Apunts Jota'O

Material de suport de l'assignatura de filosofia per alumnes de primer i segon de batxillerat

 

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Cincuenta años después
1939
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La lucha entre pulsiones
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Ha muerto Freud?
Sexualidad y agresividad
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Malestar cultura
Marx i Freud
Exercicis

 

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SIGMUND FREUD
"El malestar en la cultura"

"Das Unbehagen in der Kultur", 1930
Alianza Editorial, 6 ed.,1980.
(Extracte)



En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos presenta como algo independiente, unitario, bien demarcado frente a todo lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica nos ha enseñado que esa apariencia es engañosa; que, por el contrario el yo se continúa hacia dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada.

Este sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el principio, sino que debe haber sufrido una evolución.
En la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de suficiente profundidad. Lo pretérito puede subsistir en la vida psíquica, pues no está necesariamente condenado a la destrucción. En la vida psíquica la conservación de lo pretérito es la regla, más bien que una curiosa excepción.

En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la angustia ante la omnipotencia del destino.

Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos.
En incontables ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que tendría la vida humana, sin que jamás se le haya dado respuesta satisfactoria, y quizá ni admita tal respuesta.
Decididamente, sólo la religión puede responder al interrogante sobre la finalidad de la vida. No estaremos errados al concluir que la idea de adjudicar un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de un sistema religioso.
¿Qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella ? Es difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos fases: un fin positivo y otro negativo: por un lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras. En sentido estricto, el término "felicidad" sólo se aplica al segundo fin.
Quien fija el objetivo vital es simplemente el programa del principio del placer; principio que rige las operaciones del aparato psíquico desde su mismo origen.

Toda persistencia de una situación anhelada por el principio del placer sólo proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero sólo en muy escasa medida lo estable. Así, nuestras facultades de felicidad están ya limitadas en principio por nuestra propia constitución. En cambio, nos es mucho menos difícil experimentar la desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos.

No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suela rebajar sus pretensiones de felicidad (como, por otra parte, también el principio del placer se transforma, por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de la realidad); no nos asombre que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el sufrimiento relegue a segundo plano la de lograr el placer.

Numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una transformación delirante de la realidad. También las religiones de la humanidad deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos. Desde luego, ninguno de los que comparten el delirio puede reconocerlo jamás como tal.

El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es irrealizable; mas no por ello se debe -ni se puede- abandonar los esfuerzos por acercarse de cualquier modo a su realización. Al efecto podemos adoptar muy distintos caminos, anteponiendo ya el aspecto positivo de dicho fin -la obtención del placer-, ya su aspecto negativo -la evitación del dolor-. Pero ninguno de estos recursos nos permitirá alcanzar cuanto anhelamos. La felicidad, considerada en el sentido limitado, cuya realización parece posible, es meramente un problema de la economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale para todos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera en que pueda ser feliz.

La religión viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación, al imponer a todos por igual su camino único para alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. Su técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia.
Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, en la medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita alcanzarla con seguridad. Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los "inescrutables designios" de Dios, confiesa con ello que en el sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo.

Por lo que se refiere a nuestra actitud frente al tercer motivo de sufrimiento, el de origen social, nos negamos a aceptarlo; no atinamos a comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no habrían de representar, más bien, protección y bienestar para todos. Sin embargo, si consideramos cuán pésimo resultado hemos obtenido precisamente en este sector de la prevención contra el sufrimiento, comenzamos a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción de la indomable naturaleza.

Según alguna opinión muy difundida, nuestra llamada cultura llevaría gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de vida más primitivas.
Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a esta extraña actitud de hostilidad contra la cultura? Creo que un profundo y antiguo disconformismo con el respectivo estado cultural constituyó el terreno en que determinadas circunstancias históricas hicieron germinar la condenación de aquélla.
En el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe haber intervenido tal factor anticultural.
El penúltimo motivo surgió cuando, al extenderse los viajes de exploración y se entabló contacto con razas y pueblos primitivos.

En el curso de las últimas generaciones la humanidad ha realizado extraordinarios progresos en las ciencias naturales y en su aplicación técnica, afianzando en medida otrora inconcebible su dominio sobre la Naturaleza. No enunciaremos, por conocidos de todos, los pormenores de estos adelantos. El hombre se enorgullece con razón de tales conquistas, pero comienza a sospechar que este recién adquirido dominio del espacio y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, cumplimiento de un anhelo multimilenario, no ha elevado la satisfacción placentera que exige de la vida, no le ha hecho, en su sentir, más feliz.

Es hora de que nos dediquemos a la esencia de esta cultura, cuyo valor para la felicidad humana se ha puesto tan en duda. No hemos de pretender una fórmula que defina en pocos términos esta esencia, aun antes de haber aprendido algo más examinándola. Por consiguiente, nos conformaremos con repetir que el término "cultura" designa la suma de las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí.

Desde hace mucho tiempo (el ser humano) se había forjado un ideal de omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses, atribuyéndoles cuanto parecía inaccesible a sus deseos o le estaba vedado, de modo que bien podemos considerar a estos dioses como ideales de la cultura.(...) El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis.
Tiempos futuros traerán nuevos y quizá inconcebibles progresos en este terreno de la cultura, exaltando aún más la deificación del hombre. Pero no olvidemos, en interés de nuestro estudio, que tampoco el hombre de hoy se siente feliz en su semajanza con Dios.

La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a reunirse una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se mantenga unida frente a cualquiera de éstos.... Esta sustitución del poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo hacia la cultura.

Buena parte de las luchas en el seno de la humanidad giran alrededor del fin único de hallar un equilibrio adecuado (es decir, que dé felicidad a todos) entre estas reivindicaciones individuales y las colectivas, culturales; uno de los problemas del destino humano es el de si este equilibrio puede ser alcanzado en determinada cultura o si el conflicto en sí es inconciliable.

La experiencia psicoanalítica ha demostrado que las personas llamadas neuróticas son precisamente las que menos soportan estas frustraciones de la vida sexual.
La antítesis entre cultura y sexualidad deriva del hecho de que el amor sexual constituye una relación entre dos personas, en la que un tercero sólo puede desempeñar un papel superfluo o perturbador, mientras que, por el contrario, la cultura implica necesariamente relaciones entre mayor número de personas.
La realidad nos muestra que la cultura no se conforma con los vínculos de unión que hasta ahora le hemos concedido, sino que también pretende ligar mutuamente a los miembros de la comunidad con lazos libidinales, poniendo en juego la máxima cantidad posible de líbido con fin inhibido, para reforzar los vínculos de comunidad mediante los lazos amistosos. La realización de estos propósitos exige ineludiblemente una restricción de la vida sexual.
Es el precepto "Amarás al prójimo como a ti mismo", seguramente más antiguo que el mismo cristianismo. Por qué tendríamos que hacerlo ? De qué podría servirnos ? Pero, ante todo, cómo llegar a cumplirlo? De qué manera podríamos adoptar semejante actitud?

El hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo.
Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones y aun las crueldades de la última guerra mundial, tendrá que inclinarse humildemente ante la realidad de esta concepción.
Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. La cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner barreras a las tendencias agresivas del hombre
De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin; de ahí las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que efectivamente se justifica, porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a la primitiva naturaleza humana. Sin embargo, todos los esfuerzos de la cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa.

Los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la propiedad privada habría corrompido su naturaleza.
Si se aboliera la propiedad privada, si se hicieran comunes todos los bienes, dejando que todos participaran de su provecho, desaparecería la malquerencia y la hostilidad entre los seres humanos.

No me es posible investigar si la abolición de la propiedad privada es oportuna y convincente; pero, en cambio, puedo reconocer como vana ilusión su hipótesis psicológica. Es verdad que al abolir la propiedad privada se sustrae a la agresividad humana uno de sus instrumentos, sin duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el más fuerte de todos.
El instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que regía casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa. Si se eliminara el derecho personal a poseer bienes materiales, aún subsistirían los privilegios derivados de las relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuentes de la más intensa envidia y de la más violenta hostilidad entre los seres humanos.

Evidentemente, al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción de estas tendencias agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa satisfacción. Por otra parte, un núcleo cultural más restringido ofrece la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto mediante la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de aquél
En cierta ocasión me ocupé en el fenómeno de que las comunidades vecinas, y aun emparentadas, son precisamente las que más se combaten y desdeñan entre sí. Denominé a este fenómeno narcisismo de las pequeñas diferencias. Podemos considerarlo como un medio para satisfacer, cómoda y más o menos inofensivamente, las tendencias agresivas, facilitándose así la cohesión entre los miembros de la comunidad.

Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella su felicidad.
Cabe esperar que poco a poco lograremos imponer a nuestra cultura modificaciones que satisfagan mejor nuestras necesidades. Pero quizá convenga que nos familiaricemos también con la idea de que existen dificultades inherentes a la esencia misma de la cultura e inaccesibles a cualquier intento de reforma.

Partiendo de ciertas especulaciones sobre el origen de la vida y sobre determinados paralelismos biológicos, deduje que, además del instinto que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades cada vez mayores, debía existir otro, antagónico de aquél, que tendiese a disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitivo, inorgánico. De modo que además del Eros habría un instinto de muerte; los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interacción y el antagonismo de ambos. Pero no era nada fácil demostrar la actividad de este hipotético instinto de muerte. Las manifestaciones del Eros eran notables y bastante conspicuas; bien podía admitirse que el instinto de muerte actuase silenciosamente en lo íntimo del ser vivo, persiguiendo su desintegración; pero esto, naturalmente, no tenía el valor de una demostración. Progresé algo más, aceptando que una parte de este instinto de muerte sería puesto al servicio del Eros, pues el ser vivo destruiría algo exterior, animado o inanimado, en lugar de destruirse a sí mismo.
En el sadismo, admitido desde hace tiempo como instinto parcial de la sexualidad, nos encontraríamos con semejante amalgama particularmente sólida entre el impulso amoroso y el instinto de destrucción; lo mismo sucede con su símil antagónico, el masoquismo.

A quienes creen en los cuentos de hadas no les agrada oír mentar la innata inclinación del hombre hacia "lo malo", a la agresión, a la destrucción y con ello también a la crueldad. Acaso Dios no nos creó a imagen de su propia perfección? Pues por eso nadie quiere que se le recuerde cuán difícil resulta conciliar la existencia del mal con la omnipotencia y la soberana bondad de Dios. El Diablo aun sería el mejor subterfugio para disculpar a Dios.

El término líbido puede seguir aplicándose a las manifestaciones del Eros para discernirlas de la energía inherente al instinto de muerte.
Pero aun donde aparece sin propósitos sexuales, aun en la más ciega furia destructiva, no se puede dejar de reconocer que su satisfacción se acompaña de extraordinario placer narcisista, pues ofrece al yo la realización de sus más arcaicos deseos de omnipotencia.

En todo lo que sigue adoptaré, pues, el punto de vista de que la tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del ser humano y constituye el mayor obstáculo con que tropieza la cultura.
La cultura trata de un proceso puesto al servicio del Eros, destinado a condensar en una unidad vasta, en la humanidad, a los individuos aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones.
Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra todos y de todos contra uno, se opone a este designio de la cultura. Dicho instinto de agresión es el descendiente y principal representante del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros.
Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará impenetrable; por fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, instinto de vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en la especie humana.

Por qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha cultural? Pues no lo sabemos. Es muy probable que algunos, como las abejas, las hormigas y las termitas, hayan bregado durante milenios hasta alcanzar las organizaciones estatales, la distribución del trabajo, la limitación de la libertad individual que hoy admiramos en ellos.

A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es antagónica, para hacerla inofensiva y quizá para eliminarla?
Qué le ha sucedido para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos?
La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte restante, y asumiendo la función de "conciencia" (moral), despliega frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la ciudad conquistada.

Uno se siente culpable cuando se ha cometido algo que se considera "malo". También podrá considerarse culpable quien no haya hecho nada malo, sino tan sólo reconozca en sí la intención de hacerlo.
Cómo se llega a esta decisión?
Cuando el hombre pierde el amor del prójimo, de quien depende, pierde con ello su protección frente a muchos peligros, y ante todo se expone al riesgo de que este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su superioridad en forma de castigo. Así, pues, lo malo es, originalmente, aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor.
A semejante estado le llamamos "mala conciencia", es decir, angustia "social". El lugar del padre es ocupado por la más vasta comunidad humana.

El super-yo se comporta tanto más severa y desconfiadamente cuanto más virtuoso es el hombre. La virtud pierde así una parte de la recompensa que se le prometiera.
La adversidad, es decir, la frustración exterior, intensifica enormemente el poderío de la conciencia en el super-yo; mientras la suerte sonríe al hombre, su conciencia moral es indulgente y concede grandes libertades al yo; en cambio, cuando la desgracia le golpea, hace examen de conciencia, reconoce sus pecados, eleva las exigencias de su conciencia moral, se impone privaciones y se castiga con penitencias.
El destino es considerado como un sustituto de la instancia parental.
Todo esto se revela con particular claridad cuando, en estricto sentido religioso, no se ve en el destino sino una expresión de la voluntad divina.
Es curioso, pero de qué distinta manera se conduce el hombre primitivo! Cuando le ha sucedido una desgracia, no se achaca la culpa a sí mismo, sino al fetiche, que evidentemente no ha cumplido su cometido, y lo muele a golpes en lugar de castigarse a sí mismo.

Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más reciente, es el temor al super-yo. El primero obliga a renunciar a la satisfacción de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos.
Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la autoridad exterior. Pero no sucede lo mismo con el miedo al super-yo. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el super-yo.

El humano sentimiento de culpabilidad se remonta al asesinato del protopadre. Este remordimiento fue el resultado de la primitivísima ambivalencia afectiva frente al padre, pues los hijos lo odiaban, pero también lo amaban; una vez satisfecho el odio mediante la agresión, el amor volvió a surgir en el remordimiento consecutivo al hecho, erigiendo el super-yo por identificación con el padre. Y como la tendencia agresiva contra el padre volvió a agitarse en cada generación sucesiva, también se mantuvo el sentimiento de culpabilidad.
Efectivamente, no es decisivo si hemos matado al padre o si nos abstuvimos del hecho: en ambos casos nos sentiremos por fuerza culpables, dado que este sentimiento de culpabilidad es la expresión del conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre el Eros y el instinto de destrucción o de muerte.

El proceso que comenzó en relación con el padre concluye en relación con la masa.
El sentimiento de culpabilidad es el problema más importante de la evolución cultural. El precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad.
El sentimiento de culpabilidad engendrado por la cultura no se percibe como tal, sino que permanece inconsciente en gran parte o se expresa como un malestar, un descontento que se trata de atribuir a otras motivaciones.

La evolución del individuo sustenta como fin principal el programa del principio del placer, es decir, la prosecución de la felicidad, mientras que la inclusión en una comunidad humana o la adaptación a la misma aparece como un requisito casi ineludible que ha de ser cumplido para alcanzar el objetivo de la felicidad. En otros términos, la evolución individual se nos presenta como el producto de la interferencia entre dos tendencias: la aspiración a la felicidad, que solemos calificar de "egoísta", y el anhelo de fundirse con los demás en una comunidad, que llamamos "altruista".

Muy distinto es lo que sucede en el proceso de la cultura. El objetivo de establecer una unidad formada por individuos humanos es, con mucho, el más importante, mientras que el de la felicidad individual, aunque todavía subsiste, es desplazado a segundo plano.

Por consiguiente, debe admitirse que el proceso evolutivo del individuo puede tener rasgos particulares que no se encuentran en el proceso cultural de la humanidad.
Tal como el planeta gira en torno de su astro central, además de rotar alrededor del propio eje, así también el individuo participa en el proceso evolutivo de la humanidad, recorriendo al mismo tiempo el camino de su propia vida.

Aún puede llevarse mucho más lejos la analogía entre el proceso cultural y la evolución del individuo, pues cabe sostener que también la comunidad desarrolla un super-yo bajo cuya influencia se produce la evolución cultural. El super-yo de una época cultural determinada tiene un origen análogo al del super-yo individual, pues se funda en la impresión que han dejado los grandes personajes conductores, los hombres de abrumadora fuerza espiritual o aquellos en los cuales alguna de las aspiraciones humanas básicas llegó a expresarse con máxima energía y pureza.

El super-yo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. Entre éstas, las que se refieren a las relaciones de los seres humanos entre sí están comprendidas en el concepto de la ética.

La investigación y el tratamiento de las neurosis nos han llevado a sustentar dos acusaciones contra el super-yo del individuo: con la severidad de sus preceptos y prohibiciones se despreocupa demasiado de la felicidad del yo. Por consiguiente, al perseguir nuestro objetivo terapéutico, muchas veces nos vemos obligados a luchar contra el super-yo, esforzándonos por atenuar sus pretensiones. Podemos oponer objeciones muy análogas contra las exigencias éticas del super-yo cultural. Tampoco éste se preocupa bastante por la constitución psíquica del hombre, pues instituye un precepto y no se pregunta si al ser humano le será posible cumplirlo. Acepta, más bien, que al yo del hombre le es psicológicamente posible realizar cuanto se le encomiende; que el yo goza de ilimitada autoridad sobre su ello.

El mandamiento "Amarás al prójimo como a ti mismo" es el rechazo más intenso de la agresividad humana y constituye un excelente ejemplo de la actitud antipsicológica que adopta el super-yo cultural. Este mandamiento es irrealizable. La cultura se despreocupa de todo esto, limitándose a decretar que, cuanto más difícil sea obedecer el precepto, tanto más mérito tendrá su acatamiento.

La ética basada en la religión, por su parte, nos promete un más allá mejor, pero pienso que predicará en desierto mientras la virtud no rinda sus frutos ya en esta tierra. También yo considero indudable que una modificación objetiva de las relaciones del hombre con la propiedad sería en este sentido más eficaz que cualquier precepto ético; pero los socialistas malogran tan justo reconocimiento, desvalorizándolo en su realización, al incurrir en un nuevo desconocimiento idealista de la naturaleza humana.

En cuanto a la aplicación terapéutica de nuestros conocimientos, de qué serviría el análisis más penetrante de las neurosis sociales, si nadie posee la autoridad necesaria para imponer a las masas la terapia correspondiente?

A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del instinto de agresión y de autodestrucción.
Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las fuerzas elementales, que con su ayuda les sería fácil exterminarse mutuamente hasta el último hombre. Sólo nos queda esperar que la otra de ambas "potencias celestes", el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas quién podría augurar el desenlace final?

 

 

 

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