SIGMUND FREUD 
		"El malestar en la cultura"
		"Das Unbehagen in der 
		Kultur", 1930 
		Alianza Editorial, 6 ed.,1980. 
		(Extracte) 
		 
		 
		 
		En condiciones normales nada nos parece tan seguro y establecido como la 
		sensación de nuestra mismidad, de nuestro propio yo. Este yo se nos 
		presenta como algo independiente, unitario, bien demarcado frente a todo 
		lo demás. Sólo la investigación psicoanalítica nos ha enseñado que esa 
		apariencia es engañosa; que, por el contrario el yo se continúa hacia 
		dentro, sin límites precisos, con una entidad psíquica inconsciente que 
		denominamos ello y a la cual viene a servir como de fachada. 
		 
		Este sentido yoico del adulto no puede haber sido el mismo desde el 
		principio, sino que debe haber sufrido una evolución. 
		En la vida psíquica nada de lo una vez formado puede desaparecer jamás; 
		todo se conserva de alguna manera y puede volver a surgir en 
		circunstancias favorables, como, por ejemplo, mediante una regresión de 
		suficiente profundidad. Lo pretérito puede subsistir en la vida 
		psíquica, pues no está necesariamente condenado a la destrucción. En la 
		vida psíquica la conservación de lo pretérito es la regla, más bien que 
		una curiosa excepción. 
		 
		En cuanto a las necesidades religiosas, considero irrefutable su 
		derivación del desamparo infantil y de la nostalgia por el padre que 
		aquél suscita, tanto más cuanto que este sentimiento no se mantiene 
		simplemente desde la infancia, sino que es reanimado sin cesar por la 
		angustia ante la omnipotencia del destino. 
		 
		Tal como nos ha sido impuesta, la vida nos resulta demasiado pesada, nos 
		depara excesivos sufrimientos, decepciones, empresas imposibles. Para 
		soportarla, no podemos pasarnos sin lenitivos. 
		En incontables ocasiones se ha planteado la cuestión del objeto que 
		tendría la vida humana, sin que jamás se le haya dado respuesta 
		satisfactoria, y quizá ni admita tal respuesta. 
		Decididamente, sólo la religión puede responder al interrogante sobre la 
		finalidad de la vida. No estaremos errados al concluir que la idea de 
		adjudicar un objeto a la vida humana no puede existir sino en función de 
		un sistema religioso. 
		¿Qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia 
		conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella ? Es 
		difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren llegar a 
		ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos fases: 
		un fin positivo y otro negativo: por un lado, evitar el dolor y el 
		displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras. 
		En sentido estricto, el término "felicidad" sólo se aplica al segundo 
		fin. 
		Quien fija el objetivo vital es simplemente el programa del principio 
		del placer; principio que rige las operaciones del aparato psíquico 
		desde su mismo origen. 
		 
		Toda persistencia de una situación anhelada por el principio del placer 
		sólo proporciona una sensación de tibio bienestar, pues nuestra 
		disposición no nos permite gozar intensamente sino el contraste, pero 
		sólo en muy escasa medida lo estable. Así, nuestras facultades de 
		felicidad están ya limitadas en principio por nuestra propia 
		constitución. En cambio, nos es mucho menos difícil experimentar la 
		desgracia. El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio 
		cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera 
		puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la 
		angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con 
		fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las 
		relaciones con otros seres humanos. 
		 
		No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de 
		sufrimiento, el hombre suela rebajar sus pretensiones de felicidad 
		(como, por otra parte, también el principio del placer se transforma, 
		por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de la 
		realidad); no nos asombre que el ser humano ya se estime feliz por el 
		mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haber sobrevivido al 
		sufrimiento; que, en general, la finalidad de evitar el sufrimiento 
		relegue a segundo plano la de lograr el placer. 
		 
		Numerosos individuos emprenden juntos la tentativa de procurarse un 
		seguro de felicidad y una protección contra el dolor por medio de una 
		transformación delirante de la realidad. También las religiones de la 
		humanidad deben ser consideradas como semejantes delirios colectivos. 
		Desde luego, ninguno de los que comparten el delirio puede reconocerlo 
		jamás como tal. 
		 
		El designio de ser felices que nos impone el principio del placer es 
		irrealizable; mas no por ello se debe -ni se puede- abandonar los 
		esfuerzos por acercarse de cualquier modo a su realización. Al efecto 
		podemos adoptar muy distintos caminos, anteponiendo ya el aspecto 
		positivo de dicho fin -la obtención del placer-, ya su aspecto negativo 
		-la evitación del dolor-. Pero ninguno de estos recursos nos permitirá 
		alcanzar cuanto anhelamos. La felicidad, considerada en el sentido 
		limitado, cuya realización parece posible, es meramente un problema de 
		la economía libidinal de cada individuo. Ninguna regla al respecto vale 
		para todos; cada uno debe buscar por sí mismo la manera en que pueda ser 
		feliz. 
		 
		La religión viene a perturbar este libre juego de elección y adaptación, 
		al imponer a todos por igual su camino único para alcanzar la felicidad 
		y evitar el sufrimiento. Su técnica consiste en reducir el valor de la 
		vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real, medidas que 
		tienen por condición previa la intimidación de la inteligencia. 
		Como ya sabemos, hay muchos caminos que pueden llevar a la felicidad, en 
		la medida en que es accesible al hombre, mas ninguno que permita 
		alcanzarla con seguridad. Tampoco la religión puede cumplir sus promesas, 
		pues el creyente, obligado a invocar en última instancia los 
		"inescrutables designios" de Dios, confiesa con ello que en el 
		sufrimiento sólo le queda la sumisión incondicional como último consuelo 
		y fuente de goce. Y si desde el principio ya estaba dispuesto a 
		aceptarla, bien podría haberse ahorrado todo ese largo rodeo. 
		 
		Por lo que se refiere a nuestra actitud frente al tercer motivo de 
		sufrimiento, el de origen social, nos negamos a aceptarlo; no atinamos a 
		comprender por qué las instituciones que nosotros mismos hemos creado no 
		habrían de representar, más bien, protección y bienestar para todos. Sin 
		embargo, si consideramos cuán pésimo resultado hemos obtenido 
		precisamente en este sector de la prevención contra el sufrimiento, 
		comenzamos a sospechar que también aquí podría ocultarse una porción de 
		la indomable naturaleza. 
		 
		Según alguna opinión muy difundida, nuestra llamada cultura llevaría 
		gran parte de la culpa por la miseria que sufrimos, y podríamos ser 
		mucho más felices si la abandonásemos para retornar a condiciones de 
		vida más primitivas. 
		Por qué caminos habrán llegado tantos hombres a esta extraña actitud de 
		hostilidad contra la cultura? Creo que un profundo y antiguo 
		disconformismo con el respectivo estado cultural constituyó el terreno 
		en que determinadas circunstancias históricas hicieron germinar la 
		condenación de aquélla. 
		En el triunfo del cristianismo sobre las religiones paganas ya debe 
		haber intervenido tal factor anticultural. 
		El penúltimo motivo surgió cuando, al extenderse los viajes de 
		exploración y se entabló contacto con razas y pueblos primitivos. 
		 
		En el curso de las últimas generaciones la humanidad ha realizado 
		extraordinarios progresos en las ciencias naturales y en su aplicación 
		técnica, afianzando en medida otrora inconcebible su dominio sobre la 
		Naturaleza. No enunciaremos, por conocidos de todos, los pormenores de 
		estos adelantos. El hombre se enorgullece con razón de tales conquistas, 
		pero comienza a sospechar que este recién adquirido dominio del espacio 
		y del tiempo, esta sujeción de las fuerzas naturales, cumplimiento de un 
		anhelo multimilenario, no ha elevado la satisfacción placentera que 
		exige de la vida, no le ha hecho, en su sentir, más feliz. 
		 
		Es hora de que nos dediquemos a la esencia de esta cultura, cuyo valor 
		para la felicidad humana se ha puesto tan en duda. No hemos de pretender 
		una fórmula que defina en pocos términos esta esencia, aun antes de 
		haber aprendido algo más examinándola. Por consiguiente, nos 
		conformaremos con repetir que el término "cultura" designa la suma de 
		las producciones e instituciones que distancian nuestra vida de la de 
		nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines: proteger al 
		hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres 
		entre sí. 
		 
		Desde hace mucho tiempo (el ser humano) se había forjado un ideal de 
		omnipotencia y omnisapiencia que encarnó en sus dioses, atribuyéndoles 
		cuanto parecía inaccesible a sus deseos o le estaba vedado, de modo que 
		bien podemos considerar a estos dioses como ideales de la cultura.(...) 
		El hombre ha llegado a ser, por así decirlo, un dios con prótesis. 
		Tiempos futuros traerán nuevos y quizá inconcebibles progresos en este 
		terreno de la cultura, exaltando aún más la deificación del hombre. Pero 
		no olvidemos, en interés de nuestro estudio, que tampoco el hombre de 
		hoy se siente feliz en su semajanza con Dios. 
		 
		La vida humana en común sólo se torna posible cuando llega a reunirse 
		una mayoría más poderosa que cada uno de los individuos y que se 
		mantenga unida frente a cualquiera de éstos.... Esta sustitución del 
		poderío individual por el de la comunidad representa el paso decisivo 
		hacia la cultura. 
		 
		Buena parte de las luchas en el seno de la humanidad giran alrededor del 
		fin único de hallar un equilibrio adecuado (es decir, que dé felicidad a 
		todos) entre estas reivindicaciones individuales y las colectivas, 
		culturales; uno de los problemas del destino humano es el de si este 
		equilibrio puede ser alcanzado en determinada cultura o si el conflicto 
		en sí es inconciliable. 
		 
		La experiencia psicoanalítica ha demostrado que las personas llamadas 
		neuróticas son precisamente las que menos soportan estas frustraciones 
		de la vida sexual. 
		La antítesis entre cultura y sexualidad deriva del hecho de que el amor 
		sexual constituye una relación entre dos personas, en la que un tercero 
		sólo puede desempeñar un papel superfluo o perturbador, mientras que, 
		por el contrario, la cultura implica necesariamente relaciones entre 
		mayor número de personas. 
		La realidad nos muestra que la cultura no se conforma con los vínculos 
		de unión que hasta ahora le hemos concedido, sino que también pretende 
		ligar mutuamente a los miembros de la comunidad con lazos libidinales, 
		poniendo en juego la máxima cantidad posible de líbido con fin inhibido, 
		para reforzar los vínculos de comunidad mediante los lazos amistosos. La 
		realización de estos propósitos exige ineludiblemente una restricción de 
		la vida sexual. 
		Es el precepto "Amarás al prójimo como a ti mismo", seguramente más 
		antiguo que el mismo cristianismo. Por qué tendríamos que hacerlo ? De 
		qué podría servirnos ? Pero, ante todo, cómo llegar a cumplirlo? De 
		qué manera podríamos adoptar semejante actitud? 
		 
		El hombre no es una criatura tierna y necesitada de amor, que sólo 
		osaría defenderse si se la atacara, sino, por el contrario, un ser entre 
		cuyas disposiciones instintivas también debe incluirse una buena porción 
		de agresividad. Por consiguiente, el prójimo no le representa únicamente 
		un posible colaborador y objeto sexual, sino también un motivo de 
		tentación para satisfacer en él su agresividad, para explotar su 
		capacidad de trabajo sin retribuirla, para aprovecharlo sexualmente sin 
		su consentimiento, para apoderarse de sus bienes, para humillarlo, para 
		ocasionarle sufrimientos, martirizarlo y matarlo. 
		Quien recuerde los horrores de las grandes migraciones y aun las 
		crueldades de la última guerra mundial, tendrá que inclinarse 
		humildemente ante la realidad de esta concepción. 
		Debido a esta primordial hostilidad entre los hombres, la sociedad 
		civilizada se ve constantemente al borde de la desintegración. La 
		cultura se ve obligada a realizar múltiples esfuerzos para poner 
		barreras a las tendencias agresivas del hombre 
		De ahí, pues, ese despliegue de métodos destinados a que los hombres se 
		identifiquen y entablen vínculos amorosos coartados en su fin; de ahí 
		las restricciones de la vida sexual, y de ahí también el precepto ideal 
		de amar al prójimo como a sí mismo, precepto que efectivamente se 
		justifica, porque ningún otro es, como él, tan contrario y antagónico a 
		la primitiva naturaleza humana. Sin embargo, todos los esfuerzos de la 
		cultura destinados a imponerlo aún no han logrado gran cosa. 
		 
		Los comunistas creen haber descubierto el camino hacia la redención del 
		mal. Según ellos, el hombre sería bueno de todo corazón, abrigaría las 
		mejores intenciones para con el prójimo, pero la institución de la 
		propiedad privada habría corrompido su naturaleza. 
		Si se aboliera la propiedad privada, si se hicieran comunes todos los 
		bienes, dejando que todos participaran de su provecho, desaparecería la 
		malquerencia y la hostilidad entre los seres humanos. 
		 
		No me es posible investigar si la abolición de la propiedad privada es 
		oportuna y convincente; pero, en cambio, puedo reconocer como vana 
		ilusión su hipótesis psicológica. Es verdad que al abolir la propiedad 
		privada se sustrae a la agresividad humana uno de sus instrumentos, sin 
		duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el más fuerte de todos. 
		El instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que 
		regía casi sin restricciones en épocas primitivas, cuando la propiedad 
		aún era bien poca cosa. Si se eliminara el derecho personal a poseer 
		bienes materiales, aún subsistirían los privilegios derivados de las 
		relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuentes de 
		la más intensa envidia y de la más violenta hostilidad entre los seres 
		humanos. 
		 
		Evidentemente, al hombre no le resulta fácil renunciar a la satisfacción 
		de estas tendencias agresivas suyas; no se siente nada a gusto sin esa 
		satisfacción. Por otra parte, un núcleo cultural más restringido ofrece 
		la muy apreciable ventaja de permitir la satisfacción de este instinto 
		mediante la hostilidad frente a los seres que han quedado excluidos de 
		aquél 
		En cierta ocasión me ocupé en el fenómeno de que las comunidades vecinas, 
		y aun emparentadas, son precisamente las que más se combaten y desdeñan 
		entre sí. Denominé a este fenómeno narcisismo de las pequeñas 
		diferencias. Podemos considerarlo como un medio para satisfacer, cómoda 
		y más o menos inofensivamente, las tendencias agresivas, facilitándose 
		así la cohesión entre los miembros de la comunidad. 
		 
		Si la cultura impone tan pesados sacrificios, no sólo a la sexualidad, 
		sino también a las tendencias agresivas, comprenderemos mejor por qué al 
		hombre le resulta tan difícil alcanzar en ella su felicidad. 
		Cabe esperar que poco a poco lograremos imponer a nuestra cultura 
		modificaciones que satisfagan mejor nuestras necesidades. Pero quizá 
		convenga que nos familiaricemos también con la idea de que existen 
		dificultades inherentes a la esencia misma de la cultura e inaccesibles 
		a cualquier intento de reforma. 
		 
		Partiendo de ciertas especulaciones sobre el origen de la vida y sobre 
		determinados paralelismos biológicos, deduje que, además del instinto 
		que tiende a conservar la sustancia viva y a condensarla en unidades 
		cada vez mayores, debía existir otro, antagónico de aquél, que tendiese 
		a disolver estas unidades y a retornarlas al estado más primitivo, 
		inorgánico. De modo que además del Eros habría un instinto de muerte; 
		los fenómenos vitales podrían ser explicados por la interacción y el 
		antagonismo de ambos. Pero no era nada fácil demostrar la actividad de 
		este hipotético instinto de muerte. Las manifestaciones del Eros eran 
		notables y bastante conspicuas; bien podía admitirse que el instinto de 
		muerte actuase silenciosamente en lo íntimo del ser vivo, persiguiendo 
		su desintegración; pero esto, naturalmente, no tenía el valor de una 
		demostración. Progresé algo más, aceptando que una parte de este 
		instinto de muerte sería puesto al servicio del Eros, pues el ser vivo 
		destruiría algo exterior, animado o inanimado, en lugar de destruirse a 
		sí mismo. 
		En el sadismo, admitido desde hace tiempo como instinto parcial de la 
		sexualidad, nos encontraríamos con semejante amalgama particularmente 
		sólida entre el impulso amoroso y el instinto de destrucción; lo mismo 
		sucede con su símil antagónico, el masoquismo. 
		 
		A quienes creen en los cuentos de hadas no les agrada oír mentar la 
		innata inclinación del hombre hacia "lo malo", a la agresión, a la 
		destrucción y con ello también a la crueldad. Acaso Dios no nos creó a 
		imagen de su propia perfección? Pues por eso nadie quiere que se le 
		recuerde cuán difícil resulta conciliar la existencia del mal con la 
		omnipotencia y la soberana bondad de Dios. El Diablo aun sería el mejor 
		subterfugio para disculpar a Dios. 
		 
		El término líbido puede seguir aplicándose a las manifestaciones del 
		Eros para discernirlas de la energía inherente al instinto de muerte. 
		Pero aun donde aparece sin propósitos sexuales, aun en la más ciega 
		furia destructiva, no se puede dejar de reconocer que su satisfacción se 
		acompaña de extraordinario placer narcisista, pues ofrece al yo la 
		realización de sus más arcaicos deseos de omnipotencia. 
		 
		En todo lo que sigue adoptaré, pues, el punto de vista de que la 
		tendencia agresiva es una disposición instintiva innata y autónoma del 
		ser humano y constituye el mayor obstáculo con que tropieza la cultura. 
		La cultura trata de un proceso puesto al servicio del Eros, destinado a 
		condensar en una unidad vasta, en la humanidad, a los individuos 
		aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones. 
		Pero el natural instinto humano de agresión, la hostilidad de uno contra 
		todos y de todos contra uno, se opone a este designio de la cultura. 
		Dicho instinto de agresión es el descendiente y principal representante 
		del instinto de muerte, que hemos hallado junto al Eros. 
		Ahora, creo, el sentido de la evolución cultural ya no nos resultará 
		impenetrable; por fuerza debe presentarnos la lucha entre Eros y muerte, 
		instinto de vida e instinto de destrucción, tal como se lleva a cabo en 
		la especie humana. 
		 
		Por qué nuestros parientes, los animales, no presentan semejante lucha 
		cultural? Pues no lo sabemos. Es muy probable que algunos, como las 
		abejas, las hormigas y las termitas, hayan bregado durante milenios 
		hasta alcanzar las organizaciones estatales, la distribución del 
		trabajo, la limitación de la libertad individual que hoy admiramos en 
		ellos. 
		 
		A qué recursos apela la cultura para coartar la agresión que le es 
		antagónica, para hacerla inofensiva y quizá para eliminarla? 
		Qué le ha sucedido para que sus deseos agresivos se tornaran inocuos? 
		La agresión es introyectada, internalizada, devuelta en realidad al 
		lugar de donde procede: es dirigida contra el propio yo, incorporándose 
		a una parte de éste, que en calidad de super-yo se opone a la parte 
		restante, y asumiendo la función de "conciencia" (moral), despliega 
		frente al yo la misma dura agresividad que el yo, de buen grado, habría 
		satisfecho en individuos extraños. La tensión creada entre el severo 
		super-yo y el yo subordinado al mismo la calificamos de sentimiento de 
		culpabilidad; se manifiesta bajo la forma de necesidad de castigo. Por 
		consiguiente, la cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del 
		individuo debilitando a éste, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una 
		instancia alojada en su interior, como una guarnición militar en la 
		ciudad conquistada. 
		 
		Uno se siente culpable cuando se ha cometido algo que se considera 
		"malo". También podrá considerarse culpable quien no haya hecho nada 
		malo, sino tan sólo reconozca en sí la intención de hacerlo. 
		Cómo se llega a esta decisión? 
		Cuando el hombre pierde el amor del prójimo, de quien depende, pierde 
		con ello su protección frente a muchos peligros, y ante todo se expone 
		al riesgo de que este prójimo, más poderoso que él, le demuestre su 
		superioridad en forma de castigo. Así, pues, lo malo es, originalmente, 
		aquello por lo cual uno es amenazado con la pérdida del amor. 
		A semejante estado le llamamos "mala conciencia", es decir, angustia 
		"social". El lugar del padre es ocupado por la más vasta comunidad 
		humana. 
		 
		El super-yo se comporta tanto más severa y desconfiadamente cuanto más 
		virtuoso es el hombre. La virtud pierde así una parte de la recompensa 
		que se le prometiera. 
		La adversidad, es decir, la frustración exterior, intensifica 
		enormemente el poderío de la conciencia en el super-yo; mientras la 
		suerte sonríe al hombre, su conciencia moral es indulgente y concede 
		grandes libertades al yo; en cambio, cuando la desgracia le golpea, hace 
		examen de conciencia, reconoce sus pecados, eleva las exigencias de su 
		conciencia moral, se impone privaciones y se castiga con penitencias. 
		El destino es considerado como un sustituto de la instancia parental. 
		Todo esto se revela con particular claridad cuando, en estricto sentido 
		religioso, no se ve en el destino sino una expresión de la voluntad 
		divina. 
		Es curioso, pero de qué distinta manera se conduce el hombre primitivo! 
		Cuando le ha sucedido una desgracia, no se achaca la culpa a sí mismo, 
		sino al fetiche, que evidentemente no ha cumplido su cometido, y lo 
		muele a golpes en lugar de castigarse a sí mismo. 
		 
		Por consiguiente, conocemos dos orígenes del sentimiento de 
		culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más reciente, 
		es el temor al super-yo. El primero obliga a renunciar a la satisfacción 
		de los instintos; el segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es 
		posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos 
		prohibidos. 
		Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la 
		autoridad exterior. Pero no sucede lo mismo con el miedo al super-yo. 
		Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el 
		deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el super-yo. 
		 
		El humano sentimiento de culpabilidad se remonta al asesinato del 
		protopadre. Este remordimiento fue el resultado de la primitivísima 
		ambivalencia afectiva frente al padre, pues los hijos lo odiaban, pero 
		también lo amaban; una vez satisfecho el odio mediante la agresión, el 
		amor volvió a surgir en el remordimiento consecutivo al hecho, erigiendo 
		el super-yo por identificación con el padre. Y como la tendencia 
		agresiva contra el padre volvió a agitarse en cada generación sucesiva, 
		también se mantuvo el sentimiento de culpabilidad. 
		Efectivamente, no es decisivo si hemos matado al padre o si nos 
		abstuvimos del hecho: en ambos casos nos sentiremos por fuerza 
		culpables, dado que este sentimiento de culpabilidad es la expresión del 
		conflicto de ambivalencia, de la eterna lucha entre el Eros y el 
		instinto de destrucción o de muerte. 
		 
		El proceso que comenzó en relación con el padre concluye en relación con 
		la masa. 
		El sentimiento de culpabilidad es el problema más importante de la 
		evolución cultural. El precio pagado por el progreso de la cultura 
		reside en la pérdida de felicidad por aumento del sentimiento de 
		culpabilidad. 
		El sentimiento de culpabilidad engendrado por la cultura no se percibe 
		como tal, sino que permanece inconsciente en gran parte o se expresa 
		como un malestar, un descontento que se trata de atribuir a otras 
		motivaciones. 
		 
		La evolución del individuo sustenta como fin principal el programa del 
		principio del placer, es decir, la prosecución de la felicidad, mientras 
		que la inclusión en una comunidad humana o la adaptación a la misma 
		aparece como un requisito casi ineludible que ha de ser cumplido para 
		alcanzar el objetivo de la felicidad. En otros términos, la evolución 
		individual se nos presenta como el producto de la interferencia entre 
		dos tendencias: la aspiración a la felicidad, que solemos calificar de 
		"egoísta", y el anhelo de fundirse con los demás en una comunidad, que 
		llamamos "altruista". 
		 
		Muy distinto es lo que sucede en el proceso de la cultura. El objetivo 
		de establecer una unidad formada por individuos humanos es, con mucho, 
		el más importante, mientras que el de la felicidad individual, aunque 
		todavía subsiste, es desplazado a segundo plano. 
		 
		Por consiguiente, debe admitirse que el proceso evolutivo del individuo 
		puede tener rasgos particulares que no se encuentran en el proceso 
		cultural de la humanidad. 
		Tal como el planeta gira en torno de su astro central, además de rotar 
		alrededor del propio eje, así también el individuo participa en el 
		proceso evolutivo de la humanidad, recorriendo al mismo tiempo el camino 
		de su propia vida. 
		 
		Aún puede llevarse mucho más lejos la analogía entre el proceso cultural 
		y la evolución del individuo, pues cabe sostener que también la 
		comunidad desarrolla un super-yo bajo cuya influencia se produce la 
		evolución cultural. El super-yo de una época cultural determinada tiene 
		un origen análogo al del super-yo individual, pues se funda en la 
		impresión que han dejado los grandes personajes conductores, los hombres 
		de abrumadora fuerza espiritual o aquellos en los cuales alguna de las 
		aspiraciones humanas básicas llegó a expresarse con máxima energía y 
		pureza. 
		 
		El super-yo cultural ha elaborado sus ideales y erigido sus normas. 
		Entre éstas, las que se refieren a las relaciones de los seres humanos 
		entre sí están comprendidas en el concepto de la ética. 
		 
		La investigación y el tratamiento de las neurosis nos han llevado a 
		sustentar dos acusaciones contra el super-yo del individuo: con la 
		severidad de sus preceptos y prohibiciones se despreocupa demasiado de 
		la felicidad del yo. Por consiguiente, al perseguir nuestro objetivo 
		terapéutico, muchas veces nos vemos obligados a luchar contra el 
		super-yo, esforzándonos por atenuar sus pretensiones. Podemos oponer 
		objeciones muy análogas contra las exigencias éticas del super-yo 
		cultural. Tampoco éste se preocupa bastante por la constitución psíquica 
		del hombre, pues instituye un precepto y no se pregunta si al ser humano 
		le será posible cumplirlo. Acepta, más bien, que al yo del hombre le es 
		psicológicamente posible realizar cuanto se le encomiende; que el yo 
		goza de ilimitada autoridad sobre su ello. 
		 
		El mandamiento "Amarás al prójimo como a ti mismo" es el rechazo más 
		intenso de la agresividad humana y constituye un excelente ejemplo de la 
		actitud antipsicológica que adopta el super-yo cultural. Este 
		mandamiento es irrealizable. La cultura se despreocupa de todo esto, 
		limitándose a decretar que, cuanto más difícil sea obedecer el precepto, 
		tanto más mérito tendrá su acatamiento. 
		 
		La ética basada en la religión, por su parte, nos promete un más allá 
		mejor, pero pienso que predicará en desierto mientras la virtud no rinda 
		sus frutos ya en esta tierra. También yo considero indudable que una 
		modificación objetiva de las relaciones del hombre con la propiedad 
		sería en este sentido más eficaz que cualquier precepto ético; pero los 
		socialistas malogran tan justo reconocimiento, desvalorizándolo en su 
		realización, al incurrir en un nuevo desconocimiento idealista de la 
		naturaleza humana. 
		 
		En cuanto a la aplicación terapéutica de nuestros conocimientos, de qué 
		serviría el análisis más penetrante de las neurosis sociales, si nadie 
		posee la autoridad necesaria para imponer a las masas la terapia 
		correspondiente?  
		 
		A mi juicio, el destino de la especie humana será decidido por la 
		circunstancia de si -y hasta qué punto- el desarrollo cultural logrará 
		hacer frente a las perturbaciones de la vida colectiva emanadas del 
		instinto de agresión y de autodestrucción. 
		Nuestros contemporáneos han llegado a tal extremo en el dominio de las 
		fuerzas elementales, que con su ayuda les sería fácil exterminarse 
		mutuamente hasta el último hombre. Sólo nos queda esperar que la otra de 
		ambas "potencias celestes", el eterno Eros, despliegue sus fuerzas para 
		vencer en la lucha con su no menos inmortal adversario. Mas quién 
		podría augurar el desenlace final? 
		 
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