SIGMUND FREUD
"El malestar en la cultura"
"Das Unbehagen in der
Kultur", 1930
Alianza Editorial, 6 ed.,1980.
(Extracte)
En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la
sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos
presenta como algo independiente, unitario, bien demarcado frente a todo
lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica nos ha enseñado que esa
apariencia es engañosa; que, por el contrario el yo se continúa hacia
dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que
denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada.
Este sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el
principio, sino que debe haber sufrido una evolución.
En la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás;
todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en
circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de
suficiente profundidad. Lo pretérito puede subsistir en la vida
psíquica, pues no está necesariamente condenado a la destrucción. En la
vida psíquica la conservación de lo pretérito es la regla, más bien que
una curiosa excepción.
En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su
derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que
aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene
simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la
angustia ante la omnipotencia del destino.
Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos
depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para
soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos.
En incontables ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que
tendría la vida humana, sin que jamás se le haya dado respuesta
satisfactoria, y quizá ni admita tal respuesta.
Decididamente, sólo la religión puede responder al interrogante sobre la
finalidad de la vida. No estaremos errados al concluir que la idea de
adjudicar un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de
un sistema religioso.
¿Qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia
conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella ? Es
difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren llegar a
ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos fases:
un fin positivo y otro negativo: por un lado, evitar el dolor y el
displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras.
En sentido estricto, el término "felicidad" sólo se aplica al segundo
fin.
Quien fija el objetivo vital es simplemente el programa del principio
del placer; principio que rige las operaciones del aparato psíquico
desde su mismo origen.
Toda persistencia de una situación anhelada por el principio del placer
sólo proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra
disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero
sólo en muy escasa medida lo estable. Así, nuestras facultades de
felicidad están ya limitadas en principio por nuestra propia
constitución. En cambio, nos es mucho menos difícil experimentar la
desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio
cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera
puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la
angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con
fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las
relaciones con otros seres humanos.
No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de
sufrimiento, el hombre suela rebajar sus pretensiones de felicidad
(como, por otra parte, también el principio del placer se transforma,
por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de la
realidad); no nos asombre que el ser humano ya se estime feliz por el
mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al
sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el sufrimiento
relegue a segundo plano la de lograr el placer.
Numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un
seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una
transformación delirante de la realidad. También las religiones de la
humanidad deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos.
Desde luego, ninguno de los que comparten el delirio puede reconocerlo
jamás como tal.
El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es
irrealizable; mas no por ello se debe -ni se puede- abandonar los
esfuerzos por acercarse de cualquier modo a su realización. Al efecto
podemos adoptar muy distintos caminos, anteponiendo ya el aspecto
positivo de dicho fin -la obtención del placer-, ya su aspecto negativo
-la evitación del dolor-. Pero ninguno de estos recursos nos permitirá
alcanzar cuanto anhelamos. La felicidad, considerada en el sentido
limitado, cuya realización parece posible, es meramente un problema de
la economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale
para todos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera en que pueda ser
feliz.
La religión viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación,
al imponer a todos por igual su camino único para alcanzar la felicidad
y evitar el sufrimiento. Su técnica consiste en reducir el valor de la
vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que
tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia.
Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, en
la medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita
alcanzarla con seguridad. Tampoco la religión puede cumplir sus promesas,
pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los
"inescrutables designios" de Dios, confiesa con ello que en el
sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo
y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a
aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo.
Por lo que se refiere a nuestra actitud frente al tercer motivo de
sufrimiento, el de origen social, nos negamos a aceptarlo; no atinamos a
comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no
habrían de representar, más bien, protección y bienestar para todos. Sin
embargo, si consideramos cuán pésimo resultado hemos obtenido
precisamente en este sector de la prevención contra el sufrimiento,
comenzamos a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción de
la indomable naturaleza.
Según alguna opinión muy difundida, nuestra llamada cultura llevaría
gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser
mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de
vida más primitivas.
Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a esta extraña actitud de
hostilidad contra la cultura? Creo que un profundo y antiguo
disconformismo con el respectivo estado cultural constituyó el terreno
en que determinadas circunstancias históricas hicieron germinar la
condenación de aquélla.
En el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe
haber intervenido tal factor anticultural.
El penúltimo motivo surgió cuando, al extenderse los viajes de
exploración y se entabló contacto con razas y pueblos primitivos.
En el curso de las últimas generaciones la humanidad ha realizado
extraordinarios progresos en las ciencias naturales y en su aplicación
técnica, afianzando en medida otrora inconcebible su dominio sobre la
Naturaleza. No enunciaremos, por conocidos de todos, los pormenores de
estos adelantos. El hombre se enorgullece con razón de tales conquistas,
pero comienza a sospechar que este recién adquirido dominio del espacio
y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, cumplimiento de un
anhelo multimilenario, no ha elevado la satisfacción placentera que
exige de la vida, no le ha hecho, en su sentir, más feliz.
Es hora de que nos dediquemos a la esencia de esta cultura, cuyo valor
para la felicidad humana se ha puesto tan en duda. No hemos de pretender
una fórmula que defina en pocos términos esta esencia, aun antes de
haber aprendido algo más examinándola. Por consiguiente, nos
conformaremos con repetir que el término "cultura" designa la suma de
las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de
nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al
hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres
entre sí.
Desde hace mucho tiempo (el ser humano) se había forjado un ideal de
omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses, atribuyéndoles
cuanto parecía inaccesible a sus deseos o le estaba vedado, de modo que
bien podemos considerar a estos dioses como ideales de la cultura.(...)
El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis.
Tiempos futuros traerán nuevos y quizá inconcebibles progresos en este
terreno de la cultura, exaltando aún más la deificación del hombre. Pero
no olvidemos, en interés de nuestro estudio, que tampoco el hombre de
hoy se siente feliz en su semajanza con Dios.
La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a reunirse
una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se
mantenga unida frente a cualquiera de éstos.... Esta sustitución del
poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo
hacia la cultura.
Buena parte de las luchas en el seno de la humanidad giran alrededor del
fin único de hallar un equilibrio adecuado (es decir, que dé felicidad a
todos) entre estas reivindicaciones individuales y las colectivas,
culturales; uno de los problemas del destino humano es el de si este
equilibrio puede ser alcanzado en determinada cultura o si el conflicto
en sí es inconciliable.
La experiencia psicoanalítica ha demostrado que las personas llamadas
neuróticas son precisamente las que menos soportan estas frustraciones
de la vida sexual.
La antítesis entre cultura y sexualidad deriva del hecho de que el amor
sexual constituye una relación entre dos personas, en la que un tercero
sólo puede desempeñar un papel superfluo o perturbador, mientras que,
por el contrario, la cultura implica necesariamente relaciones entre
mayor número de personas.
La realidad nos muestra que la cultura no se conforma con los vínculos
de unión que hasta ahora le hemos concedido, sino que también pretende
ligar mutuamente a los miembros de la comunidad con lazos libidinales,
poniendo en juego la máxima cantidad posible de líbido con fin inhibido,
para reforzar los vínculos de comunidad mediante los lazos amistosos. La
realización de estos propósitos exige ineludiblemente una restricción de
la vida sexual.
Es el precepto "Amarás al prójimo como a ti mismo", seguramente más
antiguo que el mismo cristianismo. Por qué tendríamos que hacerlo ? De
qué podría servirnos ? Pero, ante todo, cómo llegar a cumplirlo? De
qué manera podríamos adoptar semejante actitud?
El hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo
osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre
cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción
de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente
un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de
tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su
capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin
su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para
ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo.
Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones y aun las
crueldades de la última guerra mundial, tendrá que inclinarse
humildemente ante la realidad de esta concepción.
Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad
civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. La
cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner
barreras a las tendencias agresivas del hombre
De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se
identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin; de ahí
las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal
de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que efectivamente se
justifica, porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a
la primitiva naturaleza humana. Sin embargo, todos los esfuerzos de la
cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa.
Los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del
mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las
mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la
propiedad privada habría corrompido su naturaleza.
Si se aboliera la propiedad privada, si se hicieran comunes todos los
bienes, dejando que todos participaran de su provecho, desaparecería la
malquerencia y la hostilidad entre los seres humanos.
No me es posible investigar si la abolición de la propiedad privada es
oportuna y convincente; pero, en cambio, puedo reconocer como vana
ilusión su hipótesis psicológica. Es verdad que al abolir la propiedad
privada se sustrae a la agresividad humana uno de sus instrumentos, sin
duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el más fuerte de todos.
El instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que
regía casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando la propiedad
aún era bien poca cosa. Si se eliminara el derecho personal a poseer
bienes materiales, aún subsistirían los privilegios derivados de las
relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuentes de
la más intensa envidia y de la más violenta hostilidad entre los seres
humanos.
Evidentemente, al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción
de estas tendencias agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa
satisfacción. Por otra parte, un núcleo cultural más restringido ofrece
la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto
mediante la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de
aquél
En cierta ocasión me ocupé en el fenómeno de que las comunidades vecinas,
y aun emparentadas, son precisamente las que más se combaten y desdeñan
entre sí. Denominé a este fenómeno narcisismo de las pequeñas
diferencias. Podemos considerarlo como un medio para satisfacer, cómoda
y más o menos inofensivamente, las tendencias agresivas, facilitándose
así la cohesión entre los miembros de la comunidad.
Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad,
sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al
hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella su felicidad.
Cabe esperar que poco a poco lograremos imponer a nuestra cultura
modificaciones que satisfagan mejor nuestras necesidades. Pero quizá
convenga que nos familiaricemos también con la idea de que existen
dificultades inherentes a la esencia misma de la cultura e inaccesibles
a cualquier intento de reforma.
Partiendo de ciertas especulaciones sobre el origen de la vida y sobre
determinados paralelismos biológicos, deduje que, además del instinto
que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades
cada vez mayores, debía existir otro, antagónico de aquél, que tendiese
a disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitivo,
inorgánico. De modo que además del Eros habría un instinto de muerte;
los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interacción y el
antagonismo de ambos. Pero no era nada fácil demostrar la actividad de
este hipotético instinto de muerte. Las manifestaciones del Eros eran
notables y bastante conspicuas; bien podía admitirse que el instinto de
muerte actuase silenciosamente en lo íntimo del ser vivo, persiguiendo
su desintegración; pero esto, naturalmente, no tenía el valor de una
demostración. Progresé algo más, aceptando que una parte de este
instinto de muerte sería puesto al servicio del Eros, pues el ser vivo
destruiría algo exterior, animado o inanimado, en lugar de destruirse a
sí mismo.
En el sadismo, admitido desde hace tiempo como instinto parcial de la
sexualidad, nos encontraríamos con semejante amalgama particularmente
sólida entre el impulso amoroso y el instinto de destrucción; lo mismo
sucede con su símil antagónico, el masoquismo.
A quienes creen en los cuentos de hadas no les agrada oír mentar la
innata inclinación del hombre hacia "lo malo", a la agresión, a la
destrucción y con ello también a la crueldad. Acaso Dios no nos creó a
imagen de su propia perfección? Pues por eso nadie quiere que se le
recuerde cuán difícil resulta conciliar la existencia del mal con la
omnipotencia y la soberana bondad de Dios. El Diablo aun sería el mejor
subterfugio para disculpar a Dios.
El término líbido puede seguir aplicándose a las manifestaciones del
Eros para discernirlas de la energía inherente al instinto de muerte.
Pero aun donde aparece sin propósitos sexuales, aun en la más ciega
furia destructiva, no se puede dejar de reconocer que su satisfacción se
acompaña de extraordinario placer narcisista, pues ofrece al yo la
realización de sus más arcaicos deseos de omnipotencia.
En todo lo que sigue adoptaré, pues, el punto de vista de que la
tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del
ser humano y constituye el mayor obstáculo con que tropieza la cultura.
La cultura trata de un proceso puesto al servicio del Eros, destinado a
condensar en una unidad vasta, en la humanidad, a los individuos
aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones.
Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra
todos y de todos contra uno, se opone a este designio de la cultura.
Dicho instinto de agresión es el descendiente y principal representante
del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros.
Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará
impenetrable; por fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte,
instinto de vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en
la especie humana.
Por qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha
cultural? Pues no lo sabemos. Es muy probable que algunos, como las
abejas, las hormigas y las termitas, hayan bregado durante milenios
hasta alcanzar las organizaciones estatales, la distribución del
trabajo, la limitación de la libertad individual que hoy admiramos en
ellos.
A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es
antagónica, para hacerla inofensiva y quizá para eliminarla?
Qué le ha sucedido para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos?
La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al
lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose
a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte
restante, y asumiendo la función de "conciencia" (moral), despliega
frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría
satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo
super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de
culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por
consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del
individuo debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una
instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la
ciudad conquistada.
Uno se siente culpable cuando se ha cometido algo que se considera
"malo". También podrá considerarse culpable quien no haya hecho nada
malo, sino tan sólo reconozca en sí la intención de hacerlo.
Cómo se llega a esta decisión?
Cuando el hombre pierde el amor del prójimo, de quien depende, pierde
con ello su protección frente a muchos peligros, y ante todo se expone
al riesgo de que este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su
superioridad en forma de castigo. Así, pues, lo malo es, originalmente,
aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor.
A semejante estado le llamamos "mala conciencia", es decir, angustia
"social". El lugar del padre es ocupado por la más vasta comunidad
humana.
El super-yo se comporta tanto más severa y desconfiadamente cuanto más
virtuoso es el hombre. La virtud pierde así una parte de la recompensa
que se le prometiera.
La adversidad, es decir, la frustración exterior, intensifica
enormemente el poderío de la conciencia en el super-yo; mientras la
suerte sonríe al hombre, su conciencia moral es indulgente y concede
grandes libertades al yo; en cambio, cuando la desgracia le golpea, hace
examen de conciencia, reconoce sus pecados, eleva las exigencias de su
conciencia moral, se impone privaciones y se castiga con penitencias.
El destino es considerado como un sustituto de la instancia parental.
Todo esto se revela con particular claridad cuando, en estricto sentido
religioso, no se ve en el destino sino una expresión de la voluntad
divina.
Es curioso, pero de qué distinta manera se conduce el hombre primitivo!
Cuando le ha sucedido una desgracia, no se achaca la culpa a sí mismo,
sino al fetiche, que evidentemente no ha cumplido su cometido, y lo
muele a golpes en lugar de castigarse a sí mismo.
Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de
culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más reciente,
es el temor al super-yo. El primero obliga a renunciar a la satisfacción
de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es
posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos
prohibidos.
Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la
autoridad exterior. Pero no sucede lo mismo con el miedo al super-yo.
Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el
deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el super-yo.
El humano sentimiento de culpabilidad se remonta al asesinato del
protopadre. Este remordimiento fue el resultado de la primitivísima
ambivalencia afectiva frente al padre, pues los hijos lo odiaban, pero
también lo amaban; una vez satisfecho el odio mediante la agresión, el
amor volvió a surgir en el remordimiento consecutivo al hecho, erigiendo
el super-yo por identificación con el padre. Y como la tendencia
agresiva contra el padre volvió a agitarse en cada generación sucesiva,
también se mantuvo el sentimiento de culpabilidad.
Efectivamente, no es decisivo si hemos matado al padre o si nos
abstuvimos del hecho: en ambos casos nos sentiremos por fuerza
culpables, dado que este sentimiento de culpabilidad es la expresión del
conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre el Eros y el
instinto de destrucción o de muerte.
El proceso que comenzó en relación con el padre concluye en relación con
la masa.
El sentimiento de culpabilidad es el problema más importante de la
evolución cultural. El precio pagado por el progreso de la cultura
reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de
culpabilidad.
El sentimiento de culpabilidad engendrado por la cultura no se percibe
como tal, sino que permanece inconsciente en gran parte o se expresa
como un malestar, un descontento que se trata de atribuir a otras
motivaciones.
La evolución del individuo sustenta como fin principal el programa del
principio del placer, es decir, la prosecución de la felicidad, mientras
que la inclusión en una comunidad humana o la adaptación a la misma
aparece como un requisito casi ineludible que ha de ser cumplido para
alcanzar el objetivo de la felicidad. En otros términos, la evolución
individual se nos presenta como el producto de la interferencia entre
dos tendencias: la aspiración a la felicidad, que solemos calificar de
"egoísta", y el anhelo de fundirse con los demás en una comunidad, que
llamamos "altruista".
Muy distinto es lo que sucede en el proceso de la cultura. El objetivo
de establecer una unidad formada por individuos humanos es, con mucho,
el más importante, mientras que el de la felicidad individual, aunque
todavía subsiste, es desplazado a segundo plano.
Por consiguiente, debe admitirse que el proceso evolutivo del individuo
puede tener rasgos particulares que no se encuentran en el proceso
cultural de la humanidad.
Tal como el planeta gira en torno de su astro central, además de rotar
alrededor del propio eje, así también el individuo participa en el
proceso evolutivo de la humanidad, recorriendo al mismo tiempo el camino
de su propia vida.
Aún puede llevarse mucho más lejos la analogía entre el proceso cultural
y la evolución del individuo, pues cabe sostener que también la
comunidad desarrolla un super-yo bajo cuya influencia se produce la
evolución cultural. El super-yo de una época cultural determinada tiene
un origen análogo al del super-yo individual, pues se funda en la
impresión que han dejado los grandes personajes conductores, los hombres
de abrumadora fuerza espiritual o aquellos en los cuales alguna de las
aspiraciones humanas básicas llegó a expresarse con máxima energía y
pureza.
El super-yo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas.
Entre éstas, las que se refieren a las relaciones de los seres humanos
entre sí están comprendidas en el concepto de la ética.
La investigación y el tratamiento de las neurosis nos han llevado a
sustentar dos acusaciones contra el super-yo del individuo: con la
severidad de sus preceptos y prohibiciones se despreocupa demasiado de
la felicidad del yo. Por consiguiente, al perseguir nuestro objetivo
terapéutico, muchas veces nos vemos obligados a luchar contra el
super-yo, esforzándonos por atenuar sus pretensiones. Podemos oponer
objeciones muy análogas contra las exigencias éticas del super-yo
cultural. Tampoco éste se preocupa bastante por la constitución psíquica
del hombre, pues instituye un precepto y no se pregunta si al ser humano
le será posible cumplirlo. Acepta, más bien, que al yo del hombre le es
psicológicamente posible realizar cuanto se le encomiende; que el yo
goza de ilimitada autoridad sobre su ello.
El mandamiento "Amarás al prójimo como a ti mismo" es el rechazo más
intenso de la agresividad humana y constituye un excelente ejemplo de la
actitud antipsicológica que adopta el super-yo cultural. Este
mandamiento es irrealizable. La cultura se despreocupa de todo esto,
limitándose a decretar que, cuanto más difícil sea obedecer el precepto,
tanto más mérito tendrá su acatamiento.
La ética basada en la religión, por su parte, nos promete un más allá
mejor, pero pienso que predicará en desierto mientras la virtud no rinda
sus frutos ya en esta tierra. También yo considero indudable que una
modificación objetiva de las relaciones del hombre con la propiedad
sería en este sentido más eficaz que cualquier precepto ético; pero los
socialistas malogran tan justo reconocimiento, desvalorizándolo en su
realización, al incurrir en un nuevo desconocimiento idealista de la
naturaleza humana.
En cuanto a la aplicación terapéutica de nuestros conocimientos, de qué
serviría el análisis más penetrante de las neurosis sociales, si nadie
posee la autoridad necesaria para imponer a las masas la terapia
correspondiente?
A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la
circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará
hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del
instinto de agresión y de autodestrucción.
Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las
fuerzas elementales, que con su ayuda les sería fácil exterminarse
mutuamente hasta el último hombre. Sólo nos queda esperar que la otra de
ambas "potencias celestes", el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para
vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas quién
podría augurar el desenlace final?
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