| EL AÑO EN QUE MURIÓ FREUD.  
La Vanguardia. 
Ciencia. Domingo, 24 de septiembre 1989. C-4 
Josep Tomàs Cabot. 
 
La larga vida de Freud -83 años- le permitió sobrevivir a muchos de sus primeros 
discípulos y presenciar el extraordinario desarrollo del psicoanálisis. En 
septiembre de 1939, cuando él falleció, las prolongaciones de su teoría eran 
tantas y tan variadas que los psicoanalistas, esparcidos por el ancho mundo, ya 
no se conocían ni podían relacionarse todos entre sí. Unos continuaban fieles a 
la idea original. Otros marchaban por caminos propios, muy poco ortodoxos. De 
los viejos amigos y colaboradores de Freud, algunos habían roto las relaciones 
con él mucho antes de 1939. Otros habían muerto. Del grupo inicial, escindido y 
disperso, apenas quedaba la nostalgia de algunos protagonistas, la emoción de un 
recuerdo que ya se mitificaba en aquellos tiempos. 
 
El alemán Karl Abraham, uno de los pioneros más importantes al lado del 
fundador, “hombre de vida íntegra y limpio de maldad” como decía Freud, había 
fallecido de cáncer pulmonar catorce años antes, en 1925. El húngaro Sandor 
Ferenczi, siempre amable y respetuoso con su maestro a pesar de algunas 
divergencias doctrinales y técnicas –la menor duración del tratamiento, el 
empleo del “acting out”, etc.-, había dejado de existir en 1933, a causa de una 
anemia perniciosa e intensos transtornos mentales. 
 
Disidentes 
 
Alfred Adler, el compatriota y el colaborador más útil en los primeros tiempos, 
convertido luego en el disidente más poderoso con su “Sociedad para la 
Psicología Individual” y sus tesis del sentimiento de inferioridad y la protesta 
viril, había abandonado este mundo en 1937. El sensible y culto Otto Rank, 
responsable de prolongaciones del psicoanálisis que no satisfacían a Freud –por 
ejemplo, la idea de trauma del nacimiento-, se había apartado de él en 1926 y 
acababa de morir en aquel mismo año 1939. Wilhem Stekel, el “parlanchín 
simpático” del grupo fundacional, ya herido de muerte, desaparecería el año 
siguiente, después de una larga etapa de actuación autónoma, en la que había 
exagerado peligrosamente las teorías freudianas del sexo. 
 
La psiquiatría en Europa 
 
¿Quiénes ocupaban, en septiembre de 1939, los lugares cimeros en la psiquiatría 
europea impulsada o influida por el psicoanálisis? En la Europa Central, 
dominada entonces por el Reich hitleriano, que acababa de provocar la II Guerra 
mundial, el nombre más destacado en este campo era el del suizo Carl Gustav Jung, 
antiguo “delfín” de Freud y más tarde uno de sus críticos más preparados y 
peligrosos. A pesar de que Jung no era racista ni estaba afiliado al partido 
nazi, su prestigio en el mundo científico, ganado en su clínica de Zurich, y 
ciertas particularidades de su evolución intelectual después de la separación 
con Freud –el rechazo de la sexualidad como fuente primitiva de neurosis y la 
idea del inconsciente colectivo- hicieron pensar en los jerarcas nazis que su 
liderazgo intelectual podía se muy útil y le nombraron presidente de la Sociedad 
Alemana de Psicoterapia en sustitución del viejo Kretschmer. El talento y la 
honradez de Jung le permitieron sortear con éxito los conflictos de la época 
hitleriana y continuar después, hasta su muerte en 1961, una importante labor en 
el campo de la psiquiatría y de las humanidades. 
 
Los países mediterráneos, en 1939, se habían mostrado receptivos al 
psicoanálisis a través de individualidades brillantes, pero aún no habían creado 
escuelas comparables a las de Viena, Zurich o Londres. En Italia, adversarios 
del psicoanálisis como Morselli y Murri se enfentaban a psiquiatras más 
objetivos como Anibal Puca o Enzo Bonaventura. La medicina francesa, puesta en 
guardia contra Freud por el prestigio de Pierre Janet, Pierre Marie y Charles 
Blondel, produjo también defensores aislados del psicoanálisis: A. Hesnard, R. 
Laforgue y R. Dalbiez entre otros. 
 
Londres era ya en 1939 un centro psicoanalítico importante. Allí murió Freud, 
emigrado desde Austria el año anterior, y allí vivía uno de sus seguidores más 
inteligentes y adictos, Ernst Jones, gracias a cuya influencia la familia Freud 
pudo huir de Viena y organizar su nueva vida en Inglaterra. La obra de Jones 
“The life and Work of Sigmund Freud” es una de las fuentes principales para 
conocer los orígenes del psicoanálisis y la vida de su fundador. En Inglaterra 
trabajó muchos años Ana Freud, continuando la labor de su padre en el campo de 
la psiquiatría infantil. 
 
Buena receptividad en América. 
 
Estados Unidos, en aquella época, ya había mostrado su receptividad hacia la 
obra de Freud. Tanto éste como Jung y Adler habían estado varias veces allí y 
habían dejado numerosos amigos. Hollywood comenzaba a interesarse por las 
escenas del diván en el despacho del psicoanalista, por los complejos retorcidos 
y por la interpretación de los sueños. El tema sería tratado en filmes famosos. 
Pero aparte de la publicidad que ello representaba, la labor de un grupo de 
intelectuales devotos de Sigmund Freud –Ruth Benedict, Margaret Mead, Abraham 
Kardiner, Franz G. Alexander, William Ogburn, Harry S. Sullivan, Karen Horney y 
el exiliado alemán Erich Fromm, entre otros- fue decisiva para el progreso de la 
teoría del psicoanálisis en una nueva dirección: la culturalista y sociológica. 
 
Muchos de los personajes citados no aceptaban todas las ideas de Freud. Pero el 
psicoanálisis, tal como éste lo había concebido, contenía tanta fuerza de 
arrastre y abría tantas posibilidades para la interpretación de la conducta 
humana, que pronto se iniciaron, partiendo del núcleo básico, multitud de 
caminos llenos de sugestión y de promesas. Quienes los recorrían, en los años 
treinta y cuarenta, se sentían partícipes de una empresa común: la de continuar, 
revitalizar o perfeccionar el psicoanálisis, aquella extraña doctrina del judío 
Freud que había de fecundar no sólo la psiquiatría de nuestro tiempo, sino 
amplias parcelas de la cultura en nuestro mundo occidental. 
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