustitutos y sucesores de los
padres, como los educadores, los personajes ejemplares, los ideales
venerados en la sociedad. Se advierte que, pese a todas sus diferencias
fundamentales, el ello y el superyo coinciden entre sí al representar
las influencias del pasado: el ello, las heredadas; el
superyo, principalmente, las recibidas de otros, mientras que el
yo es
determinado esencialmente por las vivencias propias, es decir, por lo
actual y accidental.
TEORÍA DE LOS INSTINTOS.
El poderío del ello expresa el verdadero propósito vital del individuo:
satisfacer las necesidades que ha traído consigo. … El superyo puede
hacer valer nuevas necesidades, pero su función principal reside en
restringir las satisfacciones.
Denominamos instintos a las fuerzas que suponemos actuando tras las
tensiones de necesidades del ello. Representan las exigencias somáticas
planteadas a la vida psíquica, y aunque son causa última de toda
actividad, su índole es conservadora; de todo estado que un ser alcanza
surge la tendencia a restablecerlo en cuanto se lo haya abandonado …
Tras grandes reservas y vacilaciones nos hemos decidido a aceptar sólo
dos instintos fundamentales: el Eros y el instinto de destrucción. El
primero tiene por fin constituir y conservar unidades cada vez mayores,
es decir, tiende a la unión; el instinto de destrucción, por el
contrario, persigue la disolución de las vinculaciones, la aniquilación.
En lo que a éste se refiere, podemos aceptar que su fin último parece
ser el de llevar lo viviente al estado inorgánico, de modo que también
lo denominamos instinto de muerte. Si aceptamos que lo viviente apareció
después de lo inanimado, surgiendo de éste, el instinto de muerte se
adapta a la fórmula mencionada, según la cual todo instinto persigue el
retorno a un estado anterior.
CAPÍTULO III. DESARROLLO DE LA FUNCIÓN SEXUAL.
De acuerdo con la concepción corriente, la vida sexual humana consta en
lo esencial de la tendencia a poner los órganos genitales propios en
contacto con los de una persona del sexo opuesto. Al mismo tiempo, el
beso, la contemplación y la caricia manual de ese cuerpo ajeno aparecen
como manifestaciones accesorias y como actos previos. Esta tendencia
aparecería con la pubertad, es decir, en la edad de la maduración
sexual, y serviría a la procreación; pero siempre se conocieron
determinados hechos que no caben en el estrecho marco de esta concepción.
…
Es comprensible que el psicoanálisis despertara vivo interés y
antagonismo cuando contradijo todas las concepciones populares sobre la
sexualidad y estableció las siguientes conclusiones principales:
a) La vida sexual no comienza sólo en la pubertad, sino que se
inicia con evidentes manifestaciones poco después del nacimiento.
b) Es necesario establecer una neta distinción entre los conceptos
de lo sexual y lo genital. El primero es un concepto más amplio y
comprende muchas actividades que no guardan relación alguna con los
órganos genitales.
c) La vida sexual abarca a función de obtener placer en zonas
somáticas, que posteriormente se pone al servicio de la procreación,
pero a menudo las dos funciones no se superponen del todo
La boca es, desde el momento del nacimiento, el primer órgano que
aparece como zona erógena y que plantea a la psique exigencias libidinales. Al principio, toda la actividad psíquica está adaptada a la
satisfacción de las necesidades de esta zona. Naturalmente, la boca
sirve en primer lugar a la autoconservación por nutrición, pero no se
debe confundir la fisiología con la psicología. El chupeteo del niño,
actividad a la que éste se aferra tenazmente, presente muy precozmente
un impulso hacia la satisfacción que, si bien surgido de la ingestión
alimentaria y estimulada por ésta, tiende a alcanzar el placer
independientemente de la nutrición, de modo que podemos y debemos
considerarlo sexual.
(...)
En la fase fálica, la sexualidad infantil precoz llega a su máximo y se
aproxima a la declinación. En adelante, el varón y la mujer seguirán por
distintos caminos. Ambos han comenzado a poner su actividad intelectual
al servicio de la investigación sexual; ambos aceptan como fundamento la
hipótesis de la universalidad del pene; pero ahora han de separarse los
destinos de los sexos. El varón ingresa en la fase edípica, comenzando
sus actividades manuales con el pene, acompañadas por fantasías que
tienen por tema alguna actividad sexual del mismo con la madre, hasta
que los efectos sumados de alguna amenaza de castración y des
descubrimiento de la falta de pene en la mujer le hace sufrir el mayor
trauma de su vida, que inaugura el período de latencia, con todas sus
repercusiones. La niña, después de un fracasado intento de emular al
varón, experimenta el reconocimiento de su falta de pene o, más bien, de
la inferioridad de su clítoris, sufriendo consecuencias definitivas para
la evolución de su carácter; a causa de esta primera defraudación en la
rivalidad, a menudo de aparta por primera vez de la vida sexual.
Sería erróneo suponer que estas tres fases se suceden simplemente; por
el contrario, una se agrega a la otra, se superpone, coexisten.
(…)
El primer objeto erótico del niño es el seno materno que lo nutre. Al
principio, el seno seguramente no es discernido del propio cuerpo….
Este primer objeto se completa más tarde, hasta formar la persona de la
madre, que no sólo alimenta, sino también cuida al niño y le
provoca muchas otras sensaciones corporales, tanto placenteras como displacientes. En el curso de la higiene corporal, la madre se convierte
en primera seductora del niño. En estas dos relaciones arraiga la
singular, incomparable y definitivamente establecida importancia de la
madre como primero y más poderoso objeto sexual, como modelo de todas
las vinculaciones amorosas ulteriores, tanto en uno como en el otro
sexo.
Por más tiempo que el niño haya sido alimentado por el pecho materno, el
destete siempre dejará en él la convicción de que fue demasiado breve,
demasiado poco.
El varón de dos a tres años que alcanza la fase fálica de su evolución
libidinal, que percibe sensaciones placenteras emanadas de su miembro
viril y que aprende a procurárselas a su gusto por la excitación manual,
conviértese al punto en amante de la madre. Desea poseerla carnalmente,
de las maneras que le hayan permitido adivinar sus observaciones y sus
presunciones acerca de la vida sexual; busca seducirla mostrándole su
miembro viril, cuya posesión le produce gran orgullo; en una palabra, su
masculinidad precozmente despierta le induce a sustituir ante ella al
padre, que ya fue antes su modelo envidiado a causa de la fuerza
corporal que en él percibe y de la autoridad con que lo encuentra
investido. Ahora, el padre es un rival que se opone en su camino y a
quien quisiera eliminar. Si durante la ausencia del padre pudo compartir
el lecho de la madre, siendo desterrado de éste una vez vuelto aquél, le
impresionarán profundamente las vivencias de la satisfacción
experimentada al desaparecer el padre y de la defraudación sufrida al
regresar éste. He aquí el asunto del complejo de Edipo, que la leyenda
griega traslado del mundo fantástico infantil a una pretendida realidad.
En nuestras condiciones culturales, este complejo sufre regularmente un
final terrorífico.
La madre ha comprendido perfectamente que la excitación sexual del niño
está dirigida a su propia persona, y en algún momento se le ocurrirá que
no sería correcto dejarla en libertad. Cree actuar acertadamente al
prohibirle la masturbación, pero esta prohibición tiene escaso efecto, y
a lo sumo lleva a que se modifique la forma de la autosatisfacción. Por
fin, la madre recurre al expediente más violento, amenazándolo con
quitarle esa cosa que el niño le exhibe tercamente. Generalmente
atribuye al padre la realización de la amenaza, para tornarla más
terrible y digna de crédito. Se lo dirá al padre, y éste le cortará el
miembro. Aunque parezca extraño, esta amenaza sólo surte su efecto
siempre que antes y después de ella haya sido cumplida otra condición,
pues en sí misma, al niño le parece demasiado inconcebible que tal cosa
pueda suceder. Pero si el proferirse esta amenaza puede recordar la
contemplación de un órgano genital femenino, o si poco después llega a
ver un órgano al cual le falta, en efecto, esta parte apreciado por
sobre todo lo demás, entonces toma en serio lo que le han dicho y,
cayendo bajo la influencia del complejo de castración, sufre el trauma
más poderoso de su joven vida.
Las consecuencias de la amenaza de castración son múltiples e
inabarcables, interviniendo en todas las relaciones del niño con el
padre y la madre y, más tarde, con el hombre y la mujer en general. La
masculinidad del niño casi nunca suporta esta primera conmoción. A fin
de salvar su miembro sexual, renuncia más o menos completamente a la
posesión de la madre, y a menudo su vida sexual soporta para siempre la
carga de aquella prohibición.
El niño cae en una actitud pasiva frente al padre, actitud que por lo
demás atribuye a la madre. Las amenazas le habrán hecho abandonar la
masturbación, pero no las fantasías acompañantes que, siendo la única
forma de satisfacción sexual que ha conservado, son producidas en grado
mayor que antes; en estas fantasías seguirá identificándose con el padre,
pero al mismo tiempo, y quizá predominantemente, también con la madre.
Independientemente de esta estimulación de su femineidad, se acrecentará
en grado sumo el temor y el odio al padre. La masculinidad del niño se
retrotrae en cierta manera hacia una actitud de terquedad frente al
padre, actitud que dominará compulsivamente su futura conducta en la
sociedad humana. Como residuo de la fijación erótica a la madre, suele
establecerse una excesiva dependencia de ella, que más tarde continuar
con la dependencia de la mujer. Ya no se atreve a amar a la madre, pero
no puede arriesgarse a dejar de ser amado por ella, pues en tal caso
correría peligro de que ésta lo traicionara ante el padre y lo expusiera
a la castración.
Estas vivencias, con todas sus condiciones previas y consecuencias, de
las que sólo hemos descrito algunas, sufren una represión muy enérgica,
y de acuerdo con las leyes del ello inconsciente, todas las pulsiones
afectivas y las reacciones mutuamente antagonistas, que otrora fueron
activadas, se conservan en el inconsciente dispuestas a perturbar,
después de la pubertad, la evolución ulterior del yo. Si el proceso
somático de la maduración sexual se reanima las antiguas fijaciones libidinales, aparentemente superadas, la vida sexual quedará inhibida,
careciendo de unidad y desintegrándose en tendencias mutuamente
antagónicas.
Evidentemente, el efecto de la amenaza de castración sobre la vida
sexual germinante del niño no siempre tiene estas temibles consecuencias.
Una vez más, la medida del daño producido y la del evitado depende de
circunstancias cuantitativas. Todo este suceso, que podemos considerar
como vivencia central de los años infantiles, como máximo problema de la
vida precoz y como fuente más poderosa de ulteriores insuficiencias, es
olvidado tan completamente que su reconstrucción en la labor analítica
tropieza con la más decidida incredulidad por parte del adulto. Más aún,
el apartamiento de esos hechos llega a al extremo que se pretende
condenar al silencio toda mención del tema espinoso y que, con curiosa
ceguera intelectual, se pasa por alto las expresiones más claras del
mismo.
En la niña pequeña, los efectos del complejo de castración son más
uniformes y no menos decisivos. Naturalmente, la niña no tiene motivo
para temer que perderá el pene, pero debe reaccionar frente al hecho de
que no lo tiene. Desde el principio envidia al varón por el órgano que
posee, y podemos afirmar que toda su evolución se desarrollo bajo el
signo de la envidia fálica. Comienza por hacer infructuosas tentativas
de imitar al varón, y más tarde trata de compensar su defecto con
esfuerzos de mayor éxito, que por fin pueden conducirla a la actitud
femenina normal. Si en la fase fálica trata de procurarse placer como el
varón, mediante la excitación manual de los genitales, muchas veces no
logra una satisfacción suficiente y extiende a toda su persona el
juicio de la menorvalía de su pene rudimentario. Por lo común abandona
pronto la masturbación porque no quiere que ésta le recuerde la
superioridad del hermano o del compañero de juegos, y se aparta de toda
forma de sexualidad.
Cuando se ha perdido un objeto amoroso, la reacción más directa consiste
en identificarse con él, como si se quisiera recuperarlo desde dentro
mediante la identificación. La niña pequeña aprovecha este mecanismo, y
la vinculación con la madre cede la plaza a la identificación con la
madre.
La hijita se coloca en lugar de la madre, como, por otra parte, siempre
lo ha hecho en sus juegos; quiere suplantarla ante el padre, y odia
ahora a la madre que antes amara, aprovechando una doble motivación: la
odia, tanto por celos, como por el rencor que le guarda debido a la
falta de pene. Al principio, su nueva relación con el padre puede tener
por contenido el deseo de disponer de su pene, pero pronto culmina en el
toro deseo de que el padre le regale un hijo. De tal manera, el deseo
del hijo ocupa el lugar del deseo fálico, o al menos se desdobla de éste.
Es interesante que la relación entre los complejos de Edipo y
de
castración se presente en la mujer de manera tan distinta y aun
antagónica a la que adopta en el hombre. Como sabemos, en éste la
amenaza de castración pone fin al complejo de Edipo; en la mujer nos
enteramos de que, por el contrario, el efecto de la falta de pene la
impulsa hacia su complejo de Edipo. La mujer no sufre gran perjuicio si
permanece en su actitud edípica femenina, par ala cual se ha propuesto
el nombre de “complejo de Electra". En tal caso, elegirá a su marido de
acuerdo con las características paternas y estará dispuesta a reconocer
su autoridad. Su anhelo de poseer un pene, anhelo en realidad
inextinguible, puede llegar a satisfacerse si logra completar el amor al
órgano, convirtiéndolo en amor al portador del mismo, como sucedió
otrora, al avanzar del seno materno a la persona materna.
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